jueves, 30 de junio de 2005

Entretiempo

Con un pie en el estribo, listo para una maratón de kilómetros por aire, tierra y mar, me puse a ver si hacía falta dejar alguna línea en la bitácora. Por lo menos hasta tener un minuto libre en estos días que vienen (y un artefacto a mano) para dejar nota de alguna que otra cosa.

Y no. No 'hace falta'. De todos los medios que conozco, de todos los modos de decir que se me ocurren, éste es el que más lejano está de cualquier 'necesidad'.

Así fue, por ejemplo, que también me di cuenta de que había una cantidad de asuntos sobre los que no me da ganas escribir. Por ejemplo, el Che Guevara. O las elecciones en Irán. O el discurso de Bush. O la derrota de Fraga Iribarne.

Por decir algo.

La lista es mucho más larga. Inmensa. Me doy cuenta. El mundo alrededor tiene 360º, y las cosas que pasan son de una cantidad tal que se multiplica por si misma en segundos.

Se puede combinar, se puede diseñar, se puede dosificar del modo más extravagante.

Además está el interés, la conveniencia, la oportunidad, las ganas de escribir sobre esto o aquello.

Tiempo atrás, un lector entró pidiendo permiso para comentar los temas que se tocan en estas páginas. Incluso llegó a esbozar una calificación histórica: si antes eran de tal naturaleza, si después fueron de tal otra...

Tengo decenas de horas 'vacías' en estos días. Horas de 'millaje' neutro. La Patagonia es mandada a hacer para mirar las líneas de nada y nada y ver (y pensar) toda la vida propia y ajena si uno quiere. Todas las cosas.

Un tiempo, algunos cientos de kilómetros, bien lo puedo dedicar a estas cuestiones.

No tanto porque sea una urgencia personal, subjetiva.

Al fin y al cabo -y aunque parezca una broma tensa, tratándose de aquel desierto-, mi ocupación en estos días es nada más que hablar sobre lenguaje y comunicación.

miércoles, 29 de junio de 2005

Te lo dije...

Siempre hay que ganarle a Brasil, siempre.





Porque, si no, te gana...

Examen de ingreso

Claro que no se puede, pero a mí me gustaría que a los que toman la palabra pública, les pidieran un discurso de prueba para consagrarlos como dirigentes o conductores. Y si no pasan la prueba, pues no la pasan. Y no pasan. A volver a empezar. Hasta que aprendan a hablar con cierta gracia, al menos. Por decir lo menos. Si fuera posible, que, además, una de cada diez veces dijeran algo con sentido. Y, de tanto en tanto, podría exigírseles que pronunciaran algo verdadero, siquiera algo que realmente creyeran de verdad.

Por ejemplo.

Si no pueden escribir algo como esto, no pueden ser ministros, empresarios, jueces o arzobispos:
Cuando uno se encuentra a un millonario, dueño de muchos monopolios de distintos sectores, a la salida de una cena en Mayfair y según su costumbre, le saluda con la exclamación "¡Eh, sinvergüenza!", simplemente está acortando por comodidad una expresión parecida a ésta: "¿Cómo puede usted, teniendo el divino espíritu del hombre que podría estar por encima de los ángeles, haber caído tan bajo como para ser un sinvergüenza?". Y cuando en una fiesta en un jardín le presentan a uno a un ministro del gobierno que recibe propinas por contratos gubernamentales y se dirige a él con el saludo normal de "¡Hola, pícaro!", lo único que está haciendo es utilizar la última palabra de una larga disquisición moral que en realidad es la siguiente: "Qué patético espectáculo el de este ministro del gobierno, que estando en principio hecho a imagen de Dios, se rebaja saciando tantas ambiciones mezquinas que permite que le conviertan en un pícaro". Se trata sencillamente de tomar el final de una frase en representación del resto, como cuando se dice bus en lugar de autobús, o mejor aún, como le ocurría a un puritano del siglo XVII cuyo nombre era algo así como "Si-Cristo-no-hubiera-muerto-por-ti-tú-te-habrías-condenado-Higgins"
y a quien por comodidad conocían popularmente por "Condenado Higgins".
El texto es de Chesterton, de Fancies versus Fads, una colección de artículos que publicó en 1923.

Me doy cuenta de que no se puede. No se le puede pedir a un dirigente cualquiera que además sea ingenioso o que diga la verdad.

Pero también debe ser ésa, además de otras, una de las razones principales por las que habitualmente ni se los quiere ni se les cree ni se los respeta, tanto como a Chesterton sí se lo puede querer, respetar. O creerle.

martes, 28 de junio de 2005

Te felicito...

Pongamos las cosas en su lugar.

Ganarle a Brasil está muy bien. Porque siempre hay que ganarle a Brasil.

Pero eliminar a Brasil de la final para jugarla con Marruecos o Nigeria, es una patochada que no le hace bien al fulbo...

San Julián

Unos días al sur.

A la tierra sin monasterios que debería estar sembrada de monasterios.

Hacia allá voy esta semana, otra vez. Pero esta vez en pleno invierno.

Nunca estuve tan al sur en pleno invierno. Espero que no defraude el bajo cero. Me dicen que nieva cada tanto en estos días, y anuncian que está nevando un poco.

No tengo por la nieve esa fascinación de luna de miel, esa diversión de viaje de egresados, esa melancolía de abuelito de Heidi.

En realidad, de las nevadas me gusta el silencio de la nieve cuando cae. No recuerdo haber visto u oído movimiento más silencioso.

Otra vez a San Julián, en Santa Cruz, y, esta vez, un poco más al sur, parece. Allá en aquella bahía de flamencos, en esa distancia de nada y nada por donde uno mire, voy a estar unos días.

Para mí siempre es un regalo.

Ahora, es cierto que hablando de política, educación y religión, hablando de servicio y de integración, sé que voy a un lugar en el que no suelo encontrar mucho de todo eso.

Mi fijación de que debería estar sembrada de monasterios, se conforma bastante bien con mucho menos.

He allí una idea que me gustaría proponerle al Gran Canciller de la Universidad Católica, por si no se le hubiera ocurrido.

Pero cualquiera puede entender que proclamar el servicio en el desierto helado y barrido por el viento, sobre un acantilado frente al mar vacío en una costa vacía, tiene muchísimo menos encanto que hacerlo en Rivadavia y San Martín, frente a la Plaza de Mayo.

O en Puerto Madero.

lunes, 27 de junio de 2005

Desde el alma

En estos días, el arzobispo de Buenos Aires estuvo hablando de la necesidad de devolverle el alma a la política. Dijo, por ejemplo que
hay que redescubrir la política, restituirle el alma que la partidocracia le ha quitado. No digo los partidos, sino la partidocracia, el corporativismo que le quita diversidad y le hace perder la trascendencia a los otros, el servicio a la comunidad. No hay que dejar que nos domine la partidocracia.
........................................

Debemos apostar a la entrega personal al proyecto de un país para todos. Proyecto que, desde lo educativo, lo religioso o lo social, se torna político en el sentido más alto de la palabra: Construir la comunidad.
Habló además de una "cultura del encuentro", contra la de la "no integración" que es la de quienes "pretenden capitalizar el resentimiento, el olvido de la historia compartida, o se regodean en debilitar vínculos, manipular la memoria, comerciar con utopías de utilería".

Dijo también que
a los totalitarismos no los crean las ideas sino los pueblos que están enfermos de ambición, de insuficiencia, cuando anulan la diversidad democrática y la discusión sobre los proyectos.
Puso el ejemplo de Adolf Hitler como quien "uniformó el pensamiento y creó un totalitarismo desde la pluralidad democrática".

Y cosas así.

El discurso tiene 28 páginas, me dicen y habla sobre La Nación por construir. Utopía, pensamiento y compromiso.

Bien. Muy bien.

Todo lo que leí son frases pulidas y buriladas. Algunas sibilinas y sutiles. Algunas más o menos confusas, por tensas, haciendo llegar su sentido hasta la anfibología. Otras con extraños matices de una hermenéutica que por lo menos parece buscar cierta complacencia.

Un ejemplo de estas sensaciones que me produce el texto es esa distinción peculiar entre partidocracia y partidos.

Mi señor cardenal: en la Argentina, según la constitución nacional, la representación política la ejercen sin excepción los partidos políticos. Y no digo el poder, sino la representación política, que no es necesariamente la misma cosa. De manera que, si vamos a ver, la distinción que ha hecho gira sobre un concepto de partido político que, cuando menos, es utópico. Y no lo digo como elogio, sino como denuesto. Lo único que generan en nuestro país los partidos políticos, según las leyes que ellos mismos han hecho, y tales cuales los partidos políticos son y se los supone y se los ha concebido, es partidocracia, la que, por otra parte, stricto sensu significa: gobierno de los partidos. De modo que, si partidocracia es una descalificación, lo que descalifica son los partidos políticos y el gobierno que legalmente ejercen.

Señor, usted propone, sin saberlo tal vez, tal vez sin quererlo, un cambio bastante radical en el sistema de gobierno y de representación...

Y no que no me parezca bien. Al contrario, me parecería muy bien. Pero creo que así como no estamos del todo de acuerdo respecto de lo que está mal, creo que tampoco estamos del todo de acuerdo respecto de lo que está bien.

Mucho me temo que el arzobispo utilizó más bien palabras-talismán, de esas que se utilizan porque se sabe que producen un efecto determinado, más allá del contexto en que se usen.

Para devolverle el alma a la política, hay que pensar en devolverle el alma al hombre y a la sociedad y a aquellos ámbitos de los que salen, al final, los hombres, de los cuales algunos resultan los políticos.

Tiene razón en decir que la educación es uno de esos ámbitos, como también lo es lo religioso.

Por ello mismo, se me ha ocurrido que un buen ejemplo, por ejemplo, daría el señor arzobispo y cardenal primado de la Argentina ofreciendo a la sociedad el inequívoco servicio de una institución como la Universidad de la que es Gran Canciller.

Si eso llegara a pasar alguna vez, entenderé mejor el discurso que ha pronunciado.

Si no llegara a pasar jamás, entenderé mejor el discurso que ha pronunciado.

Como no va pasando, voy entendiendo lo que voy entendiendo.

domingo, 26 de junio de 2005

Últimas palabras

En el año 1993, en la publicación entusiasta, se publicó este soneto dedicado al padre Leonardo Castellani.

Uno de los pseudónimos que usaba era Jerónimo del Rey (San Jerónimo del Rey era nombre antiguo del pueblo en el que nació y que después se llamó Reconquista), de allí el título.

Me enteré ayer que mi amigo, el comentador de sonetos, lo incluyó en la segunda parte de sus conferencias, como ejemplo no me animo a preguntar de qué.

Uno se resiste a contar intimidades, los reveses de las tramas detrás de los textos, porque es casi como explicar un chiste. Pero el caso ahora es que hay una pequeña clave que ayudaría a entender algo a lo que se refiere el soneto.

Según algunos -una versión muy peleada, como siempre, entre las 'viudas' supérstites y los herederos y 'propietarios' de Castellani, y una versión que doy por buena y que no me desagrada para nada-, el padre fue llevado a su habitación porque se descompuso a la hora del almuerzo de aquel 15 de marzo de 1981. Ya no se levantaría de su cama.

Cerca de las tres de la tarde, dicen que dijo "Me rindo" y murió.

Tenía 81 años.
Jerónimo
A L.C.C.P.

¿Qué viento busca entrar por la ventana?
Viene un Ángel. El sol desaparece.
Veo el aire que no veré mañana.
Está más claro el cielo y anochece.
Casi no hay luz. Se escapan las retamas.
Es marzo y es Cuaresma en estas horas
y solamente yo sé que me llamas
y, solamente yo, que Te demoras.
Estoy llagado. El mal que no me hicieron
he libado en el Cáliz que me diste
y en ese Pan de Luz que me decías.
Sobre mis huesos ese Pan molieron
(siempre hay alguien que quiere verme triste.)
Pero me rindo, como me pedías.

1-1 (6-5)

Ver.

Aperitivo

Pero, ¡qué mala suerte!

No sé cuántos miles de años me llevó llegar al siglo XXI y resulta que la bienvenida era con estos 21 cañonazos.


Al que se alegre con este 'dream team' de 'logros', lo espero en la esquina...

sábado, 25 de junio de 2005

3-1

Remembranzas

En uno de sus aforismos, concretamente el dedicado a Franklin Delano Roosevelt, decía Ignacio B. Anzoátegui que cada cual tenía el segundo nombre que se merecía.

Recordé la cuestión cuando leí las crónicas de la marcha parisina y el nombre de los dos políticos que portaban la pancarta principal.

El asunto éste de que a las expresiones públicas bi/homo/transsexuales se las identifique con el sustantivo 'orgullo', me hace acordar también al episodio de Lot y los ángeles en Sodoma.

viernes, 24 de junio de 2005

Saudade

¿Lloran los taxistas?

En Buenos Aires, por ejemplo, sí.

Pero, no cualquiera...

Tiene que ser taxista portugués de 79 años, que haya venido a la Argentina cuando tenía 12, y desde los 18 haya trabajado de taxista.

Tiene que haber nacido en el Algarve portugués y alegrarse de que el pasajero sepa dónde queda, y que sepa además que el sur de Portugal da buenos vinos blancos.

Tiene que alegrarse de que el pasajero sepa lo que es el fado portugués, y de que conozca a Amalia (así, a secas, para mostrar que de veras la conoce...)

Tiene que estar casado con una hija de portugueses, que no quiere ir a Portugal porque le tiene miedo pánico a volar.

Tiene que tener un hijo y dos nietos, una de 21 y uno de 14.

Tiene que llevar en la radio-casetera una grabación de la música que baila su nieta que estudia Derecho, la que va al Club Portugués los miércoles a aprender bailes del país y a ensayar la lengua, la que sueña con viajar con su abuelo a Portugal, porque desde que se vino él jamás volvió, lástima que falta plata...

Tiene que extrañar Portugal con el alma, con los ojos, aunque se sienta 100 por 100 argentino, pero portugués, pero argentino... aunque nunca tomó la ciudadanía.

Y, para llorar, tiene que estar feliz, una mañana de viernes.

Contento de que el pasajero saboree las anécdotas, le interese la música, acepte las invitaciones a ir a comer al Club Portugués, al de Pedro Goyena o al de José C. Paz. Feliz de que una mañana de viernes pueda hacerle oír al pasajero interesado, y fanático de Portugal, la música que el sábado a la tarde va a bailar la nieta en el Club...

Tiene que estar feliz. Inundado de saudade, pero feliz.

Entonces es cuando el taxista llora. De felicidad. Y se le atragantan las palabras en la boca sin dientes y se ilumina la piel portuguesa y mira por el espejo retrovisor y lagrimea y dice:
-Es que me emociona... no puedo seguir hablando... Portugal... mi nieta...y que a usted le guste y conozca... Pero, lloro 'bien'..., no 'mal'... Portugal...

El Precursor

Toda mi infancia y buena parte de mi juventud fui a misa a una parroquia dedicada a San Juan Bautista.

Hacia esa iglesia iba mi padre cuando murió en el camino, en ella murió mi abuelo materno, unos años antes, ayudando misa a sus 78 años.

En el ábside, una enorme pintura del hombre en piel de camello y oveja, rodeado de cabras y de albornoces y chilabas barbadas, era mi delicia de ver.

Con esa imagen ante los ojos he rezado -o lo que fuera que uno hace a esas edades- tardes de sábado, o algunos otros días de la semana. Mañanas de domingos.

Era la cara de Dios que me figuraba en mis primeros años. El parecido con Cristo en la pintura era impresionante.

Y resulta que no era Dios. Y no sólo no era Dios sino que su dedo que apuntaba a lo alto -con la caña en la otra mano- apuntaba a Dios: No yo, sino Él.

Eso decía en letras doradas en la mampostería monumental: No yo, sino Él.

Muchos años después lo entendí. Apenas. Por lo menos entendí el sentido literal de frase. No sé si el signo que la sola figura de San Juan Bautista significa. De una vida tan parecida paso a paso, a la de Aquel de quien se diferenciaba tanto.

Con los años, se me hizo también un emblema del hombre mismo frente a Dios.

Y después, ya buscándole la vuelta, se me volvió la figura de la negación extrema de la subjetividad.

No solamente de la subjetividad moderna, sino de toda subjetividad: No yo, sino Él.

Ganamos o perdimos, y listo...


Ya sé, ya sé...

No solamente soy un ignorante completo en estas matemáticas redondas.

Me confieso, sobre todo, un insensible para el cuentaporotismo basquetbolístico. Aunque hable de millones de canastodólares...

Me parece imposible concentrarme en un juego (y ni qué decir de disfrutarlo), si tengo que ponerme a contar 2 asistencias; 1 3/4 de rebote; 2 3/5 de faltas personales; 0,25 milésimas de nanosegundo frente al aro; 27 y 6/8 de puntos dobles y la sexta parte de la raíz cúbica del coeficiente de Detroit en la temporada en la que jugó el maravilloso Jimmy 'el cartílagos de bronce' Stupenheimer...

Y que haya algunos que con insolente solvencia citen de memoria planillas completas con medidas de largos de brazos y número de volcadas memorables en el aro desde 1934, siempre en relación con el Ecuador de Marte y el eje terrestre sumadas las mareas bajantes en la costa sur del golfo de Texas, no puedo evitar que me parezca una gansada solemne.

Me tuvieron harto durante todos estos últimos tiempos los anteojudos estadígrafos con sus relatos de calculadora científica con senos, tangentes y cosecantes..., y todo para contar como diez tipos juegan a la pelota...

Pero, ya está... Ya pasó.

El pibe ganó, jugó bien.

Y listo.

¡Qué tanta milonga...!

jueves, 23 de junio de 2005

Persecuta

"El cristiano es un hombre incómodo en este mundo", comenzó diciendo en su predicación el sacerdote, el domingo pasado. Parecía que apuntaba en la dirección correcta, a mi entender.

Siguió en esa misma línea unas frases más, hasta que llegó a la cuestión de la consiguiente persecución, secuela -en apariencia- de esa misma incomodidad que puede generar el cristiano en este mundo.

Es verdad que no dio claras razones de peso para esa incomodidad, como es verdad que no definió claramente ni 'mundo' ni 'este mundo'. Y menos aún definió con claridad qué significaba exactamente 'persecución'.

Pero, al volver sobre la cuestión de la persecución, ejemplificó: "en los últimos 10 años, casi doscientos millones de cristianos sufrieron persecución en el mundo...", y así una o dos estadísticas más, algún recuento que otro.

Ahora bien, en buena consecuencia con su primera frase, yo diría que la totalidad de los cristianos sufrieron persecución en este mundo y no sólo 200 millones.

Creo entender la buena voluntad del predicador y, si me aplico un poco, creo entender lo que quiso decir.

Pero también entiendo que hay algo que está bastante chueco en todo ese razonamiento (no hay que descartar que también en el mío), porque parecería que el mundo es mundo cuando persigue a esos 200 millones y que el resto o no está en contacto con el mundo, o con el mundo perseguidor o, sencillamente, no es perseguido porque no sufre torturas, coerción o muerte.

¿Los que no son esos doscientos millones no resultan incómodos? ¿Los que no son esos doscientos millones se llevan bien con este mundo?

Habrá una persecución stricto sensu. Concedido. Pero no creo que sea necesario descartar o minimizar o ignorar cualquier otra persecución.

Me sigue pareciendo que uno de los problemas más viejos del cristianismo es por lo pronto la noción de 'mundo' y, consecuentemente, su acción en él, su acción frente a él.

miércoles, 22 de junio de 2005

Visión

Una de las cosas sorprendentes que aparecen en el trabajo que Joseph Pearce dedica a G. K. Chesterton, es el capítulo sobre su ingreso a la Iglesia Católica, en 1922.

De todas las cosas allí dichas una me llama la atención más que cualquiera otra y es la actitud de Hilaire Belloc. Según se ve, Belloc jamás creyó que GKCh fuera a "dar ese paso".

Cita Pearce este fragmento de una carta de Belloc a Maurice Baring, amigo común:
Dicen que podría ingresar a la Iglesia en cualquier momento, pues manifiesta opiniones católicas y siente un gran afecto por la Iglesia católica. A mí me parece que eso es tomar el rábano por las hojas. La Aceptación de la Fe es un acto, no un estado de ánimo; la fe es un acto de voluntad. Y a mí me da la impresión de que dedica todo su entendimiento a expresar el cariño y la atracción que le inspira un estado de ánimo, en lugar de aceptar una determinada Institución tal y como está establecida en este mundo y que representa una realidad plena. Es completamente distinto sentir apego a las ideas militares...que hacerse soldado raso en un regimiento ordinario.
Dice también Pearce que Belloc
estaba tan convencido de su propio punto de vista que la semana anterior a la conversión de Chesterton no regateó esfuerzo para persuadir al padre O'Connor de la futilidad de cualquier intento de catequizarle. Cuando se demostró que estaba equivocado, casi se quedó mudo de asombro. El 12 de agosto escribía al padre O'Connor: "Es una noticia excelente, de verdad... Estoy anonadado". El 23 de agosto le escribía de nuevo:

Todavía sigo estupefacto por el golpe de la conversión de Gilbert. Jamás pensé que fuera posible.


La Iglesia Católica es central y por lo tanto uno puede acercarse a ella desde cualquier ángulo imaginable. Le he escrito una carta
(conviene transcribirla porque tiene lo suyo, ya vendrá) y le volveré a escribir, aunque no tengo buena mano para estas cosas en absoluto.

Dos días después le seguía costando creer en la evidencia que tenía ante sus propios ojos y escribió una vez más al padre O'Connor: "Cuanto más pienso en Gilbert más me asombro". El 9 de septiembre le contó que había visto a Chesterton en Top Meadow y se había quedado a pasar la noche: "Está muy contento. Tiene usted razón en cuanto a la explicación; pero es que yo no tengo visión".

lunes, 20 de junio de 2005

Bandera

Cuando los chicos son chicos, muy chicos todavía, apenas habladores, en casa -pero en muchas otras casas del país- se les suele enseñar una coplita.

Y se les enseña además a reproducir con gestos las palabras que dicen. Y se los premia -no importa el resultado- con un aplauso, una ovación, y besos y abrazos.

Me gusta que las primeras mímicas graciosas que se esperan de un niño, sean con versos en la boca.

Lástima que no tenga uno esa suerte a lo largo de sus días. Y haya esa tendencia tan elegante y sensata, tan mundana y tan práctica de transformar a los niños rimados y mímicos, en adultos prosaicos.

La copla liminar (y hablarán, ya sé, del narcisismo pampeano...) dice:
En el cielo, las estrellas;
en el campo, las espinas;
y en el medio de mi pecho
la República Argentina.

domingo, 19 de junio de 2005

Acto III

(Para seguir el hilo, hay que leer el Acto II.)



Estoy desolado y abrumado. No sé cómo salirme de esta cuestión.

(Y enterarme de que hay una cosa que allá se llama COGAM, y que forman así, de modo misterioso pero cachondón, la sigla de un Colectivo de Lesbianas, Gays, transexuales y bisexuales -qué será esa 'M'-, no me ayuda para nada...)


Pero, basta de charanga y pandereta y de chungas y pitorreos.


Algo pasa en una cultura, en un estado de civilización, cuando se habla tanto de asuntos de la cintura para abajo, de adelante y de atrás.

Todo esta conversación sobre penes y vaginas -monologando o no- tiene su importancia. Claro que sí. Porque no soy tan estúpido aún como para no saber que más allá de que el orden sexual encarna la figura de una cuestión mucho más alta y grave, es (en sí mismo considerado y no ya como figura) una de esas "hojas verdes" por cuyo verde habremos de pelear espada en mano cuando alguien diga que son grises, parafraseando a Chesterton.

Es una batalla ésa que Chesterton entiende como final. Algo que proféticamente entiende él que será signo del fin: lo verde es verde y no gris y decir que es gris lo que es verde obligará a dar batalla (sea cual fuere el modo de batalla). Y, además, es un signo de que hemos llegado muy cerca del fin, siquiera de algún fin, no importa si lo que hay del otro lado es la metahistoria u otro ciclo.
ver


Pero, precisamente por ello, todavía no le oigo a nadie decir qué importancia tiene, por ejemplo, toda esta cuestión. En particular, qué importancia escatológica tiene.

Y lo digo seriamente.

No me voy a oponer rabiosamente a tanta foto sobre fetos, niños en gestación que toman los dedos de un médico o de 'gritos silenciosos'.

Sé muy bien lo que valen los argumentos patéticos, los que buscan persuadir conmoviendo. Y sé cómo se muestra suscintamente así lo que de otro modo llevaría formuleo y silogismos larguísimos.

Pero elevo mi protesta por el modo -y hasta por el espíritu- con que se discuten estas cuestiones.

Creo que hay que salir de cualquier forma de slogan -y hasta de cierta pacatería- y hablar con sentencias más llenas, más rotundas. Y más verticales si se quiere, y no tan horizontales.

Allí está para ejemplo -y ahora lo retomo- el análisis en torno a la campaña de MTV que aparece a contraluz en el artículo de Página 12.

Creo realmente que si se mira con atención, lo que hay allí es una preocupación nada frívola por aceitar un mecanismo hasta que sea poco menos que perfecto, implacable al menos, de modo que no haya modo de escaparse de él.

Están discutiendo el sentido de las palabras que dicen, de las imágenes que muestran. No es una maldita puñetería sobre semiótica del mensaje publicitario. Nada de eso.

Hay que leerlo una y otra vez -aunque se trate de la concisión entrecortada y engañosa de una nota periodística- para darse cuenta, creo, de cuál es la discusión.

Imagino que el artículo de Página 12 es algo así: se corre por unos segundos un pesado velo opaco y nos permite ver lo que pasa entre bambalinas: alrededor de una mesa se discute el plan de batalla, las razones para combatir, el propósito del combate, las mejores herramientas, las mejores armas. Y se discute acerca de cuál es el enemigo.

No están de acuerdo enteramente en todo. Discuten los matices también. Libertad de opción, sida y muerte, sida o muerte, más condones, nunca la castidad...

Saquemos las espectacularidades y los desenfados y miremos con atención el papel que se le atribuye a la cuestión. Género, sexo, libertad, el cuerpo, la contraconcepción...

¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué hay de la cintura para abajo que haya que pelear como si quisiéramos tomar la basílica de San Pedro y hacer una disco satanista allí? ¿Qué hay que violar, qué hay que violentar? ¿Qué significa establecer un nuevo código de la cintura para abajo, que supone hacerlo en el corazón y en la cabeza, obviamente, también y sobre todo?

Esa furia, ese encarnizamiento, ese encono tiene una causa. Y no se debería contestar a esa furia, a ese encono, como si se tratara de un escándalo en el sentido más burgués y ñoño de la palabra: ¡Qué barbaridad, qué asco, adónde vamos a ir a parar, chanchos de porquería!

Se puede ir por el lado de la revolución cultural.

No voy a decir que esa vía es conspirativa -aunque en muchos es-, porque de hecho existe una voluntad consistente y determinada, convergente, uniforme, de hacer que algo se revuelva. Y que se revuelva homogéneamente en la cultura sexual de todos los hombres y mujeres, en todos lados. Y se busca eso no solamente para revolver lo sexual por sí y en sí, sino porque revolviendo lo sexual se revuelven muchas más cosas. Aunque lo intuyan nada más y no lo sepan. Aunque sea nada más que la tapadera de un vicio o de una perversidad, tratando de que ya no sea perversión o vicio, por simple recategorización moral.

Esa voluntad de revoltijo -si es que los perturba la palabra revolución- ya está en las leyes, está en el arte, está en la calle, vamos. Y lo de España es apenas una muestra de que hay ejércitos caminando por calles que convergen en direcciones opuestas y que basta que se decidan a caminar en la misma dirección para enfrentarse así, a tono de marcha, en la misma calle.

Así que, mejor ni discutamos con los que no crean que eso no necesita plan previo, determinación...

A mí no me importa siquiera que todo esto sea un plan y una revolución y una conspiración. Y que lo sea en todos los frentes: investigadores de la orientación sexual de la mosca de la fruta, leyes de bodas homosexuales, conferencias de Río, de Pekín, del Cairo, de Nueva York, programas de TV, Filadefia de Tom Hanks, o las marchas de orgullo gay-lésbico...

Sé que el asunto requiere que toda disciplina diga su parte. Por ambas partes. Tiene que haber argumentos retóricos, dialécticos y lógicos. Tiene que haber argumentos científicos, morales y emotivos.

Muy bien.

Pero lo que me importa es que no veo que se diga llena y redondamente qué es aquello que, además de un feto vivo (que es enteramente defendible por sí), qué además de un hombre-hombre y una mujer-mujer (cosas enteramente defendibles por sí), estamos defendiendo. Y la verdadera y última razón por la cual es defendible. Y defendible agónicamente aquí y ahora.

Estoy diciendo que -a mi pobre criterio- todavía no se pasa de una cierta pataleta indignada, aunque sea una pataleta con toda clase de argumentos y fundamentos.

Con toda clase de argumentos menos uno.

No quiero ofender los esfuerzos y menos las convicciones de muchos -que conozco- que tienen el corazón puesto en esta causa. Y el tiempo de sus vidas.

Pero.

Sé de muchos que lo hacen porque es la línea que baja de Roma -y, aunque parezca increíble, así lo formulan exactamente-, como una especie de orden de operaciones ciega, como una orden de no ceder esa trinchera. Una especie de fidelidad mezclada con corrección política católica y oficialismo.

Sé de algunos otros que descansan aliviados en que sea ésta la batalla y no sea política o de otro modo cultural, donde tienen más compromisos y donde se sienten más tironeados y atados por esos compromisos mundanos con la economía, la política...

Esta cuestión se les hace a muchos inequívoca. Siempre será una cuestión de chanchadas y crímenes. Inobjetable, segura.

A varios de ellos -unos y otros- les he preguntado personalmente por qué piensan ellos que esa trinchera no debe caer. Casi todos me han dado una respuesta insuficiente, y el resto insatisfactoria.

Me contestan con voluntarismos: hay que defender a la familia, si cae la familia cae todo, es una cuestión de orden natural, los católicos defendemos la vida. Y muchos apelan patéticamente al mundo que les vamos a dejar a nuestros hijos y cosas así.

Todas son verdades. Pero no encuentro que digan por qué lo son y qué significan. Y por qué ahora son verdades más acuciantes y por ello mismo más defendibles que otras. Como no sea que me dicen: 'porque es allí donde ahora atacan....'

Y aunque se invocan argumentos teológicos, ni por un momento, ninguno, me da una razón sólidamente teológica. Ni para las razones del ataque, ni para las de la defensa.

Y de eso me estoy quejando y me seguiré quejando. Hasta que me convenza de que está mal que me queje. O hasta que entienda lo que parecería que hasta ahora no he entendido.

O hasta que se diga lo que todavía no se ha dicho.

sábado, 18 de junio de 2005

Acto II

(Para seguir el hilo, hay que leer el Acto I.)


Lo que se dice 'contra España', así in toto, no tengo nada. Pero estaba este asunto de la fiebre de primavera, carnavales y marchas, conciertos y plazas... Y pasó que todo eso pasaba en España.

¿Qué quieren ustedes que yo le haga?


Sí, es verdad -¿ven?: reconozco-: me fui de boca.


Si hubiera esperado un día más, el gran pueblo argentino ¡salud! podría haber figurado con su aporte en el teatro mismo de las grandes operaciones.

¿O el mundo se cree que no tenemos con qué terciar...?

Porque, para muestra de nuestras calidades, ahí lo tienen, ni más ni menos: cuando MTV quiere poner las cosas en su lugar, llama a nuestros comediantes, ¡qué joder!


(Claro, que... No, mejor si pueden lean con toda atención lo que se dice en ese artículo de Página 12 y el comentario lo dejo para el final...)

Acto I

(Para seguir el hilo, hay que leer Uyuyuy.)


El jueves pasado, mencioné al pasar la España de charanga y pandereta, y la verdad es que alguno que otro cruzó el charco y se me vino al humo, medio como amoscado. Pero sépase bien que no es culpa mía lo que pasa en el mundo. Apenas si es culpa mía lo que pasa en la baldosa en la que estoy parado... en una sola pierna.

Dije además que los españoles hacía milenios que no leían a Machado. Ni nada.

¡Pa' qué lo habré mentado!

Primero, se me aparece don Rafael Sánchez-Ferlosio en persona, citando las mismas charangas y panderetas (a él, por supuesto, con su Premio Cervantes en el bolsillo, nadie le dice ni pío ni ná...)

(Claro que, si de leer en España se trata, el discurso del premio mejor lo pongo en remojo para leer más tarde, acá en las Pampas, porque leerlo allá es un lío y hay que andarse con calma. Oigan, vieron que parece -dicen los cotilleos- que don Rafael lo leyó mal o no se oyó o era muy largo y lo acortó o pronunció mal el inglés...)

Ahora, miren si no es de no creer: Fumándose un cigarrito a las apuradas, no bien dejó el micrófono el premiado, se me apersonan -un nombre es un destino, romani dixerunt- Rodríguez Zapatero y su ministra de toda la cultura posible para tomarse el trabajo -¡con dos meses de antelación!- de desmentirme ahí nomás: los índices de lectura en España crecen a la velocidad de la luz y para abril -no quiero pensar hoy...- se habían vendido 3.000.000 de ejemplares de El Quijote académico.

¡Pardiez, zambomba y la mare que te parió...!

Uyuyuy

Miren a qué berenjenal hemos venido a dar...

Bastó que mezclara una cosa con otra para que -como conjuradas- empezaran a aparecer todas embarulladas.

Yo no quiero andar pasando por semiólogo o, lo que es menos grave, por profeta, pero me hace gracia el hilo que enhebra las cosas...

Pasen por aquí, por favor. Si gustan.

Claro que, como el asunto se me hizo largo, lo voy a tener que desarrollar en introducción y tres actos.

viernes, 17 de junio de 2005

Los paganos

Apareció once años atrás, en aquella revista entusiasta. Como suele pasar, una cosa nos recuerda otra. Y, a propósito de Tácito, pidió permiso, como hacen los recuerdos. Levantan la mano para hablar...
No se adelanta, aprieta la sonrisa:
busca su puño en el dolor del aire;
en el tiempo sin voz, sin luz, sin sueño;
como se muere el grito desmañado.
No retrocede: sufre. No conoce
más que el llanto cerrado y sin sosiego.
Lo corona el espanto y no se atreve
a la ceniza el pie; la mano tiembla.
Pero al rondar la noche conocida
no deja ver el cielo entre la nube
ni aclara la tormenta el cielo opaco.
Fue ayer nomás, el horizonte lejos:
perdió la huella, resistió el futuro
y amaneció en misterio el infinito.

Tácito, como el sujeto

Un lector, apenas inicialado, me envía estos textos de las Historias de Cornelio Tácito.
ver

Doy principio a una empresa llena de varios casos, de guerras atroces, de sediciones y alborotos, crueles hasta en la misma paz. Cuatro príncipes muertos a hierro, tres guerras civiles, muchas extranjeras, y las más veces mezcladas unas con otras. Sucesos prósperos en Oriente, infelices en Occidente. Alborotado el Ilírico, inclinadas a levantamiento las Galias, Inglaterra acabada de sujetar y perdida luego, los sármatas y suevos confederados entre sí contra nosotros, los dacios ennoblecidos con estragos y destrozos, no menos nuestros que suyos. Las armas de los partos casi movidas por la vanidad de un falso Nerón; Italia afligida de calamidades nuevas o a lo menos renovadas después de un largo número de siglos; hundidas y asoladas ciudades enteras. La fertilísima tierra de Campania, y la misma ciudad de Roma destruida con muchedumbre de incendios, abrasado el Capitolio por las propias manos de los ciudadanos, violadas las ceremonias y culto de los dioses; adulterios grandes; el mar lleno de gente desterrada, y sus escollos y peñascos bañados de sangre. Crueldades mayores dentro de Roma, donde la nobleza, la riqueza y las honras fue delito el rehusarlas y el tenerlas, y el ser un hombre virtuoso ocasión de certísima muerte. Ni causaba menor aborrecimiento y lástima el ver los premios en el acusador, que las maldades cometidas por alcanzarlos; teniendo algunos como por despojos de enemigos los sacerdocios, los consulados, las procuras, la privanza del príncipe, y, finalmente, el manejo de todas las cosas. Los esclavos obligados a declarar contra sus señores; los libertos contra los mismos que acababan de ponerlos en libertad, y aquellos que habían sabido vivir sin enemigos, no poder evitar su destrucción por medio de sus mayores amigos.

Bien que no fue aquel siglo tan estéril de virtud, que faltasen muchos buenos ejemplos de qué tomar enseñanza; pues se ven madres acompañar a sus hijos en la huida, mujeres a sus maridos en el destierro, parientes animosos, yernos constantes, y, finalmente, esclavos no sólo fieles, pero contumaces contra el rigor de los tormentos. Vense muertes de hombres ilustres sufridas con tal fortaleza de corazón, que en los generosos fines imitaron la constancia y celebrado valor de los antiguos. Y a más de la multitud y variedad de casos humanos, se ven prodigios en el cielo, amonestaciones de rayos en la tierra, presagios de cosas venideras, alegres, tristes, dudosas y claras; porque jamás se pudo verificar mejor con estragos más atroces del pueblo romano ni con más ajustados juicios, que los dioses no tienen cuidado de nuestra seguridad, sino sólo de nuestro castigo.

Y cita Tácito a Galba, dirigiéndose a Pisón:

...El medio más provechoso y más breve para saber elegir lo bueno y reprobar lo malo es el considerar lo que tú, si te hallaras debajo del gobierno de otro príncipe, hubieras querido o no querido que se hiciese: porque aquí no nos sucede a nosotros como en las demás naciones que son señoreadas, donde una sola familia manda y otras sirven y obedecen; antes has de gobernar a gente que no puede sufrir del todo la servidumbre, ni absolutamente la libertad.

Ahora bien, veamos un poco.

Que cada cual tome de allí lo que le pluguiere, que para casi todos los gustos hay.

Lo que es a mí -sin importar la intención del envío, que ya sabré acaso cuál haya sido, además de la luz latina del texto-, me llama la atención la circunspección pagana de este romano del siglo II.

Podríamos fijarnos en el aspecto literario, en la fuerza de la ilación descriptiva, en la capacidad para dar los datos y a la vez el clima existencial en que los datos cobran vigor y vida.

Pero es muy notable el ceño adusto, la solemnidad espontánea que inspira, la gravedad de la mirada que mira al mundo desde Roma, al tiempo que una ironía sutil recorre el último párrafo, especialmente, dando pie a la crítica política y social, a una radiografía del estado moral de esa Roma de aquel año 69 d.C., de memoria tan infausta entre los historiadores, según se sabe.

Decadencia incipiente la del Imperio de aquel siglo (de aquel en que Tácito escribe y de aquel sobre el que escribe.) Una decadencia señorial, sin duda. Pero también un límite claro para una forma de entender el mundo. Y me refiero a todo lo que hay en el mundo, no solamente al mundo político o cultural.

Se me ocurre leyendo estos párrafos que, sin el cristianismo, el paganismo finalmente sólo está en condiciones de ofrecer eso mismo: un límite glorioso, pero límite al fin. Y después, llegado a su límite, una decadencia impresionante y gloriosa, pero decadente al fin.

Se me ocurre además que sin duda el paganismo no puede traspasar por sí mismo ese límite, aunque el límite se vea como un estado lleno de gloria y de glorias, como la consumación de una vida humana en el orden del estado, lo que parecería un monumento perenne.

En lo que a designio y hasta visión del mundo y de la historia se refiere, el cristianismo le permite al paganismo traspasar ese límite, incluso le permite pasar al otro lado -entre muchísimas otras glorias- la propia consumación gloriosa del paganismo, y hasta le permite conservar los derechos de autor de un orden social, político, cultural.

La única condición de la que el cristianismo no puede relevar al paganismo, es que no pretenda pasar el límite en la dirección opuesta u obrar como si no hubiera traspasado ese límite de su 'bautismo', una vez que ha ingresado en la historia 'bautizada'.

Nadie puede poner objeción a este bautismo. No hay objeción alguna a que el paganismo sea bautizado, y tampoco hay objeción de que sean bautizadas muchas de sus glorias. De hecho él lo fue y también ellas.

Sí hay objeción a que el paganismo reniegue de su bautismo y pretenda subsistir como si su bautismo jamás hubiera existido.

Muchas más cosas aparecen al trasluz en estas líneas. Tal vez haya ocasión para más, otro día.


Sin embargo, no menos interesante resulta la mano que escribe. Un sujeto peculiar.
ver

Luego de leer con asiduidad a Tácito y de familiarizarnos con su galería de retratos magistrales -Racine le llamó el más grande pintor de la Humanidad, quisiéramos saber algo de su existencia moral y de su persona física. El afán inquisidor se vuelve estéril. Pronto nos perdemos en búsquedas y conjeturas. A lo largo de los Anales y de las Historias, cuando nos parece individualizarlo, se nos esfuma y pierde de nuevo: hemos andado en pos de una sombra... ¿Por qué tan poco de sí deja columbrar Tácito en su obra? Fuera de la cálida ternura e ilimitada admiración que por el suegro revela en la Vida de Agrícola, ignoramos el caudal de sus virtudes y el peso de sus flaquezas de hombre. Alude a su mujer una sola vez. Cuando recuerda los años de amorío, habla de "una joven de bella esperanza". No menos impenetrable es el silencio que guarda con respecto a los antecedentes de familia.

No se sabe a ciencia cierta de quién desciende o si dejó honroso linaje. Sus viajes se deducen, aunque jamás habla de ellos. Se presume que visitó la Bretaña -la documentación de la Vida de Agricola serviría de prueba- y que desempeñó un puesto público en alguna aldea belga fronteriza con la Germania, circunstancia que debió de aprovechar en la preparación del libro que trata de dicho pueblo. En punto a amistades, de no ser por el epistolario de Plinio el Joven, se nos pasaría que fue amigo hasta del propio Plinio. Tácito entiende de esa suerte que entre la vida y la obra no ha de existir más vínculo que el del aliento creador. Busca y practica en lo posible lo impersonal, que se trasluce en el afán de no transparentar nada de lo que es, de lo que hace o se propone hacer. ¡Qué distancia tan grande, según luego se verá, entre quien calla cuanto concierne a su persona, y Plinio, que se desfibra por pregonar el más insustancial de los actos! Ese hermetismo tampoco será del agrado de Montaigne, encarnación la más cumplida del narcisismo psicológico. Para el perigordano, incurre Tácito en imperdonable cobardía al no discurrir sobre sí mismo. "El no atreverse a hablar en redondo de sí acusa alguna falta de ánimo; un juicio rígido y altivo, que discierne sana y seguramente, usa a manos llenas de los propios ejemplos personales como de los extraños, y testimonia francamente de sí mismo como de un tercero." Montaigne invoca para ello dos derechos irrenunciables: "Preciso es pasar por cima de estos preceptos vulgares de la civilidad en beneficio de la libertad y la verdad. Yo me atrevo no solamente a hablar de mí mismo, sino a hablar de mí únicamente: me pierdo cuando hablo de otra cosa, apartándome de mi asunto..., lo mismo se incurre en defecto no viendo hasta dónde se vale que diciendo más de lo que se ve." (Ricardo Sáenz Hayes, en su artículo Tácito y Plinio el joven.)

Una vida llena de sombras, parece, y una voluntad determinada de plasmar un estilo. No es difícil imaginar que lo que para nosotros es obscuro y velado, no lo era para un vecino de don Cornelio Tácito. Lo que pensaba y hacía cada día, era algo transparente para un romano del siglo II. Lo que para nosotros es un misterio y una pesquisa, era parte de la comidilla de las sobremesas, de las divagaciones en los baños públicos, parte de la charla de café (o lo que fuera que tomaban los romanos cuando se sentaban a hacer política en un café...)

Con todo, no es tan poco lo que se sabe de él como para no saber que -como otros grandes romanos, M. T. Cicerón, por ejemplo- tuvo toda clase de devaneos políticos, para sobrevivir en tiempos de gobernantes y emperadores que cobraban carísimo la indiferencia y más la enemistad.

Para el caso, y ahora que lo pienso, el de Poncio Pilatos -y discúlpese el descenso abrupto- no es un ejemplo menor de lo que un romano era capaz de hacer por temor al emperador de turno.

Sin embargo, la sentencia de Miguel de Montaigne me cae mal. Y no porque no tenga cierta razón en algo importante, sino porque se me hace que es una aplicación mañosa y oblicua de aquello de que "la subjetividad es la verdad", asunto siempre de cuidado.

Porque hablar de sí -y aun desde sí- y decir la verdad, son cosas tan -pero tan y tan- distintas que uno termina confundiendo una cosa y la otra con harta facilidad y frecuencia.

jueves, 16 de junio de 2005

La España de charanga y pandereta...

Está muy pero muy mal intervenir en los asuntos internos de otro país... Es meter el dedo en la llaga. Que, además de estéril, es un ataque por la espalda, si se quiere. Lejos de mi ánimo.

Pero no estaba nada mal aquel pedagógico y mecánico 'aristón poético o máquina de trovar' de Meneses, que Machado Antonio había pergeñado en La metafísica de Juan de Mairena.

Tan ingenioso era el artificio que daba cosas rarísimas como estos versos:
Dicen que el hombre no es hombre
mientras que no oye su nombre
de labios de una mujer.
Puede ser.
Hace milenios que los españoles de la España de charanga y pandereta, los del espíritu burlón y el alma inquieta, no leen a Machado.

Ni nada.

martes, 14 de junio de 2005

Eu aime you, moie cara fraulein

Un amigo me hace llegar esto.

Les diré, por lo pronto, que el sujeto es parte en esta cuestión: lleva sangre irish (y, por lo menos, de Euzkadi, además; por lo que doble parte...)

Con todo, hombre bien educado, comenta con límpido tino hiberno-eúskaro:
Lo primero que se podría decir es que haber abandonado el latín como lengua común resultará un poco caro a los europeos. También uno se podría preguntar si el idioma celta -por ejemplo- tendrá los conceptos, la estructura y el vocabulario para expresar las gansadas de los parlamentaristas de la UE. Menudo trabajo para los traductores... de buena fe. Es difícil imaginar como quedará una normativa de mercado de capitales o un debate sobre los derechos de los homosexuales expresado en lengua celta.
Lo esencial está dicho allí. No tengo nada que agregar.

Al menos, desde lo que habría que considerar un alto punto de vista político, y hasta cultural, lo esencial está dicho allí.

Pero.

Sin que me oiga mi interlocutor, tal vez podría decir que, si bien es enteramente cierto lo que apunta mi corresponsal, cada lengua que se pierde es la desaparición de una riqueza mayor que los gastos que los europeos harán en traducciones. Por supuesto que no todas las lenguas son iguales, no todas tienen el mismo valor. Todas son peculiares, es verdad, en cierto sentido son únicas. Cada una expresa una visión, una potencia perceptiva de la realidad, una creatividad, una penetración del universo. Pero también cada lengua es el testigo de cómo han entendido los hombres que la hablan el universo y todas las cosas, todas las relaciones que se anudan entre todas las cosas que existen, tal como las ve, tal como aquel que la habla se ha acostumbrado o ha aprendido a verlas, principalmente a través de su propia lengua. Y esto que resulta transparente cuando se dice de una persona en particular, no es menos verdadero respecto de las lenguas y de los pueblos que las han generado. Una lengua no es una casualidad, aunque haya miles de rastros históricos azarosos en su cuerpo, cientos de cicatrices absolutamente casuales.

Recuerdo ahora a un viejo profesor que nos enseñaba cosas de filosofía y de tanto en tanto -por amor a la filología, por formación humanística- hacía gracias con el temperamento de varias lenguas. Al llegar al alemán (lengua que hablaba perfectamente y además saboreaba), sostenía que aquellas palabras interminables de los germanos se debían a la pasión del espíritu de esa lengua por captar todos los matices posibles en relación con una cosa al nombrarla. De ello resultaba un nombre que trataba de mostar el complejo abordaje de un objeto para la mentalidad de esos hablantes.

Ejemplificaba:
-Supongamos dos palabras. Uno dice en castellano 'corbata' y está satisfecho, es suficiente. No para un alemán, que probablemente diría: "alrededordelcuelloconunnudoenlagargantahastaelombligo". O, por ejemplo, este otro caso: para ustedes, en castellano, con decir 'cochero' basta para entender. Un alemán tal vez no se conforme con tan poco y para decir lo mismo -incluso con fomas gramaticales más tensas- diga: "enelpescantesedenteelculocontemplantedelcaballo".
En fin, ¿qué necesidad hay de armar semejante Babel?

Pues, es allí donde básicamente estoy de acuerdo con el hijo de la noble Eire. Y, en particular, porque parece traslúcido que no es amor a la riqueza de la diversidad del ser expresado lo que mueve a la UE, sino, por decir lo menos, el amor a la diversidad de las riquezas...

Por eso mismo no tengo nada que agregar.

Salvo que, y vayan haciendo las cuentas, la próxima vez que alguno de los lectores de estas líneas se insolente pidiendo traducción de algo, sepa que he dado por incluídas estas páginas en el presupuesto Comunitario y que hay una tarifa en vigencia...

Hombre al agua III

Me parece que para muestra, bastan tres botones. Y, hasta cierto punto, me apena, precisamente porque el acento de la frase habrá de caer en 'bastan'.

Si dijera la absoluta verdad, me entusiasmó la idea de continuar la serie y no porque crea que pudiera tener un valor literario o ensayístico sin soslayo. Nada de eso. Ocurre que releyendo recordé más claramente el sentido que tenía la idea original.

Tal vez era otro, allá por aquel 1998 (yo sé que, en un cierto sentido de los hondones del corazón, fui otro después de aquel 1998.) Pero me llevó unos días reconstruir cómo y por qué había escrito estas viñetas.

Y lo cierto es que todavía me parece posible, allí donde uno se lo tope, seguir rescatando a un hombre, una idea, algún sentido, si se cae al agua.
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El libro de los seres imaginarios

No es una novedad que los hombres podemos crear en nuestra imaginación seres extraordinarios. Hasta extraordinariamente espantosos. Y hasta increíblemente imaginarios y espantosos.

La televisión, sin ir más lejos, nos sorprende cada tanto mostrándonos una galería inagotable de tales especímenes. Lo curioso es que en la pantalla, y fuera de ella, muchas veces los inverosímiles seres extraordinarios son reales.

Los seres imaginarios existen.

Algunos en la imaginación, lo cual es un modo de existencia, si se quiere, feliz.


Existen también del modo grotesco o sublime cuando, por ejemplo, la imaginación del poeta los pone sobre un escenario. El teatro -el medieval o el de Shakespeare, por ejemplo- le da una entidad a tales seres que pocas artes pueden lograr, como no sea la escultura de gárgolas o la pintura de El Bosco, Goya u otros. La televisión y el cine, a veces pseudópodos del teatro, también tienen la facultad de poner en escena seres grotescos o sublimes. Pero se les da por figurarlos grotescos -no importa si los quieren sublimes-, aunque tal vez eso sea el avatar de una malhadada suerte, o impericia, o torpeza simbólica.

Los efectos especiales no le agregan demasiado a la existencia monstruosa. En realidad, nada. La virtualidad que puede facturar una máquina, creo, no se compara con la virtualidad que nos ofrece nuestra propia imaginación. Ella es la madre de todas nuestras virtualidades, después de todo y el modo mecánico o eléctrico de traducir nuestras imaginaciones, en general empobrece. Y hasta empobrece haciendo más rico visualmente, más evidente y completo lo que en nuestra es apenas abocetado, sugerente e incompleto.

El caso es que, erudito pero económico, Jorge Luis Borges reúne en un volumen -El libro de los seres imaginarios- un listado (alfabético, para más enciclopédico) de seres imaginarios que, según dice el autor de este tomito poco frecuentado, compila "un manual de los extraños entes que ha engendrado, a lo largo del tiempo y del espacio, la fantasía de los hombres".

El hombre contemporáneo tiene una renovada invitación a las creencias o a las devociones, cuando ve su tiempo poblarse de seres y hechos que reputa extraordinarios y hasta místicos, sea cual fuere el significado que a la palabra "mística" se le atribuye en nuestro fin de siglo, prolongado en milenio venturo.

Lo que el hombre no se ha resuelto a decir es que tales objetos de devoción sean o no imaginarios, en el sentido menos honorable del término.

Parece indubitable en nuestros días que las palmas de la popularidad se la llevan los ángeles. Pero otra multiplicidad de curiosas adhesiones van de un lado al otro del mundo para rendirse a los pies de seres imaginarios, o casi, porque a veces son fachadas de seres reales de interés mucho menos sublime.

No digo que los ángeles respondan a la definición erudita que Borges le asigna a los seres nacidos de la fantasía de los hombres. Sería como negar la posibilidad de que existan seres no carnales.

Pero el problema no está tanto en los seres que sí existen.

Para el caso, en la religión cristiana, como en la judaica, y con el criterio del catálogo de los seres imaginarios, mucho antes que los ángeles, gigantes, demonios y animales evangélicos, Dios mismo, Jesucristo como su hijo, y la paloma del Espíritu Santo, son terriblemente extravagantes a los ojos de quien establezca un diccionario ingenioso y fantasmal. No hay dudas respecto de que nadie ha imaginado tanto -si de ello se tratara- como para llegar a considerarse no un dios, sino Dios, argumento que ya se ha usado, por otra parte, como prueba apologética de la divinidad de Jesús, al menos como indicio de su extremosa peculiaridad humana.

Un ser real que se considerara a sí mismo un ser a tal punto imaginario sería terrible. Borges, a pesar de que frecuenta en su promenade imaginaire las Escrituras del judaísmo y del cristianismo, no se refiere, sin embargo, a las personas -o animales- divinos.

Más tarde o más temprano, si un ser existe, se nota. Y la imaginación sola ante lo real parece insuficiente.

Nuestro asunto es más bien el contrario. ¿Qué pasa con los seres que definitivamente no tienen posibilidad de existencia, sino en la imaginación? ¿Qué son? ¿Qué significan?

Y esa es la cuestión en nuestros días.

Los hombres somos seres imaginativos por naturaleza. Toda imaginación nos trae o una tristeza o una felicidad. No hay creaciones de la imaginación -o imágenes de la imaginación- que sean neutras. Si la imaginación es la facultad de ponerle formas a las ideas, a los afectos -como le ponemos nombres a las cosas y a las personas-, las imágenes que se nos representan no solamente significan algo, sino que ese algo nos lleva a algún lugar. Y ese lugar nos despierta algún sentimiento, nos sugiere algún estado de ánimo, nos da nuevas ideas.

Muchos de esos seres imaginarios que ha creado la imaginación de los hombres -más que su fantasía-, son las formas de algo que debe o busca apoyarse en una imagen. Son alguna felicidad, algún terror, algún misterio. Algo.


Muchos seres y algunas ideas, para espanto racionalista, pueden llegar a ser imaginarios por misericordia. Si llegaran a mostrarse nos pegaríamos un susto tremendo. Nos serían monstruos, pesadillas o maravillas.

Dicen que Borges mismo dijo alguna vez: "desgraciadamente el mundo es real; y desgraciadamente yo soy Borges".

Ahora bien, desmitificar con aire suficiente, desconfiar de todos los productos de la imaginación es como negar, en el otro extremo, la contundencia de lo real. A veces, lamentarse de la capacidad simbólica es un esfuerzo inútil, es el pariente pobre de la negación de la existencia.

Borges, en ese aspecto, es sofisticadamente sutil, me parece, al hacer un catálogo preocupado y minucioso, erudito, acerca de cosas cuya existencia da por descartada. Es decir, descarta que existan.

Nuestra imaginación no siempre tiene fuerza bastante para imaginar realidades poderosas, tengan la apariencia de animales o cualquier otra.

Así también, por el contrario, nuestra inteligencia no siempre puede ver cara a cara realidades ciertas que mejor se muestran disimuladas bajo ropajes míticos o figurados.

Quien no sepa esto, creo, quien no advierta la diferencia entre la imaginación como una olla en la que se cocina lo definitivamente inexistente y la imaginación como la pálida pátina que intenta mostrar alguna poderosa existencia, tal vez -en un acto de debilidad- pueda llegar a decir que lamentablemente el mundo es real.

lunes, 13 de junio de 2005

Don Selva, el de Dolores

No es muy difícil entenderles la traza a estos textos viejos, porque tienen un 'pattern' (¿y qué cosa humana no lo tendrá?, me pregunto.)

Entre los libros que traje de la casa de mi madre, vez pasada, me quedé entre otros con una Sintaxis de 1929. La portadilla informa que su autor es Juan B. Selva y como aclaración deliciosa dice, por todo curriculum, que es "Jubilado como Director y Profesor de Castellano y Literatura en la Escuela Normal de Dolores."
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Lo que habrá sido Dolores, en el sudeste de la provincia de Buenos Aires -en medio de una llanura inmensa, tal vez más llanura que hoy-, cuando don Selva daba clases allí.

Las tardes tranquilas que habrá usado para destilar este libro para los alumnos del 3er. año de los Nacionales y 2do. de los Normales.

Dolores... Los nativos del lugar lo llaman "el primer pueblo patrio", a esa fundación antigua, que con el tiempo fue parte de la línea de frontera con el indio y parte de la cadena de fortines. De hecho allí estuvo el Fortín Independencia.

Leo por allí que:
Hacia fines de la época colonial, la zona rural de Buenos Aires era protegida por líneas de fuertes y fortines. Junto a la laguna Kaquel Huincul se instaló una guarnición militar para defender los establecimientos cercanos, que finalmente originaron el pueblo de Dolores, en el paraje "Montes" o "Islas de Tordillo". En 1817 se creó el curato Nuestra Señora de los Dolores y la Comandancia Militar y Política. El partido se creó en 1831.
Dolores, casi cien años antes de que don Selva se sentara a escribir su libro.

Se lo publicó la casa editora de Jacobo Peuser Ltda.

¡Qué bonita manera de editar, caramba! Para cualquier mediano biblimaníaco hay jalones lujosos aquí y allá: los tipos de imprenta, las rúbricas, la limpidez de la página, la calidad del papel, las tapas de pasta...

Selva es meticuloso pero párctico y ágil. Lo mejor del texto, creo, es una lista concienzuda y utilísima del régimen preposicional de verbos y palabras. Le ocupa desde la página 128 hasta la 173, de las 250 que tiene el manual.

Pero hablemos dos palabras de la selección literaria. En el Prólogo (fechado en Dolores, julio de 1929), el autor dice:
Presento en cada lección algún trozo literario, que así ha de servir como lectura como para el análisis gramatical que corresponda. No veo la necesidad de convertir el texto de Castellano en una compilación de trozos selectos ¡es tan fácil encontrarlos, tenerloos por doquiera!...Recúrrase a los suplementos de nuestros grandes diarios o a las revistas literarias que tanto abundan...
Vea, don Selva, más o menos... En sus años mozos, podría ser, aunque no sé, porque los rastros que va dejando de literatura consagrada en su Sintaxis, no son del todo inocentes, qué quiere que le diga.

Tal vez para el '29, podría ser más todavía... Hay una cierta cantidad de autores notables que habían nacido con el siglo XX y publicaban para entonces y ya eran tipos de cuidado.

Pero no le estoy diciendo eso. No le voy a hacer la lista de los Borges, de los Marechal, de los Castellani, ni le voy a mencionar las extravagancias requetemodernas de la revista-diario Martín Fierro, que usted mismo parece conocer o que por lo menos quedan comprendidas en eso de que '¡es tan fácil encontrarlos!' .

No.

Tampoco le voy a hablar de esa marcadísma huella 'ética' que tiene su texto 'normal' y 'normalista', que suprime a propósito toda huella de fe, de Fe y de religiosidad.

Y mire que para esa época Darío ya había escrito y Gálvez no era un mozalbete que digamos. Reconozco que los Cursos de Cultura Católica aparecieron a finales de los '20; pero...

¿Sabe una cosa,don Selva? Usted, así, se me queda para la historia como un ejemplo de la educación argentina de los tiempos de 'gloria' de la Argentina conservadora y liberal, aunque terminando para entonces (o ya terminados...)

Porque, digo, don Selva, que cuando usted tiene que citar se despacha con unos liberalotes como Varela, Sarmiento (no que no escribiera con brío), Gutiérrez, Mármol, o unos románticos modernos, unos Núñez de Arce, unos Bécquer, unos Hartzenbusch. Y algún que otrito ejemplito por aquí y por allí ('El Gral Paz, excelente táctico, cayó prisionero...', en las subordinadas adjetivas, por ejemplo)...

Vamos, don Selva, dígame la verdad: ¿no se le hace un cachitín ideológico? Mire que de aquellos polvos de los textos de Sintaxis escritos en la Dolores aquella, también vinieron los lodos que después nos vinieron... y que todavía -¡sí, mi viejo: t-o-d-a-v-í-a!- nos manchan los zapatos y van dejando mugre por ahí...

Pero, para que me entienda bien, le voy a decir una cosa más: ¿sabe que ni siquiera me publicó una sola línea de Leopoldo Lugones -¡en 1929!- ni como para remedio...?

Y no se me ofenda: mire que no le tengo mala voluntad. Porque no sabe el uso que le voy a dar a su Sintaxis y lo oportuna que me es.

Otra más: a usted se ve que le gusta Ramón de Campoamor porque lo mete aquí y allá, a cuento de esto y aquello. Y ya ve que no le digo nada, tanto que, y para que vea, voy a citar dos cositas ahora de Campoamor que usted trae.

Pero, déle, aflójese la pajarita, desabróchese las polainas, sáquese el saco, cuélguelo en la silla y tomémonos un vinito (pídase una grappa, una cañita, lo que quiera).

Hagamos eso, vámonos ahí frente a la estación del tren, en ese bodegón -el más viejo de Dolores- adonde se juega esas partiditas de mus a la tardecita (los martes y los jueves), y hablemos francamente...

Todo está en el corazón

La reina que enloquecía
por don Felipe el Hermoso,
la tumba al ver de su esposo,
"¡Todo está allí!" se decía.
Sus restos exhumó un día,
mas nada allí vió; y así,
en vez del "todo está allí",
desde tan triste ocasión,
señalando el corazón
decía: "¡Todo está aquí!"


La Carambola

Pasaba por un pueblo un maragato,
llevando sobre un mulo atado un gato,
al que un chico, mostrando disimulo,
asió la cola por detrás del mulo.

Herido el gato, al parecer sensible,
pególe al macho un arañazo horrible;
y herido entonces el sensible macho,
pegó una coz y derribó al muchacho.

Es el mundo, a mi ver, una cadena,
do rodando la bola
el mal que hacemos en cabeza ajena
refluye en nuestro mal por carambola.

domingo, 12 de junio de 2005

Hombre al agua II















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La isla del tesoro

A Robert Louis Stevenson, con justicia y en su lengua, le decían "Tusitala" las gentes de Samoa, en los lejanos mares del Sur de fines de siglo XIX. Allí fue a dar su vida ávida de mar y buscando salitre y algo de alivio para su salud endeble. Dejó allí sus huesos escoceses cuando todavía tenía nada más que 43 años, una edad que a mí, hoy por hoy, me da un poco de frío.

Tusitala quiere decir "el que cuenta cuentos". Y el primero de sus grandes cuentos, nacido en el azar (quizás no existe semejante cosa), fue "La Isla del Tesoro".

Para envidia de muchos escritores, Stevenson comenzó dibujando un mapa con el objeto de divertir a un niño de trece años. Pobló el mapa a tal punto, e intervinieron tantos en ello, que faltaba la historia.

Y casi para justificar el apasionante trazado de mares, islas y señales, escribió la historia del oro de Flint, el capitán. Y puso a girar los remolinos de acción en que se ve envuelto el narrador, Jim Hawkins, un jovencito de historia desdichada que va de menos a más.

Antes de que pasen unas pocas páginas ya estamos atrapados por Tusitala. El contador de cuentos que tiene el don divino de llevarnos donde quiere y hacer que lo sigamos con tal de que termine su relato. Dicen que los primeros quince capítulos los escribió en quince días. Y que siguió escribiendo uno por día hasta completar los 34 que tienen las breves seis partes de la historia.

Cualquier cosa se le puede echar en cara al autor. Incluso que en su vida novelística, victoriana e imperial, haga que sus personajes viajen por todo el mundo de un modo demasiado cómodo para quienes tienen un solo país. Como si el mundo entero fuera su propio país.

Pero no podrá decírsele nada respecto de su sentido de la aventura. Y quien dice aventura en la novela dice riesgos sin límites que terminan siempre con beneficio para el que se arriesga. Por lo menos, así fue siempre en las novelas de aventuras.

El Pata de Palo, carácter obligado en una de piratas, es en este caso Silver "el largo", lo más parecido a lo que el Viejo Vizcacha de nuestro poema gaucho emblemático es para el hijo de Martín Fierro. Mañero, tramposo, ladino, traidor. Pero, a diferencia de su casi contemporáneo Vizcacha, el pirata Silver tiene un propósito en la vida. Silver "el largo" no es postmoderno. Pertenece a la categoría de malo a la vez que de gracioso. Su codicia lo arrastra casi hasta el final, aunque se enmascare o aparezca sinceramente bajo una luz distinta. Stevenson logra hacernos ver la cara grisácea de los peores hombres en la que lo bueno es dudoso. Y lo malo también.

Este Silver y otros de su calaña nos dicen que los personajes menos favorecidos tienen alguna redención, ganen o pierdan. Lo que no podemos pedirle es que nos asegure que habrá de ser siempre bueno o malo, lo que nos obliga a estar despiertos.

Y en eso consiste un aspecto decisivo de aquellas viejas y buenas novelas de piratas y aventuras. El interés que pone el lector lo justifican plenamente los personajes, que se le habrán de escurrir literalmente hasta la última página.

Todo está, sin embargo, fundado sobre un entendimiento previo entre el lector y el autor. Y es que la historia tiene algún sentido. Todo se encadena de un modo tal que la complicidad del lector con la acción no es forzada. Y los encadenamientos por impredecibles que fueren están sólidamente asentados en motivos mucho más que verosímiles.

Es muy razonable que el sentido de toda la aventura sea, por diversión o por codicia, ir detrás del oro del pirata Flint, enterrado en alguna misteriosa isla perdida.

Porque el moverse por algún motivo, aunque moverse signifique nada más que cruzar los inmensos mares y arriesgar mil veces la vida, tiene al final un premio en oro. El cine de nuestros días viene quejándose de la falta de temas y de la necesidad de recurrir a viejas sagas para que sus efectos especiales no sean nada más que la parafernalia electrónica de un cuerpo tullido, alicaído y sin alma.

Leer otra vez La Isla del Tesoro nos deja la sensación clara de que el oro es el sentido de la acción. Y no tanto al revés. No importa tanto que el oro esté al final de las peripecias. Lo que importa es que las peripecias se acometan porque hay oro. El tesoro es que los personajes tengan un tesoro que buscar. Y que se arriesguen a buscarlo.

Lo demás puede ser todo lo vertiginoso que se quiera. La acción puede desarrollarse con una nueva aventura detrás de cada puerta. El sentido de cada vértigo está asegurado. Es perfectamente sensato que una nueva aventura se descubra al abrir una puerta. Para eso están las puertas, para pasar de un lado a otro. El problema es pasar de un lado a ningún lado y que en el medio haya miles de puertas.

La Isla del Tesoro tiene su premio. Mucho más que el tesoro rescata las acciones con sentido. Después del rescate, como siempre pasa, viene el sosiego. Y una cierta felicidad que aparece con el sosiego. Como el feliz sosiego que trae la picante dulzura del ron, bebido en una taberna marinera, de vuelta en Bristol.

sábado, 11 de junio de 2005

Trucho *


Aquí vamos, otra vez.

No está lejano el día en que no algunas sino casi todas las cosas estén al revés.

Ese día será espantoso. Pero, para el que tenga estómago, será un día inolvidable.

Por ejemplo.

Si un artefacto perverso y pervertidor no cumple la función para la que se lo ha ideado -una función perversa-, resulta un fraude. Y en cierto sentido lo es, claro.

Pero que se reclame airadamente porque el artefacto perverso no logra pervertir debidamente, ya es un paso más en una dirección flamígera.

Y que se aconseje paternalmente lo que hay que hacer, con valentía y convicción, para no dejarse robar la ilusión de poder pervertirse debidamente, ya es una inversión que obliga a una violencia espiritual mayor.


No importa decir nada aquí sobre la posibilidad -al menos la posibilidad- de que tanto afán por la pureza pervertidora, tanta hipocrático rasgamiento de vestiduras oficiales, esconda una avidez comercial. Y no porque no importe, sino porque en realidad sólo agrega más leña al fuego, si se me permite la metáfora diabólica.

* Trucho, cha.
1. adj. coloq. Arg. y Ur. Falso, fraudulento. Este billete es trucho. (
RAE)

La orientación sexual de la mosca de la fruta (coda)

De aquella cuestión de la mosca y el gen fru, poco hay para decir. Salvo que no hay modo de explicarle a los científicos lo imposible -e inútil- de su empeño.

Lo menos que se le puede pedir a un observador es que sepa qué es lo que dice estar observando.

Es muy sencillo, me parece. Si me niego a considerar a las plantas como parte del 'reino vegetal' , puede pasarme que las confunda con un animal, tan vivo como ellas. O con un igualmente viviente hombre. O viceversa en todos los casos.

Si algo pertenece al género de los vivientes, y quiero investigarlo, lo menos que podría hacer es investigar si hay diversos modos específicos de vida. Y después investigar las diferencias específicas. O al menos la causa de los fenómenos según esa diferencia, además de la descripción de tales fenómenos.

No me opongo a que me consideren tan viviente como la mosca de la fruta o el coballo. Pero, por lo pronto, protesto y estoy dispuesto a hacer un escándalo si me consideran el mismo tipo de viviente.

No tengo objeción a que los rododendros se sienten un día a cursar como alumnos en una de mis clases: estoy dispuesto a tomarles asistencia. Y menos objetaría que se presentaran al examen final. Y me alegraría sobremanera que aprobaran y se fueran felices de su progreso individual.

Pero ese mismo día sabré que el señor o la señorita Rododendro, viven con el mismo tipo de vida que vive el señor Juan Pérez o John Doe.

Ahora bien.

Además de esto, creo que tampoco hay modo de explicarle a un señor de bata blanca -y no me refiero a un alienado, sino a un laboratoryman- que las manifestaciones materiales y corpóreas que ve provienen de una 'forma', y que esa 'forma' es la que organiza la materia y las funciones de la materia que con tanta avidez está mirando.

No solamente el hombre común es incapaz de ver el aspecto, el contorno de algo material, y diferenciarlo de la 'forma' de un ente material.

No lo discierne el filósofo habitualmente, la mayoría casi absoluta de los humanistas, ni el científico, a fortiori.

Así, por ejemplo en el caso de los que buscan respuestas a partir de la materia, no tienen para la sexualidad más explicación que lo que le muestre la materia. Y aun esto, suponiendo que su modo de mirar la materia, su modo de operar sobre ella para obtener respuestas a preguntas supuestamente bien formuladas, sea un modo honesto. Honesto en un sentido muy extravagante para nuestros días, que significaría no buscar lo que estoy obligado a esperar según mi ideología o mi fe científica, sino buscar y ver exactamente lo que veo y encuentro, y no ver lo que no veo y no ver lo que no encuentro.

Conocer, saber, es algo que el hombre no puede resignar, precisamente porque es 'ese' tipo de viviente.

Y como, después de todo, cualquier conocimiento es un homenaje al ente, un homenaje a lo que es, un reconocimiento, creo que no me importa tanto que los científicos o cualquiera, al fin de cuentas, se lancen a una disciplina intelectual como quien se entrega a una fe religiosa.

Pero, en tal caso, no hay que exigirle menos que lo que se le exige a un creyente: buena fe, buena voluntad, abandono, docilidad del corazón, deseo de ser poseído por el ser en el que dice creer.

Ojalá la ciencia fuera en ese sentido una religión y una fe. No estaría tan lejos de ser parte de otra religión y de otra fe.

El problema, en todo caso, es que no lo es precisamente en ese sentido.

Cesti

El barroco musical tiene sus cosas. Y no siempre nos llevamos bien, sólo algunas veces y de tanto en tanto.

Pero la mañana de hoy, al fin aguerridamente otoñal, me sorprendió temprano con unas arias del padre Cesti.

Cuarenta y seis años (1623-1669) de una vida bastante peculiar la de este franciscano virtuoso de las composiciones vocales, que recorrió toda Europa (toda la Europa que cuenta en el XVII), de norte a sur y de este a oeste. Desobediente o adorado en Venecia o Austria, medio alocado, andariego, creativo.

Estas dos, entre otras que oí, son letras anónimas sobre las que él compuso dos lieder.
Intorno all'idol mio

Intorno all'idol mio spirate pur, spirate,
Aure, Aure soavi e grate,
E nelle guancie elette
Baciatelo per me,
Cortesi, cortesi aurette!

Al mio ben, che riposa su l'ali della quiete,
Grati, grati sogni assistete
E il mio racchiuso ardore svelate gli per me,
O larve, o larve d'amore!


Tu mancavi a tormentarmi

Tu mancavi a tormentarmi,
Crudelissima speranza,
E con dolce rimembranza
Vuoi di nuovo avvelenarmi.

Ancor dura
La sventura
D'una fiamma incenerita,
La ferita
Ancora aperta
Par m'avverta
nuove pene.

Dal rumor delle catene
Mai non vedo allontanarmi.

Hombre al agua I

En medio de una conversación tan varida como intensa, alguien sacó del fondo del arcón de mi alma, el título de una colección de pequeños ensayos que alguna vez comencé.

Cómo me sorprende siempre la persona que nos lleva un legajo y tiene de nuestros minutos y horas, una cuenta que nos -me- sería imposible llevar (salvo que tuviera uno una vanidad blindada.) Cuando alguien dice: "tenías unos pantalones grises y una corbata a rayas...; ...una vez me dijiste...; ...escribiste tal cosa...", inevitablemente me suena a homenaje, e inevitablemente me avergüenza.

Aquella columna estaba destinada a un diario, creo recordar. Se llamaría Hombre al agua y el propósito era rescatar. Lo que fuera menester: algo del olvido, una idea, un texto, el sentido de algo o de alguien.

Ironías sabrosas tiene la vida. Aquel intento literario de rescates, de hace casi siete años, fue rescatado ahora por una de esas personas que vienen con libreta de apuntes incluída (y creo que, de las que conozco, ésta es la que más....)

Busqué los ensayitos y, después de revolver bastante, encontré unos tres de asunto literario.

Y como el memorioso merece el homenaje de la memoria, aquí le van.
ver


La Odisea

Ver a un hombre llegar a su casa después del trabajo es una escena conmovedora. Siempre. Aun en la desgracia de un mal día en el que triunfaron las dificultades, nuestro sujeto tiene en su cara un reflejo de consumación, de día que llega al fin por fin, con la sensación de algún deber cumplido.

Ni qué decir si su trabajo es la guerra. O reinar. Y ha estado fuera de casa durante años, en un ajetreo casi eterno de combates y discursos o reuniones de gabinete de guerra en medio de los combates. Lejos de su hogar, casi como un desterrado.

Como a algunos los espera su mujer con la comida lista, o vestida para salir, al ingenioso Odiseo -o Ulises, para nosotros- protagonista de la que pasa por ser la primera novela de la historia de Occidente, Penélope lo espera ahuyentando aves negras, ambiciosas de riquezas y poder y de un lugar a su bello lado.

A veces causa no poco fastidio llegar a casa y que los chicos reclamen atención, firma de libretas, pedidos de plata para salir, o siquiera un mimo. Telémaco, el hijo de Ulises, reclama bastante más que eso: reclama un padre. Ha pasado mucho tiempo de su niñez, de su adolescencia y casi juventud, mirando por la ventana extensa del horizonte de su isla de Ítaca, su reino huérfano de príncipe heredero.

El célebre Homero nos ha dejado en la Odisea un fresco relato, un ánfora exquisitamente pintada de un lado con las aventuras de su héroe, del hombre que vuelve a casa, en un regreso más peligroso y casi tan largo como la guerra misma; y muy contento en el fondo con haber terminado con la guerra de Troya, y con Troya, de paso.

Un hombre a quien no se le esconden todas las tentaciones del hombre fuera de casa, viviendo en un mundo de hombres, con conversaciones de hombres, bromas de hombres y problemas de hombres. De hombres fuera de su casa.

Del otro lado del ánfora, no menos exquisitamente dibujada, está la historia del joven Telémaco.

Para un griego de entonces, los mitos que rondan las aventuras de Ulises ponían de relieve no solamente la controvertida virtud de la astucia, llevada a límites que bordean la manipulación y hasta la traición. Discutible si se quiere, no deja de ser un personaje notable del que, por lo menos los hombres que pasan muchas horas fuera de su casa, pueden aprender bastante.

Pero, para los mismos griegos de antaño, no era menos importante el papel de la mujer de Odiseo. Y especialmente, como a contraluz, la figura de Telémaco. En este niño madurado de apuro a la sombra de la falta de padre, ellos podían dibujar la figura de todo adolescente que, tras la vertiginosa oscuridad de los años más locos y turbulentos del hombre -su adolescencia prolongada en juventud-, se decide a buscar a quien le dio la existencia y a quien, en definitiva, le dará sentido a su existencia: su padre.

Esta búsqueda de lo que llaman la "imago patris" (la figura paterna), es casi tan decisiva en la obra como el modelo de fidelidad y de virtud inarrugable que es Penélope.

Como un profundo y avezado psicólogo, Homero viste al reaparecido Ulises con los andrajos de un porquerizo, de un cuidador de cerdos malolientes. Y tras esa figura espantosa, y pese a ella, su hijo habrá de reconocer al padre que regresa después de veinte años, no sólo a la isla escarpada y árida, sino al territorio más árido todavía que es el de la propia juventud solitaria de Telémaco.

Así como puede ser terrible la llegada de un hombre a su casa después de un día de trabajo y de interminables viajes desventurados, no es menos importante y angustioso el reencuentro de un hijo con la figura de su padre. Ambas cosas están llenas de felicidad, al fin y al cabo.

Homero sabía estas cosas mucho antes que otros, de otros como nosotros por ejemplo. Y de él las aprendieron los griegos y de ellos Occidente. Y en Occidente estamos nosotros que hemos aprendido a desfigurar estas cosas y a olvidarlas, hasta que nos parecen malolientes, como Odiseo vestido de porquerizo. Retomar el mito original, y entender lo que nos dice, es tan beneficioso como rescatar a un hombre del agua. Sobre todo si ese hombre somos nosotros.