lunes, 31 de mayo de 2010

La fin del mundo (II)

Me dice M. que en su recuerdo hay un Gonzaga diciendo jugando y no conversando.

Dice ella que le gusta más su recuerdo que el mío.

Dos cosas digo.

Celebro que haya otro recuerdo parecido. Me mortificaba no haber dado nunca con ese episodio, como no fuera en mi memoria (ahora creo sinceramente que bastante más maltrecha que lo que suponía, aunque nunca fue gran cosa…) Pero habiendo quien lo recuerde, me doy por satisfecho. Nada dice el recuerdo de la veracidad de la anécdota. Ni falta que hace: doy por supuesto que es posible. Al menos, puede ser tomada la cuestión en clave poética, simplemente como verosímil, y ver en eso algo verdadero, si lo hay, que es lo que hay que hacer. Ni más, ni menos, lo que no me parece poco.

Pero digo también que estoy de acuerdo con M., al menos en un aspecto posible.

Si llega la fin del mundo, como rayo que cruza de oriente a occidente, recibirla jugando tal vez sea de un talante de mayor esperanza que conversando. Tal vez el juego represente mejor cierta paz y abandono, junto con cierta garra y ánimo festivo, que le va muy bien a la esperanza. En particular, porque la esperanza no es ningún juego. Y el juego tampoco lo es. La fin del mundo, después de todo, toca nuestra esperanza como muy pocas otras cosas lo hacen.

Juego y esperanza se parecen en eso: ambos tienen entre manos algo en lo que nos va la vida y que es al mismo tiempo algo que solamente en partes ínfimas depende de nosotros. En un juego de veras, para cualquier buen jugador el resultado es casi mágico, aunque confíe en que no le será adverso y juegue según las reglas para obtener el triunfo (porque según las reglas es el único modo compatible con la esperanza, por otra parte…) A la vez, uno deja de jugar cuando deja de ponerle empeño al desempeño, como pasa con la esperanza. Y digo, quede bien claro, que se parecen y no digo que sean idénticos. La esperanza, con todo, no se opone al riesgo, como el juego no se opone al riesgo. En todo caso, ambos cuentan con el riesgo. Y el riesgo, siempre, forma parte de la razón de ser de ambos.

Andar por la vida seguro de que uno ineluctablemente encontrará –tirado en el piso, esperándolo a uno, no al de al lado, claro...- un billete de lotería premiado, es calvinismo. Y, como cualquiera sabe, calvinismo no será cristianismo hasta que no arregle cuentas, precisamente, con la esperanza.

Tenía algo para decir acerca de por qué conversando puede ser sostenido con mucha ventaja y provecho. Pero, ni falta que hace, por ahora.

Mejor es quedarse mirando el fondo del asunto. Después de todo, casas más o menos, no estaría mal recibir la fin del mundo jugando, con la misma intensidad y alegría con las que se conversa de veras, como no estaría mal recibirla conversando, con la misma seriedad y esperanza con las que se juega de veras.

domingo, 30 de mayo de 2010

El corazón del tesoro (III)

El caso es que es posible que los tesoros se superpongan en el corazón. Y más que posible.

Me encuentro la cuestión en parte tratada en el capítulo que C. S. Lewis dedica a la Caridad en Los cuatro amores.

No es lo único que encontré allí, porque gracias a un traductor, me vi obligado a terciar –no sé si laudar, no creo…- en una controversia entre san Agustín y Lewis.

Como los textos son lo primero, cuando se habla de textos, hará bien el amable lector en armarse de cierta paciencia. No puedo prometerle nada, pero creo que el asunto vale su pena. (La versión que estoy citando ahora, está disponible aquí.)

Veamos, entonces.

Lewis considera la rivalidad entre los amores naturales y el amor a Dios, un asunto que, dice y explica por qué, ha venido demorando en el curso de los capítulos anteriores del libro.

Precisamente, un punto fuerte del fragmento que traigo ahora, se funda en un disenso de Lewis con san Agustín a propósito de un pasaje de las Confesiones.

ver
Pero la cuestión de esta rivalidad, postergada tan largamente por estas razones, debe ahora ser tratada; en cualquier época anterior, excepto el siglo XIX, podría aparecer a lo largo de todo un libro sobre este tema. Si los victorianos necesitaban algo que les recordara que el amor no basta, teólogos más antiguos, en cambio, decían siempre en voz muy alta que el amor natural es probablemente demasiado.

El peligro de amar demasiado poco a nuestros semejantes se les pasaba menos por la cabeza que el de amarlos de una manera idolátrica. En cada esposa, madre, hijo y amigo, ellos veían un posible rival de Dios, que es lo que por supuesto decía Nuestro Señor (Lucas 14,26).

Hay un método para saber con seguridad si nuestro amor hacia nuestros semejantes es inmoderado, método que me veo obligado a rechazar desde el comienzo. Y lo hago temblando, pues me lo encontré en las páginas de un gran santo y gran pensador, con quien tengo, felizmente, incalculables deudas.

Con palabras que aún pueden hacer brotar lágrimas, San Agustín describe la desolación en que lo sumió la muerte de su amigo Nebridio (Confesiones IV, 10). Luego extrae una moraleja: esto es lo que pasa, dice, por entregar nuestro corazón a cualquier cosa que no sea Dios. Todos los seres humanos mueren. No permitamos que nuestra felicidad dependa de algo que podemos perder. Si el amor ha de ser una bendición, no una desgracia, debemos dedicárselo al único Amado que jamás morirá.

Esto es, por supuesto, tener un excelente sentido común. No pongamos el agua en una vasija quebrada. No invirtamos demasiado en una casa de la que nos pueden echar. Y no hay ningún hombre que pueda asumir con más convicción que yo tan prudentes máximas: ante todo, soy partidario de la seguridad. De todos los argumentos contra el amor, ninguno atrae tanto a mi naturaleza como «¡Cuidado!, eso te puede hacer sufrir».

A mi naturaleza, a mi temperamento, sí; pero no a mi conciencia. Cuando me dejo llevar por esa atracción me doy cuenta de que estoy a mil millas de Cristo. Si de algo estoy seguro es de que su enseñanza nunca tuvo por objeto confirmar mi preferencia congénita por las inversiones seguras y los riesgos limitados. Dudo de que haya en mí algo que pueda complacerle menos que eso. ¿Y quién podría imaginar el comenzar a amar a Dios sobre una base tan prudente, porque la seguridad, por así decir, es mejor? ¿Quién podría siquiera incluirla entre las razones para amar? ¿Elegiría usted una esposa o un amigo -y ya que estamos en eso, elegiría un perro- con ese espíritu? Uno debería irse fuera del mundo del amor, de todos los amores, antes de calcular así.

El eros, el ilícito eros, al preferir al ser amado antes que la felicidad se parece más al Amor en sí mismo que esto.

Pienso que este pasaje de las Confesiones es menos una parte del cristianismo de San Agustín que una resaca de las elevadas filosofías paganas en medio de las que creció. Está más cerca de la «apatía» estoica o del misticismo neoplatónico que de la caridad. Nosotros somos seguidores de Uno que lloró por Jerusalén, y sobre la tumba de Lázaro, y que, amándolos a todos, tenía sin embargo un discípulo a quien, en un sentido especial, Él «amaba». San Pablo tiene más autoridad ante nosotros que San Agustín: San Pablo, el cual no parece que haya sufrido «como un hombre» ante la grave enfermedad de Epafrodito, y da la impresión de que hubiera sufrido del mismo modo si Epafrodito hubiese muerto (Filipenses 2,27).

Aun cuando se diera por sentado que las seguridades contra el dolor fueran nuestra máxima sabiduría, ¿acaso Dios mismo las ofrece? Parece que no. Cristo llega al final a decir: «¿Por qué me has abandonado?»

De acuerdo con las líneas sugeridas por San Agustín, no hay escapatoria. Ni tampoco de acuerdo con otras líneas. No hay inversión segura. Amar, de cualquier manera, es ser vulnerable. Basta con que amemos algo para que nuestro corazón, con seguridad, se retuerza y, posiblemente, se rompa. Si uno quiere estar seguro de mantenerlo intacto, no debe dar su corazón a nadie, ni siquiera a un animal. Hay que rodearlo cuidadosamente de caprichos y de pequeños lujos; evitar todo compromiso; guardarlo a buen recaudo bajo llave en el cofre o en el ataúd de nuestro egoísmo. Pero en ese cofre -seguro, oscuro, inmóvil, sin aire- cambiará. No se romperá, se volverá irrompible, impenetrable, irredimible. La alternativa de la tragedia, o al menos del riesgo de la tragedia, es la condenación. El único sitio, aparte del Cielo, donde se puede estar perfectamente a salvo de todos los peligros y perturbaciones del amor es el Infierno.

Creo que los amores más ilícitos y desordenados son menos contrarios a la voluntad de Dios que una falta de amor consentida, con la que uno se protege a sí mismo. Es como esconder el talento en un pañuelo, y por una razón muy parecida. «Supe de ti que eres un hombre muy duro». Cristo no enseñó ni sufrió para que llegáramos a ser, aun en los amores naturales, más cuidadosos de nuestra propia felicidad. Si el hombre no deja de hacer cálculos con los seres amados de esta tierra a quienes ha visto, es poco probable que no haga esos mismos cálculos con Dios, a quien no ha visto. Nos acercaremos a Dios no con el intento de evitar los sufrimientos inherentes a todos los amores, sino aceptándolos y ofreciéndoselos a Él, arrojando lejos toda armadura defensiva. Si es necesario que nuestros corazones se rompan y si Él elige el medio para que se rompan, que así sea.

Ciertamente, sigue siendo verdad que todos los amores naturales pueden ser desordenados. «Desordenado» no significa «insuficientemente cauto», ni tampoco quiere decir «demasiado grande»; no es un término cuantitativo. Es probable que sea imposible amar a un ser humano simplemente «demasiado». Podemos amarlo demasiado «en proporción» a nuestro amor por Dios; pero es la pequeñez de nuestro amor a Dios, no la magnitud de nuestro amor por el hombre, lo que constituye lo desordenado. Esto también debe ser clarificado, porque si no podríamos perturbar a algunos que van por el camino correcto, pero se alarman porque no sienten ante Dios una emoción tan cálida y sensible como la que sienten por el ser amado de la tierra. Sería muy deseable -por lo menos eso creo yo- que todos nosotros, siempre, pudiéramos sentir lo mismo; tenemos que rezar para que ese don nos sea concedido; pero el problema de si amamos más a Dios o al ser amado de la tierra no es, en lo que se refiere a nuestros deberes de cristianos, una cuestión de intensidad comparativa de dos sentimientos; la verdadera cuestión es -al presentarse esa alternativa-, a cuál servimos, o elegimos, o ponemos primero. ¿Ante qué exigencia, en última instancia, se inclina nuestra voluntad?

Como sucede con tanta frecuencia, las mismas palabras de Nuestro Señor son a la vez muchísimo más duras y muchísimo más tolerables que las de los teólogos. Él no dice nada acerca de precaverse contras los amores de la tierra por miedo a quedar herido; dice algo -que restalla como un latigazo- acerca de pisotearlos todos desde el momento en que nos impidan seguir tras Él. «Si alguno viene a Mí y no odia a su padre y a su madre y a su esposa [...] y aun a su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lucas 14,26).

¿Pero cómo he de entender la palabra «odiar»? Que el Amor mismo nos esté mandando lo que habitualmente entendemos por odio -ordenándonos fomentar el resentimiento, alegrarnos con la desgracia del otro, gozándonos en hacerle daño- es casi una contradictio in terminis. Yo pienso que Nuestro Señor, en el sentido que aquí se entiende, «odió» a San Pedro cuando le dijo: «Apártate de mí, Satanás; tú me sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres!» (Mateo 16,23). Odiar es rechazar al ser amado, enfrentarse a él, no concederle nada cuando nos susurra las mismas insinuaciones del Demonio, por muy tierna y por muy lastimosamente que lo haga. Un hombre, dice Jesús, que intenta servir a dos señores «odiará» a uno y «amará» al otro. No se trata aquí, ciertamente, de meros sentimientos de aversión y de atracción, sino de lo que estamos tratando: es decir, se adherirá a uno, le obedecerá, trabajará para él, y, en cambio, no lo hará con el otro.

El traductor en la edición que acabo de citar -Rayo ‘una rama de Harper Collins Publishers’…-es Pedro Antonio Urbina, quien acota en nota:
Como traductor no soy partidario de poner notas, pero como admirador de San Agustín no puedo por menos que defenderle de esta interpretación negativa que hace C. S. Lewis de su dolor y llanto por la muerte de su amigo, que, por otra parte, está relatada en los capítulos IV, 7-9; V, 10; VI, 11; VII, 12; VIII, 13 y IX, 14 del libro cuarto; y no se refiere a Nebridio, sino a un amigo innominado, un amigo de la infancia, «mas entonces no era tan amigo como lo fue después, aunque tampoco después lo fue tanto como exige la verdadera amistad, puesto que no hay amistad verdadera sino entre aquellos a quienes Tú aglutinas entre sí por medio de la caridad, "derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado" (Romanos 5,5)... Y de la base humana de esta amistad dice: «¡Oh, locura, que no sabe amar humanamente a los hombres!" Dice: «Había derramado mi alma en la arena, amando a un mortal como si no fuera mortal... Dice: «Bienaventurado el que te ama a ti, Señor, y al amigo en Ti... No me quejo y arrepiento -podría responder él mismo- de haber amado demasiado a mi amigo, sino de no haberle amado.

Parece, pues, como se verá en las líneas siguientes, que se trata de una equivocada lectura de las Confesiones, no de que C. S. Lewis desacuerde doctrinalmente de San Agustín.
Para quien quiera, se puede cotejar el texto de san Agustín. Por lo pronto, lo que dice en ese capítulo que trae Lewis y está en cuestión (IV, 10) es esto (el castellano de la traducción no es muy bueno…):
¡Oh Dios de las virtudes!, conviértenos y muéstranos tu faz y seremos salvos. Porque, adondequiera que se vuelva el alma del hombre y se apoye fuera de ti, hallará siempre dolor, aunque se apoye en las hermosuras que están fuera de ti y afuera de ellas, las cuales, sin embargo, no serían nada si no estuvieran en ti. Nacen éstas y mueren, y naciendo comienzan a ser, y crecen para llegar a perfección, y ya perfectas, comienzan a envejecer y perecen. Y aunque no todas las cosas envejecen, mas todas perecen. Luego cuando nacen y tienden a ser, cuanta más prisa se dan por ser, tanta más prisa se dan a no ser. Tal es su condición. Sólo esto les diste, porque son partes de cosas que no existen todas a un tiempo, sino que, muriendo y sucediéndose unas a otras, componen todas el conjunto cuyas partes son.

De semejante modo se forma también nuestro discurso por medio de los signos sonoros. Porque nunca sería íntegro nuestro discurso si en él una palabra no se retirase, una vez pronunciadas sus sílabas, para dar lugar a otra.

Alábate por ellas mi alma, "¡oh Dios creador de cuanto existe!"; pero no se pegue a ellas con el visco del amor por medio de los sentidos del cuerpo, porque van a donde iban para no ser y desgarran el alma con deseos pestilenciales; y ella quiere el ser y ama el descanso en las cosas que ama. Mas no halla en ellas dónde, por no permanecer. Huyen, ¿y quién podrá seguirlas con el sentido de la carne? ¿O quién hay que las comprenda, aunque estén presentes? Tardo es el sentido de la carne por ser sentido de carne, pero ésa es su condición. Es suficiente para aquello otro para que fue creado, mas no basta para esto, para detener el curso de las cosas desde el principio, que les es debido, hasta el fin que se les ha señalado. Porque en tu Verbo, por quien fueron creadas, oyen allí: "Desde aquí... y hasta aquí."
Creo, por mi parte y en principio, que en el punto de controversia le doy la razón a Lewis, con no menos temblor que el suyo en lo que a san Agustín importa.

Especialmente, en la interpretación de lo que sostiene san Agustín en el capítulo X de ese libro IV de las Confesiones, aunque no se puede llegar allí sin pasar antes por los anteriores capítulos, cosa que apunta bien Urbina -con cierta insolencia, creo-, más allá de que señala con razón que Nebridio no es –no parece ser- el amigo muerto del que habla Hipona.

Sin embargo, hay un asunto ¿lateral? que no puede pasar así como así porque es muy grueso. Y no es la primera vez que Lewis se refiere a ese asunto en sus obras, según mi recuerdo. El punto, mal entendido, es un disparate mayúsculo y es sumamente peligroso.

Se parece al tópico romántico que sostiene que no hay faltas por amor, se parece a una torcida interpretación de la indulgencia de Jesús hacia María Magdalena. Se parece a una cantidad de subterfugios, es verdad.

Pero creo que lo que dice está en relación directa con lo que da origen a todo esto: donde esté tu tesoro, allí estará tu corazón.

Lo que Lewis establece está condensado en este párrafo:
Creo que los amores más ilícitos y desordenados son menos contrarios a la voluntad de Dios que una falta de amor consentida, con la que uno se protege a sí mismo. Es como esconder el talento en un pañuelo, y por una razón muy parecida. «Supe de ti que eres un hombre muy duro».


En lo que todos estaremos de acuerdo, sin embargo, es en que hay que detenerse aquí, por ahora.

sábado, 29 de mayo de 2010

El corazón del tesoro (II)

Una de dos.

Y no parece que puedan ser las dos cosas a la vez.

O es una acuarela, un trazo gracioso y ágil, algo criollo y bien aromado: contar una madrugada de ordeñe en un corral.

O es una canción de amor, tan melancólica y sentida como púdica y digna, sobria, a lo criollo, de la pampa o la sabana, tanto da.

Pues bien.

Con una impecable María Teresa Chacín, “el tío de Venezuela”, Simón Díaz, canta a dúo Corral de ordeño.
ver

Se te fue quien te quería, "Melodía",
por los caminos del viento, "Barlovento";
dame una totuma llena, "Noche buena",
dame una dulce esperanza, "Mala crianza";
de todas las flores bellas, "Linda estrella",
eres tú la más hermosa, "Buena moza";
el corazón me lastima, "Clavellina",
con tu bramar lastimero, "Mi Lucero",
"Mi Lucero", "Mi Lucero"...

Por la sabana infinita, camina mi pensamiento;
dónde estás que no te siento, "Mi Tormento",
ya llegó la mañanita, "Flor marchita".

Ya viene saliendo el sol y no siento tu presencia:
llegas tarde a la querencia, "Penitencia",
me estoy muriendo de amor "Bella flor".
"Bella Flor", "Bella Flor"...

Acercate, "Turupial"; acercate, "Viento de agua",
que tus penas son iguales a las penas de mi alma, "Tengan calma".
"Tengan calma", "Tengan calma"...

Se te fue quien te quería, "Melodía"
por los caminos del viento, "Barlovento",
"Barlovento", "Barlovento"...

Ya me va a tumba' el balde, Malacrianza, Malacrianza, uhmmm,
eche pa' lla Buenamoza, póngase Clavellina, Viento de agua...



Y así es como, diría, se hacen las dos cosas a la vez.

Sin tanta vuelta, sin mucha milonga. Sencillamente. Elegante y simple, valga la redundancia.

Lo cual prueba, si hiciera falta, que se puede.

Y esto dicho para quien diga que no se puede: que una cosa es el placer y otra el deber.

Que una cosa es la milicia y otra la fiesta.

Que una cosa es la belleza y otra el trajín.

Pero el asunto puede catarse de otra guisa.

Porque, al parecer, hay aquí un solo corazón. Como parece también que, en la misma -y por la misma- superposición de cantos, hay más de un tesoro.

¿Puede ser? ¿Podrá ser? ¿O es un solo tesoro, también?

Todo un asunto, todo un problema.


No son cosas mías, son de Díaz.

viernes, 28 de mayo de 2010

El corazón del tesoro

Hay una expresión que, puestos a ver, creo que resulta siempre tan consoladora como inquietante. Y quizá más lo segundo que lo primero. Sobre todo porque me parece que suele verse menos lo que tiene de consoladora que lo que tiene de inquietante. Y, sin embargo...

Más allá del ingenio de los traductores, el hecho es que lo que dice Jesús según san Mateo o según san Lucas, es casi lo mismo. Podrá, eso sí y tal vez, causarle a alguno cierto escozor el que en un caso Jesús use un pronombre de respeto de segunda plural y, en el otro, uno más coloquial o próximo en segunda persona del singular. Mucho menos me ocuparía de las diferencias de ordenamiento sintáctico entre las dos versiones, reducidas a la ubicación de un solo verbo.
Hópou gár 'estin ho thesaurós sou, 'ekeî 'estai xaì he kardía sou.

Ubi enim est thesaurus tuus ibi est et cor tuum.

Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón. (Mt. 6, 21)


Hópou gár 'estin ho thesaurós humôon, 'ekeî kaì 'éstai he kardía humôon.

Ubi enim thesaurus vester est ibi et cor vestrum erit.


Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón. (Lc. 12, 34)
Esto lo dice Jesús mientras enseña a una multitud de “miles y miles”, dice san Lucas, durante el sermón de la montaña. Concretamente, Jesús está hablando en ese momento de las riquezas, de las terrestres y de las celestes, en oposición. No es que no se aplique, claro que sí. Tampoco es que no tenga que ver o haya sido dicha al pasar, eso no. Las riquezas, por cierto, siempre son un tesoro. Y ése es el problema inmediato. Siempre, además, son más un tesoro en el corazón que en el bolsillo o las manos (aunque esa sensualidad de las riquezas no es una tontera...) Y ése es el problema mediato.

En cualquier caso, me late que no se restringe la cuestión a la relación del tesoro de las riquezas con el corazón, o viceversa.

Ahora bien.

Corazón es una palabra fuerte en las Sagradas Escrituras. Muy.

Hasta donde sé, es, por ejemplo, unas tres veces más frecuente que Amor, ni más ni menos.

Corazón es un término fuerte, un concepto importante. Vaya novedad. Pero no es sólo un concepto, claro.

Es algo importante…para Dios. Y para el hombre, se entiende, aunque lo sabemos bastante menos. Y lo es para Dios, porque lo es para el hombre.

Tesoro, sin embargo, y en esta frase específicamente, tal vez no lo sea menos.

No tienen por qué entrar en competencia de importancia, pero me pregunto cuál de las dos es la mayor en este caso.

jueves, 27 de mayo de 2010

Non potho reposare

Supongamos que anda usted por Sardegna, un día cualquiera de estos días.

Pongamos por caso, entonces, que se encuentra a un sardo por la calle -es bastante frecuente...- y le dice, a boca de jarro y en su sardo elemental (como el mío, cumpare, como el mío…): “Verá usted, caro amico sardo, que me anda haciendo falta una bonita pieza para dar serenata por allí y por allá… ¿No tendrá siquiera algo a mano que me dé contento en aquello que he menester…?”

Sabrá entonces a qué llaman la suficiencia sarda en su expresión prístina. Lo mirará el nativo con una media sonrisa condescendiente y sin mediar explicación ninguna dirá, apenas inclinando la cabeza hacia atrás y revoleando sutilmente los ojos hacia el cielo, mientras abre los brazos con las palmas de las manos hacia fuera: Non potho reposare…

Y el muy sardo tiene toda la razón, permítame que lo anoticie: porque parece que no hay otra canción en Sardegna a estos efectos.

Desde hace unos 90 años, los versos de un abogado y poeta comunista, Salvatore ‘Badore’ Sini, nacido en Sarule, Nuoro, se convirtieron precisamente en la canción de amor por antonomasia de los sardos. Parecería que, además de todos los sardos, la han cantado casi todos los que viven de cantar en la isla. Y no pocos afuera. Los versos, intensos y con gracia, aunque algo románticos, eran versos de un poema y al año siguiente de conocidos, en 1921, les puso música el director de la banda de Nuoro, Giuseppe Rachel, compagno del autor. El poema originalmente se llamó A Diosa, que es la letra actual de la canción, según mayormente se la entona. Otro poema de Don Badore supone que la amada contesta a éste y, por cierto, ese poema se llamó A Diosu.
ver
A Diosa

Non potho reposare amore e coro
pensende a tie so donzi momentu,
no istes in tristura prenda 'e oro
nè in dispiaghere o pensamentu.
T'assiguro ch'a tie solu bramo
ca t'amo forte t'amo, t'amo, t'amo.

Si m' essere possibile d'anghelu
s'ispiritu invisibile piccabo
sas formasa e furabo dae chelu
su sole sos isteddos e formavo
unu mundu bellissimu pro tene
pro poder dispensare cale pene.

Ojos tristos cun delicios e ammentos
che umbras mi lassades su manzanu
preguntende a dogni coro amadu
a immagine chi si formant in beru
si idu an'in su mundu tantu amore
ca amare tantu est sì tantu dolore.


A Diosu

Si tue non bi podes riposare
non riposat Diosa, amore, coro,
frequente mi ponzi a lacrimare
pessende ch'est luntanu su ch'adoro.
Itte m'importat chi brames a mie,
si non ti tenzo accurtzu, rie rie?
Inutile est s'affettu ei s'amore,
da chi mill'annos ti restas luntanu.
S'haeres provadu su meu dolore
non t'haio bramadu gosi invanu.
Non potende volare, veni in trenu,
a pede, o curre a caddu sentza vrenu.
Gravellu meu, Diosu istimadu,
s'angelu veru, sole, isteddos, luna,
ses tue, coro, s'universu amadu;
attera non disizzo cosa alcuna.
Su veru unicu bene ses, Diosu,
chi mi vaches provare cada gosu.
Su veru bene, coro, tenzo in sinu,
e s'anima s'esaltat e sa mente,
pessande a s'isplendore 'e su divinu
amore, veru sole de oriente.
Si tue, coro, ses ispasimante,
Diosa, crede, ch'est agonizante.
Non potho biver, no, sentz'amargura,
luntanu dae tene, amadu coro.
A nudda valet sa bella natura
si no est accurtzu a su caru tesoro,
pro mi dare cossolu, hare recreu
coro, Diosu, amadu prus de Deu.
Tue ses s'astru, sole, s'universu,
chi m'has donadu a mie cada bene,
cando s'ispada in coro m'has immersu
tinta de samben d'amore de tene.
E pius de s'universu vales tue
veni, Diosu, non restes incue.
D'unu pintore unu ritrattu bellu
d'una istattua de marmu verdadera,
de sos profumos de rosa e gravellu
nudda m'importat de sa primavera,
bastet s'amore cunserves a mie,
coro, candidu lizu pius de nie.
A mie pro s'eternu ses aunidu
e ti cherjo cuvare intro 'e campana
in modu chi nessunu t'haret bidu.
Veni, mi vasa, su coro mi sana,
veni, t'aspetto, a die, notte, onzora,
veni Diosu, veni, mi ristora!
Non m'importat tramontos, luche 'e die,
ne terra o mare, ne astros de chelu,
da chi tue su coro has dadu a mie,
ch'has divinu isplendore prus d'anzelu.
Como, Diosu, cun s'idrovolante,
vola, m'abbratza e mi vasa a s'istante.

Como digo, Don Badore era un fervoroso comunista -y aunque Diosa y Diosu quieren decir enamorada y enamorado, o amada y amado-, llama igual la atención en ambos textos la recurrencia a divinidades y cielos y ángeles, a la creación y a la belleza y los esplendores de la tierra y el cielo y una pasión tan pura y elevada, tanto bien y amor. Es verdad, por otra parte, que el amado es allí amado más que Dios
coro, Diosu, amadu prus de Deu.
Pero es verdad también que ése es un tópico por varias centurias más antiguo que el romanticismo que impregna el poema.

En fin: il Mare..., ah, l'Italia y ese comunismo itálico... (No puedo no recordar ahora que Gramsci era sardo también...)

Y disculpe el desvío, que usted andaba de parranda y no quiero distraerlo con esas cosas.

La canción se canta como Non potho reposare, habitualmente. Y creo que bastan tres versiones para explicar la condescendencia del sardo que encontró usted por la calle, cuando andaba buscando con qué dar serenata en Sardinia, y todo eso…

Una pertenece a Maria Carta y creo que es de las mejores que encontré.



Otra versión, muy pero muy famosa y diría casi en toda Italia, es la que hace Andrea Parodi, ya muerto y muy llorado en la isla, en este caso acompañado por el guitarrista Al Di Meola. Parodi canta una versión distinta. Aparece una estrofa de A Diosu
Non potho biver, no, sentz'amargura,
luntanu dae tene, amadu coro.
A nudda valet sa bella natura
si no est accurtzu a su caru tesoro,
pro mi dare cossolu, hare recreu
coro, Diosu, amadu prus de Deu.
y desaparece la última de A Diosa.



Para terminar aquí y no fatigarlo a usted con algunas de las otras centenas de versiones, elegí casi al azar a uno de los muchos coros que hay por todas partes en Sardegna: el Barbagia de Nuoro. En este caso, fíjese, el coro canta una estrofa que no está en ninguno de los dos poemas de Don Badore. Vaya uno a saber...



¿Qué? ¿Cómo dice? ¿Cómo que usted no piensa dar serenata a nadie...? ¿Cómo que no tiene por qué ni tiene a quién ni tiene ganas si tuviera a quien ni tiene ganas siquiera de tener a quién? ¿Cómo que usted no está para estas pamplinas?

Pero, ¿usted es pavo? ¿Ahora me lo dice, botarate?

Con el trabajo que me tomé…

Está dicho: Non potho reposare

miércoles, 26 de mayo de 2010

La fin del mundo

Fue hace varias décadas, así que es comprensible que me cueste rastrear el dato y más aún darlo con precisión.

El caso es que, estando chico, leía pilas enteras de vidas de santos en unas revistas mexicanas. No, ni se le ocurra; no era esa piedad que terminará en el anecdotario de algún santo. Ni mucho menos: postrado en una cama de sanatorio por meses, sin poder caminar y con una pata de palo y peor, siendo por otra parte niño y algo lector, solamente jugaba a los soldaditos (mi pierna buena hacía de montaña defendida por los defensores y a conquistar por los atacantes que avanzaban desde la cama que hacía de valle…); oía partidos de Boca en una vieja radio Spika, tenía un disco simple 33 rpm de Julio Sosa (lado A, El firulete; lado B, Nada…), que fatigué hasta que Sosa se quedó sin voz; había en mi mesa de noche ediciones adaptadas y bonitamente ilustradas de la Ilíada, la Odisea, otra del Quijote, en tamaño gigante las tres; un libro francés de grandes descubridores y aventureros (así conocí a Saint Exupéry, por ejemplo, que para mí por entonces apenas era un aviador…) y otro de leyendas universales, típico de aquellos años. Y casi nada más.

Un buen cumpa del colegio me visitaba los días miércoles y, en unas bolsas enormes, era él quien me traía revistas de aquella laya que dije, más otras de Roy Rogers, Red Rider, El Fantasma

Durante años, recordé episodios de aquellas revistas, así como conocí santos que después advertí que casi nadie más conocía y que me fueron presentados de niño.

Muy bien.

Sin la precisión debida, como digo con algo de temor y temblor ahora, creo recordar que fue en la vida de san Luis Gonzaga que leí una frase que me acompaña desde entonces, de diverso modo según los tiempos van andando.

Recuerdo un recuadro con unos seminaristas o novicios jesuitas flacos y altos y todo de negro hasta los pies vestidos, serían tres o cuatro. Conversaban informales en un recreo, quizá, cerca de algunos árboles, con algún edificio de fondo.

Uno de ellos le hizo al resto una pregunta pía: ¿qué harías si en este momento mismo fuera el fin del mundo?

En los cuadros siguientes, en planos más cortos, aparecían caras de distinto talante respondiendo a su sabor: correría a la capilla, me arrodillaría ante el Santísimo, buscaría un confesor, rezaría un Confiteor…, y cosas así, si no ésas.

Me parece –si no estoy recreando el pasaje a mi gusto literario- que obviamente Luis no contesta y se mantiene callado, hasta que todos vuelven la cabeza y le preguntan qué haría él.

Seguiría conversando con ustedes, contesta.

Que efectivamente fuera de la vida de san Luis Gonzaga –por ser quién era y cómo era- podría dar pienso para pensar. No lo sé de cierto, aunque en mi recuerdo siempre lo tuve por suyo al episodio. En verdad no pude encontrarlo nunca de nuevo en parte alguna, una vez que aquella revista (vaya fuente…) se perdió quién sabe dónde. Y quién sabe por qué, que es más interesante todavía. Es verdad, por otra parte, que tiene el sabor de ser algo atribuible a muchos, como un tópico, digamos, aplicable al tipo de cosas que un santo podría decir.

Al fin, tanto da por ahora.

La frase siempre me llamó la atención.

Durante años, -por alguna razón creo que tratando de ponerla a prueba-, enfrenté la cuestión a otras citas.

Últimamente, por ejemplo, quedó frente al protoapocalipsis, que le dicen, del capítulo 24 del evangelio de san Mateo.

Y en eso estoy.

Y habrá que ver.

martes, 25 de mayo de 2010

Sardinia, con ‘sa’ de Savina

Sigo por el Mare porque vengo de otros desiertos por estos días. Y viajar cansa, claro. Y la música descansa.

Así fue que, buscando reparo, encontré en medio del Mare tres piezas entre varias, pero éstas de rara factura. Y belleza.

Putaiola, por ejemplo, canción sarda, que hacen aquí Elena Ledda (cantante sarda afamada y bastante peculiar), Mauro Palmas y mi querida Savina Yannatou (tres de esos incansables investigadores de la música de todo el Mare en torno...).

(No, mi amigo, no: putaiola quiere decir tijera o podadora.)



O esta rareza de poema en griego Σαν το ρόδο (San to rodo, como la rosa...), que ellos mismos cantan.



O aun esta obrita extraña, Laudatu semper sia, tomada de un antiguo rosario sardo.



Y ya.

A seguir viaje.

lunes, 24 de mayo de 2010

La curva línea recta

¿A quién se le ocurriría? Proponer que la línea curva al mismo tiempo sea recta y la horizontal, vertical. Y que sea tal que no se pueda cercenar una de las dos posiciones sin cercenar ambas y el todo.

Parece un juego de palabras, un disparate geométrico de planos encontrados y superpuestos. O un acertijo algo cruel, sobre todo si va la vida en ello.

Se le dice a un hombre: Jamás se incline usted si no es para mantenerse en pie. Nunca mire para abajo salvo que sea para mirar hacia lo alto. No vuelva nunca sobre sí si no es para salir de sí. Vectores raros son esos.

Sin embargo, por raro que suene: cercene usted la vertical y recta de la fe o de la esperanza o de la caridad, por ejemplo, y vea qué pasa con la horizontal y curva del ensimismamiento, del abajamiento o del arrepentimiento o de la humillación. O del dolor, la decepción, el ahogo y la misma muerte. Y viceversa.

Claro.

Pero.

Había un dios clavado en una cruz.

Hasta que él fue clavado en ella, la cruz eran dos postes atravesados. Dos.

Parece que no hay modo de hacer una cruz si es sólo un poste vertical y recto. Ni se puede con la horizontal sin el poste. Tienen que ser dos.

Eso fue así hasta que clavaron a un dios en una cruz.

Resultó entonces que la cruz ya no son dos cosas unidas: es una sola cosa. No son dos trazos, es uno solo.

La recta vertical sin la horizontal o curva, la curva u horizontal sin la vertical recta: para los hombres, cualquiera de ambas posibilidades de exclusión es como el infierno. Es el infierno. Un infierno de desesperación o de soberbia, de tristeza incurable o de orgullo.

Y resultó claro entonces que no se puede hacer algo siquiera humano en este mundo si no es a la vez curvo y recto, vertical y horizontal.

Ahora bien.

Había un dios clavado en una cruz. Y si debía ser clavado, debía ser un dios, porque no bastaba la cruz. Porque la cruz eran dos maderas separadas que había que atravesar a martillo para que se juntaran y ni así se hacía de veras una sola cosa: por más hombres que usted clavara allí se necesitaba que el dios hincara su carne en la madera, impregnara la madera con su sangre. Hasta que carne, sangre y madera se fundieran. Pero también hasta que la horizontal y la vertical se fundieran: el matrimonio de la sangre y la carne de un dios con la madera; para que la madera pudiera ser humana, claro; pero también para que el hombre pudiera ser horizontal y vertical, recto y curvo en un solo trazo.

Pero el dios estaba clavado en una cruz porque era un hombre, también y especialmente. Y era un hombre porque convenía que fuera un hombre.

Porque la cruz era para un hombre, no para un dios.

Era el modo en que el hombre estaría en el mundo si fuera de otro mundo. El modo en que debe estar en el mundo, si quiere estar en el otro mundo. Y así, amalgamado en horizontal y vertical, en recta y curva, pudiera ser uno y no dos.

Como la cruz es una sola línea: vertical y horizontal, recta y curva. Amalgamada desde que se clavó en ella la carne de un dios, desde que fue impregnada de la sangre de un dios.

Así, sí.

Un nuevo modelo geométrico.

Una cruenta lección divina de geometría humana, al fin y al cabo.

Algo que a un hombre no se le ocurriría ni podría resolver, si no tuviera un profesor de geometría que se hiciera geometría para explicarle geometría.

viernes, 21 de mayo de 2010

Sardinia

Noli foras ire…, dice san Agustín. Y dice bien: no vayas afuera, no quieras ir.

Por eso, entonces, a viajar.

Porque no está interdicto en el aforismo el viaje que nos preserva de la evagatio mentis, hija de la acedia. Al contrario. Porque todo el mundo sabe que hay viajes y viajes.

Así es como me fui hace un tiempo y por un tiempo a Sicilia. Y todavía no volví.

Con la fórmula rancia del escritor petulante, éste es el punto exacto en el que el tipo dice con petulancia: “…ocurre, verá usté, que viajé a Sicilia porque estoy trabajando en un nuevo libro, algo experimental, del que no puedo hablar todavía…”

Muy bien. El caso vero es que estoy trabajando en un nuevo libro, algo experimental, qué quiere que le diga.

Dicho sea al pasar: he visto en este tiempo que el viaje nos viaja a nosotros, tanto como nosotros a él. No cualquier viaje, no cualquier nosotros, eso se entiende.

Lo dije alguna vez, me parece: las cosas, finalmente, nos miden y, tarde o temprano, nos dicen quiénes somos. O, al menos, dan pistas firmes para oídos celosos.

Pero eso es otro asunto.

Total que ando dando vueltas por el Mare Nostrum, con grande fruición y contento. A veces pienso que si no estuvieran Italia y el Mediterráneo, no entendería ni jota de todo este sabroso mundo.

Por lo demás, y a modo de justificación maltrecha, son tantas las cosas que pasan en estos tiempos, que conviene mirar todo lo que se pueda desde la mayor cantidad de ángulos posible. Ahora bien. Los ángulos son muchos, claro. Pero uno es uno solo, aunque su inteligencia pueda contener de algún modo todas las cosas. Y las cosas mismas, por hondas que sean, son algo determiado y no cualquier cosa.

¿Y detrás de qué va uno?

Ah, cumpare…, eso sí que está bueno. Fíjese que el viaje nos viaja también. No hay viajero que no se entere a los postres de muchas más cosas que las que suponía iba a ver o a buscar. Y no hay viajero atento que no advierta, con sorpresa feliz, que ha sido viajado de tal manera que no ha sido tanto lo que él ha recorrido como lo que ha sido recorrido en él.

¿Y eso no nos llevará precisamente a la famosa evagatio tan vitanda?, dirá usted. Según y conforme, mire. Porque es claro que alguna disciplina es necesaria para ser discípulo, ¿cómo si no? Esa evagatio infeliz no nos deja aprender nada, nos engorda, si acaso; pero, de hecho y antes, impide que arraiguemos tanto como impide el arraigo de las cosas en nosotros, quitándonos de paso la alegría y el goce. Por lujoso que pareciere, es un patinaje sobre superficies sintéticas, que no respiran ni sudan. Deslizamiento gracioso sobre nadas de nada, pomposas nadas que muchas veces son algo importante y sobre las que flotamos pomposa y livianamente: la frivolidad aquella de la que hablaba Chesterton. La de la peor especie: la de quien manosea con solemnidad las cosas que cree y estima como grandes y serias y aun excelentes, hasta ahogarlas en sí mismo y en otros, hasta matarlas a ellas y morirlas. Ese viaje hay que evitar.

Pero, alto aquí: no deje que engole la gola y me ponga petulante como el escritor aquel.

Pasó que boyando por Sicilia, por ejemplo, pasé a Sardinia. Tan áspera es. Encontré, a primera vista, sabores tan ásperos en la lengua y en las gentes, en las historias y en las piedras, que me sorprendió la insistencia y la ternura de sus ruegos centenarios y ya milenarios a la Virgen.

Como rayos de luz cruzando el Mare aquel, desde las costas del Levante, hasta la Magna Grecia, rozando los promontorios sardos. Me pareció notable y emocionante. Y que todavía perdure.

No es lo único que oí en las costas del Mare, pero eso lo oí.

Por ejemplo.

Un Ave María que en sardo se llama Deus ti salvet, Maria, muy popular en una isla en la que dicen que la mayoría de las iglesias tienen advocaciones marianas.

De ella oí tres versiones, cada cual con lo suyo. Dos son de coros sardos, la otra de Maria Carta, afamada en Cerdeña.






ver

Deus ti salvet, Maria
chi ses de gratzias piena,
de gratzias ses sa vena
e-i sa currente.

Su Deus onnipotente
cun tegus est istadu
pro chi t'hat preservadu
immaculada.

Beneitta e laudada
subra tottu gloriosa:
mama, fiza e isposa
de su Segnore.

Beneittu su fiore
ch'est fruttu de su sinu,
Gesus, fiore divinu,
Segnore nostru.

Pregade a Fizu 'ostru
pro nois peccadores:
chi tottu sos errores
nos perdonet.

E-i sa gratzia nos donet
in vida e in sa morte
e-i sa diciosa sorte
in Paradisu.

El original italiano parece que es del siglo XVII y traducido más tarde al sardo.

Dio ti salvi, Maria,
che sei piena di grazia;
di grazie sei la sorgente e la corrente.

Il Dio Onnipotente
con te e' stato;
percio' ti ha preservato immacolata.

Benedetta e lodata
sopra tutti gloriosa
sei mamma, figlia e sposa del Signore.

Benedetto il fiore,
frutto del seno;
Gesu' fiore Divino Signore nostro.

Prega tuo figlio
per noi peccatori,
che tutti gli errori ci perdoni.

E ci dia grazie,
nella vita e nella morte,
e una buona sorte, in Paradiso.

De María Carta oí otras dos canciones a la Virgen.

Ave mama e Deu, es una traducción a la lengua de la isla del Ave Maris Stella medieval.


ver
Ave Mama e Deu
de chelos sovrana
de grascias funtana
candidu ispantu.

Cun maternu incantu
Gesus ha ninnadu
carignos l'ha dadu
prenda de amare.

L'has bidu indorare
de rajos sos coros
mudende in tesoro
sas ranchidas nues.

Suffris, ma non rues,
Mama de dolore,
cando Redentore
lu idesi isvenare.

Como chi de sos chelos
ses Reina digna
isparghe in Sardigna
grascias e amore.

La otra, está dicha en un antiguo dialecto catalán de la ciudad de Alghero, en el oeste de Cerdeña, que llaman L’alguer, en catalán.


ver
Ave Maria
plena de grassias
nostru Sagnor
es ama tu
i benaira ses Tu
mes de tottas las donas
i benaitu sighi lu fil tou Jesus

Santa Maria
Mara de Deu
prega pels probas
peccarol che t'adoran
ora y nell'ora
della molt nostra
Amen

De regalo, me llevé también de la isla una especie de canción de cuna al Niño Jesús. Estas composiciones se llaman allí ninnie (ninnia, en singular; en italiano es ninna nanna). La letra de esta Ninnia a Gesus viene de fines del siglo XVIII.



Y por ahora, de aquí no me muevo.

Es decir, sigo viaje. No se olvide de que estoy trabajando en un nuevo libro, algo experimental..., and all that.

martes, 18 de mayo de 2010

Bicentenario

Dice Leopoldo Marechal en el Segundo Día de su Heptamerón (Didáctica de la Patria, 6):
El nombre de tu Patria viene de argentum. ¡Mira
que al recibir un nombre se recibe un destino!
En su metal simbólico la plata
es el noble reflejo del oro principal.
Hazte de plata y espejea el oro
que se da en las alturas,
y verdaderamente serás un argentino.


Y es todo lo que tengo para decir al respecto.

A ver, mi pana…

Que no todo Venezuela es Chávez y no todo Simón es Bolívar, qué joder.

Por eso: aquí van cuatro de o por Simón Díaz, venezolano, llanero, gloria y emblema de la música de la pequeña Venecia.

Cuando estaba chico, oía a mi padre cantar su Alma llanera o Caballo viejo, tan arruinado después por tantos, y otras músicas de esos tonos. Me lleva a mi niñez y a mi padre, enamorado él de la música y también de la llanera.

Todo lo cual es suficiente motivo, quién necesita más.

Y como todavía estamos en mayo: Flor de mayo, para principiar.



Los ritmos más ligeros de la sabana, los hace aquí Simón Díaz con la Rondalla Venezolana. Como esta Fiesta en Elorza.



O esta Laguna Vieja.



Al fin, la afamada Tonada de Luna llena (que no es tema exactamente romántico*, aunque sí dulce…)






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* Juan Ignacio hizo de anfitrión hace ya varios años a un seminario de expertos y entusiastas.

lunes, 17 de mayo de 2010

Napule e'

Nápoles es tan antigua. Tantas cosas son napolitanas. Desde la Sibila de Cumas (había nacido en Grecia, en realidad, aunque eligió la costa de la Campania para vivir) hasta san Genaro o la camorra.

Casi todo el mundo sabe, por otra parte, lo que se dice de la porteña milanesa a la napolitana: plato inexistente en cualquier carta itálica, elaborado con ingenio digno de napolitanos, aunque nacido a orillas del coliseo del box, en Buenos Aires.

Creo, sin embargo, que lo que más me gusta de la dizque más antigua colonia griega en Europa, es la música que hacen. Y aquí mismo es donde los tanófobos deben cambiar presto de ocupación y rumbear para otra bitácora.

Dos ejemplos, cada uno con su miga.

Pongamos por caso la canción de guerra de los Sanfedisti. Un ejército de campesinos pobres antirrepublicanos de los tiempos de la invasión de los revolucionarios franceses y Napoleón a Italia. Parecido a La Vendée, con sus más y sus menos. Nacidos en el sur con epicentro en el reino de Nápoles, claro. Comandados por un cardenal de familia noble y calabrés, todavía hoy discutido con pasión como el mismo movimiento, combatieron en casi toda Italia contra los franceses y sus aliados locales entre 1799 y 1806, aunque después siguieron contra la masonería y los carbonarios, unos 30 años más adelante. Nápoles, dicen, era también el foco de irradiación de la masonería en Italia. Se los llamaba sanfedisti, con el apócope de Esercito della Santa Fede in Nostro Signore Gesù Cristo. La historia de estos hombres es poco conocida por aquí, aunque merecen algo de atención, en varios sentidos: historia magistra vitae, dijera Marco Tulio. Combatían tanto por la fe católica y el papa, como por la restitución del reino borbón. Todo contra los giacubbini, como los llaman. Cosas de Nápoles, vea usted. Curioso y entreverado.

Doscientos años pasaron, y algunas cosas pasaron, otras siguen pasando y otras no han pasado aún…


ver
Canto dei Sanfedisti

A lu suono de grancascia
viva lu popolo vascio
A lu suono de tamburrielli
so' risurti li puverielli
A lu suono de campane
viva viva li pupulani
A lu suono de viulini
morte a lli Giacubbini.

Sona sona
sona Carmagnola
sona li cunzigli
viva o rre cu la Famiglia.

A sant'Eremo tanta forte
l'hanno fatto comme a ricotta
A stu curnuto sbrevognato
l'hanno miso a mitria 'ncapo
Maistà chi t'ha traduto
chistu stommaco chi ha avuto
'e signure 'e cavaliere
te vulevano priggiuniere.

A lli tridece de giugno
sant'Antonio gluriuso
'E signure sti birbanti
e facettero o mazzo tanto
So' vvenute li Francisi
auti ttasse n'ce hanno miso
Liberté... Egalité...
io arruobbo a tte
tu arruobbi a mme.

Li francisi so' arrivati
ce hanno bbuono carusati
E vualà e vualà
caveci nculo alla libbertà
A lu ponte a Maddalena
'onna Luisa è asciuta prena
e tre miedece che banno
nun la ponno fa' sgravà

A lu muolo senza guerra
se tiraie l'albero nterra
afferraino 'e giacubbini
'e facettero 'na mappina.
E' fernuta l'uguaglianza
è fernuta la libertà
pe vuie so' duluri 'e panza
signò iateve a cuccà

Passaie lu mese chiuvuso
lu ventuso e l'addiruso
a lu mese ca se mete
hanno avuto l'aglio arreto
Viva tata maccarone
ca rispetta la religgione
Giacubbini iate a mmare
che v'abbrucia lu panare.

Vayamos un poco más atrás. Época de oro de los Habsburgo, por el siglo XVI, con un consecuente despliegue de artes en Nápoles, que, hay que decirlo, podía sacar arte de lugares que los Habsburgo, con todo y su grandeza, no vieron nacer porque no habían nacido a la vida civil cuando los napolitanos ya sabían tocar la guitarra o gobernar imperios. El caso es que, entre otras cosas, se impuso por entonces una moda de canzone villanesca alla napolitana, con versiones para todos los gustos, incluso gustos más zafios, que no es el caso que aquí traigo, no vaya a pensar mal…

ver

Madonna tu mi fai lo scorrucciato

Madonna tu mi fai lo scorrucciato,
che t'aggio fatto che 'ngrifi la cera...
Anema mia, chesta n'è via
de contentar 'st'affannato core.

Me par che m'habbi in tutto abbandunato
ca non t'affacci all'ora della sera...
Anema mia, chesta n'è via
de contentar 'st'affannato core.

Va' figlia mia, che ci aggio 'ndivinato
ca saccio con chi giochi a covallera....
Anema mia, chesta n'è via
de contentar 'st'affannato core.

Donna, caro mio ben, dolce signora,
habbi pietà d'un chi te solo adora...
Anema mia, chesta n'è via
de contentar 'st'affannato core.





(Encontré dos versiones de esto y pongo ambas, pues, además de otras diferencias que tienen su gracia, en una se canta una estrofa más que en la otra. Los versos son de Juan de Colonia y dicen que del 1537. El enamorado se queja –inútilmente, diría yo, según se deja ver- porque la dama ya no se interesa por él y tiene con quien jugar sus juegos… El estribillo repite algo así como: Alma mía, que este no es modo de contentar a este corazón tan dedicado…, que si no fuera galante sería irónico, o quizá sea ambas cosas.)

De las dos canciones, el Canto dei Sanfedisti y ésta última, tan diversas, me llama la atención la sutil y tan napolitana comisura entre la alegría y el dolor, entre el coraje y la fiesta. Tomarse las tristezas del amor y la furia de la guerra con cierta alegría, les parecerá a los más ceñudos falta de seriedad. Podría ser, aunque no me parece

Claro que entiendo de todos modos.

Es verdad: no todos son napolitanos.

Y no todos son tan antiguos.

domingo, 16 de mayo de 2010

La edad del mundo (II)

No es lo mismo, vea.

Conocer a la mañana o al mediodía o a la tarde. O a la noche, y esto último, menos que menos. Así es en los ángeles, por lo pronto, y lo digo ahora sólo figuradamente, porque el día de un hombre es otra cosa distinta de la luz (o tinieblas) en la que viven, como el tiempo del hombre lo es respecto del modo en que ellos transcurren.

Y aunque no es para nada igual que lo que ocurre con el conocimiento angélico (con sus conocimientos matutinos, vespertinos o nocturnos, e insisto con denuedo en que no se llaman así por las horas del día…, si acaso no es al revés...), es verdad que en ciertas luces de la mañana se ve inmediatamente lo que más tarde hay que ver mediatamente. No que se vea cara a cara, pero hay intuiciones en medio de la luz matutina que, a medida que el sol corre por el cielo, dejan de volar o saltar grácilmente y comienzan a caminar, paso a paso, cuando no, las más de las veces en un servidor, a arrastrarse. Y a veces a evanescer hasta perderse o ocultarse por años, si acaso vuelven en este siglo.

Así, entonces, me pasó hoy que me quedé mirando la edad del antiguo mundo frío y vigoroso que me rodeaba esta mañana; aunque con el correr del día aquella luz se fue transformando. De modo que extraño ahora, ya con las sombras sobre el mundo, lo que tan gracioso y lucido lucía al alba.

Qué remedio.

Me puse a ver y vi que en las biblias suele citarse la Primera Carta a los Corintios junto al pasaje del Génesis que puse en el epígrafe. Y, por cierto, es del todo pertinente.
Alguien preguntará: ¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué clase de cuerpo?

Tu pregunta no tiene sentido. Lo que siembras no llega a tener vida, si antes no muere. Y lo que siembras, no es la planta tal como va a brotar, sino un simple grano, de trigo por ejemplo, o de cualquier otra planta. Y Dios da a cada semilla la forma que él quiere, a cada clase de semilla, el cuerpo que le corresponde.

No todos los cuerpos son idénticos: una es la carne de los hombres, otra la de los animales, otra la de las aves y otra la de los peces.

Hay cuerpos celestiales y cuerpos terrestres, y cada uno tiene su propio resplandor: uno es el resplandor del sol, otro el de la luna y otro el de las estrellas, y aun las estrellas difieren unas de otras por su resplandor.

Lo mismo pasa con la resurrección de los muertos: se siembran cuerpos corruptibles y resucitarán incorruptibles; se siembran cuerpos humillados y resucitarán gloriosos; se siembran cuerpos débiles y resucitarán llenos de fuerza; se siembran cuerpos puramente naturales y resucitarán cuerpos espirituales.

Porque hay un cuerpo puramente natural y hay también un cuerpo espiritual.

Esto es lo que dice la Escritura: El primer hombre, Adán, fue creado como un ser viviente; el último Adán, en cambio, es un ser espiritual que da la Vida.

Pero no existió primero lo espiritual sino lo puramente natural; lo espiritual viene después. El primer hombre procede de la tierra y es terrenal; pero el segundo hombre procede del cielo. Los hombres terrenales serán como el hombre terrenal, y los celestiales como el celestial.

De la misma manera que hemos sido revestidos de la imagen del hombre terrenal, también lo seremos de la imagen del hombre celestial.
(I Cor. 15, 35-49)
Esta carta puede verse (con algunas dificultades para la lectura) comentada por santo Tomás y más precisamente, para quien tenga menos tiempo o ganas, puede verse el comentario al pasaje que ahora traigo a cuento.

Se entiende, por lo pronto, que san Pablo y su comentador hablan acerca de Adán como hombre terrenal y de Cristo como hombre celestial. Como se entiende con sólo leer ese capítulo que san Pablo está hablando y enseñando allí acerca de la resurrección.

Más allá de esto, el punto que me atrajo esta mañana (ay, el matutino…) era simplemente la alusión a la antigüedad del mundo, es decir a la antigüedad de la materia, y a la antigüedad del hombre, en tanto que es un ser corpóreo, hecho del polvo de la tierra, esto es, material.

Y pensaba que hay para el hombre (para mí) una consonancia de principio con las cosas materiales, una correspondencia inicial, de la que algo importante se sigue. Pero más allá de esto, que es cosa desde antiguo dicha y con los tiempos tergiversada hasta el disparate o hasta la perversión, me importa más que nada ahora el dato temporal de esa consonancia material.

Tuve la intuición (‘impresión’ o tal vez ‘ilusión’ me suena ahora menos pomposo y más ajustado a lo que creo que pasó…) de que de la consideración de nuestra coetaneidad secundum quid con el mundo material creado, se siguen algunos beneficios para el talante humano, siempre tan necesitado de esperanza.

No pensé exactamente en una coetaneidad genérica y volátil, puramente figurada. Pensé en términos más literales: de algún modo, este mundo y yo (yo mismo, no el género humano…) tenemos la misma edad. De algún modo, insisto, claro.

Sí. Pero digo que, de algún modo, tenemos la misma edad.

Y eso, creo, es bueno. Y, creo, nos hace bien saberlo. Y nos haría bien recordarlo.

Pero no hay que abusar de la tarde y menos entrar a la noche con estas cosas entre manos, que me da que necesitan más luz que la que hay en la cueva. Y en mi cabeza, ça va sans dire. Y en el día, si me apura.


Mañana será otro día. Y pasado, otro. Y así.

No hay apuro. Somos antiguos.

La edad del mundo

Entonces Yahvéh Dios formó al hombre con polvo del suelo,
e insufló en sus narices aliento de vida,
y resultó el hombre un ser viviente.
(Génesis 2, 7)


Cada año, un vecino implacable -que tengo al sur-sureste- amanece al otoño con furor de árboles.

En los últimos tres años, podó con cierta inquina unos paraísos que tiene en su huerto, así como en años anteriores quitó toda cosa que se erguía más allá de los tres metros. Con todo y eso, viene a resultar al cabo del tiempo que hacia el sudeste, desde el mismo lugar desde el que ahora escribo, está más claro. Y tanto que el viento de esta mañana helada -que el molino del oeste certifica ser del sudeste lleno-, va libre por el cielo límpido y entra a ráfagas vivaces por la puerta abierta de la cueva y se cuela y me encorva los dedos enguantados, que restriego al terminar de escribir cada frase para que entren en calor.

Pero la gloria de este día no era el sudeste, sino un punto luminoso al este que todavía no era luz antes del alba, apenas una claridad difusa y tímida. Mate en mano, cigarro en boca, arrebujado como un siberiano en invierno, me paré un rato primero en el jardín a mirar la salida del sol y después desde la cueva, que tiene su perspectiva oriental nítida y casi épica, a esas horas del alba de estos tiempos de mayo, que esta vez vinieron fríos.

Quería ver la salida del sol. Por dónde sale el sol. No si el sol sale.

¿Se corre tanto el sol? ¿Va de aquí para allá, como a mí me parece? Claro que sí, pero la sensación es curiosa y distinta cuando se lo ve sin los ojos de las elipsis cósmicas, los ejes terrestres, los equinoccios y los solsticios.

Meses atrás, por ejemplo, he visto al sol salir por detrás de una casuarina, como escalando las ramas jóvenes. Bien al este, diría entonces. Más cerca, en mi propio jardín, el limonero me cubría así de los primeros calores del día y yo se lo agradecía.

Ahora, después de esperar, un inmenso cedro centenario -más hacia el nordeste- señala al fondo de la vista el punto en el que empieza a incendiarse el cielo, tardío, ya después de las 7 y media.

Sí. El sol se despierta cada vez en un lugar distinto. El cosmos se mueve, con una coreografía inquietante a veces.

Un aroma de lavandas subía desde la tierra fría, la mata de alhucemas enhiesta iba cuerpeando sin alardes el aire. No había nubes. La madre de los falcónidos que tienen nido en alguna altura cercana, planeaba solitaria en el aire gélido, moviendo su cabeza con precisión de un lado a otro, buscando comida aquí abajo en el suelo.

El día está despertando, sí.

Este mundo antiguo tiene otro día.


Pensé, entonces, que los hombres olvidamos habitualmente que tenemos la edad del mundo.


Ya se hacía la hora de buscar el pan, de encender los fuegos de la mañana, de ir al día.

Otra vez.


Como es desde que hay día.