viernes, 23 de junio de 2023

Apunte sobre el estado de la nación (IV): "libertad, libertad, libertad..."




En 1960, en una conferencia famosa, el P. Leonardo Castellani sostenía que el liberalismo se estaba desintegrando en la Argentina y que la cuestión se resolvería, a partir de allí, en una disputa entre comunismo y "rosismo".

De esa conferencia salió un opúsculo (Esencia del liberalismo), que después, en 1975, con otros escritos sobre el mismo asunto, se publicó en uno de los tomos de Dictio. Un comentario muy elogioso a Mito y Política, de Nimio de Anquín, forma parte de ese conjunto y es tan valioso como la conferencia.

Pese a que Castellani no acertó en ese entonces, respecto del futuro y las raíces que tenía echadas en el país el liberalismo, en los siguientes 20 años reformuló su dictamen y lo corrigió. Porque, bien mirado, lo más permanente en la política y en la economía argentina (casi como en la cultura, la educación y el subproducto de los medios... y hasta en la religión misma) es el liberalismo, lato et stricto sensu.

Y creo que lo es desde el amanecer mismo de la patria, al menos en las disputas por definir y ejecutar lo que la Argentina debe ser.

Por diversas razones –y más hoy día– habrá quienes crean que el peronismo –en su proteica manifestación multiforme y casi anómica– es lo peor que nos ha pasado a los argentinos. Pero no lo es. Porque lo peor más permanente es el liberalismo y en todas las áreas de la vida social. 

Eso no lo hace bueno al peronismo. Como no hace buena a la izquierda que repica sin cansarse a ver si medra en algo, mientras –asociada con el mismísimo liberalismo y hasta con el peronismo– va amasando la cultura del país desde hace años, aunque no tenga el traste apoltronado en el sillón de la Casa Rosada. Digo, solamente, que nada de eso es lo peor. Y digo que lo peor es el liberalismo, desde las formas agudas y acérrimas hasta las formas mitigadas y "razonables". Y eso, básicamente, por los supuestos y las consecuencias de esos supuestos. Tanto, que hasta el peronismo tiene ese mismo barro en los zapatos, que se le ha ido pegando andando el tiempo. Y hasta en los zapatos de los que aparecen como los más energúmenos entre los hijos del General.

Punto para el liberalismo subyacente y que flota ya en el ADN de la vida política argentina.

Pero no me crean a mí. Lean –o no dejen de releer– esas páginas de Castellani y verán por qué.

Así como hay quienes se recuestan en el peronismo acrítica y dialécticamente, muchas veces por las hebras de "rosismo" –tergiversado o poco consecuente– con las que está tramado, así hay quienes se recuestan en el liberalismo por lo que creen que tiene de antiperonista, anticomunista, "razonable" o civilizado. Y lo más curioso es que a veces los mismos que hacen una cosa hacen la otra, alternativamente (y hasta al mismo tiempo, si la ocasión cuadra...).

No pocos nacionalistas tienen ese problema. Porque es un problema. Y seguirá siéndolo, hasta donde un servidor alcanza a ver. Y la ceguera ante ese problema no es responsabilidad de cualquiera de los peronismos ni de cualquiera de los liberalismos.




martes, 13 de junio de 2023

Apunte sobre el estado de la nación (III): "¿A quién voto?"




En el libro de la Retórica, Aristóteles señala los tiempos que corresponden a cada una de las tres especies de discursos.

Al discurso destinado a la política, le asigna el tiempo futuro, porque está destinado a deliberar ahora lo que habrá de hacerse o no hacerse después.

(El forense tiene como tiempo el pasado y sobre él versa; así como el que llama epidíctico, se ocupa del presente, en sentido más bien atemporal. Es el que se usa en los casamientos, la inauguración de una obra y asuntos así.)

Dice, además (y esto es muy importante), que los discursos se clasifican según el papel que el orador o emisor le asigna a su auditorio, que puede ser juez o espectador. Y es el orador el que pone en esos papeles a su auditorio.

Si es juez y juzga sobre lo futuro, el discurso es político (lo llama bulético, es decir el que se pronuncia en la bulé o asamblea, como si dijéramos el parlamento antiguo). Pero el pueblo todo es esa asamblea cuando se trata de elegir hacer o no hacer algo ahora, un algo que incidirá en el futuro.

Si es juez y juzga sobre lo pasado, el discurso es el propio del Foro, por eso es forense; esto es, el discurso que se oye en los tribunales. Es lo que hacen los abogados en los juicios y expedientes, pues deliberan y juzgan sobre si algo ocurrió o no ocurrió.

Hasta aquí, nada que no se pueda entender a simple vista. Lo que si vale la pena subrayar es la antigüedad de esta perspicacia: cómo se persuade en cada caso, según el papel del auditorio y el tiempo al que se refiere cada tipo de discurso.

Por eso.

Cada uno de los que piensan darle a alguien el poder para que decida en el futuro en qué Argentina va a vivir, debería pensar, en el presente, qué Argentina será la que su elegido o preferido le ofrece. Y pensar si quiere vivir en esa Argentina que habrá de ser, tanto para él como para los suyos y todos los demás.

Y eso, más allá de su pasión, de su espíritu de facción, de su desesperación, de su deseo de revancha o de venganza, de su desengaño. O de su propia estolidez y zoncera, que no lo deje ver más allá de un resultado de un día de elecciones. Resultado que tal vez festeje ese día, resultado que tiempo después pueda ser que deba llorar.

El tiempo del discurso político es el tiempo futuro, repito con Aristóteles.

Haga un esfuercito, mi estimado, y piense muy detenida y lo más aguda y completamente posible, si querrá vivir (usted y los suyos y todos los demás) en la Argentina que le está cocinando su candidato o su preferencia. Piense –debe pensar– si de veras quiere eso para usted, los suyos y para todos sus hermanos argentinos. Y no se conforme con esa parte del discurso que le promete caminos porque sabe que así juntará los votos de los que aman los caminos. Y no se conforme con esa otra parte del discurso que le promete camisas de seda porque así junta los votos de los más coquetos. No se conforme con el que le promete lo que usted quiere oír, en definitiva, y piense en lo que puede o quiere hacer o realmente hará. Y si eso está bien y es lo que usted de veras quiere para la Argentina.

Hay suficiente información a mano, suficiente quiere decir incluso demasiada. No hay nadie desconocido, aunque casi todos sean de un modo u otro mentirosos, o sean un producto de marketing político para captar clientes. Hay suficiente legajo político a la vista como para aducir que usted no sabía, que ha sido engañado o confundido. Hay suficiente fracaso, suficiente traición, suficiente oportunismo, suficiente delirio, suficiente repetición de figuras, suficiente tramoya y suficiente voracidad de poder a la luz del día, como para decir que lo que va a pasar sea una sorpresa. Y nada digo de las conspiraciones, locales, globales, y demás asuntos que por increíbles, tantas veces parecen inexistentes. 

Entonces.

A los que juegan con el juego de alquimia de la política en su casa, a los que creen que sus decisiones tienen influencia en la vida de la Argentina, eligiendo a éste o a aquel, vuelvo a sugerirles este ejercicio de futurología posible. Siempre que tengan buena fe, se entiende.

Porque cuando ocurra lo que le están prometiendo o escatimando, no podrá decir que no sabía.

Porque el discurso político habla, principalmente, de futuro. Y usted, mi amigo, es el destinatario innominado de ese discurso. Y de ese futuro que está eligiendo. Es un asunto que debería importarle, ya que se toma el esfuerzo de jugar al ajedrez con los trebejos de candidaturas y consignas, en el tablero fatigado de una Patria sufrida.

Y una cosa es que lo engañen y otra cosa es que se deje engañar. 

Y que se deje engañar para calmar su ahogo, su furia o su desilusión de ahora, o para tener algo en qué creer, o para alimentar una expectativa de pies de barro fundada en un discurso plantado sobre arena, o porque no hay nada mejor, o porque hay cosas peores, o porque es el endeble mal menor, o porque así no ganan "ellos", o porque por ahí funciona, o porque no hay "otro potable"...

Todas esas cosas las sabe bien el orador. Y a todas esas cosas apela con su discurso, en futuro, para inclinar su juicio y su elección presente. Un juicio y una elección suyos que lo pongan al elegido en un futuro dorado (para él) y que puede ser que sea negro (para usted).

De modo que, usted, personalmente usted, debe hacerse responsable de lo que es responsable.



viernes, 9 de junio de 2023

Apunte sobre el estado de la nación (II)




En 1925, cien años atrás, Chesterton escribió una serie de artículos en el periódico que dirigía, G. K.'s Weekly. Al año siguiente, apareció The Outline of Sanity, un libro que recopilaba esos artículos referidos a política, cultura social y economía. Algo así como El boceto o perfil de la cordura.

Ahora bien.

Con disciplina monacal, vengo oyendo a todos y cada uno de los que creen que tienen algo para decir, y sobre todo que conseguir, ahora que se va a servir la mesa del poder con las elecciones. De Grabois a Milei, de Patricia a Moreno, de Cristina a Carrió, de Horacio a Del Caño, de Wado a María Eugenia, de Massa a Scioli, y otros tantos, con más casi todos sus acompañantes, socios, cómplices o secuaces.

Un batifondo de voces. Oquedades, delirios, rapiñas y decenas de miles de linduras como ésas. 

Yo digo: un hombre corriente tiene apenas dos manos. Pero parece que el hombre en política tiene más: hay varias manos izquierdas y varias manos derechas y hasta hay algunas que brotan del centro de su tronco hacia la derecha o la izquierda. Es decir: el hombre se las ha ingeniado para transformar al zoón politikón que es en un monstruo deforme.

Entonces, volví 100 años en el tiempo y algo me consolé: poco o nada nuevo bajo el sol. Por un momento pensé que todo ese fango hediondo era un invento argentino. 

De Milei a Grabois, de Del Caño a Macri, con todo lo que hay en el medio, ya existían. Todos ellos. con las mismas oquedades, delirios, rapiñas y decenas de miles de linduras como ésas.

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La falta de hogar de Jones.

El inglés moderno, sin embargo, es como un hombre que debe mantenerse siempre fuera, por una razón u otra, de la casa en que pretendía empezar su vida de casado. Este hombre (llamémoslo Jones) siempre ha deseado esas cosas divinamente corrientes: se ha casado por amor, ha escogido o construido una pequeña casa que se le ajusta como un guante; está preparado para ser un gran abuelo y un dios local. Y justo cuando se está trasladando, algo se tuerce.

Alguna tiranía, personal o política, le priva de pronto de su casa, y tiene que hacer sus comidas en el jardín delantero. Un filósofo que pasa por allí (que es, menuda coincidencia, el hombre que lo expulsó) se detiene, se inclina con elegancia sobre la verja y le explica que ahora está viviendo, gracias al regalo de la naturaleza, una vida sencilla que será la vida en el sublime futuro. A él, la vida en el jardín delantero le parece más sencilla que regalada, y tiene que trasladarse a un estrecho alojamiento durante la primavera siguiente. El filósofo (que lo expulsó), que resulta que pasa por ese alojamiento con la probable intención de subir el alquiler, se detiene para explicarle que ahora está viviendo la vida real del esfuerzo mercantil; en el sublime futuro, la riqueza de las naciones solo podrá proceder de la lucha económica entre él y la casera. Él se ve vencido en la lucha económica y marcha a trabajar a la fábrica. El filósofo que lo expulsó (que precisamente en ese momento inspecciona la fábrica) le asegura que ahora está al fin en la dorada república que es el objetivo final de la humanidad; está en un mercado común igualitario, científico y socialista, propiedad del Estado y dirigido por funcionarios públicos; de hecho, el mercado común del sublime futuro.

De todos modos, hay señales de que el irracional Jones sigue soñando por las noches con su vieja idea de tener una casa normal. ¡Pedía tan poco y le han ofrecido tanto! Le han ofrecido fragmentos de mundos y sistemas; le han ofrecido el Edén y la Utopía y la Nueva Jerusalén, y él solo quería una casa, que se le ha negado.

Semejante apólogo no es en absoluto una exageración de los hechos de la historia inglesa. Los ricos echaron literalmente a los pobres de la vieja casa a la carretera, diciéndoles escuetamente que era el camino hacia el progreso. Les obligaron literalmente a entrar en fábricas y en el moderno sistema de esclavismo asalariado, asegurándoles todo el tiempo que era el único camino hacia la riqueza y la civilización. Igual que habían apartado a los rústicos de la comida y la cerveza del convento diciendo que las calles del cielo estaban pavimentadas con oro, ahora les apartaron de la comida y de la cerveza del pueblo diciéndoles que las calles de Londres estaban pavimentadas con oro.

Igual que entró en el triste pórtico del puritanismo, también entró en el triste pórtico del industrialismo, después de que le dijeran que ambas cosas eran la puerta de entrada al futuro, Desde entonces, ha ido de prisión en prisión, o, más bien, a prisiones cada vez más oscuras, pues el calvinismo abrió una pequeña ventana hacia el cielo. Y ahora se le pide, con el mismo tono educado e imperioso, que entre en otro oscuro pórtico, donde tiene que entregar, a unas manos que no ve, a sus hijos, sus pequeñas posesiones y todas las costumbres de sus padres.

Podemos discutir más tarde si esta última puerta es en verdad algo más invitadora que las viejas puertas del puritanismo o del industrialismo. Pero creo que no hay duda de que si se impone en Inglaterra alguna forma de colectivismo, será impuesta, como se ha impuesto todo lo demás, por una instruida clase política sobre una gente en parte apática y en parte hipnotizada.

La aristocracia estará dispuesta a «administrar» el colectivismo como lo estaba a administrar el puritanismo o el manchesterismo; en ciertos sentidos, ese poder político centralizado es necesariamente atractivo para ellos.


(Fragmento del capítulo XI de The Outline of Sanity.)



lunes, 5 de junio de 2023

Apunte sobre el estado de la nación




Está por un lado el hartazgo (justificado) y por otro, la desesperación (no justificada).

Está el gorilismo de cualquier vereda y a secas, que cree saber lo que detesta pero duda de lo que prefiere, ni sabe qué hacer con ambas cosas. Está el conservadurismo revivido, torpón, medio ciego, cuadrado y bastante zonzo. Está el liberalismo, a secas también (porque me aburren las distinciones alambicadas de los bien pensantes que eligen una flor u otra y se hacen los burros para no decir que son todas de la misma raíz y del mismo árbol...). Están los tribuneros de eso que ahora llaman la derecha: unos cuantos –rancios o nuevos– ávidos de revancha y hambrientos, más de negocios y poder, según el caso, que de gloria o bien. 

Están los saltimbanquis del peronismo, los proteicos. Son graciosos: se pegan una lavada de cara, se dan dos o tres manos de cal, borran unas cuantas líneas de su curriculum, inventan y dibujan otras, citan dos o tres veces por párrafo al General embalsamado. Y con eso vuelven a la cancha. Como si hubieran estado desde la cuna en las mazmorras del kirchnerismo o de los gorilas, tanto da, presos del despotismo austral o de las finanzas ubicuas, y al fin ahora, libres, corajudos y locuaces, ven la luz y quieren iluminar.

Está la izquierda, que tiene más colores que el arco iris. La del cuanto peor, mejor. Y haciendo que sea todo peor, porque así les gusta más y les va un poco mejor.

Están los carroñeros, que gobiernan o se oponen (o ambas asimetrías a la vez). Los que, donde ven una presa herida, van como samaritanos y se la devoran como hienas. Aunque la presa sea tan hedionda como ellos.  

Están los autistas. Los que viven de la política y los negociados. Los que no ven otra cosa que su traste tibio sobre alguna silla del poder, alrededor de alguna mesa inmoral en la que se discute y se discute: tomála vos, dámela a mí...

¿Y el pueblo? El pueblo (harto o desesperado) está entretenido (no divertido: entretenido), viendo cómo lo llevan de la nariz, famélico y prostituido, al paseo habitual: el shopping del mercado persa de los candidatos huecos o reciclados. Y ahí van las buenas gentes, ansiosas (y hartas y desesperadas) por ver si de una buena vez algún Gandalf aparece y les arregla mágicamente la vida, el barrio, la ciudad, la provincia, la patria.

Pero.

Está esa cosa informe como un chisme, imprecisa como la niebla, omnipresente como el aroma de un basural o de las aguas estancadas de la zanja. Un conjuro perverso, palabras como talismanes, nombres como abracadabras. Consignas que se repiten como mantras. Éxtasis de desesperación que quiere sonar esperanzado y firme, convicciones súbitas de disparates abstrusos e insolventes, promesas falsas maquilladas como una anciana coquetona y ridícula, para disimular quién sabe qué hondones nefastos; o vacíos solamente repletos de flatulencias orales, escritas, tan profundas y sabrosas como un slogan de campaña.

Están los que (hartos o desesperados) creen que cualquier cosa es mejor que lo presente. Súbitos fanáticos militantes de cosas que no conocen o en las que no creen, pero a las que proclaman como verdaderas nomás que porque les pareció ver que tenían algunas hebras de plástico de algo que alguna vez les gustó. Pero igual están listos para saltar con una sonrisa satisfecha de la paila a las brasas, porque no hay nada peor que la paila ardiente. En el fondo, sueñan con desahogarse un rato, respirar una media hora, con alivio fingido y la nariz tapada, para volver a desesperarse a la hora siguiente y,  otra vez hartos o desesperados, volver a esperar poder saltar de las brasas a la paila, porque no hay nada peor que las brasas ardientes.

Entonces.

Otra vez: está por un lado el hartazgo (justificado) y por otro, la desesperación (no justificada).

Algún día habrá que decirles que, si se hace siempre lo mismo, siempre habrá el mismo resultado.

Se hartan y se "deshartan", se desesperan y se des-desesperan. Su hartazo y su desesperación, parecen distintos, pero ambos son un vino que se diría viene de la misma uva, de la misma cepa, de la misma viña.