lunes, 30 de agosto de 2010

Fadeudas (o regalo)

Dicen que el fado y el tango algo tienen de parientes.

Tanto no sé. No sé si el aire de familia les viene realmente de la sangre. Pero algo tienen, sí.

Y como estaba con Discépolo y sus lamentos, me vinieron a la mollera unos dolores de fado que había copiado en estas páginas años atrás. Los fui a buscar.

Y, fíjese lo que son las cosas, es la segunda vez que me pasa: creí que había puesto allí las músicas. Y, no…, ¡malhaya con la edad!

Pero.

¡Qué buen viento hay desde anoche aquí y para terminar agosto! ¡Y qué bien suenan esos acordes portugueses con un viento a secas y más si es de tormenta en ciernes!

Curioso es, además, que aquellas músicas que no puse entonces, aunque dejé allí asentados los versos, las omití precisamente en agosto, mire usted.

Dos canciones eran de Dulce Pontes y sus nuevos aires de hacer fado. Como esta
Garça perdida.



O esta Porto de mágoas, que si la puse alguna vez, se perdió. Vale, entonces, la repetición.



La otra pieza es de Mísia, una portuguesa con raíces catalanas también, a la que, además, le gusta cantar tangos. Se llama Da vida quero os sinais.



Si me fijo bien, hay buenas hebras allí en las tres para tejer con el tango de Discepolín, cómo que no.

Pero no será por ahora, si usted me disculpa.

Ya tengo saldada en este de ahora, la deuda de fados de aquel otro. Así que, como va terminando mi querido agosto (esa víspera tormentosa de septiembre), y como parece nítido que ya se ha decidido a finir, bien me puedo hacer el regalo de nada más oír.

Y el de callar.

Tormentas y tormentos (VI)

Es claro que la versión de Tormenta que canta Floreal Ruiz no tiene esta estrofa:
No quiero abandonarte yo,
demuestra una vez sola
que el traidor no vive impune, ¡Dios!
para besarte...
Enséñame una flor
que haya nacido
del esfuerzo de seguirte, ¡Dios!
para no odiar
al mundo que me desprecia,
porque no aprendo a robar...
Y entonces de rodillas,
hecho sangre en lo guijarros
moriré con vos, feliz, ¡Señor!

Voy a pasar por alto el asunto de la moral tanguera y aun ciertos tópicos que se entienden morales o inmorales en ese registro: robar-ser honesto, traicionar-ser leal y cosas así.

Creo que más allá de todo, Discépolo acierta. Sí, muy filosa tendrá que ser la faca para cortar esto. Pero acierta, al fin de cuentas.

Por una rendija mínima, en esos versos se cuelan unos pedidos casi-casi al estilo de Job. No levanta el puño. No grita. Suplica más bien. Pero parece que negocia, también: en su dolor parece que negocia. Muy humano, diría yo. Se entiende.

Y no está del todo mal, según se entienda.

Yo no quiero abandonarte, quiero seguir haciendo este esfuerzo insoportable de seguirte, estoy dispuesto a ponerme de rodillas, hecho sangre, y así y todo, feliz, estoy dispuesto a morir con vos.

De acuerdo: suena melodramático. Y está plagado de cosas a las que se le podrían hacer miríadas de notas al pie.

Pero suena creíble, también. Para el que sufre y se duele, el mal todavía sigue siendo un escándalo, por honesto que fuere. Y las irritantes desproporciones e inadecuaciones entre el dolor del justo y la complacencia del infame no son una novedad. Sobre todo cuando el sufrimiento es prolongado y el sufriente rengo.

Y por cierto que también está esa especie de extorsión tan humana, tan vieja, tentando casi a Dios, acorralándolo.

¡Castiga al malo impune, Señor!; ¡una flor siquiera de muestra, Señor! Y entonces, sí: ahí sí que hasta la vida doy y no por vos: ¡con vos, Señor!

Está bien: no sea tan implacable con el bueno de Mordisquito. No es un teólogo, después de todo. Y no es el primero ni será el último que mira al cielo mientras se arrastra y en un planto, y exangüe, hace las preguntas del que quiere portarse bien y siente en medio de sus infortunios y laceraciones que le va mal. Y, lo que es más, que su mismo portarse bien le da ventaja al mal…

Y eso lo dice aun sin darse cuenta del todo de que, en su oscuridad, en su desasimiento, arrastrándose y llorando, llagado y escarnecido, apaleado y solo, despreciado y olvidado de los hombres, ahogado de decepción y de tristeza, todavía así y todo, busca un Nombre y una Luz para seguir, e insiste en querer portarse bien.

Pero no es eso lo que quiero decir ahora.

Es aquello de que le saque usted la segunda estrofa al asunto y deje la primera y el estribillo, sin más.

Diga lo que quiera de lo otro.

Pero sacarle la segunda estrofa, no.

Después de todo, y como el estribillo se repite, la canción terminará lo mismo con eso de que
El seguirte es dar ventaja
y el amarte sucumbir al mal.
Pero no es lo mismo repetir el estribillo después de haber dicho la segunda estrofa.

Ni suena igual, ni es lo mismo.

Los versos de Discépolo tal vez muestran que vienen de una ascética, de una purgación que no se ha completado todavía. Y que debería completarse hasta ser conducido a la noche oscura de los sentidos y a la del alma. Y tal vez se nota demasiado que, por más que nombre a Dios en su apóstrofe, su dolor es casi diría más ético que religioso; y entonces su oración no ha dado todavía el salto. Y el hombre tampoco.

Muy bien.

Pero, aun con su negociación y todo, tan imperfecto como suena y todo, si usted le quita la segunda estrofa, creo está muy cerca de dejar a nuestro buen doliente en las manos ácidas de la desesperación.

Porque, al fin de cuentas, me parece que en esa segunda estrofa asoma la cara más lejana, más andrajosa y deslucida, menos gloriosa y menos bonita de la esperanza.

domingo, 29 de agosto de 2010

Tormentas y tormentos (V)

Vísperas de tormenta, dicen. ¿Quién sabe?

Y cada cuál tendrá la suya, claro. Pero estoy hablando ahora de la tormenta de santa Rosa, tan nuestra. ¿Nuestra? Y, sí. Fuera de este rincón, digamos al este de las pampas, habrá otras tormentas, pero no ésta.

Los que se ocupan de estas cosas dicen por ejemplo que, en los últimos 100 años, sólo 9 veces se atormentó el 30 de agosto; y dicen que, de cien veces, apenas en 53 tronó el cielo y aulló el viento -honrando a la santa, patrona de América- entre el 25 de agosto y el 4 de septiembre. Será, si lo dicen. Y no me río de los números, créame; pero, así, pelados y sin sal, no me dicen mucho; si no hay “segundo plato, postre, café y licores”, se me hace poco alimento o poco sabroso.

Por eso.

Vayamos entonces a Discépolo.

Tormenta es un tango de su autoría que siempre me gustó. Filosófico, diría la tribuna. No para bailar, ciertamente. Difícil de cantar, además, y no muy frecuentado, tal vez por eso mismo. Y mire que el tango tiene tormentas, tormentos y atormentados…

Discépolo tiene varios así. ¿Qué sapa, Señor...?, por ejemplo y entre otros, muy poco conocido. Y, claro, el socorrido y típico Cambalache.

¿Tienen teología? ¿Religión si acaso? ¿Espiritualidad? No sé eso. Al menos, cierto aire de oración tienen, de imploración, como un llanto desconsolado que busca consuelo y mira para arriba.

Ahora bien.

La letra tiene lo suyo, no crea. Y da ella sola para pensar un rato en varias cosas; por ejemplo sobre el tango y los argentinos, o sobre las tormentas y el hombre, o sobre la fe y la esperanza. Y, no por último menos importante, hasta sobre el modo de rezar.

Pero, con todo y eso: ¿qué pasa cuando uno no canta completos los versos de don Enrique Santos?
ver
Aullando entre relámpagos,
perdido en la tormenta
de mi noche interminable, ¡Dios!
busco tu nombre...
No quiero que tu rayo
me enceguezca entre el horror,
porque preciso luz
para seguir...
Lo que aprendí de tu mano,
¿no sirve para vivir?
Yo siento que mi fe se tambalea,
que la gente mala, vive ¡Dios!
mejor que yo...

Si la vida es el infierno
y el honrao vive entre las lágrimas,
¿cuál es el bien...
del que lucha en nombre tuyo,
limpio, puro? ¿Para qué...?
Si hoy la infamia da el sendero
y el amor mata en tu nombre,
¡Dios!, lo que has besao...
El seguirte es dar ventaja
y el amarte sucumbir al mal.

No quiero abandonarte yo,
demuestra una vez sola
que el traidor no vive impune, ¡Dios!
para besarte...
Enséñame una flor
que haya nacido
del esfuerzo de seguirte, ¡Dios!
para no odiar
al mundo que me desprecia,
porque no aprendo a robar...
Y entonces de rodillas,
hecho sangre en lo guijarros
moriré con vos, feliz, ¡Señor!

Habrá que ver.

Mientras, ésta es la versión completa de Rubén Juárez.



Y la incompleta, de Floreal Ruiz.

sábado, 28 de agosto de 2010

¿Quién llora por mí?

Me acuerdo de que, hace unos años y para estas fechas, mencioné la fiesta de santa Mónica y de san Agustín, aquel hijo de tantas lágrimas, como se dice lo llamó san Ambrosio, iluminando la esperanza de su madre.

Al volver a ver las fiestas de ambos, me sorprende notar ahora que, apenas unos años después, las mismas cosas significan lo mismo pero de otro modo, desde otra perspectiva que creo no había -ni hubiera- visto.

Por ejemplo.

¿Quién llora por mí? ¿Seré el hijo de las lágrimas de alguien? ¿De más de un par de ojos y más de un corazón en llanto? ¿Y habrá a su vez un hijo de mis lágrimas? ¿Alguien? ¿Algo? ¿Podrá ser que yo mismo de algún modo resulte en algo hijo de mis propias lágrimas?

No sorprende ver que uno vaya envejeciendo, claro que no. Es cosa de esperar y eso pasa. Siempre es una noticia, es verdad, saber quién he llegado a ser corriendo los años, si uno se toma el trabajo de prestar atención, al menos. Tal vez, en un asunto u otro, uno pueda llegar a sacar cuentas anticipadas de algunas cosas y adivinar: en unos años, seré así, muy probablemente; cuando pasen los años, me pasará esto o aquello, casi seguro. Incluso se puede adivinar o saber lo que no ocurrirá. No es fácil acertar, pero no es imposible. Contingencia y libertad mediando, se entiende. Y la Gracia, claro.

Me preguntaba, entonces, si lo que soy ahora es también el resultado de las lágrimas de alguien. ¿Alguien ha estado llorando por mí y también en mucho o en algo soy hijo de esas lágrimas? ¿Y si aún no lo soy? ¿Y si todavía esas lágrimas no han parido a su hijo? ¿Y lo que todavía no sé? ¿Y lo que no ha ocurrido ni sospecho siquiera, mientras ya hay lágrimas que están preñadas de ese hijo? ¿Seré al final el hijo de las lágrimas de alguien? ¿Y qué hijo parirán si acaso mis propias lágrimas en mí, en otro, en algo?

Claro que con el tiempo de las cosas es distinto, creo. Es más difícil. Se nos escapa la vida de las cosas, estamos más lejos del corazón del mundo y de las cosas. Y de la propia historia. Más lejos de su dinamismo y del motor de su dinamismo. No sólo es tan o más difícil que ver nuestro propio destino posible o probable. Es quizá más opaco todavía que lo que nuestro propio ir siendo nos resulta para nosotros mismos. Es mucho más difícil incluso ver todas las contingencias que incidirán al final en un resultado. Se puede llorar sobre el mundo y sobre la historia, claro. Como Jesús lloró sobre Jerusalén. Incluso esperando, como santa Mónica, que no perezca al fin el hijo de tantas lágrimas; porque, después de todo, si aquello que puede perecer no valiera esa pena, ¿a qué llorar lágrimas por eso?

Sin ir muy lejos, pensaba en estos días, mi pueblo ha cambiado de un modo que no podría haber adivinado hace diez años. Claro que cambios así se producen en el tiempo y nunca tan súbitamente. Pero me paro en un punto determinado, en un cruce de calles, una altura desde la que se domina la visión del entero pueblo, en medio de uno de los pocos bosquecitos que van quedando, y me siento extranjero en más de un sentido. Y, en cierto sentido, lloro sobre mi aldehuela que ya no lo es. Tal vez esperando que ella también sea un día el hijo de esas lágrimas y no perezca, al menos en aquello que tenía de bueno. A la vez, uno sabe que es difícil que eso ocurra: una cierta entropía parece decir que las lágrimas deberían tener mejor destino. Y sin embargo…

Creo que no hace falta aclararlo mucho. A los cristianos, menos. Tal vez.

Se sabe que por y con el dolor se puede hacer nuevos a los hombres y a todas las cosas, llegado el caso. El dolor y las lágrimas del dolor pueden de algún modo parir hijos y lo que eso significa.

El dolor de otro o de otros por otro u otros. Incluso por cosas: aldea o patria. O Iglesia.

Hay lágrimas de todo tipo. Y hay dolores secos, hondos y ciertos, que jamás vuelcan al mundo una sola lágrima. Aunque, si bien no toda lágrima es por dolor, todo dolor llora de algún modo. De modo que son un buen emblema del dolor y de la pena. Como parece ser también que las lágrimas llegan a ser fecundas a veces, a condición de que en ellas esté una semilla buena que da buen fruto. Lágrimas que duelen y se duelen de un bien ausente, quizá perdido, y que a la vez son la semilla y el riego mismo que permitirán concebir y hacer crecer el bien presente. O futuro. Pues eso podrá ser en los términos temporales de este mundo sublunar, como ocurrió con santa Mónica. O más allá del círculo que gobierna el tiempo y a los hombres en el tiempo. Que, para el caso, eso es vida, cómo que no.

Y así es como cada quien y algunas cosas podrán ser al final, con suerte y en algo, en este valle o en el Otro, los hijos de las lágrimas de alguien o de algunos.

Por lo pronto, en silencio, honda y suavemente, uno debería agradecerlo más: haber nacido, haber renacido, siquiera poder nacer alguna vez, aunque sea al final o más allá del fin, como un hijo de lágrimas.

Siembra de faros (IV)


6. Spartivento


África te mira, centinela de Cerdeña,
hijo del viento eres
y aguijón de la isla.

Il Mare, suavemente,
baña costas de arenas de oro y rosmarino,
suavemente murmura, fragante de aventuras y desdichas,
y pasa suavemente frente a una luz sin mancha,
que traza el aire limpio
y pone blanco azul
la extensión de las aguas.

La raíces de piedra de tu altura,
son como mi corazón:
abren los vientos.

Un sol de fuego,
de dos desiertos hijo,
tiñe tu roja arboladura
de historias de corsarios, soldados y amadores.

A tus pies resplandecen
las espadas de lances
por honor, por amor, tal vez por juego.

Sangre de mar la tuya,
luz de ardores.



7. Ona Fyr


La isla es pequeña, el viento es frío.

Y tú eres como nadie,
erguido en ningún sitio de estos océanos.

En este occidente de hielo frutal, que sabe a luz,
sobre el acantilado que te mira y tiembla,
siglos de canciones se han cantado:
han pasado sonoras
en las lenguas tronantes de los hombres del norte,
brillando en los ojos de los niños,
junto a los fuegos.

Entre estas islas de arena y niebla,
tu corazón de luz mira
un mar de témpanos que viajan,
y recuerda que hubo un tiempo
en que soñó ver un drakkar pasar
y otro más y otros cientos.

Y oyó impasible los gritos de sus guerras,
crueldades y destinos.

Y vio lucir al aire, tu corazón flamígero y altivo,
las coronas de reyes envueltos en sus pieles,
oscuras como silencios, lustrosas como noches.

Reyes del mar sin nombre
de estas landas de Møre.

Son pocos los viajeros que se atreven,
con sus ceños fruncidos
y sus risas de trueno,
a servirse de ti.

Pero yo te conozco, luz de Ona.

Y en las horas de un tiempo que no tiene reposo,
siento silbar tormentas en tu metal y canto
soledades de auroras
que fueron y serán cuando no existas.

Hablo lenguas perdidas de los hombres del norte
que son como un silencio de piedras.


Ahora, y desde el norte de tormentas,
miro hacia el este,
al sur
y hacia el oeste.

Ya todo el mar es luz,
guirnaldas por el orbe acuoso de la tierra.

De lámparas enhiestas a espejos silenciosos
va una noche tras otra,
trazando con estelas fulgentes este día.

Y al fin sonrío en calma.

Por las costas del mundo,
orlando los abismos rumorosos,
va una siembra de faros.


viernes, 27 de agosto de 2010

Siembra de faros (III)


4. Faro del Créac'h


En tierras de Bretaña,
en Enez Eusa,
él espera al mar desde lo alto.

Sabe que vendrá.

Con sus yeguas encabritadas de espuma,
sabe que vendrá y espera:
domador de las furias,
señor de oleajes,
regidor de la sal,
guardián de singladuras.

Erguido y poderoso,
jastial de tierra firme,
apenas se entrecierra su luz de fuego,
como los ojos de un cazador de naufragios,
y las olas se calman,
el viento pasa silencioso.

Finisterre del mundo,
sobre el abismo de un mar.

Se oyen de ti prodigios de luz,
y cantan los marineros de ojos avezados
y de manos calcáreas,
canciones de tormentas,
de resplandor de cielo.



5. An Charraig Aonair


Sabe a dragón tu nombre
y, sin embargo,
nombra tu soledad de mar abierto,
diente de piedra dura,
sudoeste de lágrimas y soledad de sal
de la dulce Éire.

Te ven los que ya parten.

No saben si aquel fuego de tus ojos
que barre soledades,
que guarda las honduras
del seno de este mar fabuloso que inquieta,
verán de frente un día.

Ahora, ardes a sus espaldas
como una bendición,
como la antorcha triste
de una amada en las costas de una isla de viento
y de cantos antiguos.


jueves, 26 de agosto de 2010

Siembra de faros (II)


3. Finisterre


En días que ya pasaron,
en noches que no volvieron,
ya era esta Costa da Morte,
Finisterre de los vientos,
un jardín de huesos blancos,
semillas de marineros;
y era dolor de sus dueñas;
y del amor, cementerio.

Constelaciones de barcas
con cantos a bordo y rezos,
quiebran sus quillas oscuras
como tizones de fresno,
contra las olas furiosas
todas ajadas de cierzo;
farallones, roquedales,
acantilados de miedo,
garras del mar que lastima
con espolones tan fieros.

Barcas grises, grises redes,
ya navegan un silencio
de sal que el agua bosteza,
dejando pena y misterios.


La niña llegó una tarde
(la sal carcomió el recuerdo)
mientras un sol rojo y gualda
sobre un celeste de fuego,
sembraba arreboles tristes
color naranja y ciruelo.

Un manto negro traía,
como su esperanza, negro,
porque unas velas amadas
y tan blancas como besos,
no están en parte ninguna
por la costa o por el puerto.

Toda una luna de noche
sus ojos al mar pidieron
que la espuma le trajera
el blanco de sus deseos.
Toda una noche. Y más noches:
tiempo y tiempos y más tiempos,
la niña en amores ruega
por las redes de su dueño,
por la quilla de su amado,
por su mástil y sus remos.

Nadie pregunta su llanto,
nadie demanda sus ruegos.
Cada día, cada tarde,
en sigilo y como en duelo,
pasan a su lado y callan
mujeres, niños y viejos:
todos miran con sus ojos
al mar callado y austero;
todos le piden que libre
la vida del marinero.

Fue una mañana de un día.
La vio dormida el farero.
Arrebujada, su manto
ya no lucía tan negro;
su boca de las plegarias
parecía estar sonriendo,
y de los ojos cerrados,
que lucían como abiertos,
manantiales de dulzura
brotaban claros y frescos.

Cada tarde, desde entonces,
al encender el lucero
que en el mar vela a los hombres,
se oyó la voz del farero
cantar coplas tan antiguas
que todas ya se perdieron.
Una copla es de tristuras;
otra copla, de consuelo.


miércoles, 25 de agosto de 2010

Siembra de faros (I)


1. Faro del Cabo


El hombre que ilumina
esta torre de espuma,
este pastor ya gris de tempestades,
pregón de los naufragios marineros,
mira la estepa en torno.

Los ojos allanados,
como rayos que brotan silenciosos
de ese peñón frío;
más que al mar que vigila,
más que a la soledad sin raíces ni frutos
del mar que guarda,
sus ojos van al sur,
miran al sur del sur de toda cosa.

Él sabe un sur de estepa
tibio como un jardín,
pues tiene un nombre.

Lo ignoran las arenas de una playa sin huellas.

Lo saben los guijarros ateridos,
las gaviotas que duermen sueños de hielo.

Con el viento a su espalda,
y esa línea de luz que sobre el mar ya viene,
mira la estepa al sur,
no al mar sin nombre,
mira al sur que es el puerto en medio de la estepa,
mira un nombre en el sur.

Descansan los espejos,
que en noches y tormentas
son luz de un hombre apenas para ese mar vacío.

Y amanecen al día fuegos de inmensidades,
farallones se encienden
en esa vastedad en ascuas de un cielo sobre tierra,
fuegos limpios y frescos
como es el sur al sur, en medio de la estepa.

Como una antorcha nueva,
luz de este día.

O una flor a estrenar
de nombre sin naufragio.



2. Isla del faro


Los ojos del farero ven la noche.

Ven el viento en la isla
y ven la soledad
que el viento arrastra de una costa al confín.

Los ojos del farero abrazan las rompientes
y acarician el agua,
para que no se dañe
en los muelles de piedras como agujas.

Junto a su ventana,
una flor lo oye andar
sonando las maderas de sus pasos sobre maderas,
y ríe de placer cuando el aroma bulle,
antes del alba,
cuando los tiznes gimen
sobre una salamandra tinta y obesa.

La flor de la ventana mira al este y sonríe;
ve, lejos, unas velas.

Sonríe y se sonroja: se goza con la luz.

Vendrá la noche, afuera, en ese mundo.

Y dormirá la flor en su parcela exigua,
en su arena clara.

El farero verá sus párpados sin sombra
cubriendo con pudor su aroma frágil.

Ella es la flor.

No hay más.

Ella es la vida en torno,
toda la vida en torno,
en las leguas y leguas
que el mar devora y lanza
sobre sí;
en el cielo sin aves.

Ella es la flor de la isla del faro.

Y él es el farero.

Del faro.

De la flor.



martes, 24 de agosto de 2010

Sicilia en flor (IV)


11. Canzuni

Vi una niña en Giarratana
vender sus panes cantando,
cantar vendiendo naranjas.

Ay, que tristuras que dice.
Ay, su dulzura.

Se mece la sierra y duerme,
la niña canta y la acuna.
Todo de salvia encendido
el aire es aroma y bruma.

La niña que canta muertes,
que son su pan y su azúcar,
entona con tanta gracia,
tan dulcemente susurra
venganzas, odios, amores,
desdichas y desventuras,
que todo es como agua clara
que mana su voz tan pura.

La niña de Giarratana
se va murmurando lunas.
Las cestas felices, bailan
sin pan o naranja alguna:
nada lleva, lo dio todo
al son dulce de tristuras.



12. Salice


Azul es el Tirreno.

Y es verde el monte y gris,
salpicado de azahares,
y violetas.

Un melisma del viento se confunde
con ese canto grave
que desde octubre avanza
hasta noviembre
por las piedras del tiempo,
por las calles
y el cielo.

Y se alza San Esteban,
se prodiga en sus fiestas,
ornado y armonioso,
todo luz...

Salice monta guardia.

Mira al mar y al estrecho.

Hay luces centinelas que murmuran,
cantan quedo los himnos,
hacen rondas.

Un ave que planea
por la sierra callada, rumorosa,
me ha visto de repente,
peregrino.

Ha puesto en mí sus ojos
y el hambre de sus días:
soy la presa imposible,
el sueño vano.

El ave pasa, inquieta.

Pronto, en Salice, un fuego,
una hogaza y su oliva,
la albahaca, el vino, nueces,
me dirán que he llegado.

Mi camino termina.

A mis espaldas,
ya va Sicilia en flor.


lunes, 23 de agosto de 2010

Sicilia en flor (III)


8. Brisa de Santa Bárbara


Este aire manso,
esta frescura
que no sé por qué llega
ni sé cómo pasa
al corazón cansado
y lo lleva de vuelo,
en un relámpago de fuego y gozo,
sopló todo un día en las vegas de San Bárbara.

A veces,
la felicidad del hombre
se llama, simplemente, viento.

Y soledad.



9. Olivares


Si muero en estos valles silenciosos,
que mi pie trashumó,
valles en niebla,
querría demorarme bajo estos olivos,
pacíficos olivos milenarios,
olivos de Agrigento y Cianciana,
que ya imploran mi paz
para cuando resucite.

Si he muerto,
querría que me dejaran resucitar
en la agrisada paz de estos olivos.

Sin daño y sin tristeza. Todo gozo sereno.

Para siempre.



10. Etna


De Mareneve a Boschetto
voy en días de luz como erupciones.

¿Sientes el mar que brama?

Tan jovial canta lejos,
adivino la sal de Santa Tecla
y olvido los trabajos de redes
y de barcas.

No suena aquí ese mar,
ni a sal me huele
este bosque, la piedra y la vertiente.

Nada.

Silencio y luz sin noche,
entre cedros y pinos.

Sobre mares de lava
de cientos de centurias,
lava helada en barbecho
de estallidos de furia,
camino mi jornada en mi sosiego.

Llevo un volcán que ruge
fumarolas de risas, de aromas y de sangre.

Oigo plañir, ya lejos, al halcón peregrino
que me busca y me guía,
vuela su tarde ahora.

Como yo, que camino.


domingo, 22 de agosto de 2010

Sicilia en flor (II)


4. Los pescadores de Ganzirri


Los vi volver.

Caminaba la costa de Ganzirri
y adiviné las luces tibias de Porticello,
allá en la Calabria de los ancestros.

El mar temblaba sin sonidos,
antiguo en las playas ahora vacías
y frente a mis pies descalzos,
con el estrecho en calma
y toda Messina al acecho.

La torre del faro, blanca y ardiente,
amenazaba el cielo.

Ay, tierra de corsarios
y mar de labradores...

El pescador viejo alzó su mano
y se acodó en la borda.
Me saludó, sin reconocerme.

Venía transido de un cansancio de redes y sal.
De centurias de redes, de tormentas.

Nadie más había en tierra.


Era fragante la soledad dulce de Sicilia.



5. Settefrati


Dos días con sus noches llovió en Kalura
y al amparo de nubes, que la guardaban,
Cefalù se dormía en su roca pura.

Settefrati no sueña. No están dormidos
hermanos farallones. Su desventura
la cantan las gaviotas con sus bramidos.

Al norte de mis ojos va la bahía
y por ella hacia el mar se cuelan, idos,
rumores de leyenda que tuvo un día.



6. A un pastor dormido


Aquel pastor ha dejado,
apoyado sobre un tocón de fresno,
su cayado de castaño, inmóvil
en la tarde sin viento.

Su morral vacío
duerme bajo su cabeza libre
que respira matas de manzanilla,
sobre hierbas doradas y olorosas.

Más allá, detrás de aquellos montes y otros más,
cerca de un mar oscuro
como los ojos de la noche y las yeguas de Ragusa,
todos son recuerdos y olvidos
que se mueven y baten;
como el mar.

En su sueño de tardes sin rencores,
con murmullos de pan y de cigarras,
no sabe este pastor la fortuna
de no ser marinero.



7. La sequía


La tierra ha dejado de exhalar
la menta y el tomillo.

El cielo está ciego de luz
y tan seco de lágrimas de pena,
como del llanto alegre de los días de otoño.

Se secan estas eras;
ya estas huellas que traigo a mis espaldas
son polvo.

Ásperas y agrias son ahora
las frutas de las huertas.

Todo en Bellolampo espera una lluvia de gracia.


Sicilia en flor (I)


1. El camino a Agrigento


El naranjal me abruma.

A tu costado, brilla la noche
y brilla el viento cálido
que trae liviano el aire
en ese potro de albahaca de las islas.

Viene del mar el viento;
trae de más allá del mar arenas de silencios.

Caminemos la noche de este día
que el naranjal me abrumará de salvia,
cuando lleguemos a Agrigento.



2. La fuente de Selinunte


¿Recuerdas?

En el invierno,
junto al fuego de encinas y naranjos,
reías con mis manos callosas y ateridas,
mientras el viento
silbaba entre columnas y ruinas.

Volví a Selinunte en esta primavera.

Y vi una fuente.

Oí sus aguas breves, puras,
refrescarme los ojos
de la sal de estos mares.

Y recordé tu risa,
simple y clara
como esta fuente en Selinunte.



3. Viñas de Naro


Subí hasta Naro en junio
con pies de promesante.

Camino de san Giovanni,
entre almendros y olivos,
las tímidas majadas en los montes,
el corazón del cielo
entre huertas y piedras de milenios,
y el dolor y la paz de catacumbas.

Nada me dijiste de las viñas de Naro,
y me escondiste el rojo de sus vinos.

Ahora, en la tarde de un día,
miro Naro desde la altura
del inexpugnable Chiaramonte.

Y bebo, en una escudilla de madera,
y disfruto el tiempo en que, sonriendo,
pueda decirte
que he descubierto el vino de Naro.


sábado, 21 de agosto de 2010

Pelícano

De un modo u otro, se sabe que hay quienes pasan de vez en cuando por esta bitácora.

Hay que hacer una advertencia, entonces.

Por un tiempo, aparecerán aquí los resultados de unos ejercicios, de los que ya algo dije, que son de cuando –en la primera parte de este año- viajaba por Sicilia y otros sitios, tomando notas de esto y de aquello.

Uno nunca sabe qué buscan y qué encuentran los viandantes en estas páginas. Pero tal vez pueda hacerse algo para que no les pase que encuentren lo que no buscan. O que busquen algo y no lo encuentren, que es lo más probable.

De allí el pelícano que ilustra estas líneas. Pues pareció lo mejor dejar un signo inmediato que le permita seguir viaje a mejores vientos a quien quiera pasar de largo y no verse obligado a toparse con versos. Y eso porque las notas de esos viajes, se entiende, están dichas en verso.

Así las cosas, compadre, ya sabe lo que tiene que hacer si ve un pelícano.

Diez pasos

Mis vecinos son buenas personas, sencillas y buenas. De veras.

Hace algunos días, con todo, cumplieron un sueño tan postergado por años: poder hacerle un techo al automóvil. Y empezaron los trabajos.

No más cruzar el umbral de la puerta de mi casa, por las mañanas, he visto durante siglos a la izquierda estallar la luz del este, porque la calle corre casi de este a oeste y la casa mira al sudeste.

Detrás de un cerco medio ralo, entre unos árboles más o menos lejanos, la luz crecía feliz, siempre. Y las mañanas siempre fueron uno de esos signos de cielo que uno se busca. O encuentra. Una alegría que viene de afuera, se diría, y es propia a la vez. Y empezar el día con esa visión, incluso desde la ventana misma de mi cuarto, y ser sorprendido por los primeros resplandores, era como si la luz viniera a saludarlo a uno. Mano amorosa, discreta y firme, que apenas le toca el hombro a uno y sin gritar le dice: "Despierta..., ya despierta..."

No ahora.

Unos siete metros cuadrados de una prolija pared me separan ahora de esa módica felicidad luminosa de las mañanas.

Qué poco. Nada: siete metros cuadrados.

Pero si están allí, estando donde están ahora ya triunfantes del espacio (y del tiempo...), alcanzan para entristecer a un hombre, siquiera en algo.

Nada grave, se entiende. Nada grave. Apenas cortarle el paso a un poco de luz por las mañanas.

Pero tiene su cosa que basten siete metros cuadrados para no ver la luz cara a cara y tener que adivinarla detrás de la opacidad sólida y puerilmente orgullosa de una pared de ladrillos.

Claro, es natural: uno fantasea y espera poder batallarle la luz a moles imponentes, a los abismos de negrura, a las espesuras frías, húmedas, a las enormidades.

Pero, a cambio de las heroicidades fantasmales de la épica del caballero denodado que guerrea dragones de oscuridades, uno en realidad tiene que vérselas con siete metros cuadrados de una pared de ladrillos huecos, y una poca de argamasa grisácea. Y nada más.

La tristeza está lo mismo, eso sí.

Basta, sin embargo, caminar apenas un poco.

Y, si la luz nos juega a las escondidas, perseguirla hasta encontrarla.

Y nada de navegaciones siderales, nada de travesías por el país de las sombras y los páramos desolados por donde el pie redentor pisa las inmundas tierras de Mordor.

Es cosa de caminar apenas unos pasos más, no llegan a ser diez pasos.

Y desde allí, otra vez, se ve la luz detrás de unos árboles.

Lo dicho: las cosas nos miden.

Uno, de pronto, queda a menos de diez pasos de la luz que antes venía a buscarlo por las mañanas.

Será molesto y triste tener que caminar esos diez pasos, como es triste ver cada día, cada vez, ese memento de ladrillos. Será un dolor de los ojos y del alma. Seguramente. Es verdad.

Pero la pared tiene siete metros cuadrados, ni más ni menos. Y me ha dejado a menos de diez pasos de la luz de la mañana, ni más ni menos.

Después de todo, es lo que es.

Y, por mucho que pudiera mordisquearnos el orgullo, me digo que será porque esa será al fin de cuentas mi medida.

Y si tengo que batallarle la luz al muro de siete metros cuadrados, sabré al fin de cuentas que son siete metros cuadrados y no los farallones de Emyn Muil.

Y si hay que hacer menos de diez pasos para ver otra vez el día y su luz, sabré al fin de cuentas que son menos de diez pasos y no las 10 ribas y cornisas del Purgatorio de Dante.

Ojalá todos los obstáculos tuvieran apenas siete metros cuadrados. Y ojalá me separaran de la luz apenas menos de diez pasos.

viernes, 20 de agosto de 2010

Jaula en el pecho

Creí que lo había hecho, pero así es como pasan las cosas. Así es la memoria. Por suerte, a veces; aunque no esta vez.

Hace casi exactamente cuatro años, hablé de Amancio Prada en algunas entradas. Dije allí que lo había conocido en 1999 y que la primera canción que le oí fue una que me sonó entonces muy bien, y lo mismo me pareció en 2006. Y ahora, todavía.

Pero se ve que hace cuatro años dejé la cuestión sin terminar. Creía haber puesto aquí aquella música. Y fíjese usted que no lo hice.

Y por una casualidad venir a darme cuenta a los años de que andaba traficando zorzales...

Liberemos, entonces, al pájaro de su jaula.

Será justicia.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Che si può fare, non plangete...

Encontré una cantidad de mujeres compositoras en el siglo XVII. Jamás me había topado con ninguna. Sorpresa para mí. Le pregunto a mis amigos melómanos profesionales y casi ninguno me sabe decir mucho de ellas y algunos saben de veras mucho de esas cosas.

Que sí, que sabían que había, que a algunas las conocen, que a ésta sí, a esa otra no…, fijáte que nunca la había oído…

A la veneciana Barbara Strozzi, por ejemplo, con su aria para una sola voz Che si può fare, que traigo en una versión conmovedora de la joven soprano mendocina Mariana Flores.



O a esta difícilmente rastreable monja benedictina de Milán, Rosa Giacinta Badalla, que compuso este motete Non plangete, y que vivió en un convento en el que parece que había más de una mónaca con estas virtudes.


ver

Non plangete
Non plangete, no, no,
antiqui patres
in umbra taciturna
in cella nocturna
limbi oscuri, gaudete,
non plangete, no, no.

O veridice prophete
vaticinia beata
iam ex radice Jesse
nata est virga,
Beatissima Virgo
quae germinabit
Nazarenum florem,
et producet salvatorem.

Cara dies fortunata,
me rapite coeli aeterni;
iam sunt clausae portae inferni,
sum contenta, sum beata.

In glorioso estasi protanto contenta
elevature anima mea
pro Maria nascente
cum tanto gaudio exultat meum cor.

Non plus me tentate, no, no, no,
mundanae sirene;
iam vestrae catenae nunc sunt conquassatae.
Non plus me tentate, no, no, no.
Alleluia. Alleluia!

Por suerte, y gracias a los trabajos, apenas me junté muy al pasar con los diarios, ya tarde en el día.

Mejor, mire.

Venía de unas clases matutinas en unos colegios religiosos de una zona monona del norte conurbano. Y mejor no le cuento los asuntos que vieron la luz esta mañana. Tampoco le voy a decir palabra de las palabras que oí de 50 buenas personitas de entre 15 y 17 años hablando sobre el cielo, la razón, la muerte, la libertad humana, el orden del universo, el dolor humano, la belleza, las artes, las ciencias, la moda, la misa del domingo, la cultura, el cristianismo, la comida. Y decenas de asuntos más. Y, no, fíjese: de familia, sexo y aborto ni se habló. De todo lo demás, sí. Y no pienso decirle absolutamente nada de lo que oí. Y créame que le hago precio…

Leo ahora medio a las apuradas que los obispos argentinos están preocupados por una cosa que llaman el alejamiento de la sociedad. Y leo que lo dicen por la ley reciente. Y que lo dicen por las leyes futuras. Y que los nuevos lenguajes de la sociedad y que los jóvenes y cosas así.

Estoy cansado, muchas horas de clase en el día. Muchas clases de horas en el día.

Así, al pie de la vaca, se me ocurre pedirles prestadas las palabras a estas compositoras barrocas: Che si può fare. Non plangete…

También se me ocurre decirles a los obispos preocupados algunas otras cosas, si me pongo a pensar en lo que piensan y sienten al menos esas 50 gentes de esta mañana, alumnos y alumnas de dos colegios religiosos.

Pero ya es medio tarde para andar hablando con obispos argentinos preocupados.

En más de un sentido.

Che si può fare.

martes, 17 de agosto de 2010

Buzo en voz (III): en antología

Malagueño por malagueño, para empezar. Y también con palabras en disputa...

Porque si quiere letras raras, acá le van estos versos de Juan Gutiérrez de Padilla y estos villancicos de negros del siglo XVII, compuestos en Puebla cuando el autor –que murió allí- era maestro de capilla de la catedral de esa ciudad mexicana.

Se conocían también como negrillas o guineos y se componían imitando ritmos y habla de los esclavos africanos.



ver

Tambalagumbá
que ya noso rioso
naciro sá.

Tambalagumbé
turu en plocisione
vamo a Belé.

Ayahu, uchiha
quien tene candela nos lumblalá
y ya, y ya, y ya
tili tilitando lo niño sá.

A lo portal de Belene
venimo negro contenta,
a hace una plocisione
delante la nacimenta.

Ayahu, uchiha
tili tilitando lo niño sá
y ya, y ya, y ya
su madle vindita le cayenta.

A lo neglo don Jorjiyo
que dice tene opinió,
a ese habemo de rogá
que nos lleve la pendó.

Ayahu, uchiha
quien tene candela nos lumblalá
y ya, y ya, y ya
tili tilitando lo niño sá.

A lo neglo don Pelico
que tene glande la lona,
a ese habemo de rogá
que lleve a nosa siñola.

Ayahu, uchiha
tili tilitando lo niño sá
y ya, y ya, y ya
su madle vindita le cayenta.

A lo neglo Municongo
que tene glande barriga,
a ese habemo de rogá
que lleve la campanilla.

Ayahu, uchiha
quien tene candela nos lumblalá
y ya, y ya, y ya
tili tilitando lo niño sá.

A lo negrito Guayambo,
ese que llaman cojuelo,
a ese habemo de rogá
que lleve las candelelo.

Ayahu, uchiha
tili tilitando lo niño sá
y ya, y ya, y ya
su madle vindita le cayenta.

A lo neglo de Flasica,
ese que llamamo Antón,
a ese habemo de rogá
que guié la plosición.

Ayahu, uchiha
quien tene candela nos lumblalá
y ya, y ya, y ya
tili tilitando lo niño sá.


Si no le parecieron poéticas esas voces, vayan estos versos breves que, puestos a ver, se atreven a usar la palabra perra para nombrar a la enamorada, ¿y qué diremos a esta osadía léxica anónima del siglo XV ó XVI, a la que don Pedro Guerrero les puso música en aquellos días?

Hummm…, ya veo los ceños, ya los veo…



ver

Dí, perra mora;
dí, matadora,
¿por qué me matas
y siendo tuyo
tan mal me tratas?

Pero para que no me digan que ando buscando roña, téngase, compadre, estas dos bonitas piezas que vienen.

Una es un anónimo de aquellos mismos siglos que está en el Cancionero musical de Palacio.



ver

Al alva venid, buen amigo,
al alva venid.
Amigo, el que yo más quería,
venid al alva del día.
Al alva venid, buen amigo,
al alva venid.
Amigo, el que yo más amava,
venid a la luz del alva.
Al alva venid, buen amigo,
al alva venid.
Amigo, el que yo más quería,
venid a la luz del día.
Al alva venid, buen amigo,
al alva, venid.
Venid a la luz del día,
non trayáys compañía.
Al alva venid, buen amigo,
al alva venid.
Venid a la luz del alva,
non trayáys gran compaña.
Al alva venid, buen amigo,
al alva venid.

Para finir, entonces, estas letras de un franciscano del que poco se sabe, Juan de Cornago, que sirvió en la capilla de Fernando el Católico, pero que además fue uno de los iniciadores de la polifonía en España, en música religiosa tanto como profana.



ver

¿Qu'es mi vida, preguntays?
Non vos la quiero negar,
bien amar y lamentar
es la vida que me days.
¿Quién vos pudiera servir
tan bien como yo he servido?
Mi trabajado bevir,
¿quien pudiera aver sofrido?
¿Para qué me preguntays
la pena que he de passar?


¿Ve, mi estimado, cómo unas cosas vienen de otras?

En más de un sentido no habría Alcántara, se me da, si no saliera de estos cántaros. Notables, eso sí: magníficos cántaros.

Buzos más, buzos menos...

Y listo.

Por ahora, porque la cuestión de las palabras poéticas no termina así nomás.

Buzo en voz (II): Un recuerdo

Gracias a los buzos de Alcántara, me acordé en estos días del querido e insigne tucumano, a propósito de estas cuestiones poéticas. El hombre tenía un oído fino y una memoria prodigiosa para los versos. Sabía de lo que hablaba y hablaba poco. Aunque lo hacía “desde adentro” de la poesía, si usted me entiende. Pocos pueden hacer eso.

Pasó hace una punta de años ya, en el pueblo. Se habían organizado unas jornadas de homenaje y celebración de Leonardo Castellani y uno de los asuntos a tratar era la más terrible de las cuestiones relacionadas con el buen cura. Precisamente, su calidad de poeta.

Como era sabido que el insigne negaba in toto la vena lírica del homenajeado, se le pidió a él que desarrollara el asunto.

Lo hizo con mucha gracia, pero no cedió ni un ápice y, aunque hablaba sin papeles (como siempre), nos llevó de aquí para allá con sus razones y con ejemplos de cómo Castellani no acertaba y de cómo, a lo más, podía dársele el título de buen poeta… en prosa, que fue lo más que concedió el insigne, mientras los cachorros le mordían los garrones, jugueteando y no tanto.

Hasta que, al final, dio un giro.

Se le preguntó si acaso podía encontrar un ejemplo de algún momento lírico feliz en el cura, con lo que ya parecía llegarse al colmo del regateo.
Tengo y lo voy a contraponer con un ejemplo mío. Es una definición de la poesía. Yo, en unos debates que se hicieron en Tucumán hace años, intenté definir la poesía porque se había caído casi en una especie de desesperación por encontrarla, después de pasar por muchas famosas. Y yo hice ésta:

Es poesía la verdad
entrevista por su gracia
en la cosa,
dicha con tal claridad
que el dicho le da eficacia
más sabrosa.

Y Raúl Nadal, un poeta que estaba ahí, me dijo:

- Pero yo no sabía que eras poeta…

- No, le dije, eso no es una poesía. Es una definición filosófica puesta en verso. La definición poética de la poesía la hizo el P. Castellani:

Un poeta nunca miente
ni en lo más imaginao
y esto es todo inventao
y no hay nada que no invente.

Esa es una definición poética de la poesía.
No le voy a discutir ahora al maestro insigne cuál de las dos es mejor, porque sería casi impío. Creo que es verdad que la suya es filosofía puesta en verso. Como creo que es verdad que la de Castellani tiene unos remolinos de honduras que lo dejan a uno perplejo.

Por lo menos, le garanto que se puede hacer un tomo grueso con eso de que "un poeta nunca miente (...) y no hay nada que no invente".

sábado, 14 de agosto de 2010

Buzo en voz

Conocí hace poco al periodista y escritor malagueño Manuel Alcántara y eso por una canción que le oí a la catalana Mayte Martín a quien, como a otros catalanes, le gusta hacer flamenco.



El asunto completo, aunque casual, tiene aristas que tal vez habría que comentar, pero al menos una se me quedó en el caletre y no me suelta.

Resulta que la letra es en realidad un poema del malagueño que está en su libro La misma canción, de 1992. Fue a dar a un homenaje que le encargaron a la cantaora para una bienal flamenca de 2008, un espectáculo en el que le pone música a poemas del autor y que se llamó alCantara Manuel (Al Cantar a Manuel, claro...) y que apareció en disco en 2009.
Por la mar chica del puerto

Por la mar chica del puerto
andan buscando los buzos
la llave de mis recuerdos.

(Se le ha borrado a la arena
la huella del pie descalzo
pero le queda la pena.

Y eso no puede borrarlo.)

Por la mar chica del puerto
el agua que era antes clara
se está cansando de serlo.

(A la sombra de una barca
me quiero tumbar un día;
echarme todo a la espalda
y soñar con la alegría.)

Por la mar chica del puerto
el agua se pone triste
con mi naufragio por dentro.

Muy bien.

Ahora, digo yo: “…andan buscando los buzos…”, ¿está bien? Y en particular “buzos”. Aunque, seamos francos, la figura completa desde que la oí me raspa el paladar de un modo y con una molestia tan triste y fastidiosa, que si no la digo me atraganta y la veo en toda cosa y me opaca lo que no debería.

¿Cómo que los "buzos" andan buscando semejante cosa?

Y digo, al fin, y discúlpeme usted, don Manuel: creo que está mal.

Podrá parecer cosa de nada. Lo cierto es que hay detrás de la más mínima voz que se alce, a favor o en contra, riadas de argumentos y elucubraciones.

¿Hay palabras que son y otras que no son? ¿Unas pueden entrar en un poema y otras ni por la puerta pasan?

Habrá quien diga que hay palabras que nacen líricas y que otras o adquieren la ciudadanía o tienen una visa temporaria o viven como ilegales en un poema. Habrá quien diga que cualquier palabra es apta para poemar, diga lo que dijere del modo como lo dijere. Y eso según y conforme, como si se dijera que si el autor se sale con la suya, nadie le pide cuentas de las voces ni tendría por qué. Oportuna, cualquier voz puede decir bellamente, dicen unos. Jamás se hará belleza con una voz que ni siquiera puede dar razón de su propia belleza, dicen otros. Y en fila india las connotaciones y denotaciones y textos, contextos, y los para, hiper e hipotextos, y las construcciones del significado y universales poéticos y otras jergas del gremio.

Es difícil asunto, muy difícil. Atiborrado de matices y de distinciones. A veces, se diría que no se puede establecer el género y la especie de la poesía y que definirla no tiene mucho sentido. Agravaría esto el hecho de que lo que se está poniendo en cuestión aquí es si, de suyo, una palabra califica para entrar en un verso o no.

No quiero ahora ponerme a zanjar el asunto, si acaso pudiera. Simplemente me dejo ir por el tobogán del oído, sin pedirle mucha cuenta acerca de sus fundamentos o de las raíces de dónde le viene al oído su casi certeza.

Lo que sí hay que decir es que el poema del malagueño (y la cancioncilla que le hicieron a su costa, claro...), en su sencillez y tersura, vale una pequeña batallita.

Y, entonces, a riesgo de que la tribuna silbe y profiera pedorretas de reprobación, dejo ahora un dictamen provisional, mientras la cuestión –que no es un remilgo baladí o una tara técnica- lleva con denuedo sus siglos.

"Buzos", no.

Definitivamente, por ahora, no.

viernes, 13 de agosto de 2010

Pronóstico

Día y medio de viento, más o menos prepotente, aunque nada como los vientos mayores de edad, de voz ronca y terrible estatura, los de aquella tierra sin monasterios.

Para mí estuvo bien, igual. No lo suficiente, no. Un aperitivo. Pero tal vez fueron las primicias del viento que se viene. Del que yo espero, siquiera. Es una verdad empírica que agosto suele hacer arrancar unos vientos que llegan hasta octubre, de tanto en tanto, por un tiempo.

Pasa con el viento que lleva cosas, y trae cosas: entonces, que Dios nos guarde el viento.

Pasa también que, cuando viene llegando la primavera, con esos interludios ventosos, las mañanas todavía son frescas y con suerte frías. Como los atardeceres. Lo bastante como para irse saliendo de un tiempo para entrar en el otro, para dejar atrás un rigor y meterse en otro.

Eso me gusta y me sorprende de estas tierras: una como nitidez del tiempo unida por unas especies de mansedumbres y hasta de quietudes. Los rigores de días y noches helados o tórridos, enlazados por esa suerte de benignidades. Y me parece ver además que, en la llanura al menos, los eslabones de los tiempos suelen venir acompañados de ráfagas de viento.

No en todas partes es así, claro. Hay noches sin tiempo y calores que no dan respiro, lluvias de meses o sequías de años. Recuerdo haber estado en lugares donde se ufanaban de que allí hubiera nada más que dos estaciones: la primavera y la del tren. Simpático el dicho, claro que sí. Fino certo punto...

Se me hace que es mejor tener cuatro estaciones. Se me hace que nada más que calor y frío es cosa un poco brutal. Como es paradojalmente inhumano –para el estado de nuestra naturaleza- una primavera continua, o un otoño sin tasa. Creo, además, que eso no le hace muy bien al alma, si no me pide demasiadas explicaciones ahora.

Porque, por lo pronto, están los matices. Y están los asuntos contingentes. Cosas que no necesariamente deben ser. Simplemente pueden ser. Y hay que lidiar con ellas o descansar en ellas. Cuando ocurren e incluso cuando no ocurren.

Verano e invierno existen claro. Pero hay que levantar una proclama sin énfasis desmedido para la primavera y el otoño. Primavera y otoño, por naturaleza, parecen pedir que no se los proclame a los gritos.

A mí me gusta el frío y el calor no me gusta. Pero los últimos días del otoño y los primeros de la primavera tienen una gracia impar.

¿Ni fríos ni calientes sino tibios? ¿Eso dice?

No, no dije tibios. Dije otoño y primavera, que es muy otra cosa. Y digo además que es mejor que haya cuatro estaciones. Ni dos, ni tres. Ni una.

Porque hay de todo en la historia, en la de cada quien y en la de los hombres todos. Tiempos de invierno y de verano, como hay tiempos de otoño y primavera.

Es casi diría de la substancia misma del tiempo. Como es de la substancia misma del hombre en el tiempo. De la historia y de este mundo creado, tal y como está y es hasta que haya cielos nuevos y tierra nueva.

Veo que para muchos es mejor vivir en una sola estación, si acaso en dos, como para que haya alguna variación, digamos, y no por mucho más que eso. En todo caso, si son dos, que sean nítidas.

Pero el caso es que hay cuatro estaciones. Y entonces es más difícil vivir así. Y mejor, aunque no porque sea más difícil.

Es mucho más riesgoso que haya cuatro, se entiende. Mucho más inquietante. Y más si no se puede vaticinar sin más cómo será el próximo verano, ni el próximo otoño, ni la próxima primavera, ni el invierno que viene.

Creo que las cuatro estaciones significan, al menos, que no todo se ha hecho, que no todo se ha terminado. Que los hombres no debemos todavía dar por terminado el tiempo, ni la historia.

Si acaso, un día, Dios mediando, veremos todas mañanas y noches bonancibles, cada una de ellas con sus bellísimas enormidades de cielo y estrellas, sin que haga falta sol y luna, y vientos suaves, como cosechas abundantes, lluvias serenas, sin nada que se seque, se pudra o se consuma. Todas las cosas andarán apacibles ese día y tendrán la gracia de un nacimiento, la robustez serena de una madurez, la solera y la sabiduría de una vejez sin decrepitud.

Si acaso, un día, Dios no lo permita, no habrá sol ni luz alguna y todo será noche. Nada nacerá ni crecerá. Y habrá que saborear la putridez del fango tanto como las ásperas terrosidades de la seca arenosa. Los vientos tajearán hasta el alma con esquirlas de hielo o de plomo ardiente. Y todo allí y entonces será siempre frustrado y frustrante, fláccido y violento a la vez, potente y nauseabundo.

Pero no todavía.

Porque –y por algo será- todavía en el aire y en la historia hay cuatro estaciones, a Dios gracias.

Y todavía sopla el viento.

lunes, 9 de agosto de 2010

Cresce

Mi abuela materna fue mi madrina de bautismo. Mujer de campo, de la pampa gringa al oeste de Buenos Aires, donde había nacido. Sus padres habían venido de algún lugar antiguo en Italia, entre los Apeninos y el Adriático, por las regiones de los Abruzos y Las Marcas.

Era laboriosa, de una sonrisa clara (pocas veces risa) y una ternura discreta, tan discreta como todo en ella. Cocinaba muy bien toda clase de cosas y hablaba poco, sin ser hosca o taciturna.

En el almuerzo, hoy, mi madre y yo solos, hablábamos de historias familiares, como siempre. Muchas veces en muchos años oí los cuentos de la vida del campo y de las hebras de historias entrelazadas, en las que no falta –además de las cuestiones criollas- ningún ingrediente itálico, de los que le han hecho escribir tantas tragedias y comedias a los hombres, no importa si a Séneca o a Shakespeare.

Lealtades, odios, amores y traiciones, heroísmos, celos y mezquindades, apasionantes siempre, y más en el relato de quien lleva en la sangre la tradición y el arte de contar.

Entre otras historias que pondrían a llorar a un marinero rudo, conozco bien –y prefiero- la historia del pan.

Viviendo a varias leguas del pueblo, no se podía en aquellos años comprar levadura a diario o, menos aún, ir de una corrida hasta la panadería para comprar el pan del día. Se hacía en un horno a leña. Cada familia hacía el propio y las mujeres dueñas de cada amasaban una vez cada diez o quince días las piezas redondas que hiciera falta para alimentar a los de la casa. Se amasaba de noche y el amasijo levaba hasta la madrugada siguiente en que se lo separaba y se armaban las piezas que iban al horno a leña, tal vez por una hora o más, según la cantidad.

De aquella historia, siempre me fue simpático lo que pasaba con la levadura. El caso es que alternativamente alguien compraba levadura en la panadería del pueblo -la última parada antes de volver al campo-, y al pueblo no se iba a diario, como ya sabemos. Alguna de las mujeres, a su turno de hacer pan, la mezclaba en la masa y una vez que ésta había levado, separaba una cantidad del tamaño de un puño, diría, lo envolvía primorosamente en un paño y mandaba a alguien –una hija, habitualmente- a llevarle “la levadura” a Fulana o Perengana, una que ya había avisado que haría pan al día siguiente para los suyos. El encargo, a su vez, era que la que recibía la levadura debía hacérsela llegar, repitiendo la operación, a otra mujer de otra familia que también había avisado de su horneada. Y así, de casa en casa, pasaba un bollo de masa levada que se mezclaba con el nuevo amasijo, del que a su vez se sacaba un nuevo ‘puño’ que hacía de levadura para la siguiente. Alguna vez “se acababa” la ronda o no duraba la potencia levante y era preciso comprar nuevamente levadura, especialmente en el verano. Pero mientras eso no pasaba, cada familia levaba de este modo el pan de otra.

El circuito de la levadura itinerante, atrévase a negarlo, tiene un valor simbólico apabullante. O yo soy muy impresionable, que no soy.

Me dirá, si su corazón tiene la suavidad del de un tratante de negocios de la city, que hacerse repetir el cuento y seguir indagando detalles conocidos de la cuestión, es propio de un obseso, o de un marmota. Me dirá eso, sí. Claro. Puede ser, claro.

En cualquier caso, hoy hubo algo distinto en el cuento.

Hablando de tales asuntos, esta vez pregunté dónde estaban las cosas en el campo y en la casa. Dónde se amasaba, cómo, dónde levaba la masa, dónde estaba el horno, cómo era, qué madera se usaba, cuánta, a qué hora esto o aquello, quién hacía qué, cuál la forma del pan, el tamaño, dónde se guardaba, quién lo cortaba, y así. Aparecieron en el medio de los datos historias y sucedidos tan sabrosos como el pan, claro, pero materia para otras varias conversas del género.

Hacia el final del relato, mi madre me cuenta con cierto pudor que Juana -así se llamaba y así la llamaba yo en sus últimos años- se persignaba antes de meter el pan en el horno. Después, y lo agregó como si se tratara de un secretísimo familiar, dijo que en realidad lo hacía cada vez que ponía algo al horno, pan o no pan.

Pero no sólo ese secreto había y que jamás había oído un servidor. Porque no sólo se persignaba ella. Tomaba un pequeño cuchillo y trazaba la consabida cruz sobre la masa (los cortes que se le hacen a la masa para que la miga al surgir cocida muestre la fachada característica de nuestros panes, especialmente de las hogazas redondas que se llaman ‘de campo’), mientras murmuraba “cresce, cresce…”, en la lengua de los ancestros, por supuesto.

La cuestión aquella de la levadura trashumante, y todo lo que a mi juicio importa de ella, me lleva ya decenios de contemplación.

Y resulta que ahora tengo que vérmelas con este ingrediente ‘de último momento’, con estas palabras iniciáticas, con esos signos y ritos, con el ‘cresce, cresce…’ que Juana heredó quién sabe de cuántas bocas anteriores a ella, que hablaron aquella misma lengua en aquellas regiones entre los Apeninos y el Adriático, frente a los mismos amasijos de harina, sal y levadura.

Creo que es demasiado para una sola vida de hombre, si usted me entiende.

domingo, 8 de agosto de 2010

Guajira

Hoy es la fiesta de Santo Domingo de Guzmán, razón por la cual mi padre y mi hijo mayor festejan, cada cual en su sitio y en su orden, el día de su onomástico.

Por otra parte, el asunto es que un par de días atrás, porque sí nomás y en investigando entre otras músicas, me puse a oír flamenco, que siempre es un placer para mí. Entre las variedades de esos cantes figura la Guajira. Es una modalidad hispanocubana que, dicen los que saben, puede que tenga unos 150 años, aunque hay quien dice que esas notas fueron y volvieron durante siglos cruzando la mar hasta ser lo que resultan hoy. El ritmo tiene nítidos aires antillanos y las letras típicas se refieren habitualmente a asuntos amorosos en los que hay comprendidos hombres de España y mujeres de Cuba. Guajiro, dice el mataburros, es palabra del arahuaco antillano que quiere decir hombre poderoso o señor y es el nombre con el que se designa a los campesinos blancos en Cuba y por extensión, también a composiciones musicales de esos lares.

Encontré unas decenas de ejemplos que fui oyendo de a poco, y no tengo intención de aburrir al lector gentil con ellos. Pero había algunos que llamaban la atención. Concretamente, tres de ellos traigo ahora, dos de los que me parece definen esta especie y el restante viene a cuento por otras suertes.

Las letras de estas composiciones pueden variar aunque hay una letra típica, como digo, que es la que aquí trae un clásico de estos cantes como es Juanito Valderrama.



A la vuelta de los años, el dúo afamado que hacen Bebo & Cigala grabó esta Guajira con una letra similar.



Sin embargo, entre los ejemplos que fui viendo estaba esta variación que grabó el cataor José Menese, no menos característico y famoso, y que encontré, mire lo que son las cosas, hoy mismo.



Como se ve, la letra cambió y la composición tomó un aire distinto. Le queda el ritmo algo estilizado de la guajira originaria.

Lo bien curioso en este caso es la letra. O las letras, por mejor decir.

Contrariamente a lo que se estila, Menese canta tres estrofas que son textos de dos autores del siglo de oro español y otra es copla tradicional de esos mismos tiempos o anteriores.

Primero, una décima (o dos quintillas, más bien) atribuidas a Fray Luis de León. Dicen las leyendas literarias que la escribió en las paredes de su prisión. Otros dicen que es cuento. Tanto me da ahora, aunque todo el asunto de la prisión y más cosas del tiempo y la vida del fraile darían para un comento.
Aquí la envidia y mentira
me tuvieron encerrado.
Dichoso el humilde estado
del sabio que se retira
de aqueste mundo malvado,
y con pobre mesa y casa,
en el campo deleitoso
con sólo Dios se compasa,
y a solas su vida pasa,
ni envidiado ni envidioso.

En la segunda estrofa, Menese usa un fragmento de un romance de Lope de Vega.
Por estas selvas amenas
al son de arroyos sonoros
cantan las aves a coros
de celos y amor las penas.

Suenan del agua las venas,
instrumento natural,
y como el dulce cristal
va desatando los yelos,
que no hay más gloria que amor
ni mayor pena que celos.

La tercera, la toma Menese del cancionero tradicional, con partes de los versos de una especie de romancillo hecho villancico en 1576 por el vihuelista Esteban Daza.
No me verás en el prado
entre las yerbas tendido:
desde agora me despido
de mis pasados placeres;
mis músicas y tañeres
se vuelven en suspirar.

Zagaleja de lo verde,
graciosica en el mirar.
Quédate adiós, vida mía,
que me voy deste lugar.

¿Y?

Pues, eso.

Ocurre, ya que pregunta, que esas quintillas famosas se supone fueron compuestas por el agustino Fray Luis al salir de la prisión en la que estuvo –acusado ante el tribunal de la Inquisición- por asuntos especialmente de traducciones de la Biblia y otras cosas de cátedras de teología y escrituras en Salamanca.

Precisamente, al salir de la prisión gana Fray Luis una fama como poeta que antes no tenía. Al mismo tiempo, continuó con su preciada carrera académica y un par de años después de salir de la cárcel concursó la cátedra de Biblia en la misma universidad de Salamanca, la que ganó en oposición con un fraile llamado en religión nada menos que Domingo de Guzmán, quien al poco tiempo de perder el concurso escribió unas 10 coplas en las que se burlaba de Fray Luis y de sus quintillas, burla que dicen los peritos no hacen ninguna honra a su autor ni a sus ascendientes. Esto dicho, claro, sin por ello darle enteramente la razón a Fray Luis, que un poco tenía y otro poco no.

Resulta, finalmente, que este tal Domingo de Guzmán es al parecer Pedro de Guzmán, hijo ni más ni menos que de Garcilaso de la Vega, príncipe de las letras de España en aquellos siglos y más, razón por la cual sus versos desmerecen los talentos del padre al menos.

Dicho al pasar, debe entenderse que por entonces nombres y apellidos tenían una fluidez y mutabilidad que hoy no tienen. Para el caso, véase al propio Garcilaso, que era hijo de Pedro Suárez de Figueroa y de doña Sancha de Guzmán. Pedro Suárez tomó nombres (García y Lasso de la Vega) que ya habían sido usados en su familia antaño y se los atribuyó. Su hijo, el poeta magno, los heredó a su vez. Fíjese además que casó con Elena de Zúñiga y resultó que tuvo hijos con ella, uno de los cuales se llamó Iñigo de Zúñiga y otro, como vimos, Pedro de Guzmán, tomando así el apellido de su abuela paterna, quien para más datos era pariente de santo Domingo de Guzmán, nombre que tomará su nieto al entrar en religión.

Como una curiosidad, vale la pena recordar que santo Domingo fundó su orden tomando como modelo para su regla la de la orden de san Agustín, a la que pertenecía Fray Luis.

¡Ah, sí! ¡Ya le veo el morro! ¿Usted dice que me deje de pavadas y me dedique a cosas más importantes, porque el horno no está para bollos y la cosa está que arde?

Pues, qué quiere que le diga: si usted de veras piensa y dice eso, mi cuate, fíjese que se equivoca, y por lo menos tres veces.