sábado, 28 de agosto de 2004

El "hijo de las lágrimas". Es un título casi tan impresionante como ser uno de los pocos Doctores que tiene la Iglesia.

Lo que tiene que haber sido ese siglo IV, ese siglo V.

Lo que tiene que haber "necesitado" el hombre de aquellos siglos, la Iglesia de aquellos tiempos, el "Plan", la presencia de Agustín. Lo "necesaria" que tiene que haber sido la presencia de Agustín para el "Plan". Y lo necesario que tiene que haber sido la presencia de Agustín para el "Plan" de Agustín.

Y lo que se resistió Agustín a aparecer en escena.

Pensar que podría haber sido un pagano más, tal vez un notable pagano, tal un maniqueo notable, un prisiciliano espectacular, un duro donatista, quién sabe qué.

Lo que debe haber sido entender la historia desde adentro del corazón, del propio corazón. Lo excepcional de ver construir la Ciudad de Dios en sí mismo, mientras la Ciudad del Hombre propia se bate denodadamente, resiste encarnizadamente.

Lo que tiene que haber sido el misterio de la historia en el misterio del propio corazón.

Aquella paganidad enorme, potente todavía en su vejez, aquel "Hortensio" perdido, ese primer umbral pagano en la escala de un hombre saliendo de la paganidad, como quien sale de una casa inmensa a un jardín inmenso, a un bosque fresco.

Ayer recordaba a Santa Mónica, su madre. De ella sabemos tanto por lo que su hijo nos ha contado.

El episodio que menté ayer está en el Libro III de sus "Confesiones". Y hay más sobre ella en el Libro IX. Pero me llamó la atención que una hagiografía no esquivara ese rasgo de aquella mujer, entre otras posibles muestras de piedad, que suelen estar más a tono con las habituales vidas de santos. Y celebro que no lo omitiera. Mónica de Tagaste era tan hija de aquel siglo IV de la paganidad romana, como su hijo. Y en aquella frase de Mónica está también, a mi juicio, la llamada del cristianismo a la paganidad, en metáfora y figura: "No que yo estaría contigo, sino que tú estarías conmigo".

Agustín no era solamente, como él mismo se llama, "el hijo de las lágrimas". No era solamente la simiente de la cristiandad que nacía, regada por las lágrimas cristianas de su madre.

Era el emblema del paganismo que lloraba su fin, el fin de su tiempo, su límite. El fin de un tiempo que, por grande que fuera -tal vez por ser de ese modo grande-, era insuficiente, y ya no tenía más que sus pobres y lujosos palacios que ofrecerle al hombre. Porque el hombre andaba en busca de un establo.