jueves, 30 de agosto de 2012

Nombres reales


Puerto de San Julián

Bahía de flamencos. Sobre el mar suspendido,
arena entre las manos, y la estepa en mi espalda;
todo el sol en el cielo y el silencio en el aire
y el hielo como agujas en el alma y la piel.
Estoy solo en el cielo, en el mar, la meseta.
La costa acantilada es alta como el tiempo
y estoy parado sobre una nada de nada.
No tengo más que dar que lo que tengo ahora.
Y en este mar sin ruidos, los nombres son silencio
que aquieta las mareas, pero amargan la boca.
(Erguido. Mientras, sigo sobre nada de nada.)
Ya el desierto no existe. Soy todo yo desierto.
Y es tan mudo el desierto como es sereno el mar.
Así es el mundo cuando los nombres se disuelven.

Lo encontré hoy entre unos papeles de hace unos cuantos años atrás, junto con algunas otras cosas que tal vez aparezcan por aquí. Fue un otoño espléndido en aquel lugar que siempre llevo conmigo de un modo u otro, pese a su aridez. Por su aridez.

Hace algún tiempo que no estoy por allí.

Vistas ahora, pasado el tiempo y desgajadas, parecen letras mucho más viejas; casi de otro, si acaso no lo son en algún sentido. Por raro que me haya sido, hizo falta mirar más de una vez, volver a ver y casi a escribir de nuevo, espiritualmente, visualmente. Recorrer casi toda completa la geografía de afuera y adentro.

Y sin embargo, una vez allí otra vez -otra vez más, de las que allí estuve-, inmediatamente se reencuentra uno con cierta alegría extraña y, a la vez, cierta alegría familiar. Mucho más honda que los recuerdos, algo que no tiene relación con los recuerdos.

Y la alegría mayor es la de advertir que esas letras no llevan amargura ninguna. Y que, al contrario, llevan la marca de una felicidad de silencio que emana del paisaje y traspasa y desnuda cierta nostalgia feliz de un lugar en el que las cosas son tan nítidamente ellas mismas en su brutal sinceridad esteparia y helada que cualquier conversación es innecesaria.

El viento era de unos cien kilómetros por hora, el acantilado tenía unos setenta metros de alto. El mar estaba vacío de nada que no fuera mar, la meseta esteparia era la soledad misma en cientos de kilómetros alrededor, el puerto era una línea blanca, aterida y muda, allá en el fondo de una inmensa cala de casi diez kilómetros de extensión, apenas conmovida por un mar liso de tan encerrado.

La sensación feliz de un mundo tan abierto y libre como estrechado por la soledad inmensa.

Los nombres de las cosas de afuera se disuelven allí, claro.

Pero es verdad que, cuando se está allí, muy lentamente, y si uno soporta el viento, parecería que solamente van quedando adentro de uno los nombres -cosas, gentes- que parecería no hay modo de disolver, los que son tan hondos y tan propios que en aquella ascesis sin atenuantes hasta incluso cuesta pensar y sentir que realmente nombran algo, a alguien, que no sea uno mismo. Y a veces es tan verdad.

Y después ni siquiera eso, porque en aquella astringencia feroz lo que no es no se disuelve, claro, porque allí sólo lo que es aparece siendo.


Extraño aquellos páramos terribles y esa libertad y esa invitación, constante como el viento, a la prescindencia serena de los nombres innecesarios por irreales y de los innecesarios a secas.

Pueblo y poesía

Algún día, habrá que hablar del pueblo y la poesía.

Otra vez más, digo, porque hay de eso a pasto por todas partes. Volver a verlo, volver a decirlo. No hay forma de esquivar el asunto si se habla de política y del pueblo.

En 1938, Marechal decía (prometo traer pronto esa pieza breve y nutritiva):
¡Y quién sabe acaso si el caos en que vivimos no es obra de poetas que han hecho de la verdad un peligroso juego lírico!
Y creo que así es de cierto.

Por todos los costados del asunto. Por el lado de los que hicieron el juego con las palabras en la poesía y por el lado de los que jugaron con las palabras del pueblo y con la palabra pueblo. Y con la poesía del pueblo.

Ah, esos elitistas populares de la jerga inmunda, de la jerga inmunda socioteopoliticona y de las contraseñas en jerga inmunda para reconocerse -satisfechos de sí mismos- como dizque amigos de los pobres y amigos del pueblo; al lado de esos otros elitistas contra populum de la jerga inmunda, melosa y frívola, que atesoran y embadurnan las palabras porque creen que así se distinguen y los distinguen: refinados como una madama, fieles como prostitutas, virtuosos como Herodes, valientes como Pilatos...

Alto...

En otro momento.

Pero una cosa sí le digo ahora y no me pida que se lo explique, porque es más largo: un día habrá que elegir y para algunos significará ni más ni menos que elegir por qué razón quieren ser perseguidos o muertos.

Y todo por la poesía, aunque no lo crea.

Pero, eso es cosa mía.

Mejor lean a Aragón y lo que dice en Homero y el pueblo o en Cantando me he de morir.

martes, 28 de agosto de 2012

Romance del tesoro



El niño mira las ondas
del agua luz del arroyo
y camina a paso de hombre
enfrentando los abrojos.

La mano delgada y firme
traza en el viento contornos
de unas palabras que ensaya
desde que llegó el otoño
y vio en la fuente del pueblo
una niña. No: un tesoro...

Tesoro..., dijo a su madre
y su madre con enojo
le dijo que era muy niño
y que ya pusiera coto.

Por eso salió una tarde
y fue bordeando el arroyo.
Va por la vereda dulce
que le trazan sus arrojos
y lo empujan a la vega
donde viven unos ojos
color canela y un talle
delicado y color oro
unos cabellos que al aire
se mecen, trigos sabrosos,
manitas piel de aceituna,
y una risa y un dichoso
aletear de colibríes
en esa voz... Será un gozo
si llega a decir un día:
Niño de mi alma, te adoro...

Va el niño por la vereda
y encuentra a la vera un poyo
de piedras grises y blancas
sobre una choza de troncos,
y en el poyo está un labriego
que mira la vega, solo.

¿Adónde vas, niño?, dice.

Estoy buscando un tesoro,
más alto que la mañana
y que la noche más hondo.

¿Y adónde lo encontrarás?,
dice el labriego en un tono
de surcos negros y duros,
y de guijarros sonoros.

Por el camino que vengo,
por la vereda que corro
me dijo una voz que fuera
hasta que diera en un soto
con el cante de una niña
que tiene en su voz un coro
de claveles rojo sangre
como la sangre del toro.

Ya lo miraba el labriego,
ya lo mira con asombro
y una tristeza de siglos
le está nublando sus ojos.

Llegué a esta vega muy niño,
dijo el labriego del poyo,
y vine por la vereda
por la que vas en tu antojo.
Salí de mi pueblo un día,
ya persiguiendo unos ojos
color canela y un talle
delicado y color oro
unos cabellos que al aire
mecían trigos sabrosos,
manitas piel de aceituna,
y una risa y un dichoso
aletear de colibríes
en aquella voz... ¡qué gozo,
me dije, si llega un día
a decir: niño, te adoro...!
Y aquí quedé desque vine
y labro la tierra y lloro
las tardes frías de invierno
y las mañanas de otoño.
Pues no encuentro todavía
las prendas de mi tesoro,
que como dices del tuyo
no sabe de altura o fondo:
más alto que la mañana
y que la noche más hondo.


domingo, 26 de agosto de 2012

Las palabras cuentan

Las palabras cuentan siempre y no es esta bitácora la que va a desentrañar ese nudo ahora. Y no es así porque lo diga Aragón, aunque es oportuno recordar que también él lo dijo.

Solamente dos cosas apuntaría, mirando y considerando lo que dicen los dos artículos suyos que dejo más abajo.

Una es que las palabras no solamente dicen algo. También hablan por nosotros, aunque parezca una perogrullada: hablan de nosotros, que es lo que quiero decir. Somos nosotros hablando y diciéndonos. Y, a veces (no frecuentemente, pero, a veces...), hay alguien que oye. Oye lo que estamos diciendo. Pero, también, nos oye a nosotros. Con suerte, conocerá algo acerca de lo que estamos diciendo. Pero también nos daremos a conocer y seremos conocidos, y la mayor parte de las veces ni nos damos cuenta de ello. Así como hay veces en las que somos tan transparentes que ni siquiera el silencio es capaz de ocultarnos lo suficiente, también hay un modo de ser deshonesto que solamente se hace evidente cuando abrimos la boca y sale a la luz con nuestras palabras en tropel quiénes somos en realidad y hasta quién hemos estado tratando de hacer creer que somos. Terrible y penosa cosa es.

Así, en lo que a las cosas que decimos se refiere, a veces, para bien o para mal, la opinión que otros tienen de nosotros no solamente viene del contenido inmediato de nuestras palabras (aquello de lo que estamos hablando) sino del contenido mediato (lo que esas palabras que decimos dicen de nosotros). Tanto si decimos la verdad como si (no para nosotros solamente, sino también para quien oye) es evidente que no estamos diciendo la verdad.

La otra cuestión es acerca de los juegos con las palabras, de los que la poesía, en particular pero no exclusivamente, hace gala. Son una gran tentación. Y son hasta cierto punto inofensivos. Salvo cuando no es solamente con las palabras con lo que estamos jugando. Terrible y penosa cosa es esto también.

Queda aquí Volvamos a José Hernández en la que el autor hace alusión a una anterior con la que todavía no di, pero que prometo buscar hasta dar con ella. Oír que la palabra es más importante que la política, me recuerda, más que estos tiempos -y tantos otros...-, la cantidad de personas que conozco que creen que es al revés y por eso mismo se sienten justificados cuando entienden que la política tiene permiso para mentir, de las maneras más extrañas y sofisticadas y hasta las maneras dizque bien intencionadas que la mentira tiene cuando se trata de política.

Y también El último cumpleaños de Luis Cané, que, qué quiere que le diga, además de otras cosas, es refrescante.

sábado, 25 de agosto de 2012

Dichos de bichos: Sire y la mandolina


Nunca había visto una mandolina.

Cuando era chico, sólo aparecía en una expresión de la abuela María, la piamontesa: “¡…otra vez la mandolina…!”, decía ella con acento y mirando al cielo cuando había alguna queja mía que no terminaba jamás, cuando prolongaba yo algún remilgo para hacer algún mandado o cuando oía que me retaban otra vez por sacar el caballo de mi hermano sin permiso.

Como se la mencionaba así sin más, no había que preguntar cómo era. Pero nunca había visto el artefacto que, siempre asociado al suspiro teatral y simpático de la piamontesa, no sé qué me imaginaría podría ser. Tenía sí una forma redonda en mis imágenes, pero como una rueda que gira infinitamente. No imaginaba que sonara y, menos aún, cómo.

Después supe qué era, por supuesto, pero seguía sin haber visto un ejemplar vivo.

Cuando la única hija de Carmen Saracho cumplió 15 años era verano. Y hubo gran fiesta en lo de Don Carmen. Yo estaba ya de vacaciones. Por esos días no me quedaba en la ciudad más que lo necesario para cursar o rendir exámenes. Pero hasta para estudiar volvía al campo, ahogado y a desahogarme.

Don Carmen tenía siete regias chacras a unas cinco leguas del pueblo, entre el campo de los Juárez y las quintas que lamían lo último del poblado, para el lado de la panadería vieja. Su padre, Lino Saracho, era un criollo juicioso y trabajador que había muerto ya y había repartido juiciosamente tierras a sus siete hijos. Su madre, Filumé, era siciliana. Se llamaba Filomena, por cierto, pero en la voz de sus hermanos mayores y de su padre viudo, sonaba así en dialecto y el nombre así quedó para todos. Y fue ella la que insistió en que su primer hijo varón se llamara como su abuelo (Carmine, quería, pero no hubo caso) que había quedado allá, en la isla, y al que en la casa, incluso los que jamás lo habían visto, extrañaban como una pérdida irreparable. Sería un gran hombre, seguramente.

Tina Saracho era muy bonita y a la fiesta en su honor fueron bandadas de gavilanes con ilusiones justificadas y pretensiones imposibles. Sus ojos tenían un aire marino de tormenta, una mirada firme verdegris, navegando siempre enérgica en su cara morena y vivaz.  Don Carmen era un anfitrión orgulloso y espléndido y ella, la niña de sus ojos, tuvo un festejo algo exagerado pero magnífico que duró todo el día, desde media mañana hasta la madrugada. Durante toda la jornada cayó gente a lo de Saracho y a la tarde todavía había quienes llegaban cuando otros se daban por cumplidos. 

En ese día de mi vida pasaron dos cosas importantes: murió el caballo de mi hermano, por mi culpa, y vi por primera vez una mandolina.


*   *   *


Había llegado de la ciudad el jueves y la fiesta fue el sábado. El pueblo, las quintas y las chacras estaban alborotados con la fiesta de Don Carmen. En el campo la fiesta causaba algo menos de revuelo, pero igual alcancé a ver al herrero acomodar el viernes a último momento algún que otro carruaje, algún charré o alguna jardinera, señal siempre de que no se usaría automóvil porque la ocasión ameritaba un protocolo especial, como se usa en el pueblo.

Mi hermano no estaba en la casa en esos días. Mis hermanas durante semanas habían estado atormentando a mi madre con pedidos de arreglos, compras y promesas de peluquerías, perfumes, chucherías…, cosas de mujeres.

El sábado, en algún momento de la mañana, la casa quedó silenciosa y desierta, por todas partes con los restos típicos de los preparativos para un festejo. Con calma, esperé gozando de aquella paz hasta que pasó el mediodía.  Me pareció buena idea ir a caballo y aproveché que no estaba Esteban y ensillé el suyo, antes de ponerme en condiciones, para no desentonar del todo.

El Sire, el caballo de Esteban, estaba en la casa desde que su madre, una yegua de cría de los Juárez, había muerto desgraciadamente al nacer él. Mi padre ayudaba de tanto en tanto en esas cosas y Pilo Juárez, el dueño de la yegua, le había regalado el potrillo para que lo criara alguno de los chicos. Mi padre, en cuanto llegó a casa, se lo regaló a Esteban, a quien le habían robado una yegüita lobuna por esos días.

Yo tenía al Petizo, un moro chico, morrudo, inquieto y arisco, que a mí sólo me hacía caso, pero me gustaba el Sire, su planta, sus colores, su andar elegante; a veces conseguía que Esteban me lo prestara. Cuando no, se lo sacaba a escondidas. Inevitablemente, tenía que vérmelas con él o con mis padres a la vuelta. Y, por supuesto, oír a la piamontesa que desde la galería, sentada en su sillón hamaca, o asomándose a la ventana de la cocina que daba al palenque, donde yo estaba siendo sentenciado in fraganti, murmuraba aquellas cosas de la mandolina.   

En lo de Saracho la fiesta iba camino al éxito. Pasó el almuerzo y las gentes se fueron agrupando para conversar. Se sucedían los guitarreros y cantores, el vino era bueno, había familias enteras, y estaba lleno de chicos que corrieron por todas partes todo el día. Había visto a casi todos los viejos amigos y compañeros de los años de escuela, había saludado a infinidad de señoras y viejos (“¿te acordás de mi hijo?”, “¿a que no sabés quién es esta señora…, este señor…, esta chica…?”). Hasta había conversado con todo aliño durante veinte minutos con mi primera novia…

A media tarde, las mesas se acomodaron hasta quedar debajo de los árboles y se pusieron unas tarimas de madera en el centro del semicírculo que se había formado. El día era glorioso y un viento sur, liviano y aromático, prometía una noche mejor aún. El calor podía esperar. El verano sería otro día, mañana acaso.

Se ponía el sol cuando, de pronto, un movimiento que vino como oleaje creciente fue acompañado por aplausos y vivas. Un grupo de gentes que estaban más cerca de la casa saludaban y escoltaban a Don Carmen que, emocionado y sonriente, caminaba entre ellos, saludando, abrazando, llorando y levantando triunfante un instrumento impecable, color roble borgoña, de frente opaco y dorado, clavijas de un marfil oscuro y añejo en un clavijero de metal que parecía de plata. Era una mandolina.

Subió a la tarima y allí se quedó un rato mientras los aplausos se extendían como un murmullo de mar, como un río de palmas un día de creciente. El espacio abierto se llevaba y volvía a traer las manos y las voces.

Don Carmen, finalmente, se quedó quieto mirando a la gente y a su hija que estaba frente a él, absorta y risueña.

Cuando se hizo silencio, Don Carmen contó que hacía tres años había mandado a pedir una mandolina al pueblo de su madre y que unos primos se la habían elegido entre las cinco que tenía la familia. Fue un capricho, dijo inocentemente con la voz cortada, un gusto que quería darse, un regalo para la niña de sus ojos. Quería aprender algunas canciones sicilianas y cantarlas en el cumpleaños de su hija. Y lo hizo. En secreto, con la Sra. De Santis, la eterna profesora de guitarra del pueblo, a la que había complicado en la conspiración. Durante tres años casi, dos veces por mes sin faltar nunca, durante más de dos horas practicaba las tres canciones que quería cantar ese preciso día. La mandolina dormía con su cómplice en el pueblo y hasta esa semana de la fiesta jamás había llegado a las chacras. Solamente sus dos hijos varones fueron en el último mes invitados al conciliábulo y ellos se encargaron de ir corrieron la voz desde la mañana: “el viejo tiene una sorpresa…, un regalo para Tina…, ni se imaginan…” Y así fue como la sorpresa fue el comentario durante toda la jornada hasta que Don Carmen apareció y mostró el instrumento mágico y misterioso a todos los que allí estábamos.

Sonó más que maravillosamente, dadas las circunstancias y el ejecutante viejo y bisoño a la vez. En un costado, en la mesa de las señoras, la maestra de música lloraba su secreto, ahora a la vista de todos, con una sonrisa impagable en la boca. Tina casi todo el tiempo tuvo las manos cubriendo la cara y sus hombros se movían convulsionados, de tanto en tanto, y vimos al fin sus afeites de quinceañera arrasados por la ternura y la emoción del regalo afinado y por la voz ineducada de Don Carmen, pero por sus raíces melodiosa y nítida.

No recuerdo qué cantó. Pero sí recuerdo –con recuerdo imborrable- la mandolina como una aparición que sonaba dulcemente, llevándonos a todos a otro lugar, quién sabe cuál para muchos.

Doña Filumé, sentada junto a Tina, de impecable vestido negro siciliano, regía como una reina lagrimeante y miraba a su hijo con un arrobamiento dignísimo.

Lo que siguió es parte del catálogo establecido para las fiestas familiares, bailes incluidos, algunas pocas borracheras, gente “alegre” aquí y allá, una que otra discusión, mujeres sermoneando a sus hijos, a sus maridos, a sus amigas. Los chicos corrieron hasta que con la noche cerca fueron defeccionando.

Era de noche y bastante tarde cuando me pareció que podía irme. El cielo estaba lleno de luces y aquel viento del sur limpiaba el aire de tal modo que, aunque no había luna, alcanzaba para ver lo necesario.


*   *   *


Podría haberme ido por el camino real, pero era tan fragante y clara la noche que en la curva de Juárez, en vez de seguir, tomé la calle angosta que desemboca en el descampado de los Fuentes, una tierra ahora medio descuidada y por eso sin alambrado. No se corta mucho camino por allí para ir a la casa, pero se abre el cielo y el llano de tal modo que tienta echarse un galope ligero, con los ruidos serenos de las noches de un verano que recién nace y es casi primavera, con el viento en la cara despejando la fiesta y trayendo una y otra vez la escena luminosa de la mandolina de Don Carmen.

El Sire, descansado y alegre, navegaba suavemente y los cueros de las riendas y la montura (Esteban lo quería estilizado y jamás se ensillaba con apero) gemían virilmente acompasando su andar armónico, suave, pero firme, con ese sutil toque de acero del bocado.

Tan en andas de la noche mansa íbamos los dos que cuando la vizcacha saltó a un costado, corriendo después histérica hacia adelante, nos sorprendimos al unísono. Hice un movimiento brusco con las riendas y el Sire se resintió. Dio un cabezazo, primero, después un bufido que quiso ser relincho bronco y se bandeó bruscamente para el lado opuesto al de la carrera de la vizcacha. Abrió los ojos con espanto, resopló con temor. Perdí la vertical con el bandazo y los estribos flamearon soltados de mis pies. Más se encabritó el Sire y tomó carrera, como alocado en medio de la noche que podía ser clara para un paseo amable, pero era oscura para una emergencia así de violenta e inadvertida.

Corrió el Sire sin tino por el descampado y parecía estar persiguiendo a la vizcacha más que escapando del objeto que lo había asustado.

Mal acomodado (ah, si hubiera sido recado…), me costaba asentarme sobre el cuero lustroso de la montura. Los frenéticos corcovos del Sire no me dejaban controlar al animal y él mandaba en esa huida a ninguna parte por ningún motivo.

A esa altura, y aunque nos íbamos acercando al pago, todavía estaba a buena distancia, y más cerca de lo de Saracho que de nuestra casa. La familia seguía exprimiendo la fiesta hasta su último jugo.

No podía haber visto las vizcacheras en esa noche y en ese trance, imposible. Ni siquiera recordé que en el descampado había ése y otros riesgos, como pozos sin destino, osamentas, restos de alambrados, algún ramerío o troncos, incluso.

El Sire pareció clavar las dos manos hacia adelante y de golpe, en un gesto brutal acompañado de un quebrarse fiero de huesos, y salí desmañada y velozmente por encima de su cuello garboso. Caí de costado y un dolor terrible en el hombro me punzó de repente hasta hacerme casi perder el sentido. La cara se arrastró por los abrojales y algunos cardos con la inercia de la caída y sentí de pronto un cosquilleo arenoso y ardiente que se sumó al atontamiento que me trajo el golpe en la cabeza. Allá atrás, alcancé a oír una especie de gemido ronco, un extraño sonido como un grito sordo de caballo.

Me quedé tendido sin poder moverme durante un rato. A cierta distancia sentí que se iba apagando el resoplido del Sire, que ni siquiera parecía hacer el intento de levantarse.

Creo que unos cinco minutos tardé en recuperar el aliento y en sentarme en medio de la noche. Tuve frío.

Busqué al Sire, pensando que podría haberse incorporado sin que me diera cuenta. No lo vi. Busqué entonces el bulto y vi que estaba a unos cuantos metros. Quise pararme pero estaba mareado y cuando intenté ir gateando despacio, el hombro me llamó al orden.

Otro rato, que no recuerdo cuánto fue, estuve sentado con la cabeza gacha, aturdido, con un zumbido interminable que parecía un motor en mi cabeza. El golpe había sido fuerte.  Me incliné hacia el lado menos golpeado del cuerpo y con dificultad me puse de pie.

Miré alrededor para orientarme siquiera algo y enseguida caminé hasta donde el Sire roncaba un silbido cada vez más débil. Tenía las manos en una posición imposible y sentí que un dolor áspero, intenso y seco me subía hasta el hombro: era el reflejo de mi propio cuerpo al pensar lo que esas quebraduras podrían estar doliéndole al pobre bicho.

Me acerqué a la cabeza. Me agaché a su lado y lo acaricié palmeándolo, con un susurro de voz que me sorprendió por lo grave y sin fuerza.

El Sire tenía los ojos fijos y apenas si los movió. Estaría doliéndole siquiera mover los ojos y hasta respirar, me imaginé.

Me quedé sentado junto a él, estaba aturdido todavía y no sabía qué hacer. No llegaría fácilmente a ninguna parte –ni a la casa, ni de vuelta a la fiesta- en ese estado penoso y dolorido.


*   *   *


Soñé inquieto. No sé cuánto tiempo, porque ni siquiera me di cuenta, con la conmoción de la rodada, de que me estaba quedando dormido.

En el sueño (no sé por qué ni cómo puedo recordar eso todavía tan claramente), parecía sonar la mandolina de Don Carmen con aplausos de fondo y -así son los sueños- la sonrisa contenida de Doña Filumé me miraba tendido en medio del descampado; a su lado, inclinado sobre mí, Esteban me consolaba y mi primera novia –así son los sueños-, de pie y con los brazos en jarras, me reprochaba haber doblado en la curva de Juárez  y no haber seguido el camino real…

Desperté como afiebrado, con escalofríos y un terrible cansancio. Me dolía ahora todo el cuerpo y no solamente el hombro y la cabeza.


A mi lado, el Sire ya no sufría.



viernes, 24 de agosto de 2012

Prisión

Ah, la prisión que llueve finamente
las rejas de agua con que me aprisiona:
me bautiza con lágrimas la frente
y con lágrimas teje mi corona.
Ah, la prisión que brota de esa fuente
de luz süave que al lucir entona
su bordona de gris resplandeciente
y gravemente en gozo me abandona.
Prisión de un claustro abierto, celda libre
de la que es imposible que alguien huya
mientras al son de su silencio vibre.
Prisión que no conoce la medida,
pues no hay otra extensión sino la suya,
sin frontera por nadie conocida.

Dije lo que dije

Fue en junio pasado que publiqué un artículo de Aragón (El almirante saca pecho...colorado") sobre las Memorias de Tomás de Iriarte; había allí unos dichos suyos sobre otros de Iriarte refiriéndose con furia a Guillermo Brown. Prometí aquella vez publicar en la próxima una réplica que recibió Aragón. Y no cumplí.

Mejor.

Porque ahora encontré la réplica de Aragón a la réplica que le hiciera entonces el contralmirante Laurio H. Destéfani, quien estaba a cargo del departamento de estudios históricos de lo que era por aquellos años el comando en jefe de la Armada y que fue quien entendió debía salir en defensa de Brown.

Una cosa que me llamó la atención es que todo duró desde fines de julio hasta fines de octubre de 1978 y en ese período solamente están el artículo que da origen a la cuestión, la réplica de Destéfani (de septiembre) y, un mes después, la de Aragón en respuesta. Y nada más. Ida y vuelta.

No sé cuáles habrán sido las razones, pero me gustaría pensar que no fue por falta de entusiasmo de las partes o por desidia, sino por un modo de vivencia del paso del tiempo que ciertamente no es común, y seguro no es actual. Y no estamos tan lejos de aquellos días, como para pensar que son muy distintos aquellos de los nuestros.

Sería impensable hoy sostener a través de las páginas de un diario una polémica de cualquier tema con esa frecuencia de respuestas.

Pero eso es casi lateral, porque está, claro, la substancia del asunto y la metodología para exponerla por parte de cada quien. Un ejercicio que no le vendría mal a más de uno, diría.


jueves, 23 de agosto de 2012

Había una vez

 Las cosas empiezan alguna vez, eso es claro. Pero, ¿cuándo terminan?

¿Y por dónde empiezan en realidad? ¿Cuándo? ¿Por qué? ¿Cómo?

A veces en las filigranas de la historia hay episodios que parecen administrativos, formularios. Trámites de cosas. Episodios como trámites.

Como esas interminables y tramposas sesiones del Congreso, en las que cuesta ver de qué se trata realmente, más allá del espectáculo, las chicanas, los discursetes de oportunidad.

Papeles, actas, reglamentos, informes, notificaciones, números y leyes, codicilos y letra chica.

Una nube de humo de nada de nada, o que parece así -las más de las veces humo tóxico-, pero que esconde una guerra que acaba de empezar y durará siglos.

Son curiosas las cosas de los hombres. ¿Importará? ¿No importará?

De hecho, son cosas que pasan y a las que hay que prestarles atención. Nunca son enteramente sin importancia, si hay algo que lo sea.

Puede ser una conversación entre dos, parece casual, cosa de nada, nada que parezca un parteaguas.

Y resulta que después de eso, ya nada será lo mismo. Nada será lo que parecía haber sido antes. Y parecía, digo, claro. Porque la mayor parte de las veces las cosas no empiezan a ser cuando las vemos por primera vez. Y es difícil que lleguen a ser si ya no eran de alguna manera.

(Pasa con algunas cosas, a veces, que decidimos un día enterarnos de cosas que siempre vimos...)

Y así pasa en la historia de muchos, como en la historia de dos.

Y aquí nos trae Aragón lo que a mi gusto son ejemplos de lo que digo.

Son asuntos de antes de la Revolución de Mayo. Cuando la unidad se hizo partido y Una historia certificada parecen ser asuntos de Liniers y Álzaga, por lo pronto.

Pero parece nomás.


lunes, 20 de agosto de 2012

No te reinventarás


En estos últimos días, durante bastante tiempo estuve mirando la fotografía de San Martín, este daguerrotipo de 1848 sobre el que se hicieron retratos y otras secuencias. Volvieron a publicarlo en estos días cuando difundieron la necrológica que el abogado Adolphe Gérard publicó en 1850 en L’Impartial de Boulogne sur Mer, texto ya conocido, aunque poco frecuentado.

No me interesa ahora tanto el texto, que tiene sus cosas (muchas ya las dijo Aragón aquí), sino simplemente el retrato.

La ventaja de esta toma es, para mí, la de la expresión nítida.

Siempre será una discusión si la pintura puede más que el servilismo de la fotografía. Pero no habrá que desdeñar que si en alguna de ambas puede menos la mano –y el ojo- del que retrata, más bien parece que será en la fotografía. A la inversa, en la fotografía parece que los rasgos son los mismos que los del retratado, más inmediatamente puestos frente al observador, sin la necesaria intromisión del artífice. En un caso, parece que la luz misma pinta. En el otro, la mano. Tiene ventajas y desventajas una cosa y la otra. Será, no será. No es el caso.

Si me valió de algo mirar a este hombre en su retrato, fue precisamente ver al hombre. Era cosa nomás de verlo como el señor José de San Martín. Y me llamó la atención que se pareciera tanto al General Don José de San Martín. Y más: se parecía mucho más este hombre al general, que lo que se parece a este hombre el General Don José de San Martín, dicho así, con la voz engolada, vera o falsa, con la que se suele tomar de rehén a un personaje público, importante, fundacional, para ponerlo de pantalla de lo que sea, bueno o malo.

Está esa cosa de vieja chismosa de peluquería que se le ha pegado a las viejas chismosas de peluquería que firman libros como historiadores, esa cosa de hurgar con mirada socarrona, madura y suspicaz en los calzones de los grandes, esa cosa de que la vida privada visibiliza (aghh…, las palabrejas de la jerga progre…) la realidad del hombre completo, esa cosa de contar la vida pormenor como si una foto de San Martín en el wáter, con los briches por las rodillas, nos explicara más acabadamente y nos permitiera conocer en toda la vera verdad el Cruce de los Andes…

Nada de eso ahora. Cuando digo el hombre digo el hombre a secas. Hombre, así visto, es más que lo demás por separado y todo junto: como que el todo es más que la suma de las partes. Y no menos, como las viejas teñidas piensan cuando creen que hay que bajar al General para ver al hombre, que está más abajo, no más adentro y más raigal: un escalón más abajo, más a nuestra altura.

Imbéciles: Hombre lleva puesto el general, el padre o el amigo, lleva puesto el soldado o el amante, lleva puesto el piadoso y el enfermo, lleva puesto el correntino y el argentino, lleva puesto el monárquico y el revolucionario. 

Y creo que eso fue lo que vi porque eso miraba en el retrato. La ancianidad y la picardía, el dolor, la ceguera, la semisonrisa, la delgadez austera y simpática, la mirada levemente ladeada, matizante, escrutadora y sagaz a la vez, el atuendo sobrio, criollo diría. Acicalado por caridad y pulcritud, no por coquetería y manipulación. Libre y manso. Despierto, vivaz y vivido. Con el ceño del que considera y delibera, reflexivo. Y los rasgos firmes y la mirada quieta del que manda y hace. Y hasta esa boca sin rencor ni mueca, cerrada de prudente y juiciosa.

Pensaba mirando este retrato en que son tiempos los nuestros en los que la gente se reinventa.

Nuevo look, nueva vida, nuevas apariencias, nuevas manipulaciones, nuevas fachadas para engrupir, para engañar, para sostener el vacío. Hacer creer, hacerse ser sin ser, decir ser. Es curioso eso de reinventarse. Hacerse uno nuevo, hacer aparecer uno nuevo, no quien se es.

Proteico. Estúpido.

Es lo que tiene de bueno este retrato del señor José de San Martín: es el señor José de San Martín. Y nada más.

Y se nota.

Y eso es notable.

Un hombre así merece de nosotros –si fuéramos mejores- algo mejor que un feriado largo.

Tendrá que esperar.

domingo, 19 de agosto de 2012

Dichos de bichos: Caranchos y chimangos

Contaba Don Cleto Rivas que hubo un tiempo en el llano en el que, sorprendentemente, los caranchos y los chimangos anduvieron a los picotazos, y durante muchos meses con las garras listas siempre para atacarse. Después, decía, lo peor de la bronca pasó y se fueron distanciando hasta casi ignorarse, aunque no tanto y nunca como antes.

No se acordaba Don Cleto cómo había sabido el hecho pero lo decía con tantos detalles y conclusiones que se podía creer que él mismo lo hubiera protagonizado y supiera por qué había sido.

Pero, según se dice también, la verdad la sabía de cierto el aguilucho, porque él sí había sido testigo de aquel entrevero.

Yo, por mi parte, solamente puedo referir aquí lo que me contaron.

Fue hace muchos años y todos los animales de la llanura tienen en la memoria los cuentos de la época fatídica de aquellos encuentros asesinos, especialmente a campo abierto y a plena luz del día.

Tan peligrosa se volvió aquella guerra que a casi todos hasta se les hacía difícil salir a buscar su propia comida durante la mañana y la tarde y muchos prefirieron por entonces merodear a la noche, cuando la saña de los carroñeros amainaba con la caída del sol.

Todo parece que empezó con una suelta de palomas que hubo en el pueblo, para el aniversario de la fundación. La idea había sido del párroco, apasionado colombófilo, amante investigador tenaz de los hábitos de esos bichos.

En los pueblos vecinos -y en el monte grande, la casa de los Colombo, precisamente y parece broma- había otros como el cura y así por todo alrededor menudeaban por entonces los palomares y la cría de mensajeras.

Se dice que, a instancias del párroco, la idea era que los criadores de palomas soltaran todas a la vez, no sólo en el pueblo, y las dejaran volar por allí para que terminara volviendo cada bandada a su sitio, finalmente. Una vez en el aire, pensaban, las palomas harían un gran espectáculo con su paseo alejándose -algunas buscando incluso sus destinos habituales- y se encontrarían las bandadas en pleno vuelo, mezclándose hasta que el instinto las devolviera a su origen, lo que suponían pasaría en unos días. Y fue así, nomás. Aunque no exactamente con esa pulcritud y precisión que era impecable sólo en el diseño de la compleja operación.

El caso fue que bandadas de palomas llenaron el cielo y los campos ese día y se mezclaron efectivamente entre sí, pero también con las torcazas y con un lorerío bullicioso que hacía no mucho tenía su asentamiento en el monte de eucaliptos y allí se reproducía y alborotaba, ocupando hasta recovecos de las ruinas de un puesto que en otro tiempo hubo en ese monte, cuando todas esas tierras eran precisamente de los padres de Don Cleto.

Hay que ver, sin embargo, lo que el aguilucho sabía de todo esto.

Porque fue él el que se enteró un día, volando por los campos del tero, que todo había sido culpa de la liebre, en realidad. Así, y a partir de allí, el aguilucho había sido testigo de cada uno de los escalones por los que había descendido la tragedia.

Y lo que pasó fue esto: como era un lugar tranquilo y despejado, el tero solía revolotear por el cementerio que había junto a la iglesia, que miraba a campo abierto y no estaba cercado por aquellos años. En aquel entonces hasta tenía nido por allí y se había acostumbrado a la presencia del cura que, además de palomas, mantenía una huerta bien nutrida de la que, hay que decirlo, solía servirse más de uno, con o sin permiso. El párroco pasaba sus ratos libres allí y más de una vez se refugiaba bajo dos paraísos donde había acomodado unos bancos rústicos. Allí conversaba muchas veces con gente que citaba o venía a verlo.

Fue así que el tero se cruzó un día con la liebre y le contó lo que había oído cerca de la huerta: que para la fiesta del pueblo habría una suelta de palomas por todas partes y que por eso mismo tendría que vigilar mejor el nido porque él maliciaba que habría muchos peligros con tanto revuelo en el aire y en la tierra y que le aconsejaba a ella que hiciera otro tanto, porque la fiesta caía en tiempo de cría.

La liebre era huesuda y ágil, y no solamente de movimientos. Vistosa y todo como era, no llegaba a ser bonita y aunque su piel era suave y elegante, era tenida por vulgar, al fin de cuentas. Su mirada desconfiada y alerta, sus labios finos y apretados, sus orejas suspicaces. Su agilidad era su mayor gloria y de su facilidad de carrera había hecho un arte, aunque de algún modo torcido esa virtud se le había pasado al carácter feamente. Solía burlarse de otros bichos más lentos (no por nada ya lo decían las fábulas), incluso en el mismo momento en que sufrían las garras o los colmillos de algún adversario, y a veces hasta corría alrededor de la presa, a buena distancia, claro, y sonreía mostrando sus dientes desparejos con una risa que por la mueca parecía alegre y hasta simpática, pero que era en verdad cruel. No tenía buena fama y aunque parecía llevarse bien con casi todos, no tenía socios ni compañeros de correrías y mucho menos amigos. Casi todos decían, además, que era cobarde e interesada. Y mentirosa, decían, las más de las veces por cobardía. De este modo, ni siquiera su astucia era apreciada y, al contrario, los que llegaban a conocerla de cerca bien pronto la despreciaban en primer lugar por lo agrio de su sutileza, que además siempre maquinaba en su beneficio.

La cuestión es que la liebre rápidamente hizo con el dato que oyó del tero un cuadro completo y afiebrado  y se imaginó que habiendo tanta presa suelta, las aves rapaces, los carroñeros y otros predadores andarían también de fiesta por un tiempo, con la gula a flor de garras, colmillos y picos quebradores de huesos y tironeadores de tejidos.

De todos, a los que más temía era a los caranchos y a los chimangos. Eran los que podían con su velocidad amargarle el día, y especialmente el carancho que por su envergadura podía hacerse un banquete con la cría y hasta con ella misma. Con ellos se sentía indefensa y el miedo la cegó por completo.

Estaba el aguilucho también. Pero fuera porque el ave era más elegante, solitaria y distante que las otras, fuera porque el terror a los otros dos la obnubilaba sin medida, apenas si lo tuvo en cuenta.

La misma tarde en que se enteró, corrió ella menos que otras veces por el campo y se paró largo rato aquí y allá sobre sus tensas y poderosas patas traseras, las orejas por todo lo alto, buscando hacerse bien visible, aun desde las alturas del vuelo de los carroñeros. Y pasó que llegó primero el carancho que venía planeando en círculos de muy alto y hacía rato la había visto. Siempre atento a la escopeta de los hombres, el carancho vigilaba mientras descendía. Curioso y todo por la actitud extraña de la liebre, cuando ya estaba a cierta altura chilló lo suficientemente claro como para que ella quedara advertida. Su prestigio de cazador un poco se resentía viendo que el animal no se movía y parecía esperarlo sin emociones. Siempre era mejor y más apasionante desentumecer las alas en una buena corrida, porque la destreza para atrapar bichos veloces también era su orgullo.

Pero la liebre lo esperó hasta que su voz pudiera hacerse nítida para el carancho y entonces levantó la cabeza y lo llamó. Sorprendido, el carancho tocó el suelo bastante lejos y fue acercándose lentamente; era hábil en tierra firme.

Allí nomás, a la distancia, la liebre empezó el cuento. Sin aturdirlo con detalles humanos, fue directamente al punto que el carroñero podía apreciar mejor. Muy suavemente fue despertando en el carancho la codicia de tanta presa indefensa cruzando al descampado, muy sutilmente le fue pintando un enorme coto de caza privado. Por supuesto no dijo nada de sus pesadillas y terrores. Quería poner ante los ojos del carancho una mesa ricamente servida con toda suerte de carnes volanderas y de roedores varios, y nada de liebre.

El carancho picó. Le dio, eso sí, los detalles que sabía del día y la hora y el asunto estaba terminado. Casi al momento el ave carreteó y alzó vuelo. Iba a avisar del festín a sus socios, otros caranchos.

El pánico de la liebre no tuvo en cuenta que al carancho no le gusta cazar en el aire y es un carroñero más torpe y brutal que el chimango, que se precia de su pericia para volar y cazar a la vez, porque tiene algunas ínfulas de halcón. Y esta vez el menú se trataba de palomas al vuelo, especialmente, que era hacia donde más que nada la liebre quería distraer la atención de sus temidos enemigos en medio de la batahola que esperaba. 

Sin revisar en nada su plan, y conforme con su estrategia y su traición, la liebre pasó los pocos días que quedaban hasta la que preveía sería una matanza acomodando su cubil y acicalando a su cría, despreocupada ya. Mucho más tranquila estaba desde que vio el movimiento de las tropas de caranchos por aquí y por allá, una juntada que era inusual pero que solamente tenía sentido si alguno hubiera sabido lo que tramaban a instancias de la liebre.

Y llegó el día. La noche había pasado muy nublada y hasta se vieron refucilos en el horizonte que parecía vendrían para estos lados. Pero, cuando empezó a clarear, un aire limpio, un perfumado olor a campo anunció un buen día. Nomás rayó el sol, se levantó una niebla suave de rocío que pronto se diluyó y todo por todas partes lucía expectante aunque sereno.

A eso de las ocho, había en el cielo unos como puntos negros a muy gran altura y no era sino el revoloteo de las escuadras de vigías que los chimangos habían convenido hacer salir al viento desde temprano, porque imaginaban así tener un control absoluto de la situación.

A las nueve en punto, cuando el párroco daba inicio a la procesión que encabezaba, sonaron ahogados y potentes los primeros estruendos de las bombas de los festejos, que estallarían durante toda la mañana y otra vez al caer el sol, porque habría un festival de fuegos de artificio como cierre de los actos del aniversario. 

Desde el campo abierto, podía oírse la banda que había venido de la ciudad y su música llegaba con el viento en ondas intermitentes, entremezclada con los estruendos y, de tanto en tanto, los cantos. Una misa de campaña introdujo nuevos sonidos, como murmullos, que eran las voces de los fieles. Más tarde, el son metálico de los parlantes amplificaba inmoderadamente los discursos de circunstancias, más o menos parecidos de año en año.

En el pináculo de un poste, alerta, el aguilucho inmóvil veía y oía todo. Ya había detectado el revoloteo de los caranchos, y ya había notado que el único bicho que no andaba esa mañana por allí era la liebre. Lechuzones, cuises, la perdiz, alguna que otra culebra, teros y los pájaros de costumbre. Más lejos, unas vacas pastaban en los potreros de cerca del arroyo y, más lejos todavía, los caballos del regimiento iban a los bebederos en grupos de cuatro o cinco. Cada tanto, sin embargo, el aire se suspendía y todos los animales se detenían, alzaban o volvían sus cabezas, como reteniendo la respiración, con ese instinto que tienen para olfatear y sentir en las coyundas los desastres por venir.

Faltaba poco para las once y media. Había terminado la misa y ya no había discursos. Antes de que se abriera la kermesse o de que se habilitaran las mesas junto a los asadores para el almuerzo criollo, el cura tomó el micrófono y anunció solemnemente -y explicó con minuciosidad apasionada- la suelta de palomas y su complejo desarrollo. Cruzando de punta a punta la tarima, bajó hasta la calle principal y se fue hacia las cajas y jaulas que habían dispuesto por decenas en semicírculo y de las que saldrían las palomas al aire. La mujer del intendente abriría la primera jaula, el párroco la segunda y así otros notables las restantes hasta las diez primeras. Para las demás, estaban los scouts, ya parados cada cual junto a su cañón de plumas y alas, como artilleros.

El aguilucho levantó vuelo repentinamente y se volvió a posar en otro palo, ahora en un puntero más alto y más ancho que marcaba el linde de varios potreros.

De pronto, un estrépito mayor que los anteriores indicó el comienzo del revuelo. Eran exactamente las once y media y, tal como se había convenido, otras jaulas y cajas, mucho más lejos de allí, también se abrían y soltaban su carga al viento. Siguió un aplauso atronador y una gritería festiva.

El aguilucho volteaba su cabeza alternativamente en dirección al pueblo y hacia un punto del horizonte desde donde suponía vendrían las otras bandadas. Su mirada terrible vio primero, curiosamente, la bandada más lejana abierta como en abanico y con algunas nubes de fondo que le permitían distinguirlas mejor. Inmediatamente dio vuelta en dirección al pueblo otra vez y vio las palomas locales ascender y tomar mucha altura antes de elegir una dirección.

Lo que siguió fue bastante rápido. Pronto algunos grupos desgajados de la bandada mayor empezaron a llegar hasta el campo abierto y allí se demoraron dando vueltas extensas como en espiral. Bastante tiempo quedaron así. Primero se les unieron las demás que venían del pueblo, después fueron llegando más y más de todas partes y al rato ya no era posible distinguir su origen. Sobre campo abierto las palomas seguían en sus destrezas, algo inconsistentes y no muy garbosas, como es su vuelo. Lo que sí impresionaba era la cantidad.

Como de la nada, primero como un chirrido lejano, se oyó crecer el barullo de los loros. Al minuto, ya se mezclaban en el frenesí de las palomas, como si entraran a un festejo de no sabían qué, pero al que venían a traerle su entusiasmo vocinglero. Y las torcazas, después, de a decenas también ellas, volando con una inocencia conmovedora.

El campo parecía un inmenso mar fértil de peces, cubierto a media altura de centenares de voraces gaviotas pescadoras que alborotaban volando anárquicamente. En la tierra, mientras tanto, el bicherío de a pie sintió la creciente emoción electrizante de aquella mezcla inusual y se movía como convulso de un lado a otro.

El aguilucho vio que la liebre -siempre ausente y más en ese momento- no se había equivocado del todo.

Y en eso estaba cuando, como un relámpago estalla en medio de la noche oscura, de alguna parte salió una compañía completa de chimangos. Venían volando a mayor altura que el resto de las aves, pero más bajo que los caranchos que seguían juntándose arriba listos para almorzar ese día opíparamente.

En vuelos rápidos y oblicuos, los chimangos se desprendieron como flechas sobre las bandadas, eligiendo en especial a los palomones y a las torcazas, unos por más lentos y torpes, las otras por más sabrosas.

Tantas eran las presas que los chimangos apenas si conseguían en el primer intento dañarlas y hacerlas caer a tierra. El lorerío tuvo pocas bajas ese día, pero sus chillidos le ponían una nota terrible a la matanza, como ayes de heridos, o de viudas y huérfanos.

Antes de que los caranchos pudieran tomar posición, otra oleada de chimangos ya andaba por el suelo descarnando a las víctimas. Algunos, incluso, despreciando palomas o torcazas, encontraban en el camino algún ratón o una culebra chica y remontaban vuelo con esa nueva presa para alejarse del batifondo y echarse un bocado en paz.

Hasta que llegaron los caranchos por fin al teatro de operaciones, ya tan furiosos como hambrientos, y como babeantes de odio.

Desordenadamente quisieron tomar posesión del campo, pero ya estaba tan ocupado y tan revuelto con tanta víctima y tanto predador que pronto se vieron en la necesidad de dejar la comida para después del combate con los competidores.

Todavía estaban maltratándose entre sí ferozmente caranchos y chimangos cuando el aguilucho levantó vuelo para ver la escena desde un punto arriba, panorámico. En algún momento, creyó ver un par de orejas salir de un agujero en la tierra, muy lejos de la acción, y después un hocico dientudo que parecía olfatear en una sola dirección. Pero no se detuvo en eso y voló en círculos sobre el campo de batalla.

Desde allí pudo ver que la mayoría de las mensajeras y palomones se habían salvado y se juntaban en el aire, ya muy apartadas de la masacre y buscando cada bandada su destino. Pero quedaban varias en tierra, de todos modos, agonizantes o muertas.

En el campo, abajo, quedaba igualmente un tendal de toda clase de aves y algunos bichos terrestres. Vio que la gran mayoría de ellos, heridos o ya exánimes, eran ignorados por caranchos y chimangos que solamente tenían pico y garras para el enemigo. De hecho, sólo los más jóvenes y algunas hembras de ambos ejércitos tenían más ganas de comer que de guerrear.

Y así pasó ese día.

A la mañana siguiente, en patrullas desconfiadas, todavía los carroñeros tomaban posiciones por sectores y buscaban presas perdidas. Los caranchos para el lado del arroyo, los chimangos para el lado del pueblo. Pero aun ese día se desgajaban de cada grupo los más belicosos y se enfrentaban cada vez que podían, al rato, la trifulca volvía a hacerse poco menos que general.

La mutua furia de ambos había dejado mucha presa a medio consumir, y pese a que eran muchos los competidores, algunos animales se atrevían a su riesgo a mordisquear lo que quedaba. Y el riesgo era alto porque ambos bandos a la vez acechaban agudamente los movimientos de toda cosa , con la alerta que quizá sólo el odio y la furia empujan.

Gran mortandad de bichos hubo por esos tiempos. Incluso de caranchos y chimangos.

El aguilucho vio, día tras día y durante meses, cómo se levantaba la ola de la venganza y parecía aplacarse al rato, para volver a crecer después, y así fue durante mucho tiempo.

Pero pasó, al menos lo más cruento e inquinado del asunto. Y, aunque muy lentamente, al fin volvieron las cosas a como son y habían sido.

Menos la liebre.

Estuvo aterrada durante muchísimo tiempo y aquello que pensaba conseguir se le volvió al fin en contra misteriosamente, como aquello que pensaba evitar resultó al fin amarguísimo y multiplicado miles de veces, y vivía con un pánico y una desazón tan honda que le impedían reaccionar. Su propia cría, más o menos ajena a las maquinaciones y a casi todas las cosas del mundo fuera del cubil, y precoces como son las liebres, pronto ganó el campo y se lanzó a hacer su vida, más o menos lejos de casa. Pero ella apenas si volvió a salir de su cueva. El campo alrededor, siempre fértil, le daba de comer una dieta mínima sin que tuviera que hacerse ver.

Su terror ante caranchos y chimangos creció hasta hacerse obsesivo y doloroso.

Pero lo más curioso de todo fue que, sin poder saber por qué, soñaba cada noche con el aguilucho, al que pasó a temerle más que a ninguna otra cosa en su mundo.

Lo cierto es que jamás el aguilucho volvió a cruzarse con ella en nada y jamás ella volvió a verlo. Pero el caso es que la liebre no podía dejar de ver ni soportar la mirada penetrante del ave, que, en sus pesadillas, la miraba siempre a la distancia, muda y directamente a los ojos.

miércoles, 15 de agosto de 2012

Lluvia ácida

Lluvia de junio


28 de junio

Llueve a torrentes, y el campo desierto es un mar de fango, y las barracas, empapadas, parecen sórdidas barcazas que se pudren en un puerto olvidado.

Las camisas y camisetas tendidas en el alambre, delante de la barraca, cuelgan como goteantes harapos de secadero. 

Aquí también colgar la ropa lavada para que se seque es un vano acto de fe. Porque el tiempo es tan inestable como el humor de estos otros harapos puestos a secar aquí después del lavado en el río del dolor que debía ser un baño purificador: un vislumbre de serenidad y después una lívida y sollozante lobreguez plena de dolores, reservas, resentimientos y recelos.

Y esperar una resurrección espiritual de esta gente es un vano acto de fe.

Escampa, y todos vuelven a salir. El campo está salpicado de charcos y en ellos se refleja la irremediable bancarrota de la burguesía italiana, vestida de andrajos y de sordidez.

Guareschi tomó este apunte en 1944. Unos días después, volvió a la lluvia y apuntó otra cosa.

Siempre llueve


10 de julio

Siempre llueve, y un poco de sol no parece un don de Dios a los hombres, sino una concesión que los hombres hacen a Dios. Todo es al revés: llueve todo el día y luego, al anochecer, aclara y se ve el sol. Un disco rojo sandía, colgado sobre un cielo de alquitrán. Un sol imposible que está entre el Apocalipsis y la tarjeta postal. Como todas las cosas de aquí.

No es lo mismo, claro que lo sé. Aunque aquí también llueve ahora desde hace días, tal vez lo único semejante sea el agua y el barro por todas partes en el pueblo, en el jardín, en la casa. Y en las calles y en el tren y en la ciudad (ayer bajé otra vez: tuve que ir a ver cómo mide en los barómetros la infancia en particular y la Argentina en general..., como si tuviera que enterarme por los sociólogos...)

Pero.

Además del agua y el barro, dos cosas vio Giovannino. Y las vio bien, aunque cuando se está preso no creo que las cosas se vean del todo bien, salvo que además de preso sea libre.

Una cosa es los paisajes: barracas como barcazas que se pudren de ociosas y náufragas, soles falsos de días negros, apocalipsis como postales (lo que supone un pasiaje con tintes de cierto adocenamiento de la imaginación sobre las postrimerías, cierto aire kitsch sobre las catástrofes y las esjatologías) y así. Bien dicho, bien mirado, bien visto. Humorístico.

Lo otro es las gentes como camisas y camisetas harapientas y mugrosas, colgadas en los alambres de un campo de confinamiento, frente a esas barracas que, sin las camisas y camisetas al frente, ya eran barcazas que se pudren en un puerto olvidado, barcazas llenas por dentro y no por fuera de camisetas y camisas harapientas y mugrosas, se entiende. La bancarrota de la burguesía -italiana, dice él, porque es italiano, claro...- reflejada en el barro de un confinamiento, que no tiene porque ser el confinamiento de un Lager.

Eso dice.

Y yo digo: es muy parecido. No sólo porque llueve -llueve, llueve, de veras, con agua del cielo y barro en la tierra-, sino porque hay rastros semejantes a esos trazos en el paisaje de este lado de la cerca, ahora.

Quebrados, harapientos, mugrosos, empapados, colgados como muñecos de trapo en los alambres de su confinamiento. Casi nunca erguidos, deambulando al primer mínimo escampe, pero sin entusiasmo, sin tono, sin vigor, como si la guerra ya no fuera, como si no fueran -lo quieras o no lo quieras- un soldado, burgués o no burgués: todos resultan al final burguesía... italiana. Como si no tuvieran que tener algunas de las notas del soldado, algunas de las virtudes del soldado. Incluso en medio del temporal y la lluvia, incluso después de la lluvia. En el barro. Y en los charcos: son crueles, son fieles los charcos: nos devuelven nuestra estatura, nuestra figura. Y hay que andar con eso.

Como sombras vagan los desahuciados. Los pies que se arrastran, las manos en los bolsillos desfondados de un gabán de color indefinido, de una casaca que fue la de un combatiente, como olvidados del mundo. No: olvidados, no: aparte, inexistentes. Y quejumbrosos, y demacrados, y hambrientos. Y aburridos de horas y horas de nada, sin que pase el relámpago y el trueno y los resplandores que se esperan como quien espera la libertad.

¿Libertad? ¿Cuál? ¿Para qué?

La raíz


Se oye el rumor de un mar entre la niebla
y alaridos de inquinas, soledades
y traiciones y ahogos de tristezas
que naufragan y a lágrimas caudales
dan gemidos sin luz, voces que reptan
y glorifican nadas y cadáveres.
Arrasa el mar pilares de esta tierra...
Pero al cielo no llegan vanidades.
Ya pasará esta noche: todo enluta
después de hurgar sin gozo un mundo ciego,
y a todos los que vagan desespera.
Y pasará ese mar. Libre en el cielo,
una raíz empecinada alumbra
la flor y el fruto que parió otra siembra.


martes, 14 de agosto de 2012

La frontera



Repaso general

11 de julio

Luego el silencio, todos encasillados en las literas, uno al lado del otro, uno encima del otro, como en la triste estantería de una casa de emigrantes.

Sentado en el borde del armazón -la cabeza toca el techo- Arturo toca, y el fuelle del acordeón se abre como un libro, y de las páginas surgen recuerdos, como flores secas aplastadas entre ellas. Y la música las reverdece.

Está todo. Los tibios silencios de las tardes de verano: el bar en las afueras, con las sillas de hierro y las mesitas redondas, bajo los árboles, junto a la fuente. La pequeña habitación del último piso, y el fonógrafo portátil que devana el hilo de las ilusiones enrollado en el disco reluciente.

Melancolía: por las tardes -desnutridos, mal vestidos, con el corazón lleno de riqueza y la cabeza llena de gloria- mirar el agua del torrente que pasa bajo los arcos del puente, como una noche líquida.

Mirar de noche el tren que pasa por el terraplén. La represa del torrente. A lo lejos, la ciudad fosforescente, el aviso luminoso rojo sobre el techo del hotel junto a la estación, y los ecos del baile al aire libre. En la otra orilla, junto al agua, la "Casa Roja", que le cuenta a la noche angustiosos relatos de ahogados. La tibia sequedad de una mano sutil, en la humedad que rezuma sobre el prado como aire mojado. Los niquelados de la bicicleta sumergida entre la hierba húmeda, como inmóviles luciérnagas.

Caminar a lo largo de calles desiertas durante la espera inútil, dulce y angustiosa. Pensar voluptuosamente en la muerte, mientras se cuentan los segundos con el terror de perder uno solo y los ojos arden.

Nieve en las afueras. La gran fábrica tiene oscuras todas las ventanas y a través de la helada transparencia de los vidrios espían fantasmas. Los pies mojados, el poste del farol y el círculo pequeño y exacto de la luz, como una burbuja de aire en el alquitrán de las tinieblas.

En la cara las gotas heladas del cuello del saquito de piel que lleva ella (cada pelo con una gota helada), es como meter la cara entre la hierba mojada. Y la boca tibia, y el perfume del lápiz labial que permanece mucho tiempo en los labios.

Arturo hojea el libro de la vida de cada uno, y cada canción es una imagen del pasado, y la habitación está llena de juventud.

Estuve mirando en estos días el Diario Clandestino de Giovanni Guareschi y, por otras razones, vengo diciendo algo de él en otra parte.

Esta anotación del 11 de julio de 1944, es cosa simple y temible.

Una barraca en un campo de prisioneros y Arturo -un italiano, acordeonista- que toca melodías que van llevando lejos en el espacio y en el tiempo a cada uno de los internados, a las cosas sencillas, jóvenes, vividas. El acordeón, mientras suena en la que supongo es la tarde neblinosa del Lager, las abre en el corazón de cada uno y quedan allí al aire, mudas, solares en medio de las brumas, y todos las oyen sin oírlas, y las ven en ninguna parte y en todas partes y en la cara inexpresiva y melancólica de cada uno de los prisioneros.

Me imagino la escena y digo que es temible. La presencia de cosas así en momentos así, ciertamente parece a la vez -supongo, no lo sé- dura y aliciente. Tan inalcanzable y tan presente, tan bello todo como lacerante.

De la misma materia están hechas allí la esperanza y la desesperación. Y "la dirección de la mirada", como diría Simone Weil, es la frontera entre una cosa y la otra.

Y parte de esa frontera es el mismísimo acordeón de Arturo y sus teclas de melancolía. La belleza de esas melodías inmediatas y simples, su sonoridad tan comarcana para cada uno de ellos, tan entrañable y bella. Y la distancia a veces irreal, y por eso infinita, y a veces inexistente, y por eso irreal.

No hay mucha diferencia, pienso, entre los que están de un lado u otro de la cerca. Ambos podemos pasar por esa puerta de la belleza inmediata a un mundo oscuro o luminoso. Ambos podemos llorar con la distancia que nos separa de lo que amamos y anhelamos y que resuena en unas notas de acordeón, tanto como podemos sonreír y alegrarnos con ello hondamente, tibiamente, porque no está aquí esa belleza y es a la vez una presencia tan sutil e inatrapable como el sonido que la evoca y la lleva.

Ante la belleza, estar prisionero no hace diferencia: todos somos libres, todos prisioneros. Lo que ella evoca está a la mano y es todavía inhallable. El adverbio es la marca de la esperanza, claro.

lunes, 13 de agosto de 2012

Esclavos

Esta anotación del Diario clandestino de Giovannino Guareschi es de 1945, cuando faltaban meses para que saliera del campo.

Investigación

15 de enero

Hay jóvenes desorientados que buscan la verdad. Están llenos de buena voluntad:"Quisiéramos alguno que nos enseñara, que nos encaminara. Aquí hay tiempo, hay gente bien dispuesta; tendrían que organizar cursos".

Tienen el morbo en la sangre. Querrían cursos. Cursos de reconstrucción, cursos de mañana, cursos de política, cursos de libertad.

La verdad no se enseña; hay que descubrirla, conquistarla. Pensar, formarse una conciencia. No buscar a uno que piense por nosotros, que os enseñe cómo debéis ser libres. Aquí se ven los efectos: de los efectos hay que volver a remontarse hasta las causas, individualizar el mal. Separarse de la masa, del pensamiento colectivo, como una piedra del empedrado, volver a encontrar en sí mismo al individuo, a la conciencia personal. Poner en su lugar al problema moral.

Mañana, apenas toquéis vuestra tierra con los pies, encontraréis a uno que os enseñará la verdad, luego a un segundo que querrá enseñárosla, luego un cuarto, un quinto, todos los cuales querrán enseñaros la verdad en términos diversos y hasta contradictorios.

Hay que prepararse aquí, "liberarse" aquí en la prisión, para no ser prisioneros del primero que os espere en la estación, o del segundo, o del tercero. Si no, pasar cada una de sus palabras por la criba de la propia conciencia y, de la falsedad individual de cada uno, descubrir la verdad.

Y es más o menos lo mismo que Frenesí.

Y otra vez esa misma sensación. Y otra vez la impresión de que volverá a pasar porque sigue pasando de un lado y otro de la cerca, porque los que parecen "libres" en realidad están presos y los "presos" lo son porque no son libres.

Y la misma idea, otra vez, dicha de otro modo: parecería que tenemos ese morbo en la sangre, que dice Guareschi, y no sólo los jóvenes.

Porque está la verdad. Y esa cosa esquiva y más proclamada que hecha: el amor a la verdad.

¿Se puede engolar el amor a la verdad, un amor mentido, dicho pomposamente o babosamente, como si fuera una jaculatoria de mal gusto o decirlo como una excusa para traficar las propias ideas miserables, y no volverse de este modo un fraudulento, con un fraude tal que arruine al fin todo lo que hay de bueno alrededor? ¿No es casi el segundo mandamiento: no nombrar la verdad en vano, aun con minúsculas?

Lo que dice Guareschi, no sé cómo pero de algún modo, se me hace muy parecido a la condición del esclavo. Puede, si acaso, andar por allí, no está confinado a cuatro paredes y un ventanuco con rejas. Sale incluso al sol y lo disfruta, puede ver el mar, el bosque, la sierra y el llano y los goza. Huele las flores, puede oír cantar al zorzal y verlo volar. Puede cultivar un rosal, carpir la tierra de unas verduras, criar un perro, remontar un barrilete. Ríe, puede cantar mientras trabaja o camina. Hasta le es dado de tanto en tanto incluso el banquete, el vino y el baile, y algunos momentos vacíos de trabajos, para otras cosas, para nada. Y hasta puede acicalarse y, dado el caso, perfumarse y enjoyarse. Y hasta enamorarse y aun amar y aun procrear. Y aun, más aún, morir serenamente.

Claro.

Libre no es, ni él, ni lo suyo, ni los suyos; parecerá, pero no es.

Eso no.

Y la peor desgracia para él -aún mayor que su esclavitud- es que llegue a creer que es libre.

Y la peor aún: que, por amor a la verdad, proclame que es libre.


Tenemos que aprender eso que dice Giovannino. Enseñar eso. Hacer eso. Es urgente.


domingo, 12 de agosto de 2012

Hay que avisar



A partir de hoy, y por un tiempo que no me atrevo a precisar todavía, esta bitácora estará visible.

No está bien ser descomedido: por ningún motivo hay que fatigar a los lectores de otrora, quizá supérstites -y menos todavía a los transeúntes casuales-, con los detalles menudos de por qué esto resulta así, porque en nada les serían relevantes.

Hay que avisar, sin embargo. Eso sí.

Porque en algunas de las oportunidades anteriores en que la bitácora reapareció tras haber estado invisible cierto tiempo, esto le causó a algunos ciertos inconvenientes, además de sorpresa más o menos agradable.

Y por eso aviso.

No me pregunte, estimado lector, si la fecha es casual o no.

Pero es verdad, en cualquier caso, que otro 12 de agosto, de 1806, en una batalla campal que se peleó en las calles, las gentes de Buenos Aires, comandadas por Santiago de Liniers, reconquistaron la ciudad de manos de los invasores ingleses, después de 48 días de ocupación.


El otro rumbo

Casi lo pierdo. Estaba en un libro del que me estaba desprendiendo, junto con otros papeles que ya no me hacen falta.

Hasta que le di, como al descuido, una mirada al libro que partía. Y allí lo volví a encontrar, después de casi 30 años.

El otro rumbo

El otro rumbo lo señala el paso
del viento por arriba de la casa,
ese lento gemir de pluma y gasa,
ese ligero y suave latigazo,
ahora que sólo tengo el cielo raso
para moverle nubes de argamasa.

Siento el perfume de antes confundido
con el tibio y cercano del presente
en la pieza borrosa, en el ambiente
hay un temblor de brote renacido
y aparece en el fondo del olvido
la llanura verdeando largamente.

Siempre será el verano el que la arrime
como oloroso mar que desbordara
cuando el durazno criollo se azucara
en la cáscara gruesa que lo oprime
y basta que un cuervillo la lastime
para que brille la laguna clara.

Cuando salta, silbando jubilosa,
la calandria en la lija de la higuera
y la ratona alegre se entrevera
con la triste glicina neblinosa
y se enrojece con la mariposa
una plegada pausa volandera.

Y con zumbido arisco la saeta
el mangangá realiza sus trabajos
en bruscos y vibrantes altibajos
sobre el soleado olor de la glorieta,
donde labra su rosa la corneta
entre el verdor jugoso de los gajos.

Eso llega en el aire o eso parte
del corazón al aire, según venga
o vaya, y aunque el cuerpo no lo tenga
la devoción del alma lo comparte,
mas como el infinito queda aparte
del mundo sin que nada lo sostenga.

Miguel Domingo Etchebarne (1915-1973)


sábado, 11 de agosto de 2012



Tod@s y tod@s

La niña, regordeta y simpática, criollita, de edad mediana, me mira cordial. Le pido un pasaje para bajar a la ciudad y volver cuanto antes: tierra de orcos, más bien.

Me mira otra vez y con gesto de misericordia me advierte que el pasaje en tren cuesta ahora (acentúa en el límite exacto entre el tono descolorido de un arconte juicioso y la inquinada protesta social) pesos 4.

¿Y qué quiere Ud. que yo le haga? Venga el su billete y tome el mío...

¿Y no querrá el buen hombre llevarse una bonita tarjeta plástica, marca SUBE, con la que sus traslados serán harto más económicos?

Detrás, en fila india, dos o tres viandantes censuran con los ojos el ritmo moroso y pueblerino de la conversa. Los voy dejando pasar, para no ser atosigado por sus justas urgencias: mientras, estoy considerando -la mente veloz y la concentración políticoeconómicasocial absoluta-, la conveniencia de la transa. ¿No estaré afiliándome sin darme cuenta a algún escuadrón de la muerte que ejecuta silenciosamente a los gritos a los que piensan solos, sin subsidio? ¿No me estaré dejando comprar por un plato de tarjetas la primogenitura de los hijos de Dios?

¡Malhaya! Nada de eso tiene respuesta ahora, sobre la pata. ¿Dónde diablos están los ángeles custodios cuando uno los necesita de veras?

Me pongo inquisitivo con la criollita, claro: es una decisión importante en la vida dizque inválida, sin sobresaltos, del buen hombre. Las preguntas me fluyen, precisas, filosas, hondas, casi arteras. Casi, nada más.

La niña contesta dribleando las incógnitas sin que la sonrisa sufra merma. Tiene una socia invisible a un costado de la ventanilla a la que consulta una u otra vez para asegurarse de la certeza de sus dichos.

Los viandantes detrás de mí se suceden y así, uno a uno, les habilito su turno, que todavía es el mío. No cerramos trato todavía. Son pesos 15, más el crédito que quiera cargarle el caballero.

Interviene, de pronto, un oficial armado del orden público federal, custodio de andenes, que de la nada se acerca y pregunta a la niña por una formación de ensayo que parece correrá hacia San Luis, la provincia. Nos entretenemos los tres comentando el destino, los vagones, la conveniencia del trazado ferroviario: el tráfico de plásticos se suspende unos minutos. Pero el personal policial tiene, además, su propia opinión sobre mi posible negocio y sus derivaciones y comenta con entusiasmo. Oigo con lo mismo y sigo deliberando.

De pronto, sin hesitar, como un pistolero diestro, echo mano a mis cananas y doy la orden: voy a llevarme esa cosa. Requieren datos, aconsejan negar y ocultar otros -sorpresa y agrado del buen hombre adquirente, mediante- y entregan el objeto, al fin, con satisfacción sibilina.

Lo cierto es que, teniéndolo en la mano, no sabía bien qué hacer con él.

Me reía solo: ¿para qué lo quiere un quidam que de habitual camina y pocas veces o maneja o vuela? Al final, resolví que le vendría bien a los de la casa que viajan impenitentes de una parte a la otra en toda cosa. Listo, dije, creyendo que el episodio adelgazaba hasta desaparecer.

La ciudad me recibió como dicen recibe a sus parroquianos viejos una gastada matrona de burdel rutero, desencantada del mundo, sin alegría, sin tono. Sin seducción ninguna.

Caminé vagando un poco para hacerme al aire de allí: casi nunca voy. Tuve que resignar el viaje subterráneo: todo el mundo sabe que, por estos días, en los bajos fondos de todas las cosas, se arañan, se gruñen, se mordisquean los imbéciles de esta parte, de esta otra y de la otra de más allá y la otra de más acá. Le llaman paro de subtes, metroparo (estúpidamente), conflicto laboral, puja salarial, puja sindical, pelea política entre el nacional gobierno y el gobierno local de la Yegua baya, guerra a muerte.

Pamplinas: a mí no me engañan así nomás. ¡Qué se habrán créido estos maulas!

Pero.

Era el momento y la hora de desenfundar el plastiquito y hacerlo valer. Con algo de asquito visceral, para qué le miento. Pobrecito, él..., ¿qué culpa tiene el innoble rectangulito de tener ese olorcito a extorsión, esa puzza a mentira, esa carita violeta de prostituta veterana haciéndose la virgen inocente y generosa, en opción preferencial por los pobres, loada sea la Dirección Nacional de Te doy Baratijas a cambio de Oro?

Probemos, qué tanto. Después de todo, un mendigo gentil me reclama dos pesos y el pasaje en bóndibus me sale lo mismo que si nadie me subsidiara, sin sobornos. Y al final, siempre queda por conocer, por todo aliciente, la módica aventura tecnológica del "a ver cómo se hace..."

Subo. SUBE. Y paso al fondo del coche colectivo, anónimo yo, impersonal yo, plástico. Pues, nada: no pasó nada. El vehículo viene vacío, recién empieza.

Me siento y miro. Quiero ver el pasaje del pasaje. ¿Cuántos como yo? ¿Existe la guerra de guerrilas de las monedas todavía? ¿Sí? ¿Queda ese resto de libertad, esa pobre mueca de libertad? Porque de seguro saben los que lo tienen que saber que la moneda non olet y es al portador, no tiene mi huella, ni mi pupila, ni mi DNI.

Habría que formar el ejército revolucionario popular de los que no queremos plástico ni capitalista ni zurdo. ¡Carajo! ¡Mire lo que hay que andar pensando en hacer!

Veo que la mayoría lleva colgada al cuello la marca lustrosa de que el estado lo cuida y lo lleva y lo trae por pocos pesos y así blande la tarjetita como si fuera el número de la Bestia en su frente, sin gestos, sin expresión, como si nada, pagados, no seducidos, como si la matrona veterana le hubiera contagiado el talante.

A mi lado, se sienta un joven anodino. Al frente, dos señoras. En cada parada, sube más SUBE. Y van pasando, como si al final del pasillo hubiera un vórtice centrípeto, tragador de subsidiados. Gracioso.

Hasta que.

Primero fue una mujer joven con un niño. El anodino saltó como resorte, y un servidor al unísono, claro. El niño en brazos, claro: obvio, tiene preferencia. Caramba... ¿todavía se hace esto en la ciudad? ¡Qué bien, pero qué curioso! ¿Es legal?

Igual, un solo asiento hacía falta. Pero ya nomás venía otra fémina -unos 50 le di, más o menos, sin hacérselo notar, se entiende- y le convidé con el mismo envión mi ex butaca, vacante ahora. Se arremolinaron dos mujeres más. Y ahora otros dos sujetos insospechables hicieron lo mismo que habíamos hecho los pioneros de esta silenciosa y no acordada resistencia clandestina.

Más de 50 minutos duró un viaje que se acostumbra de 20, cuantimás 25. Y se entiende: el oculto intestino grueso de la Yegua Tordilla estaba elaborando y discutiendo sus cosas allá en lo hondo, abajo, bajo tierra, mientras en la histéricamente tersa superficie del mundo se amontonaban las gentes y los autos, frenéticos, abstinentes, enajenados.

En todo el trayecto, pesquisante ya, conté un total de doce abusos sexuales: ¡doce atropellos!

¡Mierda!

¡La SUBE está financiando sin saberlo al asordinado ejército revolucionario popular que resiste las políticas de género! ¿No hay una cláusula en el contrato del plastiquito que contemple novedades sexuales? ¿Nadie se los dice? ¿Nadie lo pensó?
"Se anulará automáticamente, sin posibilidad de reclamo ni reemplazo y sin recurso a autoridad o tribunal alguno de cualquiera jurisdicción municipal, provincial, nacional e internacional, con pena adicional de inhabilitación total para abordar vehículos circulantes por aire, mar y tierra, toda credencial que se utilice en un trayecto en el que el titular NN masculino verdadero o falso de la misma ceda su asiento por propia iniciativa, es decir, de modo unilateral y humillante, sin deliberación consensuada con la otra parte, a un NN femenino verdadero o falso, obrando además con ello en contra de las leyes establecidas y siendo pasible por lo mismo de multas y/o penas de prisión; en caso de que el NN femenino verdadero o falso ejerciera su derecho de queja en el mismo lugar de los hechos, el trasgresor NN masculino verdadero o falso deberá ser conducido inmediatamente por la fuerza pública a la dependencia policial más cercana, debiendo iniciársele las actuaciones judiciales pertinentes".

¿Será posible? ¿Todavía no hay algo así?

El resto del mediodía que estuve por las calles de la ciudad, pasó sin estridencias, salvo que vi a un tipo dejar subir a dos mujeres que estaban detrás de él en la fila (con atenuante, sí: una de ellas era demasiado bonita, es verdad...)

Volví al tren. Antes de dormir como un recién nacido que ha mamado hasta saciarse la leche agria de la Loba del Plata (que no del Tíber), mi imaginación me trajo la cara sonriente de la criollita de la estación, la precursora.

¿No sabría ella todo esto? ¿Quería vender, nada más? ¿Fueron normales los casi diez minutos que duró nuestro entrevero? ¿No era de veras sospechosa su traza afable, su demorada persuasión, su trato casi cariñoso, su modo (¡guarda! ¡nos vigilan!) femenino? Trabaja para el estado, concedido. Pero, ¿no habrá algún artilugio detrás de carantoñas y cordialidades? ¿No untará, acaso, algunos plastiquitos con algún ensalmo, con alguna especie de GPS mágico y evanescente, que conduce al beneficiado que ella discierna útil y es así como lo introduce como quien no quiere la cosa en la resistencia? ¡Sería de una fineza supina y de una astucia imponente!

Llegué a casa aliviado, pero inquieto. Me refugié en la cueva con el mate y el tabaco. Silencio, algo de música. Media luz.

Ni quise volver a relucir el plastiquito. Lo presumí un arma poderosa. Todavía no sé bien al servicio de qué o de quién.

Pero... Por las dudas.


La cobardía

En 1943, Giovanni Guareschi combatía como teniente del ejército italiano en Alejandría, en el Frente Oriental. De allí, como consecuencia del armisticio de Badoglio con los aliados, Guareschi fue apresado por los alemanes y llevado a Polonia primero y finalmente al campo de Sandbostel, Lager 333, en Alemania. Estuvo allí dos años.

Durante ese tiempo, Guareschi llevó varias publicaciones escritas y orales, la mayoría de ellas difundidas por él mismo en el campo de concentración. Al final de la guerra, ordenó esos papeles y fueron a dar a su Diario Clandestino, una obra con no pocas páginas impresionantes. 

En 1944, hizo esta anotación:
Frenesí
6 de octubre

Aquí todo se exaspera. La nostalgia se convierte en desesperación, la inactividad en inercia, la pobreza en miseria, el deseo en espasmo. La fe se convierte en manía, y apenas avistan un sacerdote, pequeñas multitudes lo asaltan, se pegan a él, lo empujan hacia un rincón y lo inundan de pecados.

Cada rincón es un confesionario: la capilla desde una hora antes del toque de silencio, está llena de personas que rezan y salmodian, y en el corredor se extiende la fila de los que esperan para comulgar.

El intercambio de objetos, de equipo y de víveres -natural en situaciones como ésta- se convierte en un comercio, cotizaciones, agentes y anuncios.

Cualquier modesto artesanado se convierte en industria, y las puertas de las letrinas están consteladas de cartelitos: "¿Su reloj se ha detenido? D. (barraca 23-B) trabaja para usted. Vidrios irrompibles de todas las medidas".

"Confección elegante de pulseras de cuero para relojes. Encuadernación de libros. Barraca 23-A, penúltimo corredor".

"¡Ocasión! Estufitas muy económicas. Se venden por cigarrillos y víveres. Barraca 89, interno 4".

Aquí todo se exaspera.

Y hasta la loable iniciativa de las conferencias se ha convertido en poco tiempo en un frenesí oratorio. Tres, cuatro, diez conferencias en una sola tarde; en cualquier barraca en que se entre después de las ocho, se encuentra a alguien parado sobre una mesa que habla de algo. Música, poesía, técnica, pintura, economía, política, historia, filosofía, religión, finanzas. Hoy el teniente B ha hablado del humorismo con ideas claras y conocimiento de causa. Y hay otros que han tratado aguda y competentemente temas que conocen bien. Pero demasiadas veces se trata de personas que, apenas descubren una mesa desocupada, saltan encima y hablan a tontas y a locas -no importa sobre qué ni cómo, con tal de hablar- probablemente para resarcirse de haber callado servilmente o cuchicheado temerosamente durante veinte años consecutivos.


No puedo dejar de mirar este texto desde hace dos días. No sé exactamente por qué. Tal vez, pienso, por el aire de familia que tiene esa descripción de vida carcelaria con otras cosas que veo en nuestra vida libre. Y no porque en nuestra vida en libertad pase lo mismo, sino porque se me ocurre que nuestra vida libre un día cualquiera bien puede ir a parar a una vida carcelaria en la que pase lo mismo que allí se describe y por las mismas razones que supone allí Guareschi.

Si es, acaso, que nuestra vida libre es tal. Porque tal vez pase que no lo sea tanto y ya nos estemos portando como si fuéramos ellos.

jueves, 9 de agosto de 2012

Dichos de bichos: Tincho

Fueron ocho los perros en lo de Tincho: Cabito, Negro, China, Chino, Tarta, Gaucho, Mate y Liebre.

No podrían haber sido pelajes y temperamentos más distintos: parecían una manada de salvajes que se hubieran ido juntando al azar y hubieran resuelto jugarse la suerte de la vida así, en malón, como una banda de hermanos en el fragor de cada día, a lo que saliera al paso.

Lloraba uno y lloraban todos. Cuando ladraban al unísono, cada cual con su registro -el Tarta y la China eran agudos e insufribles-, parecían un coro, hasta que Cabito dejaba de ladrar y entonces todos se llamaban a silencio como conjurados. Era el patrón de la jauría y parecía el animal de mejor casta o con menos mezcla. Pero se ve que su mando no era despótico y eso no le quitaba a los demás la iniciativa. Se los veía muchas veces de a uno o de a dos por los alrededores, a su aire, incluso comiendo en casas ajenas o echados a la salida de la estación, tal vez esperando, nunca perdidos. 

Créase o no, nosotros habíamos llegado a conocer cada ladrido y cada llamada, cada tono, cada pena y cada hambre de los ocho. Y, creáse o no, sabíamos, por ejemplo, que si Mate y Liebre salían disparados sin aviso, aunque hubieran estado hasta un segundo antes echados y somnolientos, era porque el padre de Tincho había bajado del tren y caminaba ya por la calle de la estación. Sabíamos que si el Negro lloraba o ladraba triste, por ejemplo a la tardecita o a la noche, era porque Tincho estaba enfermo o al menos tenía fiebre. Sabíamos que el Chino y Cabito eran los únicos que empezaban a ladrar a las comadrejas de noche o los que cazaban ratones en el baldío.

Habían ido apareciendo de a uno, a lo largo de unos años. El único de origen reconocido fue el Gaucho, que había nacido en el tambo del vasco Oña. Todavía medio cachorrón, en alguno de los viajes a la estación el animal lo siguió y, en vez de volverse, había hecho yunta con alguno de los de Tincho correteando por los andenes y las vías, y ya no se fue. Cuando el vasco aparecía, el Gaucho se le acercaba, lo olfateaba regalón y le hacía algunas fiestas. Pero se quedaba clavado cuando el vasco arrancaba para el tambo. Al principio lo llamaba, pero se ve que, guacho como era el animal y con otros en el campo, el vasco no se esforzaba demasiado por atraerlo.

Los ocho se hicieron tan de la casa que parecían ellos los dueños y los demás habitantes sus mascotas. Distintos y todo, se hermanaron, sin embargo, y tanto que parecían realmente hijos de la misma madre. A veces, viendo eso con extrañeza, los chicos jugábamos a esconder a alguno de ellos y los demás se volvían locos buscándolo. Y había que ponerle límites precisos a la escondida para que no empezaran a gruñir amenazas muy creíbles.

¿Por qué tantos? ¿Para qué?, decía la viuda Rita cuando salía el tema y era tema siempre. Mi madre, con la bolsa de las compras en la mano y ya en la puerta de la despensa, respondía invariablemente que lo cuidaban a Tincho. Y sería así.

Tincho había quedado huérfano de madre al nacer. El padre tenía una herrería en la ciudad. Casi todo el día pasaba solo Tincho, aunque la tía Poli (¿qué nombre es ése, Apolinaria?) vivía en el lote de la casa, en una piecita que había en el costado del terreno, y hacía las veces de cocinera y tutora del muchacho.

Ella llamaba al médico si Tincho se engripaba y era la que iba a las reuniones de padres en la escuela o la que veíamos en primera fila en los actos, porque Tincho casi siempre llevó la bandera.

Tal vez el padre sintiera que los perros harían que Tincho se hallara menos solo en el caserón en que vivían y por eso los habría ido permitiendo a medida que aparecían. La tía Poli era buena mujer pero muy callada y adusta y por alguna razón desconocida no dormía bajo el mismo techo. Los perros, al revés, eran barulleros y simpáticos y tenían el paso franco por cualquiera de las habitaciones. 

El Colorado, el hijo de Don Tomás, les traía de comer casi a diario, porque la carnicería del padre era la fuente obligada para abastecer la mesa de la jauría y nos habíamos tomado a cargo -porque sí, por afecto a Tincho- ayudar a mantener a semejante tropa. Pero también Saló, el terrible Saló, colaboraba con panes de la despensa de su madre, la viuda Rita, que de tanto en tanto y a desgano arrimaba además un poco de leche o un arroz recocido y chirle que les encantaba a los pobres bichos.

Mi hermano y yo hacíamos aportes magros, porque apenas si había en la casa. Pero sobras no faltaban en ninguna parte y los perros de Tincho, al final, estaban bastante bien alimentados.

De habitual, dormían apelmazados en los fondos del terreno, entre ligustres y laureles de árbol, algunos debajo de los jazmines, el piso de tierra ahuecado por todos lados, como madrigueras tibias. En el invierno, buscaban el alero de atrás de la casa y Tincho, con los primeros fríos, sacaba del galpón unas cobijas rotosas y peludas que les extendía sobre el cemento helado. Allí daba el sol a la tarde y allí estaban casi siempre -si no salía Tincho- desde mediodía hasta la siesta.

Y eran guardianes, claro, pero no prepotentes. Había que tener alguna mala traza en algo para que lo torearan a uno. Pocas veces pasó. Y nunca feo. La gente por allí era buena gente. Y no éramos tantos que hubiera desconocidos, al menos no del todo desconocidos.

Como quiera que se hayan juntado, la jauría era indiscutiblemente propiedad de Tincho. Él los gobernaba casi sin palabras ni gestos. Eran su guardia pretoriana y sus compañeros de horas solas. Temprano por la mañana, abajo de los paraísos que había en la vereda de la escuela, donde se dejaban las bicicletas y algún caballo de vez en cuando, se recostaban como si fueran la monta de duendes diminutos, y esperaban así hasta mediodía, cuando Tincho aparecía por la puerta del patio por la que salíamos. Cuando nos juntábamos a jugar en el campito de la estación, Tincho venía con la pelota y con su compañía. Los perros se iban acomodando cansinamente, dispersos por los bordes de la canchita, más alejados algunos, entreverados a veces entre los suplentes que los usaban de cojinillos para recostarse sobre ellos, porque si estaba el patrón cerca eran bien mansos. Cuando nos volvíamos cada quien a su casa, la manada levantaba al unísono la cabeza y buscaba a Tincho y sin siquiera mirarse, al trotecito, se le acercaban, algunos adelante, otros detrás. Si se demoraba bromeando a la salida del campito, el perrerío esperaba alrededor, como impaciente.

*  *  *

Fue unos días antes del verano. Habíamos terminado las clases hacía poco y se nos abría un abismo adelante hasta las fiestas. Las vacaciones esta vez iban a ser agridulces, sobre todo para algunos.

Yo me iba a la ciudad a seguir estudiando y tenía que vivir durante la semana en lo de Aurora, la prima solterona de mi padre, a mi hermano le quedaban todavía dos años en la escuela. Saló, que a duras penas había pasado las últimas pruebas, iba derecho a la despensa de la viuda Rita y de allí no parecía que fuera a salir en los próximos al menos 50 años. El Colorado se iba a la capital, bastante más lejos; su padre tenía algunas pretensiones, además de parientes que lo alojaran, y quería que su hijo hiciera el industrial y en la ciudad no había. Los mellizos, Danel y Aitor, sobrinos del vasco Oña, se separarían por primera vez, porque Danel se quedaba en el tambo y Aitor iría a vivir y estudiar conmigo. Dura cosa para ambos.

Y estaba Tincho.

Unos días antes de terminar las clases, un sábado antes de almorzar, el padre y la tía Poli se habían sentado con él en el comedor y le habían contado los planes. Se mudarían en febrero a la ciudad y ponían la casa en venta.

Cuando nos lo contó, esa misma tarde, lloraba el pobre Tincho y no le entendimos mucho de por qué así, tan de repente la mudanza. Después supimos que el padre había encontrado mujer allá y pensaba casarse. Pero la que sería madastra de Tincho no quería venirse a vivir al pueblo.

Habíamos hecho un fueguito abajo de las casuarinas que bordeaban la vía abandonada del trencito del molino y anochecía. Aitor quemaba una rama de eucalipto, distraídamente, y todos mirábamos en silencio y como hipnotizados el chisporroteo que de tanto en tanto se levantaba cuando Aitor golpeaba la rama contra las brasas, con la fuerza exacta para que se entendiera el gesto de protesta y de tristeza, sin que fuera violento. Mucho tiempo después, he visto en el recuerdo aquellas chispas levantarse como el ritmo exacto de un tambor de guerra, melancólico, afectuoso y serio, a la vez.

Están los perros, dijo Tincho de pronto y con la voz apagada. No me los puedo llevar. Ni siquiera uno me dejan llevar, no hay lugar dice papá...

Bajó el silencio otra vez sobre las brasas y las pocas llamas y el mecanismo de la protesta de Aitor volvió a funcionar sutilmente.

Saló, que parecía un poco ajeno a la tragedia, miraba las llamitas sin moverse.

Yo puedo tenerte uno o dos, la vieja me mata, pero los tengo lo mismo, ¿qué me va a decir? Va a gritar un poco, como hace siempre..., dijo sin mover un solo músculo del cuerpo y como si hablaran las llamas.

Y dijo puedo tenerte y no dijo puedo quedarme con, con una delicadeza que ahora me sorprende y me emociona.

Y yo, dijo Danel, me llevo al Gaucho y al Negro, que son bien compinches. Al tío no le hace un par de perros más y cuando venís los tenés a mano...

Mi hermano me miró y, antes de que le hiciera ningún permiso con el gesto, me estaba preguntando sin querer mi respuesta.

Y nosotros en casa uno podemos tener, ¿no? Uno de los más chicos, o por ahí dos de los más chicos..., ¿no?

El Colorado completó la subasta, lacónico y seguro de sí mismo, como siempre.

Tincho no habló por un rato largo.

Miraba las brasas y parecía que contaba una por una las chispas que Aitor hacía volar ritualmente, como si contara hasta ocho y volviera a empezar, una y otra vez.

Y, sí..., mejor; así, por lo menos... Pobres bichos...


Eso dijo al final y ya no hablamos más del asunto, ni de nada esa noche.