domingo, 29 de septiembre de 2019

La casa cerrada (IV)


Los espacios abiertos y cerrados en estos pasajes que estamos tratando, no tienen una sola significación, a como lo veo.

Por cierto que los hechos han de ocurrir siempre en algún lugar y ese lugar a veces será un espacio cerrado, otras un espacio abierto. Y con ello, por obvio, no decimos nada significativo. El recuento no tiene por sí mayor significación. Por eso mismo, no es intención de estas líneas hacer un comentario del pormenor. Sólo recorrer algunos muy significativos. Pero para tener una visión de conjunto, lo que puede mostrar una coreografía curiosa en algunos casos, tal vez sea útil antes listar todos los episodios y sus espacios correspondientes.

De modo que, guiándonos por los Evangelios (y en orden tentativamente sucesivo, según algunas concordias), tales espacios serían:

Domingo de Ramos al Miércoles santo

Por las calles de Jerusalén, la entrada triunfal de Jesús a la ciudad. (abierto, a)
Entrada en el Templo de donde expulsa a los mercaderes, cambistas y usureros. (cerrado, c)


Una breve nota no exhaustiva sobre el Templo.

Se dice que Jesús, como otros maestros, enseñaba en el Templo. Y con esto se dice que lo hacía -como otros- en varios lugares de aquel enorme espacio amurallado, cuyo edificio más importante era el Templo o Santuario, propiamente dicho, donde se encontraban el Santo, allí estaba la Menorá o Candelabro de 7 brazos y el Santo de los Santos, lugar destinado principalmente al Arca de la Alianza que, en tiempos de Jesús, ya no estaba. Frente al Santuario estaba el altar de los sacrificios. En las Escrituras se menciona el Pórtico de Salomón como uno de los lugares habituales de sus enseñanzas, aunque varias veces se lo describe también recorriendo aquel espacio mayor con sus discípulos. La majestad de aquella construcción hizo decir con admiración a los apóstoles en una ocasión: Señor, mira estos edificios y estas piedras... (Mc. 13,1) Jesús profetizó entonces que no quedaría de todo eso piedra sobre piedra, lo que aunque allí parecía imposible ocurrió unos 40 años después, a manos de los romanos. Semejante complejo de patios, pórticos con columnatas enormes y edificios, con la explanada del Templo incluída (de unos 500 por 300 metros), era un lugar sumamente concurrido, lleno de gentes judías que no solamente se reunían allí por razones religiosas, sino también nacionales porque el Templo, desde antiguo, también significaba para ellos la representación del pueblo de Israel. Aunque estaba rodeado por enormes murallas que había construído Herodes el grande (como el resto de las edificaciones de esta nueva versión del Templo), y con varias puertas que permitían ingresar allí. No era necesariamente un espacio cerrado, pero en atención a que todo ese espacio corresponde al Templo, y al espacio sagrado por antonomasia que contiene, debe considerarse como tal. Es verdad que a lo substancialmente religioso no entraban otros que no fueran judíos y había pena de muerte si lo hacían los gentiles. Precisamente, un caso especial es el del Patio o Atrio de los gentiles, que aunque está dentro de ese conjunto y murallas adentro, no se consideraba espacio sagrado. Allí tenían acceso los impuros (ciegos, paralíticos, etc.), así como gentiles paganos y no circuncidados. Allí también se agolpaban los mercaderes, cambistas y usureros que Jesús expulsa. Quizás haya que recordar que Herodes no era judío sino idumeo y que gobernó bajo el amparo de Roma, razón por la cual construyó aquellos edificios también con la intención de congraciarse con el Imperio que lo sostuvo y que por eso mismo toleró su fastuosa construcción. Así se muestra en rasgos de aquellos construcciones que incorporaban elementos paganos, como el mismo Atrio de los Gentiles. La torre o fortaleza Antonia, que flanqueaba el espacio del Templo por el lado norte, era el asiento de tropas romanas y del propio Procurador. También allí se custodiaban las vestimentas sacerdotales judías. Se dice además que allí estaba el Pretorio. Fue lo primero que destruyeron los romanos en el marco de las guerras judías, una rebelión en torno al año 70 de nuestra era, antes de no dejar piedra sobre piedra de aquella fastuosidad. Este Templo de Herodes fue la reforma y ampliación del segundo Templo (el de Zorobabel), que a su vez fue el que reemplazo al de Salomón que había sido saqueado por los egipcios y destruido por los persas de Nabucodonosor. De modo que los judíos cuentan dos Templos y esperan la reconstrucción del tercer Templo, lo que tiene significación esjatológica.

En este lugar, y en medio de la multitud que allí concurría, también los discípulos y los niños siguen aclamando a Jesús como Hijo de David, lo que enfurece a los fariseos que se lo reclaman. (c)
Sale de Jerusalén y se dirige a Betania, donde pasa la noche. (c)
A la mañana siguiente sale de Betania y volviendo a Jerusalén maldice a la higuera, pues tenía hambre, dice la Escritura, y el árbol sólo tenía hojas y no frutos todavía, porque no era tiempo de higos. (a)
Vuelve a salir de la ciudad al atardecer. (a)
Vuelve a Jerusalén y enseña a la multitud en el Templo. (c)
Sigue una extensa discusión con escribas, fariseos, saduceos y herodianos, con feroces diatribas contra los escribas y fariseos, siempre en el ámbito del Templo. (c) 
Sale del Templo y se dirige al Monte de los Olivos y habla en privado con sus discípulos a quienes les dirige el sermón parusíaco. (a)
Dice san Lucas, a continuación, que por el día enseñaba en el Templo y por la noche iba a orar y a descansar con sus discípulos al Monte los Olivos. (a y c)
Reunión en el palacio del sumo sacerdote, Caifás, donde deciden matarlo. (c) Allí irá Judas a proponer entregarlo a cambio de lo que le den. (c)

Jueves santo

Los discípulos le preguntan a Jesús dónde quiere que preparen la Pascua. Él les indica con precisión cómo encontrarán al hombre que los llevará a una casa en cuyo piso superior hay una sala grande. (a y c)
Jesús se reúne con sus discípulos allí para comer su última Pasua con ellos. (c) Salvo san Juan, los tres sinópticos enfocan preferentemente el momento de la Eucarístia. En el caso del discípulo amado, los discursos de Jesús durante la Cena son lo más extenso de su relato y aún después ya que, en un momento, Jesús les dice: Levantáos. Vamonos de aquí (Jn 14, 31) y a partir de allí los discursos siguen, y parece entenderse que también les habla de camino al Monte los Olivos, dice san Lucas, a una propiedad llamada Getsemaní, dicen Marcos y Mateo, al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, dice san Juan. (a)

Viernes santo

La oración de Jesús en el huerto. (a)
Judas va allí con los soldados romanos y guardias del Templo para entregarlo y que lo apresen. (a.)
Jesús en la casa de Anás, suegro de Caifás, sumo sacerdote. Este lo interroga y Juan y Pedro entran al atrio de Caifás. (c)
Anás lo manda a Caifás, dice Juan. (c)
Escribas y sacerdotes interrogan a Jesús. Estos y el Sanedrín buscan condenarlo. (c)
Pedro estaba afuera junto a la puerta. Juan lo hace entrar al patio y junto al fuego. Pedro es reconocido y niega a Jesús escabulléndose hacia el portal, dice Marcos. (a) Jesús, aún estando adentro y en un piso alto (Mc, 14, 66), según san Lucas está a la vista de Pedro, porque después de la tercera negación lo miró y Pedro recordando lo que le había dicho sale afuera llorando amargamente. (a)
Jesús es escupido y humillado. Están en la casa de Caifás, según san Juan. Lo interrogan y lo condenan cuando lo oyen decir que es el Hijo de Dios. (c)
Es llevado ante Pilato, al Pretorio. Pilato sale afuera a interrogar a Jesús, según las acusaciones de los judíos. Era de madrugada. Ellos no entraron en el Pretorio para no contaminarse y poder así comer la Pascua, dice san Juan. (a)
Pilato entra al Pretorio y manda a llamar a Jesús. Jesús afirma ante él su realieza. (c)
Pilato lo envía a Herodes, que está en Jerusalén, al enterarse de que Jesús es galileo. Herodes lo intrroga, pero ante el silencio de Jesús, lo humilla y lo devuelve a Pilato. (c)
Pilato convoca a los judíos y dictamina, con Jesús al lado, que ni él ni Herodes encuentran culpa en Jesús, y que lo liberará haciéndolo azotar primero. Les ofrece soltar un preso por la Pascua y los judíos insisten en que Jesús debe morir y piden que suelte a Barrabás. Pilato concede y lo condena a muerte. (a)
Entran a Jesús al Palacio de Pilato y en presencia de toda la cohorte, lo azotan, lo desnudan, le trenzan una corona de espinas en la cabeza y le ponen un manto rojo sobre los hombros, parodia de un atuendo real. (c)
Pilato lo exhibe ante los judíos e insiste en que no encuentra delito en él. Los judíos piden su muerte otra vez. (a)
Pilato hace entrar nuevamente a Jesús y vuelve a interrogarlo, tratando de salvarlo, también por las advertencias que sobre él había hecho su esposa. Oye gritar a los judíos nuevamente. Y, atemorizado, lo entrega para que sea crucificado. (c)
El camino al Calvario. (a)
La Crucifixión. (a)
Jesús habla con su Madre y con Juan, ambos al pie de la Cruz, junto a dos mujeres más. (a)
La muerte de Jesús. (a)
José de Arimatea y Nicodemo, piden sepultar a Jesús. Pilato lo autoriza y lo llevan a un sepulcro nuevo (c).

Sábado santo

Los sumos sacerdotes y los fariseos piden una guardia en el Sepulcro para asegurarse de que los discípulos no lo saquen y digan que resucitó, como había anunciado. Pilato se la niega y les dice a los judíos que pongan su propia guardia. (a)

Domingo de Resurrección

Las mujeres encuentran el sepulcro vacío. (c) Corren a contarles a los 11 que están reunidos y no les creen (c).

San Juan cuenta algo distinto el episodio y con más detalles, diciendo que primero María Magdalena fue al Sepulcro de madrugada cuando todavía estaba oscuro; ella corre a decirles a Pedro y a Juan que está vacío; ellos van hacia el sepulcro y Pedro primero, Juan después, aunque llegó antes, ven lo mismo. María Magdalena se queda afuera y llora y mientras llora se asoma al Sepulcro y ve a dos ángeles vestidos de blanco que la consuelan y le confirman la Resurrección. Un hombre que ella confunde con un cuidador del lugar la llama desde atrás, ella se da vuelta y lo reconoce. Jesús le impide que lo toque porque todavía no ha subido al Padre. Ella corre a avisarles a los discípulos que lo ha visto. (a)

San Lucas relata el episodio de los discípulos de Emaús que se da en dos espacios, en el camino (a) y en la casa, adonde le insisten en refugiarse porque el día se acaba, allí Jesús parte el pan ante ellos (c).

Este momento es particularmente significativo. Jesús se les presenta (con otro aspecto, dice san Marcos) y les pregunta de qué hablaban por el camino y ellos le contestan: Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y, al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron. Una vez más Jesús tiene que explicarles: ¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria? Y les explicó todo lo que en las Escrituras a partir de Moisés se refería a Él. Lo instan a quedarse con ellos y Jesús, entrando finalmente, bendice y parte el pan, con lo que se les abrieron los ojos y entendieron quién era.

Los discípulos de Emaús corren a Jerusalén inmediatamente a contarles a los 11 lo que les ha ocurrido. (a) Se encuentran con ellos en la casa donde suelen estar en Jerusalén y se dicen mutuamente que se les ha aparecido Jesús, contando los apóstoles el episodio de María Magdalena. (c)

Estando allí, Jesús vuelve a aparecer ante ellos, les recuerda lo que las Escrituras dicen de Él y que debe cumplirse y les pide algo de comer. (c)

San Juan dice que la primera vez que Jesús aparece en la casa no estaba allí Tomás.

Después del domingo. Ascensión y Pentecostés

Ocho días más tarde, según san Juan, vuelve a aparecer Jesús en la misma casa, y ya con Tomás entre ellos. (c)

En el capítulo 21 de su Evangelio, dice san Juan que por tercera vez se les apareció junto al mar de Tiberíades, en el episodio de la segunda pesca milagrosa. Estaba en la orilla y no lo reconocen, hasta que les indica dónde pescar y Juan lo reconoce. Pedro se arroja al agua y va a su encuentro. Jesús come con ellos y finalmente se aparta de los demás para hablar con Pedro, mientras caminan y Juan los sigue a la distancia. (a.)

A partir de allí, el texto de referencia es el libro de los Hechos de los apóstoles.

En una de las ocasiones, comiendo con sus discípulos, les anuncia la venida del Espíritu Santo. Ellos, en cambio, le preguntaron si era ahora cuando iba a restaurar el reino de Israel. (c)

Después de 40 días, y en el Monte de los Olivos, Jesús asciende a los cielos. (a) San Lucas indica que los llevó a las proximidades de Betania, los bendijo y ascendió a los cielos.

Dice también que volvieron a Jerusalén con gran alegría y que estaban continuamente en el Templo alabando a Dios. En los Hechos se dice que volvieron del Monte de los Olivos, recorriendo la distancia que estaba permitido recorrer en sábado, con lo cual fija este día como el de la Ascensión. (a)

Al volver, fueron a los altos de la casa en la que solían estar en compañía de María y otras mujeres. (c)

Uno de esos días, reunidos allí unos 120 discípulos, Pedro expone la necesidad de reemplazar a Judas. Echan suertes y nombran sucesor a Matías. (c)

En el capítulo 2 de los Hechos dice: Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. Y allí viene sobre ellos el Espíritu Santo. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse. (c)

Inmediatamente dice: Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo. Al oírse este ruido, se congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Con gran admiración y estupor decían: «¿Acaso estos hombres que hablan no son todos galileos? ¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua? Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia Menor, en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios». Tras lo cual, Pedro da su primer discurso ante ellos, a las nueve de la mañna. (a)

Nota sobre Pentecostés

Como breve aporte, hay que decir que la fiesta a la que se refiere el texto es la celebración de Shavuot, una de las tres fiestas judías de peregrinaje (junto con la fiesta de la Pascua y la de los Tabernáculos), en las cuales Israel conmemora sus peregrinajes: el paso del Mar Rojo durante la salida de Egipto (Pésaj), la entrega de la Torá a Moisés en el Monte Sinaí (Shavuot) y los cuarenta años de Israel en el desierto viviendo en tiendas (por eso la fiesta se llama Sucot, de suca, tienda). El significado de las tres celebraciones es riquísimo y muy importante. Por eso los judíos suben a Jerusalén en ellas a presentar ofrendas en el Templo. En particular puede verse la institución de la fiesta de Shavuot con sus ofrendas y sacrificios en el libro del Levítico (23, 9-32), también allí aparecen preceptos para las restantes fiestas, al igual que en el libro del Éxodo y en el Deuteronomio.

De allí que tantos judíos de todas partes estuvieran por entonces. en la ciudad.

Algo más. Por un lado, se entiende que la Pascua cristiana es más y más plenamente que lo que se conmemora y celebra en Pésaj. Una cosa es la liberación del pueblo de Israel de la esclavitud en Egipto y otra cosa es haber redimido al hombre del pecado y haber vencido a la muerte con la Resurrección.

Por otra parte, las tres fiestas están asociadas también a los cambios de estaciones y a la fertilidad y producción de la tierra. Por eso, por ejemplo, a Shavuot se la conoce también como la Fiesta de las Primicias, tal como prescribe el Levítico que ya cité. Algo similar ocurre con Pésaj, llamada también Fiesta de la Primavera; y con Sucot, llamada Fiesta de las Cosechas (particularmente de olivos y vides). También esta asociación es de gran riqueza y aporta gran entendimiento respecto de, no tanto lo que los judíos entendieron respecto de ellas, sino más bien de lo que Dios significó con ellas al mandarlas. Incluso la Cábala judía asocia las tres fiestas a la manifestación del poder de Dios como creador sobre todas las cosas creadas, de la cual manifestación las ofrendas de los productos que el hombre extrae de la tierra es una consecuencia simbólica. Esas ofrendas realizadas en el Templo, tienen significación también en cuanto a lo que, según también la Cábala, el Templo representa para los judíos, como una especie de centro del universo y a la vez fuente y recipiente de todo lo que existe.

Y también de allí la enorme expectativa mesiánica de los judíos acerca de la reconstrucción del tercer Templo, lo que no ha ocurrido todavía, pese a que han vuelto a Israel y a Jerusalén. Asunto éste de importancia mayor, pero que no es para estas páginas.


(Continúa)





lunes, 23 de septiembre de 2019

La casa cerrada (III)


Ese vórtice de la historia que es la Encarnación del Verbo, tiene en su centro lo ocurrido en estos casi dos meses finales de la presencia de Jesús entre los hombres, que son los que se han reseñado más arriba.

Respecto de ese tiempo, hay unas consideraciones afectivas o emocionales que me gustaría hacer antes que otras de otro tenor.

Que sean afectivas o emocionales entiendo que no las vuelve marginales, ni triviales, menos. Por el contrario, están presentes afectos y emociones que son parte de la actitud humana ante los hechos de esos días. Algo que se extiende en la historia y que puede hacerse más acuciante a medida que el tiempo va de más en más al encuentro de lo que vendrá desde afuera de la historia. Los hombres respondemos humanamente y pasiones, emociones y afectos son parte de nuestra humanidad. A tal punto que, como atestiguan las mismas Escrituras Sagradas, de emociones, pasiones y afectos vienen actitudes, inquietudes y respuestas que Dios debe rectificar, y rectificar con frecuencia, como se ve en los que, por aquellos días, fueron los discípulos más próximos a Jesús.

Hay tres momentos que sacuden a los seguidores de Jesús, empezando por los apóstoles mismos.

Un primer momento es la entrada triunfal en Jerusalén. Este momento parece haber sido entendido como el final de los años de vida pública del Maestro. Una apoteosis, al final de unos años que pudieron haberles parecido como nimbados de un aire crecientemente mesiánico. Aquella aclamación era un gesto que al fin parecía coronar al Maestro, lo que para muchos significaba inmediatamente la muestra y la realización de un mesianismo carnal, histórico. La liberación de los yugos mundanos y a la vez la restauración del reino de Israel. Y entre esos muchos estaban sus discípulos también. La entrada en Jerusalén parecía confirmar a sus ojos lo que en los años anteriores era una sospecha, una expectativa. Y esa expectativa, hay que decirlo, estaba también fundada en los pasajes mesiánicos de los profetas. Pero es claro a la vez que Jesús no ahorró referencias a la naturaleza redentora de su misión. Ni reproches o amonestaciones más o menos cordiales ante tales expectativas. Pero, con todo y eso, la expectativa no se desarraigó fácilmente de aquellos corazones, aun después de la Resurrección.

Un segundo momento sobreviene casi inmediatamente al primero y es completamente opuesto. La reacción de los discípulos a partir del clima denso y alarmante que sigue a aquella entrada es, primero, la perplejidad. Se suman los discursos de Jesús, sus parábolas y hasta gestos insólitos nunca antes vistos, tal como la maldición de la higuera. Una prédica urgida que habla crecientemente del final, de catástrofes, de resquebrajamientos. De muerte. Pero que a la vez habla del núcleo redentor de su misión. De su sacrificio y de la razón de su sacrificio, la Resurrección incluída, por cierto. ¿Lo entendían los discípulos? Todo parece decir que no. Ahora, un temor crecía. La agresividad de quienes buscaban matarlo se hacía mayor cada día, cada hora. Y, con eso, un clima de sospecha, de persecución, cubría el espacio rápidamente. Porque todo pasó muy rápido. Y esa sucesión de pasajes grises y tormentosos hicieron las veces de un anticlímax brutal, que comenzó a crecer apenas unas horas después de aquella expresión masiva y popular de reverencia y aclamaciones. Y se consolidaba hasta hacerse terror. Pero, si de emociones se trata, hay que considerar la impresión que tuvo que haber causado la expresión primero adusta y después reconcentrada y doliente del Maestro, no bien comida la Pascua con sus amigos y discípulos, camino del Huerto y ya después en la agonía de Getsemaní. Una agonía que no entendían y por eso dormían mientras Él agonizaba, para mejor pintar el cuadro de Su soledad absoluta, de su exclusividad como Víctima y Sacerdote a la vez. Pedro es el emblema de ese terror, de esa perplejidad. De ladero del Rey Mesías unos días antes, había pasado primero a revolverse furioso contra los que vienen a apresarlo, inmediatamente después al papel de cómplice necesario de un próximo condenado a muerte. Y lo invadió el terror. Y se apartó y negó. Y quedó después frente a sí mismo, mirándose en un espejo que lo asqueó. Salvo el discípulo amado, no parece que la acitud de los restantes discípulos haya sido distinta. ¿No hay algo parecido en Judas Iscariote? ¿Estaba junto a Jesús atraído por sus palabras de vida eterna, como alguna vez dijo por todos Pedro, creo que sin saber del todo lo que decía? Tal vez Judas sea la cara visible y sin otro aditamento de aquella expectativa, que en su caso prendió en un corazón codicioso, y en el de los restantes discípulos fue sólo la carnalidad de un signo que llegó a trasmutarse por acción de la Gracia que actuó sobre su docilidad, docilidad perpleja, paralizada o confundida. Pero docilidad al fin de cuentas. Mientras tanto, ¿habrá que dedicar un párrafo aparte para la Verónica y para el resto de las mujeres que mostraron a viva voz su desconsuelo y su piedad ante el Doliente, sin hacer mayores distingos, con lo cual se autoinculpaban a los ojos de todos? Claro que sí. Y tal vez a ellas les tocó presenciar primero y vocear después la noticia de la Resurrección, por esa consecuencia amorosa. Este momento se extiende más allá de la Crucifixión y la Muerte e incluso invade el tiempo de Cristo resucitado.

Un tercer momento se solapa con el segundo, inicialmente. Entre la Resurrección y Pentecostés los discípulos oscilan. Una comprensión paulatina de los hechos, que parte de un fondo de tristeza que se vuelve una aceptación asombrada de la Resurrección, de un remanente de escándalo y perplejidad ante la muerte, y que conserva todavía un temor que no cede. De distinto modo los discípulos de Jesús lo van reconociendo resucitado. En los de Emaús hay un ejemplo; en la segunda pesca milagrosa hay otro. Este último se destaca del resto porque es Juan el que al reconocerlo -y no se nos dice cómo en su relato- le dice a Pedro: "Es el Señor...", y Pedro se lanza al agua y nada unos cien metros para ir a su encuentro. Todavía no entienden la sucesión de hechos que han vivido y el sentido de esos hechos. Es presumible que en aquella caminata por la costa del lago de Genesareth, Jesús le haya dicho a Pedro cosas que lo ayudaron a entender. Juan siguiéndolos a distancia por la playa es otra muestra de que el corazón amante del más pequeño de los discípulos muestra una consecuencia que otros no tuvieron. Su presencia de ánimo es constante, desde la noche misma de los juicios a Jesús, tanto como en el Calvario a los pies de la Cruz, o corriendo más que los demás al sepulcro vacío. Este tercer momento, se encamina primero al de la Ascensión y más tarde al de Pentecostés. Estos cincuenta días son, como digo, emocionalmente tensos y oscilantes. El mismo día de la Ascensión, juntos en Monte de los Olivos, todavía preguntan por la restauración del reino de Israel. Y sobreviene allí mismo la Ascensión, y otra vez la perplejidad -bien que justificada por la maravilla del hecho-: quedan mirando al cielo donde ya no se ve a Jesús. Siguen unos diez días en los que parece que el ánimo de los discípulos se ha fortalecido. La prueba indirecta tal vez es la elección del reemplazante de Judas a la que Pedro convoca en Jerusalén; podrían haberse dispersado, pero están allí a la espera del cumplimiento de la promesa de Jesús de que serían bautizados en el Espíritu Santo. La venida del Espíritu sobre ellos cambia radicalmente su actitud. Son las 9 de la mañana, no han bebido y salen a hablar a las calles llenos de entusiasmo y sin temor alguno, con Pedro a la cabeza y los once a su lado. Pedro recita al profeta Joel y su visión y aplica los textos esjatológicos a Jesús, y en su exégesis ya muestra los efectos de los dones del Espíritu, entre los cuales los tres primeros cuentan y no poco.

Importa ver estas referencias al ánimo de los discípulos. Somos ellos también de alguna manera y en sentido tipológico. Y sus reacciones nos son afines. Podemos vernos en ellas. No solamente porque reconocemos el modo humano ante las apabullantes manifestaciones divinas y sus designios, sino porque son también un emblema en el que podemos ver cuáles deberían ser. Parece claro que Dios sabe quiénes y cómo somos. No creo que se haya sorprendido por ese humor cambiante y aquellas desinteligencias. No fue novedad para Él el arrojo imprudente o la pusilanimidad de sus discípulos. Todos estos episodios también están en la Escritura para recordarnos que Dios sabe. Y para hacernos saber cómo obraremos llegado el caso.


(Continúa)

sábado, 21 de septiembre de 2019

Tierra en otoño



https://www.mediafire.com/file/jek8f1rt0p24toa/tierra_en_oto%F1o.pdf/file


Con un solsticio de invierno de retraso, y ya en un nuevo equinoccio, queda aquí tierra en otoño, versos de ese tiempo de este año.





domingo, 15 de septiembre de 2019

La casa cerrada (II)


Siempre con el auxilio de Padres, sabios y doctores, en otras partes he sostenido, como sostengo ahora, el valor tipológico de las Sagradas Escrituras. Un sentido tipológico que se adecua, también, a la entera historia de principio a fin (y eso ya corre por mi cuenta...)

Básicamente, esto significa que en aquello puede verse esto otro, en un cosa verse otra. Y eso no sigue así en una serie indefinida sino que parte de un estado de reposo inmóvil y se dirige a un término igual. Dicho de otro modo, el valor y el sentido tipológico no dependen de los actos de los hombres sino de la acción divina. Del mismo modo que los hombres no inventamos la ley de la gravedad, sino que simplemente la descubrimos operante en el mundo de las masas. Él es el Autor de las leyes. Y de las metáforas que atraviesan la existencia.

Para muchos, tal vez para la mayoría (aun de los cristianos), esta mirada puede resultar difícilmente sostenible, cuando no inconsistente e infundada. Y en cierto sentido es comprensible: siempre causa perplejidad soportar la tensión entre la Gracia y la libertad, así como entre la profecía y la libertad.

Hay sobrevolando la intelección de los hombres una carga existencial de indeterminación -o de absoluta autodeterminación, según el caso-, que se vuelve ajena a los designios. Y no sólo ajena, sino, en apariencia, muchas veces definitivamente contradictoria con ellos. En el corazón del hombre hay un germen de constructivismo muy anterior a las corrientes de moda hoy. Y, de nuevo, como respuesta a la tensión entre lo dado y lo propio. Entre la heteronomía y la autonomía. El sentido paradigmático de lo real parece chocar brutalmente en el corazón humano con la indeterminación. Una colisión angustiante, sin duda. ¿Está todo escrito? ¿Nada está escrito? Preguntas agudas que condicionan la vida del espíritu y la acción humana.

Sin embargo, allí está plantada la profecía, también como un emblema. No solamente de lo porvenir sino como un emblema de que lo real encierra en sí un significado que lo trasciende. Por atractivo o fascinante que pueda resultar conocer el futuro anticipadamente, ése no es el entero sentido de la profecía, también ella atravesada por lo tipológico, en tanto que lo tipológico supone una cierta tensión hacia lo porvenir prefigurado en un dato que resulta real y a la vez simbólico. Es una cuestión de sentido, en su doble acepción: significado y dirección.

Es el dinamismo más hondo de la historia. Una especie de camino sembrado de signos y de pistas que se distribuyen a lo largo del tiempo indicando el sentido, la dirección y el significado.

Dicho esto así, ¿hubiera sido igual la historia sin la Caída original del hombre? Sí, arriesgo a decir, en lo que es propio de su naturaleza. La naturaleza humana, aun aditada con dones preternaturales, permanece opaca no solamente en razón del pecado sino, antes, en razón de su misma composición substancial. El mismo modo de conocer hace que el hombre deba valerse de signos (doblemente en su caso, sensible e intelectual). Cierta necesidad de pasar siempre de lo visible a lo invisible, como una escala necesaria. Si me preguntan, arriesgo nuevamente a decir que lo que hubiera cambiado no es la ausencia de signos, y sí es la penetración de tales signos, el entendimiento, y la fruición de ellos.

La creación misma, toda entera ella, prescindiendo del hombre, es un lenguaje penetrado y formado por el signo, por una cadena de significados desde lo inmediato a lo mediato. Es un lenguaje divino que tiene al ser inteligente como interlocutor y destinatario. En ese creciente entendimiento humano de la riqueza de significados, habría estado la honda fruición. Como lo está ahora de alguna manera, aun con la rémora de la Caída. Pasar de lo que se ve a lo que no se ve y que sostiene lo que se ve, es gozoso para la inteligencia.

*   *   *

Llegado a este punto, es momento de exponer el núcleo de estas reflexiones que llevan el título que llevan por lo que se verá.

Hay una sucesión de hechos en el Nuevo Testamento que ocurren en breve lapso.

Se trata de los días que corren entre la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén y Pentecostés. Creo que hay allí una condensación tipológica que conviene observar. En tiempos turbulentos, conviene mirar tiempos turbulentos paradigmáticos y ver qué nos dicen con respecto a nuestros propios tiempos. En cierto sentido, aquellos tiempos miran a los que vendrán y muestran un signo que se significará más adelante. Es necesario repetirlo: los signos proceden de afuera de la historia, aunque se plasman en ella.

Los elementos que encontremos en ese tiempo que se extiende casi dos meses, entiendo que tal vez están mostrando algo que se ha dicho -y ha sucedido- también con un carácter profético entonces, para que, corriendo la historia, puedan ser vistos de nuevo, ahora con una intelección distinta aunque consistente con ellos.

En ese período y de entre aquellas circunstancias, creo que hay que buscar principalmente la sucesión de espacios abiertos y cerrados.

No es un seguimiento topográfico, se entiende. Es una sucesión que asocia momentos significativos a lugares significativos, a mi entender.

Una sucesión de intemperies y amparos cuya significación -o significaciones, porque cada una de ambas realidades tiene más de un significado- creo que es importante para entender algo que ha sido dicho no solamente respecto de ese determinado momento de la historia.

Esta sucesión indica que Jesús es primero saludado y ovacionado en las calles de Jerusalén como Rey, como Hijo de David. Durante los días siguientes, en medio de la muchedumbre que todavía lo proclama con acento mesiánico, se agolpan las enseñanzas y los gestos de Jesús, algunos de ellos muy graves, principalmente en las calles y más en el Templo y a la vista y los oídos de todos. Decir todos incluye a aquellos que viendo esa manifestación pública de su majestad y sus efectos, se determinan a darle muerte en cuanto tengan ocasión. De entre la condensación de discursos y enseñanzas de ese tiempo, hay que destacar el "elenco contra los fariseos" en el Templo y el llamado "sermón parusíaco" en el Monte de los Olivos, que está en los sinópticos pero que se destaca en san Mateo. Llega el día primero de los Ázimos, en el que se sacrifica el cordero pascual, y Jesús manda a Pedro y a Juan para que busquen la casa en cuyo piso alto comerá la última Pascua con sus discípulos. Esa misma noche estarán en el huerto, en Getsemaní, de allí es tomado y apresado y llevado sucesivamente ante Anás y Caifás y el sanedrín, que lo condena; de allí a Pilatos; de allí a Herodes y nuevamente a Pilatos, donde es condenado a muerte, por segunda vez. Tras los azotes y la coronación de espinas, el camino de la Cruz por las calles de Jerusalén. Y la Crucifixión en el monte Calvario. Bajado de la Cruz, es llevado a la tumba. Ante el anuncio de las mujeres respecto de la Resurrección, Pedro y Juan salen de la casa en la que se encuentran para ver el sepulcro abierto y vacío. En los días siguientes, Jesús se aparece en el camino a dos discípulos que caminan a Emaús; en medio de la noche y el camino, y conturbados por la muete de su Maestro, oyen sus enseñanzas. Jesús entra con ellos a una casa en la que parte para ellos el pan, con lo que lo reconocen y vuelven a salir al camino para ver a los discípulos, que están reunidos en una casa en Jerusalén -cerrada, dice san Juan, por temor a los judíos-; estando ellos allí, aparece Jesús que come con ellos, sopla sobre ellos el Espíritu Santo y los envía como el Padre lo envió a Él. Ocho días después, una nueva aparición en una casa, también cerradas las puertas, en la que Jesús tiene una gentileza con el apóstol Tomás. Unos días más y aparece ante ellos en la segunda pesca milagrosa en el mar de Galilea y nuevamente come con ellos, en la playa esta vez. Más tarde, ya en Judea, cerca de Betania, a la intemperie, según se deduce del texto, los discípulos le preguntan si ahora restaurará el reino de Israel. Jesús les promete el Espíritu Santo, se despide de sus discípulos bendiciéndolos y asciende al Cielo. Cumpliendo con lo dicho por Jesús, van a Jerusalén y se instalan en el piso alto de una casa, junto a la Virgen y otros discípulos, que se cuentan en número de 120, según los Hechos de los Apóstoles. Es allí que viene sobre ellos el Espíritu prometido, el día de Pentecostés, con lo que salen a las calles a predicar y a hacer milagros, primero en la voz del apóstol Pedro. Con ese impulso, los apóstoles predicarán el evangelio por todas partes, harán signos y milagros en nombre de Jesús, serán perseguidos y finalmente morirán mártires de la Fe, todos menos Juan, el discípulo amado.


Hasta aquí -y bastante antes de desgranar algunas otras reflexiones y comentarios- una reseña de los hechos, los tiempos y los lugares (sobre todo, los lugares) en los que enfoco mi atención.

Por cierto, la reseña no basta y es preciso retomar esos relatos en los Evangelios y en los Hechos de los Apóstoles y nutrirse con la exégesis de cabezas y corazones bien mayores que los de un servidor.




(Continúa)




domingo, 8 de septiembre de 2019

La casa cerrada


En tiempos turbulentos, los hombres, de cualquier extracción o condición, tenemos el reflejo espontáneo de guarecernos. Si se trata de las turbulencias climáticas, buscamos estar bajo techo y no quedar al aire libre, donde las inclemencias no pueden paliarse y hasta pueden ser fatales. Si las turbulencias son de otro orden más grave, más hondo y significativo, el reflejo es parecido.

Cuando un ejército se halla diezmado y desperdigado por el campo de batalla, rodeado por enemigos a los que no puede abatir, es de buena doctrina militar que retroceda, se reagrupe, se ponga a cobijo de sus propias líneas, se recuente y estudie la situación para decidir qué hará.

En ocasiones, del análisis de las condiciones, y también de las diferencias de número entre un ejército y otro, surge la modalidad celular, reducida, más fácilmente manejable, movilizable. Procurar la eficacia y los resultados, o la simple preservación y supervivencia, resignando el despliegue a toda bandera.

Cuando un grupo determinado es perseguido por cualquier razón y el espacio público y abierto le es hostil y es hostil a sus acciones, hace lo propio: se refugia, se aglutina, se retrae. Siempre a un espacio y a un ámbito en el que pueda subsistir y en el que pueda dar expansión a aquello que -fuera de ese cobijo- no es admitido o es combatido.

Esto cuenta tanto para un grupo de malvivientes, como para los simpatizantes de un club de fútbol, o para los miembros de una secta, o para una facción política, académica, cultural. Es, como creo, un reflejo espontáneo y, en ese sentido, natural. Y ocurre tanto con un hombre solo como con un grupo.

Este breve prólogo anuncia la aparición de un asunto que en algo, y en bastante, cumple con esas condiciones. Aunque, como espero exponer, con otras coordenadas que lo hacen distinto.

Para no hacer un párrafo fenomenológico interminable (que, por otra parte, es perfectamente posible en muchos ámbitos y aspectos), circunscribo la cuestión a la situación del cristianismo y de la Iglesia Católica. Y por cierto que me refiero a la situación de los cristianos en estos tiempos que, como es sentencia común, son turbulentos asaz en lo que a la Fe se refiere. Una turbulencia que ha llegado más allá de la vida común y que se instala en el corazón mismo de cada uno, que se enerva en la perplejidad, que se desorienta, que se abate y en algún caso bordea la desesperación.

Vivida a la vez como una derrota, y hasta como un descalabro cósmico, y por cierto como una persecución, esta situación angustia de tal modo que obliga a pensar agónicamente qué hacer con la Fe que se profesa y vive, no solamente en el ámbito público y civil, sino incluso en el ámbito eclesial mismo, ámbito en el que también se respira la misma turbulencia, a veces por efecto de las influencias exteriores, a veces por semillas de malezas que no vienen de afuera sino que son del propio almácigo. Dicho de otro modo, son muchos los cristianos católicos que sienten y perciben y entienden que una vida sostenida en la Fe es imposible -o poco menos- en el ámbito público y, a la vez, difícil y angustiante al interior de la misma Iglesia a la que pertenecen. Pero, como digo, no solamente en esos ámbitos campea la angustia y la desazón, también en el corazón mismo de un cristiano que no solamente se sienta fuera del mundo o incómodo tras los muros de su Iglesia, sino aun incómodo en la ciudadela interior misma de su corazón desgarrado.

Un discurso políticamente correcto diría sin más que el cristiano debe vivir su Fe con Esperanza, Alegría y Amor. Y, aunque lo dicho es verdadero, si ese discurso es políticamente correcto no diría qué son en realidad esas cosas o daría de ellas definiciones gelatinosas. Un discurso políticamente correcto diría también que al interior de la Iglesia no hay tales diferencias, etc. No vayamos por ese rumbo difuso que dice lo que no es. Si acaso fuera necesaria una verificación de que no es así, bastaría citar las innúmeras expresiones contemporáneas protagonistas de una guerra doctrinaria sobre asuntos graves en el seno de la Iglesia, no tanto entre los fieles, sino más bien entre sus dignatarios y príncipes y que alcanza al pontífice. De allí vienen la perplejidad y la desazón entre los fieles. Se ven categorizados según su visión y según la doctrina y liturgia que profesen. Ridiculizados muchas veces, fustigados a veces, no con manifiesta intención de corrección misericorde, sino con un lenguaje faccioso y excluyente, disciplinador. Pero hay otros motivos de mayor peso. Doctrinas difusas y ambiguas sobre asuntos graves, expresiones provocativas en ámbitos no solamente teológicos sino cultutales en general, o políticos, haciendo como establecidas doctrinas y pareceres que lejos de ser católicos se confunden con tópicas mundanas, no solamente arreligiosas o laicas, sino específicamente teológicas, en cuanto suponen una visión y una consideración que traspasan los límites de los asuntos meros de este mundo e intervienen en sentido trascendente. Esto es, el establecimiento de una fe y una práctica consecuente. Una nueva religión y una nueva religiosidad.

Son muchos los católicos que así enfrentados a esta edad del mundo sienten perplejidad y honda disconformidad. Algunos son laicos, otros sacerdotes, otros obispos. Unos sostenidos por una doctrina recibida y que la Iglesia ha establecido como verdadera. Otros como producto de sus estudios y meditaciones. Unos, confrontando unas doctrinas que se alzan y se afianzan, con otras que forman parte de la Tradición y en las que han abrevado; otros, experimentando la perplejidad y la molestia del disenso espontáneo cuando se enfrentan a definiciones intencionalmente indefinidas, cuando no opuestas a su catecismo básico.

Pero todo eso, en términos históricos, es una situación relativamente nueva en la experiencia del cristiano. Es verdad que tenemos una solidaridad con los siglos pasados, somos como de una misma familia, de tal manera que vemos los asuntos del mundo y de la historia del mundo, como los asuntos y avatares de nuestra propia familia. Y aun como etapas y momentos de nuestra propia vida personal, si acaso. Parafraseando a Chesterton, diríamos que uno ingresa a la Iglesia Catolica y de pronto tiene dos mil años. O como si dijéramos, más atrás todavía, que uno se entera de la existencia de Adán y de pronto advierte el parecido con uno mismo. Es decir, a veces da la impresión de que esas cosas cosas ya pasaron, que les han pasados a otros como nosotros antes, y que seguirán pasando, sin que nada de eso menoscabe al final una Fe que parece sobrevivir a los tiempos y a una Iglesia que, vacas más o menos flacas, pervive en la historia.

Ahora bien, mirando la historia hay muchos modos de establecer los períodos en que podría dividirse y las razones que los han generado. Y, según el criterio que utilicemos, los períodos serán tales o cuales. Y aun por eso mismo podría entenderse que la historia tiene tal o cual sentido, tal o cual dirección, tal o cual significado. Incluso, según el criterio que se aplique, podría resultarle a algunos otros que la historia no tuviera ninguna de las tres cosas: como una azarosa construcción temporal sin sentido, sin significado, sin dirección. Indefinida en todo sentido, incluso en su duración.

El cristiano tiene también sus propios criterios para juzgar los tiempos y hacer, fundado en ellos, una descriptio temporum que es no solamente denotativa de períodos temporales sino principalmente connotativa de la calidad de esos períodos. De modo que los años y los siglos son menos importantes que lo que en ellos ocurrió en relación con el cristianismo y, en conseuencia, con la Iglesia Católica.

Un cristiano que quiera conocer la historia de su Fe mirará la historia, en primer lugar, y en ella verá los avatares a los que las tormentas de los mares de este mundo la han sometido no una vez, sino muchas. Y esto dicho de la historia de la Fe, tanto como de la Iglesia. Pero hay algo más: no mirará esos fenómenos en sentido lineal y literal, solamente, sino también en sentido simbólico (su sentido mayor), de modo que concebirá la historia extendida en el tiempo de manera helicoidal, entendiendo que hay un valor simbólico en hechos que se repiten y que no son los mismos. Repetición que, además y precisamente, no está cerrada en sí misma sino que avanza desde el origen y se dirige a la consumación. Eso, bien entendido, hace que la entera historia de su Fe, en el tiempo, comience con Adán, al menos, aunque puede comenzar con la misma Creación.

Para ello, el cristiano cuenta no solamente con la historia, no solamente con las Escrituras Sagradas, sin más, no solamente con la interpretación de ellas que la Tradición y la Iglesia han hecho.

La clave de bóveda para la intelección de la historia de la Fe, de la historia de la Iglesia, y aun de la historia, sin más, es la profecía.

Una intención y acción positiva por la cual se nos devela en último término aquellas cosas sobre las cuales buscamos respuestas: qué significa la historia, cuál es su origen y hacia dónde va.

Respuestas que, a su vez, iluminan -deberían iluminar- nuestros pasos por la historia y nuestras acciones, mientras estemos en el tiempo de este mundo, mientras vemos todo como en un espejo y antes de que veamos todo cara a cara, Dios queriendo.


(Continúa)