domingo, 22 de agosto de 2004

El hombre no puede estar solo. No es bueno. Necesita al otro, a los otros. Y al Otro.

Por eso vive en sociedad. Se agrupa. Se reúne. Se integra. Se organiza.

Y, en cuanto lo hace, le da tal carácter institucional a su reunión, a su organización, a su agrupación, que termina institucionalizándola.

De este modo, lo que empieza verbo (aunque no cualquier verbo), se vuelve substantivo (aunque no cualquier substantivo.

Es todo un problema.

Por una parte, no es posible evitar lo que es natural en el hombre. Ni es deseable evitarlo.

Por otra parte, no es bueno que la substancia pase de lo individual a lo colectivo, anulando lo singular y haciendo de lo general la única medida, la forma substantiva de lo humano.

Ecclesia y santidad, me parece que se llama este problema.
ver

La asamblea, la reunión, el pueblo, la grey.

El hombre, el santo, el profeta, el mártir.

Es, análogamente, como decir un Dios Uno y Trino.

Creo que tenemos análoga dificultad para entender y obrar la unidad en la diversidad humana, como oscura se nos hace la unidad y la trinidad en Dios.

Tanto como entender que aquella nota de lo humano procede de esta nota divina.

Es fuerte la tendencia del hombre a agruparse. Y muy fuerte su tendencia a substantivar la agrupación.

Pero, en algún punto de ese trayecto entre la necesaria agrupación y el anquilosamiento de la agrupación, el hombre legisla mandamientos nuevos, reglamenta la unidad, pero reglamenta también la singularidad, subsumiéndola en la agrupación.

Así la agrupación se vuelve la totalidad, así la sociedad de hombres se vuelve lo humano en su totalidad. Y hasta se vuelve lo divino, cuando su fuerza centrípeta es tal que pretende elevarse y atraer a todos -a todos los que atrae- hacia sí. Porque, cuando ocurre algo así, aquellos que no son atraídos, no pertenecen a la substancia de lo humano.

Parece casi inevitable que la sociedad de hombres se haga totalitaria, al final.
Parece que el hombre no puede resolver esto sin disolver la sociedad o sin disolver lo humano.

Es tan fuerte la radical sociabilidad del hombre que hasta aquellos que detestan la sociabilidad se agrupan en el club de los que no quieren pertenecer a ningún club. Y es tan fuerte la substantivación, es tan fuerte el apetito legislativo, que hasta aquellos que no quieren pertenecer a un club tienen un reglamento para entrar a ese club.

Y es tan fuerte la fuerza centrípeta de lo social devenido institucional anquilosado, que hasta el refractario a toda agrupación termina por legislar que es muy difícil salvarse -de cualquier cosa que hubiere que salvarse- si no se ingresa al club de los que no tienen club...

Porque no es menos fuerte el apetito natural de singularidad, como su desorden.


Creo que estas cuestiones están en las lecturas de Isaías y del capítulo 13 de San Lucas que se leyeron en las misas de este domingo. Y, hasta donde yo lo veo, están bien hincadas en la raíz del problema que se plantea.

¿Serán pocos los que se salven? Y parece claro que pocos es la palabra central.

Suele mirarse la cuestión como un subproducto doctrinal del ecumenismo, entendido como se lo quisiere entender.

Otros hombres, otras agrupaciones, otras iglesias, otras culturas.

Algo de eso hay, aunque más bien pienso que lo que se dice allí a este respecto es que donde está la verdadera verdad, allí está efectivamente la verdadera verdad, donde estuviere. Y que donde está el bien, allí está el bien, donde estuviere. Y que Dios sabe seguro dónde.

También está la cuestión de la acepción de personas, si tal o cual, por esto o aquello.

Y aquella otra de la desordenada apetencia de legislación totalizante: si tal canon o si tal código, si tal precepto o tal no-código, o tales otros no-preceptos y no-cánones.

Me parece que no se desata el nudo de este asunto con relativismos o falsas humildades que traten de actuar humildades de pequeñas humanidades individuales en beneficio de amplias humanidades agrupadas, siquiera agrupadas en el grupo de los que no saben cómo ni para qué reunirse.

Muchas veces son meras condescencias. Tantas veces hacemos gestos de individualidad atenuada que valen lo mismo que el respeto mundano (o la cobardía). Si es que en realidad no son larvadas soberbias que pretenden filtrar nuestra ley como humo por las hendijas, por debajo de la puerta del alma de nuestro interlocutor, en vez de la brutalidad escandalosa de patear su puerta y lanzar al interior del otro una violenta llamarada...


Creo, francamente, que palabras de Cristo como éstas que oímos en este domingo, son complementarias con aquellas otras que nos exhortan a ser perfectos como el Padre Celestial es perfecto.

Perfectos, pero también en lo que Dios tiene de Uno y Trino. Donde la unicidad y la sociedad no se chocan, no se anulan, ni se contradicen.

Hay quienes creen que la exclusividad los pone a salvo, por lo que tiene de no común.
Hay quienes entienden que cualquier singularidad los pone obligatoriamente en el terreno de la soberbia.
Como hay quienes entienden que disolviéndose sin contornos en el torrente de los hombres, cumplen con el mandato del amor al prójimo, por la mera disolución, siquiera por el gesto de querer disolverse.


La santidad y la Ecclesia. Allí está la entera cuestión humana. En aquello que la santidad tiene no solamente de gracia sino de singularidad; y en aquello que la Ecclesia tiene no solamente de gracia sino también de ley.

Son opuestas, pero no son contradictorias. Y porque son opuestas nos dejan esa sensación angustiosa de tensión (que, en tanto angustiosa, nos parece mala), porque los hombres no sabemos resolver contrarios y estamos más cómodos entre realidades que se anulen unas a otras.

Así las cosas, es, en cierto sentido, mínima la dificultad de si el musulmán se salva siendo musulmán, o si el de izquierda queda afuera, mientras entran los de derecha, o si los solidarios que van a los barrios pobres son los buenos y las carmelitas descalzan se van al infierno por egoístas.

Creo que si Jesús habla de tales cosas en estos pasajes, es per accidens (como dicen los filósofos).

Me parece que detenerse allí, como si fuera lo central, es invertir simétricamente aquello que supuestamente se pretende amonestar.

A la pregunta acerca de si son pocos los que se salvan no se contesta haciendo la lista de cuántos son los que se salvan. Tironear de la lista para alargarla o para acotarla es algo típicamente humano

Según se ve, a esa pregunta más bien se contesta diciendo qué es salvarse y qué hay que hacer para salvarse.

Y después, al fin, los que queden adentro, quedan adentro. Mientras que para los que queden afuera, habrá llanto y rechinar de dientes.

Con todo, y muy importante, lo que definitivamente es cierto es que cada uno, adentro o afuera, será llamado por su nombre. Quién es cada quien en realidad.

Es decir, por lo que es, y por lo que estaba llamado a ser.

Esa cosa tan difícil de saber, tan costosa, para nosotros en este mundo.

Y entonces, como dice San Juan de la Cruz, cada uno será examinado en el Amor.

Es decir, se verá cuán Uno y cuán Trino ha llegado a ser cada cual.