miércoles, 29 de enero de 2014

La puerta



Hay que pasar la puerta. Siempre.

Mientras estamos en el tiempo, siempre hay una puerta. En todas las cosas. Y hay un lado y otro de la puerta. Uno es el pasado, por ejemplo. Antes. Y otro es el después, el futuro. Irremediable. O ni siquiera, porque eso no es un mal que precise remedio.

Y es tan del tiempo como del espacio, de modo que los adverbios se confunden allí y antes o después son tanto de uno como del otro.



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Dicen que en el calendario que se le atribuye a Rómulo, nada menos, los romanos tenían 298 días distribuidos en 10 meses que iban de marzo a diciembre (Martius, Aprilis, Maius, Iunius, Quintilis, Sextilis, Septembris, Octobris, Novembris, Decembris) y por eso diciembre y otros meses se llaman así en nuestros calendarios, pues del quinto mes al décimo no tenían otro nombre que el número de orden.

Dicen también que fue el sucesor inmediato de Rómulo, Numa Pompilio, el segundo rey de Roma, quien dividió el año en 12 meses lunares y agregó 2 meses después del décimo y que al primero de esos dos lo llamó Januarius, en homenaje al dios Jano, Ianus, del que era devoto. Varios siglos después, en 153 a.C., los romanos instituyeron el primer día de Januarius como el día del comienzo del año. Por unos cien años hubo confusión entre los que preferían Martius a Januarius. Pero, al fin, el principio quedó al principio, es decir, en la puerta, en Januarius.

Por extraño que pueda parecer, durante siglos se discutió cuál era -cuál debía ser- la puerta. No sólo después de que los romanos la establecieron en el calendario Juliano. También después de que la estableciera el papa Gregorio en el siglo XVI. Y hasta no hace mucho.

La puerta quedó en Januarius. Porque en el tiempo, una puerta tiene que haber. Y no está mal que la puerta sea la de un mes que lleva, muy probablemente, nombre de puerta. Ianus, la divinidad bifronte, y ianua, la puerta, bien parece que sean parientes de sangre, al fin de cuentas.


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Digan lo que quieran, enero es el mes de la puerta para nosotros. Era el mes de los lobos que aparecían en invierno para los anglosajones y el mes del invierno para los francos de Carlomagno y así lo llamaban en sus respectivas lenguas.

Para los hijos de Il Mare y de Roma, enero es el mes de la puerta.

Pero, digo yo, y visto desde el norte que le puso nombre a estas cosas, ¿no está bien que el tiempo empiece con el nacimiento del sol, con el solsticio en el que el sol resurge hacia su plenitud? Porque eso es Januarius también, por lunar que sea el calendario de los imperiales del Mare Nostrum.


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Y esperamos -espero- que así sea. Pasará enero. Y habremos pasado la puerta. Y atrás -en enero, incluso- quedará el pasado y vendrá el futuro del otro lado.

Cada día que pasemos en este valle, pasaremos la puerta. Alguna puerta. Eso lo creían los mismos romanos, y bastante razón tenían. Para ellos las puertas y los pasajes eran de suma importancia. Así le atribuían al propio dios bifronte -al Ianus de la ianua- el cuidado de las primeras horas de cada día, y el pasaje de los arcos y los dinteles. Y las puertas. Y todos los pasajes de una cosa inevitablemente antes a otra inevitablemente después.

Como del día a la noche y de la noche al día. Porque Ianus, y toda una serie de divinidades asociadas (Juno, Diana), tenían relación con el principio y el fin de las cosas. Ianus, por lo pronto, vigilaba el amanecer y los atardeceres.



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No somos tan distintos a los ancestros. No tanto. El tiempo necesita ser recordado. Mientras estamos aquí y en él. Al menos eso. Sentimos como ellos la sucesión y lo que queda a un lado y al otro de los umbrales. Sentimos como ellos la sensación del tiempo.

Pero lo que ellos podían pensar del asunto, lo que sabían de todo eso (ellos y todos los antiguos), no vislumbraba siquiera la Puerta. La Puerta.

Las cosas les hablaban, por cierto que sí. Y las figuras y símbolos y typos de los que estaban rodeados, algo les decían de pasajes, de principios y fines. Hasta llamaban a sus divinidades de los comienzos y del fin Ianua Coeli. Y estaban el nacimiento y la muerte (del día, del año, del hombre) comprendidos en ese cielo que se abría y se cerraba como una puerta. Como cuando amanece, como cuando llega la noche.

Sí.

Pero de La Puerta no sabían casi nada, y casi sin casi.


*   *   * 


Enero se va. Se nos va.

Entramos al año, dejamos el año. El que viene, el que fue. Una sucesión que es tan alentadora como densa en su repetición.

Si eso fuera todo, claro. Si esa puerta, si esas puertas sucesivas lo fueran todo. 

Pero no es eso todo. No todo termina en una nueva puerta tras la cual hay otra puerta. 

No todo es enero. 

No todo es Januarius.

Porque está La Puerta.


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En un sermón (el número 53) dedicado al V domingo de Pascua, comentando versículos del salmo 117, dice san Máximo de Turín, hablando de una Puerta detrás de la cual está la Patria sin mudanza, hablando de un Día que no tiene a la noche detrás, que no tiene ocaso:
"Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo" (Salmo 117, 24). No es por casualidad, hermanos míos, que hoy leemos este salmo en el que el profeta nos invita a la alegría y al gozo, en el que el santo David invita a toda la creación a celebrar este día.

La resurrección de Cristo destruye el poder del abismo, los recién bautizados renuevan la tierra, el Espíritu Santo abre las puertas del cielo. Porque el abismo, al ver sus puertas destruidas, devuelve los muertos, la tierra, renovada, germina resucitados y el cielo, abierto, acoge a los que ascienden.

El ladrón es admitido en el paraíso, los cuerpos de los santos entran en la ciudad santa y los muertos vuelven a tener su morada entre los vivos. Así, como si la resurrección de Cristo fuera germinando en el mundo, todos los elementos de la creación se ven arrebatados a lo alto.

El abismo devuelve sus cautivos al paraíso, la tierra envía al cielo a los que estaban sepultados en su seno, y el cielo presenta al Señor a los que han subido desde la tierra: así, con un solo y único acto, la pasión del Salvador nos extrae del abismo, nos eleva por encima de lo terreno y nos coloca en lo más alto de los cielos.

La resurrección de Cristo es vida para los difuntos, perdón para los pecadores, gloria para los santos. Por esto el salmista invita a toda la creación a celebrar la resurrección de Cristo, al decir que hay que alegrarse y llenarse de gozo en este día en que actuó el Señor.

La luz de Cristo es día sin noche, día sin ocaso. Escucha al Apóstol que nos dice lo que sea este día: La noche está avanzada, el día se echa encima. La noche está avanzando, dice, porque no volverá más. Entiéndelo bien: una vez que ha amanecido la luz de Cristo, huyen las tinieblas del diablo y desaparece la negrura del pecado, porque el resplandor de Cristo destruye la tenebrosidad de las culpas pasadas.

Pero diréis..., el cielo y el infierno no han sido creados para el día de este mundo; a estos elementos ¿se les puede pedir celebrar un día que se les escapa totalmente? ¡Es que este día que ha hecho el Señor todo lo penetra, todo lo contiene, abraza conjuntamente el cielo, la tierra y el infierno! La luz que es Cristo no ha podido ser frenada por los muros, ni rota por los elementos, ni ensombrecida por las tinieblas. La luz de Cristo es verdaderamente un día sin noche, un día sin fin. Resplandece por todas partes, brilla por todas partes, permanece en todas partes.

Porque Cristo es aquel Día a quien el Día, su Padre, comunica el íntimo ser de la divinidad. Él es aquel Día, que dice por boca de Salomón: Yo hice nacer en el cielo una luz inextinguible.

Así como no hay noche que siga al día celeste, del mismo modo las tinieblas no pueden seguir la santidad de Cristo. El día celeste resplandece, brilla, fulgura sin cesar y no hay oscuridad que pueda con él. La luz de Cristo luce, ilumina, destella continuamente y las tinieblas del pecado no pueden recibirla: por ello dice el evangelista Juan: La luz brilló en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió.

Por ello, hermanos, hemos de alegrarnos en este día santo. Que nadie se sustraiga del gozo común a causa de la conciencia de sus pecados, que nadie deje de participar en la oración del pueblo de Dios, a causa del peso de sus faltas. Que nadie, por pecador que se sienta, deje de esperar el perdón en un día tan santo. Porque si el ladrón obtuvo el paraíso, ¿cómo no va a obtener el perdón el cristiano?




Ignacio

Ayer me encontré otra vez con una antología de versos de autores argentinos de fines del siglo pasado (Poesía argentina de fin de siglo - 1994).

Me acordé de que me la había regalado Ignacio Anzoátegui, que tenía allí publicados unos versos.

Ignacio ya no está. Quedaron de él cosas como estos dos poemas.

Explicación de las demoras

La gente que trabaja en el Correo
ignora a las palomas mensajeras,
no entiende el simbolismo de los sobres,
no sabe de ansiedades instantáneas.
Conoce de franqueos y de códigos
y de fórmulas vanas que demoran
la urgencia de una luz o de una mano
o de un modesto beso que no llega
o que llega después, cuando ya es tarde.

Ya que el rumbo del rayo que preciso
sistemáticamente me es bloqueado,
te propongo pensarnos sin descanso,
sin enojos, haciéndonos de cuenta
que estamos escuchándonos el alma
en el mismo momento en que me sube
esta angustia de no mirar tus ojos
porque no están, porque se fueron lejos.

La sensación de estar siendo pensado
es una tibia fuerza, pero es fuerza;
es una estratagema de la ausencia.
No me olvides, por Dios, que todo esto
pretende hallar las fórmulas del viento
para que estés contenta y te sonrías
cuando lleguen palomas mensajeras
con las cartas de amor o lo que sea.


Una mujer me dijo que me amaba

Una mujer me dijo que me amaba.
Este hecho tan mágico y tan loco
sucedió alguna vez en mis oídos.
No puedo precisar si fue ayer
o en la mitad del siglo o en septiembre
(como las obras de arte, es un hecho
sin tiempo, sin edades, sin horarios).
Tampoco sé medir intensidades
ni permanencias ni futuro alguno.
Yo sólo sé que sucedió una tarde
y que había un río en mi memoria.

Una mujer me dijo que me amaba.
Esta fórmula única de amor,
estas palabras que lo pueden todo,
me pueblan los silencios y me esperan.
Lo que quiero decir es que no cesa
la voz que me las dijo. Es una música
que está conmigo, que no quiere irse.

Una vez, en secreto y al oído,
una mujer me dijo que me amaba.



viernes, 17 de enero de 2014

Mejor, a la vuelta

Buenos Aires, en el verano, es como para mercenarios en el desierto, en una selva húmeda invivible. O, si lo quiere más rocambolesco, como para expedicionarios, para exploradores de piel cuarteada y curtida. Tal vez sombrero de ala, pardo, aratonado. Correajes de cueros semisecos. Una camisa caqui con charreteras y los bolsillos deformados, algunas costuras que vienen de campañas azarosas. Cicatrices por todas partes, borceguíes gastados. Los pantalones, más bien anchos (nada de esas bermudas mariconas, de película...)

Todo convenientemente desteñido, diría.

Así de terrible puede ser Buenos Aires en el verano, créame. Así se siente uno a veces en el Buenos Aires de 40°.

Por otra parte, es casi indiscutible: Buenos Aires no se calienta por nada (nada que no sea contante y sonante, más bien), como ciudad de puerto que es, de merca ¿-deres o -chifles...? Por nada que no sean las famas de poca monta (o de muchas montas...) O por el poder (ah..., cómo le gusta el poder a Buenos Aires, todos los poderes...)

Tal vez por algunas o todas de esas cosas Buenos Aires es una ciudad por ejemplo regularmente injusta. Y mira de soslayo y fríamente, pero con ojo calculador y ávido, todo lo que le calienta la ambición o le fogonea ese apetito insaciable de frivolidades.

Sí.

Pero a Buenos Aires -cada tanto, como ahora...- sí la calienta un sol de justicia. Y así, en un caldo como de ferragosto agobiante, se aplasta, se malhumora, se inquina, se desentiende de todo. Y calcina. Y se calcina.

Y más ahora, sí...

Un día habrá que entrarle a Buenos Aires y entrarle a lo que ella significa o ha parido o ha criado.

Un día, sí.

Por eso.

Hay que dejar a Buenos Aires cocerse en su salsa unos días. Ella sola. En su ritual de aspavientos ficticios por nada, e indeferencias reales por todo.

Hay que dejar Buenos Aires. Volverle un poco la espalda. Dejarla con sus cuitas de matrona prepotente, mediocremente interesada en futilidades engoladas. Dejarla en su guaranguería espiritual, que apenas disimula con sus afeites de mina retrechera y de gran brillo, dijeran en el tanguito.

Mire: si puede, no pise Buenos Aires en estos días, especialmente en estos días.

Y si puede más, no sólo ni siquiera pise a la Reina (...del Plata, dije...) y pise suelos mejores.

Y si ya está lejos, quédese lejos.

Apenas. Como para tomar distancia. Como para que haya distancia. Más distancia.

¿Cómo que no hay cosas dignas en Buenos Aires? ¿Quién dijo que no hay -que no podría haber- perlas en medio del chiquero? Pero de eso, por ahora, que nos quede la memoria. Ya nos toparemos con esas buenas cosas a la vuelta.

En todo caso.

A la vuelta.

Porque, en lo que toca a un servidor, mejor a la vuelta.

Y eso porque, como dijo el Colón de la estatua hace poco: yo me rajo...

¿Y qué hacemos con los expedicionarios, con los aguerridos aventureros?

Un consejito, si me permite: usted podría tomarse el piro porque hace calor, porque quiere cambiar de aire, porque se le da la gana, porque le sobran unos maravedíes, porque tiene dónde caer sin riesgo ni gastos, porque es enero, por lo que sea...

Pero, attenti!: mire que siempre paga más y viste mejor tener un motivo como si dijera épico, aun para tomarse unos días de vacanza. O para cualquier cosa, si vamos al caso.

La épica, aunque sea mistonga, bien podría lograr que pareciera heroica una escapada. Y hasta casi cualquier cosa, si vamos al caso.

No vaya a caer en la torpeza de decir -y de decirse- que le vendría bien un descansito o que tiene ganas de poner los pies en polvorosa... No vaya a decir suelto de cuerpo que tiene ganas de viajar un rato. Ni se le ocurra la mediocridad grosera de decir que le gusta viajar.

No, señor. Guarde la palita, la sombrilla, la sillita y el balde. Guarde la parrillita portátil, la birra, la caña de pescar y las patas de rana. Nada de zonceras.

Usted está en una misión indelegable. Usted es como el faro de occidente. Usted es mitad Ulises y mitad san Agustín y mitad Alcuino y mitad Juan Moreira.

Ponga ademán y cara y gesto y voz de hombre épico y ándese por las de Villadiego.

Como si fuera un expedicionario. Como si fuera un mercenario de guerras innombrables. Como si fuera el héroe. Un héroe.

Podría servir, después de todo. Mire que un día, si lo ensaya mucho, si lo practica asaz, ya lo tendrá aprendido y hasta puede pasarle que lo vaya a necesitar de veras y le salga solo.

Podría ser. Y entonces es bueno que ya lo vaya ejercitando.

Sí.

Pero.

Mejor, deje...


Mejor, a la vuelta.




Despedida




Estos rayos abiertos de la luna,
llena de enero en luz de luna llena,
de par en par abiertos, te reciben:
te dan la bienvenida en esta noche.
Y te abrazan el roble, el limonero,
y unos claveles que te vitorean
a coro con las salvias conmovidas,
mientras cantan jazmines y laureles.
Un viento de oriflamas por el aire
ha escrito en oro letras de tu nombre    
que luce como un día ardiente y claro.
Y entre zorzales van cien ruiseñores
que en antífonas límpidas te aclaman
y te celebran, ebrios de su gozo.




El boxeador viejo

Son recuerdos que traigo de cuando era chico.

En mi pueblo, todavía por aquellos años, muchas casas alrededor tenían el aire de sus orígenes. Venían del tiempo de cuando el tren era de los ingleses. Vi después que en otras líneas, del norte y del sur, era igual. Las habían construido cerca de alguna estación para el personal muchas veces importado; ingleses había, claro, pero mucho irlandés, algún escocés y algún que otro galés, aunque menos. Mi lugar, por entonces, estaba plagado de Fox, Harnan, Dixon, Williams, Duggan, Jones, y así. De allí, se supone, la diferencia en tamaños e importancia que las casas mostraban. No había forma de no darse cuenta cuál era de quién.

Las casas que digo le daban un aire simpático a los barrios y a los pueblitos. Tan simpático como irreal, porque ciertamente no eran exactamente "de acá". Aunque también pasa entre nosotros, y desde hace casi más de un siglo, que hay muchos modos de ser "de acá".

Pero, sumando y restando, aquellas casas eran simpáticas y algunas cuadras, que mantenían el estilo, eran un buen paseo arbolado, enjardinadas ellas, bien puestas. Si me apuran, siguiendo a Chesterton (ya que de ingleses se trata), hasta creo que algo de la gracia del conjunto venía precisamente de que aquellas casas tenían alrededor otros estilos.

Para mis años niños, por mis pagos, ingleses casi no quedaban.

En algunas casas vivían irlandeses -y muy bonitas irlandesas, qué le digo...-, pero la gran mayoría había sido ocupada por dueños nuevos, de otras tribus. Con el tiempo, un poco por propio empeño, otro poco por el cholulismo vernáculo, los gringos súbditos habían prosperado (hablar inglés, y chapurrear castellano, parece que siempre ayudó un poco en las pampas...), y así fue como los hijos de los hijos de los que en sus días vinieron apelmazados en los barcos y fueron a dar a los hierros y durmientes de Vía y Obra, o a palear carbón o, acaso, con más suerte, fueron personal de estación o escribientes, habitaban ahora unos caserones bastante importantes a los que trataban de parecerse, con éxito dispar.

Pero había una casa, chica, muy, igualita ella a las que tenía a cada lado y a otras cuantas más de por allí.

No quiero irme del asunto que me trae los recuerdos.

Pero.

Creo que, puestos a hacer socialismo o como más le guste llamarlo, los ingleses harán un socialismo bonito, si quiere, algo vistoso (tanto como cruel, volviendo a Chesterton...) Hay quienes dicen que "saben vivir", que les gustan las casas, los jardines, los animales. Pero es socialismo igual. Es verdad, también: no pueden dejar de ser un tantico imperialistas, socialistas o no, y casi siempre. Y por más que lo envuelvan en ese decoro simpático y agradable de horses & hounds, de garden & flowers, a mi sabor despersonaliza lo mismo, por doble vía, porque ser socialista es una cosa y ser muy inglés, es otra (de hecho, con ser inglés, alcanzaría, pero..., un poco sobreactúan de tanto en tanto...)

Viendo esas casitas, a veces he pensado que esa maqueta a repetición y a escala menor -sensiblemente menor- de las casas grandes, reproducida en toda una hilera de casitas, más que mostrar el parecido en el estilo (de hecho las grandes y las chicas son muy inglesas, ambas), quiere mostrar en todo caso las diferencias y acentuarlas. Amable y civilizadamente, claro. Claro. Y dicho así, si de socialismos se trata, no sé si no prefiero la horripilez soviética. Ya sé que es bien discutible, sí; pero... Ahí lo tiene: en la frialdad aterida y tristona de la crueldad gris y rusa, el incauto tiene que ser medio pavote, o pavote y medio, como para confundirse. Pero, entre parterres y terriers, es más fácil que el incauto crea que la uniformidad es la medida humana. La uniformidad de los siervos, se entiende. Y de los natives, claro.

Pero, ya... Ya. No seamos injustos: el lugar era agradable y de buen ver, con todo y eso, que después de todo, los colores con los que estoy pintando los ponen -en parte, en parte...- mis ojos.


*   *   *


Y la casita que dije también era simpática, con un terreno irregular y un jardincito monono, y bastante más grande que la casa, que dos ancianos que vivían allí cuidaban con disciplina y alegría. Él era criollo, de familia hispana, les diría; ella, me parece que de familia italiana y tal vez italiana ella misma. Con el tiempo, mi madre me contó que algo había tenido que ver él con la herrería y presumiblemente por eso mismo había trabajado en alguna ocasión para mi abuelo. Dicen que alguna vez, en otro lugar y en otro tiempo,quiso pretender a una hermana de mi padre, pero eso no lo sé. Lo cierto es que la vida lo llevó a esos pagos y ahí vivió, creo que hasta morir. Su mujer era modista y costurera y supo hacerle algunas ropas a mi madre. Tuvieron una sola hija.

Y él, en alguna vida, más joven por cierto, había sido boxeador.


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Por una razón u otra, una de las caras de mi primera infancia era la de A. T. (y lo digo así, A. T. porque... es mejor así...).

Era una cara redonda y plana con una inequívoca nariz de boxeador, asunto que mi padre me explicó hasta que lo entendí: le habían roto la nariz boxeando, cosa frecuente cuando se trata de vivir un tiempo a las piñas.

A. T. tenía los hombros anchos, muy anchos. Casi tanto como los de Nicolás, mi abuelo materno. Y eran casi de la misma altura y tal vez de la misma edad. Nicolás era gringo, blanco, rubio, de cara despejada y sonrisa fácil. A. T. tenía una perpetua mueca como de disgusto (que no era), mezclada con una sonrisa melancólica. Muy colorada la piel, se hubera dicho que vivía borracho o que recién terminaba una pelea en la que la cara había sido el paragolpes. Las cejas caídas, los ojos chicos y como hinchados, A. T. fue la cara del boxeador, cuando yo todavía ni sabía que existiera el boxeo.

Mis primeros años de colegio, los de jardín, fueron a la vuelta de lo de A.T., en lo de unas monjas. De modo que pasar frente a lo de A. T. era obligado al menos dos veces al día. Y cada vez lo veía, mientras mi madre saludaba al pasar o cruzaba unas palabras con alguno de ambos viejos, o con ambos, a los que, por alguna misteriosa razón, mi recuerdo los hace viviendo más en el jardín que en la propia casa, porque allí era donde estaban cada vez que pasábamos.


*   *   *


Y cada vez que lo veía, A. T. reproducía un ritual que me causaba un poco de gracia y una pena indescifrable, al menos de chico, que no después.

A. T. saludaba cada vez muy cortésmente a mi madre e inmediatamente (en medio del jardín, en la vereda...) adoptaba una posición de ring: abría un poco las piernas, subía la guardia, sonreía con su sonrisa melancólica, se le caían más las cejas, se le ensanchaba la nariz partida y me decía, resoplando y algo asmático: "A ver..., a ver ese campeón...., boxee, boxee, Eduardito, a ver cómo se defiende...", y todo entre fintas pesadas y movimientos lentos y sin compás de atleta.


*   *   *


Hace mucho tiempo de eso. Jamás lo olvidé. Y siempre fue el emblema de algo que recién pasados muchos años pude entender mejor.

A. T. hacía fintas de boxeador, pero ya no era boxeador. Y hacía fintas de boxeador joven y entrenado, plástico y ágil, vistoso. Pero ni era joven ni entrenado, ni plástico, ni ágil ni vistoso.

Un día lo entendí. 

Durante años, con la tierna imagen mental de A.T. y sus fintas de abuelo bonachón, algo torpes, mecánicas y desacompasadas, usé la expresión "como boxeador viejo". Y quería decir -todavía lo hago- que hay algo que no se puede repetir así como así. Que hay muchas cosas en la vida que querríamos que fueran siempre lozanas y frescas, si acaso. O siquiera que causaran la sorpresa y la emoción que causaron alguna vez. Incluso, como entonces, con buenas o malar artes (como en el boxeo...) Que pudieran repetirse siempre con la misma plasticidad. Que pudieran ser siempre eficaces. Como una agilidad, física, mental, afectiva, psíquica. Espiritual. 

O como la que en alguna época fue el arma infalible de quienes seducen, para lo que sea y lo siga siendo. Porque seducir puede ser algo de ese género. Y no siempre nos acompaña todo el tiempo de nuestras vidas, no todo el tiempo que querríamos o que parecemos necesitarlo. Y no es raro que nos abandone bastante antes de que dejemos de usar la herramienta. Con lo que, por fuerza y también en eso, nuestros gestos serán como los de "boxeador viejo": Tendrán el gesto, si acaso la mímica, pero nada más. Y, lo que es frecuente también, los demás verán que somos "boxeadores viejos", y un poco de pena daremos...

Muchos años he pensado en eso. Muchos de veras.

Siempre caigo en la misma conclusión y voy al mismo punto. Y, por alguna razón, el razonamiento se vuelve una petición, una especie de jaculatoria, que ni a oración llega.

Veo a muchos viejos que siguen, digamos así, boxeando. Y, lo que es más notable y digno de ver, siguen teniendo buena cintura, buenas piernas, buenos reflejos, rapidez para resistir o esquivar los golpes, y sin moverse ahora casi, experiencia para aguantar, y hasta sentido de la oportunidad para colocar un buen golpe. 

Claro. Han cambiado un poco su "plan de pelea": es que no tienen 20 años... Claro. Pero no son boxeadores viejos. Son viejos. Pero todavía boxean. Y no desmerecen, no.

Y también veo a muchos otros que han sido boxeadores y saben que ya no pueden boxear. Entonces no simulan boxear. No hacen fintas al aire, ridículas y algo vergonzosas. Miden sus movimientos. Han guardado su eficacia para otros asuntos. De otro modo. De mejor modo. Y lo hacen con gracia. Lo hacen con sabiduría. Y no se nota ni lentitud ni torpeza. Sólo experiencia. Bondad. Mansedumbre sabia.

Pasa en tantas cosas. Y en tantos. Y en todos, mejor decir. 

Hombre o mujer. 

Profesor o ingeniero o sacerdote o carpintero o médico o chofer o músico o albañil o amante o futbolista o padre o abuelo o amigo o...

Difícil, siempre pienso, llegar a la edad en que uno decide (de algún modo, vaya a saberse cómo, por qué...) si habrá de hacer el papel de "boxeador viejo". O no. Difícil saber cuándo es esa edad, cuándo es cuándo. Y qué hacer entonces. 


*   *   *


A. T. era un hombretón, manso, buena persona. Y tenía eso: su ritual de "boxeador viejo", que era un juego que me convidada. Pero aquello, sin quererlo él, fue algo más que un juego. Y me heredó eso, también. Sin que supiera él, ni pudiera imaginar él, adónde irían a parar sus bamboleos como de marinero en tierra. 

Y me acuerdo de él (no de eso, de él...), cada vez que recuerdo aquellos gestos, aquellas fintas incompletas, vacías. Y se lo agradezco y me alegro de haberlo conocido. A. T. jugaba conmigo. Y jugaba con los juguetes que él tenía. Y se lo agradezco infinitamente. porque, como siempre, en los juegos se aprenden muchas cosas. Como jugando...

Y de allí viene la jaculatoria. Por él. Por mí. 

Y por cualquiera que tenga adelante un ring vacío, cuando le llegó la edad de saber si sabe lo que es un "boxeador viejo". O no.




miércoles, 15 de enero de 2014

Último madrigal de enero




Será con la mañana,
con esa piel de menta de la sierra;
o con la mansedumbre de ese río
que acompasa la tarde;
o con la sombra quieta, dulce, oscura
de unos molles añosos.
O con las piedras grises sin edad...

¡Ah, madrigal de enero!

¡Qué plácido se yergue y crece el día!
¡Cómo perfuma el aire!
¡Cómo la yerbabuena se enardece!
¡Qué límpida es la voz de estas alturas!
¡Qué amor amansa el viento!

¡Cómo el olvido olvida que ha olvidado!
¡Qué levemente hiere la memoria!

¡Qué madrigal es todo!




Quinto madrigal de enero




Es un silencio frágil
este silencio que ha nacido libre

y brota en noches claras.
Es más nuevo que todos los retoños
de un árbol de este mundo,
es como un amor nuevo,
como un súbito amor de tierra tibia,

fragante y silenciosa.

¡Ah, madrigal de enero!


¿No ves esa alegría?

La soledad del tiempo ya madura.

¿No se oye ese rumor feliz, secreto?


Hay una voz que viene en los jazmines,
y se abraza a mis manos y me aroma.
Tan sigilosa llega...

Tan en murmullos van sus pasos jóvenes.

Bellamente murmura.
Y en silencio traspasa
toda tristeza antigua y los dolores.





lunes, 13 de enero de 2014

Cuarto madrigal de enero




Por la belleza llana de estos campos
veo andar tu figura,
la luz de tu figura solamente,
tu figura sin sombra,
nomás el don que tu figura estela.

¡Ah, madrigal de enero!

Yo vi cómo se alzaba un mar de espigas,
en oleajes de bronce;
y en su sazón al trigo requebrarte.
Y vi como una fronda de aves libres,
insistentes gaviotas,
anhelantes como una novia joven,
sembraban ya el otoño entre los surcos
mientras tu voz dormía.



sábado, 11 de enero de 2014

Malos amores buenos

Claro. Así no es tan fácil como con los buenos amores malos, porque en esa misma expresión sólo había que precisar y entender por qué y en qué sentido se vienen malos aquellos amores buenos. Y suele ser la parte más socorrida, la más frecuentada. Hay una apologética más o menos al uso sobre esa clase de competencia entre los amores terrenos y el amor a Dios.

No que los buenos amores malos no sea verdaderamente un asunto a considerar. Claro que lo es. Y acaso es asunto mucho más grave que lo que la apologética un poco trivial, aunque a veces pomposa y tremebunda, sospecha. Y precisamente el que se trate de, en principio, buenos amores hace la cuestión más grave todavía.

Pero aquí, con los malos amores buenos, es un poco más difícil, para empezar porque hay que entender bien en la frase en qué sentidoson malos y en cuál son buenos.

Ésta es la otra idea recurrente que hay en Los cuatro amores de C. S. Lewis. Espiritual, psicológica y afectivamente, me parece tan importante como la otra. Y, según las circunstancias, puede ser más importante ésta que aquella. Creo que Lewis apunta aquí un asunto que está en la médula del cristianismo. Aunque, y por eso mismo, la cuestión se extienda a todo hombre. Como dirá, hay rastros notables respecto de esto en las Escrituras y el peligro de malentenderlos es grande. "Dios es Amor" sigue siendo frase peligrosa, precisamente porque es verdad grande.

Y es frase verdadera y peligrosa tanto para los buenos amores malos como para los malos amores buenos.

Está bien entonces que haya esas dos ideas, en equilibrio y complemento. Porque si solamente estuviera la primera idea, sería difícil entender, por ejemplo, la semejanza del hombre con Dios. Y hasta podría ser insuficiente la Esperanza tal como la conocemos. En cambio, si solamente estuviera la segunda idea, la Redención, por ejemplo, sería difícil de explicar y justificar, pues resultaría poco menos que innecesaria. También en este caso, la Esperanza sería casi un adorno caprichoso.

E insisto con lo de la Esperanza, porque es necesaria -como la Fe para saber y entender, no sólo las cosas del Otro mundo, sino también las de éste-, para transitar esta tierra de sombras, con todos sus amores peligrosamente buenos y con todos sus amores gracias a Dios redimibles. Si no hubiera posibilidad -o necesidad- de rectificar los buenos amores para que no se maleen, estaríamos en un problema y la autocomplacencia devendría demoníaca. Si no hubiera ocasión alguna de redimir los malos amores, mirándolos en lo que tienen de equivocados precisamente, habría una contradicción insalvable en la raíz misma de lo humano que llevaría a la desesperación.

Pero mejor dejemos que Lewis hable sobre estos asuntos. Esto que copio aquí está en el capítulo dedicado a la Caridad, el último.
Hasta ahora casi nada se ha dicho de nuestros amores naturales como rivales del amor a Dios. La cuestión no puede ser ya eludida por más tiempo. Mi dilación obedecía a dos razones.

Una -ya mencionada- es que esta materia no es por donde la mayor parte de nosotros necesita empezar. Rara vez se dirige "a nuestra natural condición" al comienzo. Para la mayor parte de nosotros, la verdadera rivalidad radica entre el yo egoísta y el Otro humano, no inicialmente entre el Otro humano y Dios. Resulta peligroso imponerle a un hombre el deber de llegar más allá del amor terreno cuando su verdadera dificultad consiste en llegar a él. Y sin duda es bastante más fácil amar menos a nuestros semejantes e imaginar que esto sucede porque estamos aprendiendo a amar más a Dios, cuando la verdadera razón puede ser bien diferente: es posible que sólo estemos "tomando las flaquezas de la naturaleza por un aumento de Gracia". Mucha gente no encuentra difícil odiar a su mujer o a su madre. Mauriac, en una hermosa escena, describe a los otros discípulos pasmados y asombrados de ese extraño mandamiento, pero no Judas Iscariote: éste se lo traga fácilmente.

Pero haber destacado antes en este libro esa rivalidad entre los amores naturales y el amor de Dios hubiera sido prematuro también en otro sentido. Ese recurso a la divinidad al que nuestros amores acuden tan fácilmente puede ser refutado sin necesidad de ir tan lejos. Los amores demuestran que son indignos de ocupar el lugar de Dios, porque ni siquiera pueden permanecer como tales y cumplir lo que prometen sin la ayuda de Dios. ¿Por qué molestarse en probar que algún insignificante principillo no es el Emperador legítimo, cuando sin la ayuda del Emperador ni siquiera puede conservar su trono, subordinado a él, ni puede mantener la paz por medio año en su pequeña provincia, sin ayuda del Emperador? Incluso por su propio interés, los amores naturales deben aceptar ser algo secundario, si han de seguir siendo lo que quieren ser. En este sometimiento reside su verdadera libertad: "Son más altos cuando se inclinan". Cuando Dios manda en un corazón humano, aunque a veces tenga que derrocar a algunas de sus autoridades nativas, mantiene a menudo a otras en sus puestos y, al someter su autoridad a la Suya, da por primera vez a ese corazón una base sólida.

Emerson ha dicho: "Cuando se van los semidioses, llegan los dioses". Ésta es una máxima muy dudosa. Digamos mejor: "Cuando Dios llega, y sólo entonces, los semidioses pueden quedarse". Entregados a ellos mismos desaparecen o se vuelven demonios. Solamente en Su nombre pueden, con belleza y seguridad, "esgrimir sus pequeños tridentes". La rebelde consigna "Todo por amor" es, en realidad, la garantía de la muerte del amor (la fecha de la ejecución, por el momento, en blanco).

Pero la cuestión de esta rivalidad, postergada tan largamente por estas razones, debe ahora ser tratada; en cualquier época anterior, excepto el siglo XIX, podría aparecer a lo largo de todo un libro sobre este tema. Si los victorianos necesitaban algo que les recordara que el amor no es suficiente, teólogos más antiguos que ellos, en cambio, proclamaban continuamente y en voz bien alta que el amor natural es muy probablemente demasiado. El peligro de amar demasiado poco a nuestros semejantes se les pasaba menos por la cabeza que el de amarlos de una manera idolátrica. En cada esposa, madre, hijo y amigo, ellos veían un posible rival de Nuestro Señor (Lucas 14, 26).

Hay un método para saber con seguridad si nuestro amor hacia nuestros semejantes es inmoderado, método que me veo obligado a rechazar desde el comienzo. Y lo hago temblando, pues me lo encontré en las páginas de un gran santo y gran pensador, con quien tengo, felizmente, incalculables deudas.

Con palabras que aún pueden hacer brotar lágrimas, San Agustín describe la desolación en que lo sumió la muerte de su amigo Nebridio (Confesiones IV, 10). Luego extrae una moraleja: esto es lo que pasa, dice, por entregar nuestro corazón a cualquier cosa que no sea Dios. Todos los seres humanos mueren. No permitamos que nuestra felicidad dependa de algo que podemos perder. Si el amor ha de ser una bendición, no una desgracia, debemos dedicárselo al único Amado que jamás morirá.

Esto es, por supuesto, tener un excelente sentido común. No pongamos el agua en una vasija quebrada. No invirtamos demasiado en una casa de la que nos pueden echar. Y no hay ningún hombre que pueda asumir con más convicción que yo tan prudentes máximas: ante todo, soy partidario de la seguridad. De todos los argumentos contra el amor, ninguno atrae tanto a mi naturaleza como "¡Cuidado!, eso puede hacerte sufrir".

A mi naturaleza, a mi temperamento, sí; pero no a mi conciencia. Cuando me dejo llevar por esa atracción me doy cuenta de que estoy a mil millas de Cristo. Si de algo estoy seguro es de que su enseñanza nunca tuvo por objeto confirmar mi preferencia congénita por las inversiones seguras y los riesgos limitados. Dudo de que haya en mí algo que pueda complacerle menos que eso. ¿Y quién podría imaginar siquiera comenzar a amar a Dios sobre una base tan prudente, porque la seguridad, por así decir, es mejor? ¿Quién podría siquiera incluirla entre las razones para amar? ¿Elegiría usted una esposa o un amigo -y ya que estamos en eso, elegiría un perro- con ese espíritu? Uno debería irse fuera del mundo del amor, de todos los amores, antes de calcular así.

El Eros, el ilícito Eros, al preferir al ser amado antes que la felicidad, se parece más al Amor en sí mismo que esto.

Pienso que este pasaje de las Confesiones es menos una parte del cristianismo de San Agustín, que una resaca de las elevadas filosofías paganas en medio de las cuales creció. Está más cerca de la "apatía" estoica o del misticismo neoplatónico que de la Caridad. Nosotros somos seguidores de Uno que lloró por Jerusalén, y sobre la tumba de Lázaro, y que, amándolos a todos, tenía sin embargo un discípulo a quien, en un sentido especial, Él "amaba". San Pablo tiene más autoridad ante nosotros que San Agustín: San Pablo, el cual no parece que no haya sufrido "como un hombre" ante la grave enfermedad de Epafrodito, y que da la impresión de que hubiera sufrido del mismo modo si Epafrodito hubiese muerto (Filipenses 2, 27).

Aun cuando se diera por sentado que las seguridades contra el dolor fueran nuestra máxima sabiduría, ¿acaso Dios mismo las ofrece? Parece que no. Cristo llega al final a decir: "¿Por qué me has abandonado?".

De acuerdo con las líneas sugeridas por San Agustín, no hay escapatoria. Ni tampoco de acuerdo con otras líneas. No hay inversión segura. Amar, de cualquier manera, es ser vulnerable. Basta con que amemos algo para que nuestro corazón, con seguridad, se retuerza y, posiblemente, se rompa. Si uno quiere estar seguro de mantenerlo intacto, no debe dar su corazón a nadie, ni siquiera a un animal. Hay que rodearlo cuidadosamente de pasatiempos y de pequeños lujos; evitar todo compromiso; guardarlo a buen recaudo bajo llave en el cofre o en el ataúd de nuestro egoísmo. Pero en ese cofre -seguro, oscuro, inmóvil, sin aire- cambiará. No se romperá, se volverá irrompible, impenetrable, irredimible. La alternativa de la tragedia, o al menos del riesgo de la tragedia, es la condenación. El único sitio, aparte del Cielo, donde se puede estar perfectamente a salvo de todos los peligros y perturbaciones del amor es el Infierno.

Creo que los amores más ilícitos y desordenados son menos contrarios a la voluntad de Dios que una falta de amor consentida, con la que uno se protege a sí mismo. Es como esconder el talento en un pañuelo, y por una razón muy parecida. "Supe de ti que eres un hombre muy duro". Cristo no enseñó ni sufrió para que llegáramos a ser, aun en los amores naturales, más cuidadosos de nuestra propia felicidad. Si el hombre no deja de hacer cálculos respecto de los seres amados de esta tierra a quienes ha visto, es poco probable que no haga esos mismos cálculos con Dios, a quien no ha visto. Nos acercaremos a Dios no mediante el intento de evitar los sufrimientos inherentes a todos los amores, sino aceptándolos y ofreciéndoselos a Él, arrojando lejos toda armadura defensiva. Si es necesario que nuestros corazones se rompan y si Él elige ese medio para que se quiebren, que así sea.

Ciertamente, sigue siendo verdad que todos los amores naturales pueden ser desordenados. "Desordenado" no significa "insuficientemente cauto", ni tampoco quiere decir "demasiado grande"; no es un término cuantitativo. Es probable que sea imposible amar a un ser humano simplemente "demasiado". Podemos amarlo demasiado "en proporción" a nuestro amor por Dios; pero es la pequeñez de nuestro amor a Dios, no la magnitud de nuestro amor por el hombre, lo que constituye lo desordenado. Esto también debe ser clarificado, porque si no podríamos perturbar a algunos que van por el camino correcto, pero se alarman porque no sienten ante Dios una emoción tan cálida y sensible como la que sienten por el ser Amado de esta tierra. Sería muy deseable -por lo menos eso creo yo- que todos nosotros, siempre, pudiéramos sentir lo mismo; tenemos que rezar para que ese don nos sea concedido. Pero el problema de si amamos más a Dios o al ser Amado de la tierra no es, en lo que se refiere a nuestros deberes de cristianos, una cuestión de intensidad comparativa de dos sentimientos; la verdadera cuestión es -al presentarse esa alternativa-, a cuál servimos, o elegimos, o ponemos primero. ¿Ante qué exigencia, en última instancia, se inclina nuestra voluntad?

Como sucede con tanta frecuencia, las mismas palabras de Nuestro Señor son a la vez muchísimo más duras y muchísimo más tolerables que las de los teólogos. Él nada dice acerca de precaverse contra los amores de la tierra por miedo a quedar herido; dice algo -que restalla como un latigazo- acerca de pisotearlos todos desde el momento en que nos impidan seguir tras Él. "Si alguno viene a Mí y no odia a su padre y a su madre y a su esposa... y aun a su propia vida, no puede ser mi discípulo" (Lucas 14, 26).

¿Pero cómo he de entender la palabra "odiar"? Que el Amor mismo nos esté mandando lo que habitualmente entendemos por odio -ordenándonos fomentar el resentimiento, alegrarnos con la desgracia del otro, gozándonos en hacerle daño- es casi una contradictio in terminis. Yo pienso que Nuestro Señor, en el sentido que aquí se entiende, "odió" a San Pedro cuando le dijo: "¡Apártate de mí, Satanás! ¡Tú me sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres!" (Mateo 16, 23). "¡Apártate de mí!". Odiar es rechazar al ser amado, enfrentarse a él, no concederle nada cuando nos susurra las mismas insinuaciones del Demonio, por muy tierna y por muy lastimosamente que lo haga. Un hombre, dice Jesús, que intenta servir a dos señores "odiará" a uno y "amará" al otro. No se trata aquí, ciertamente, de meros sentimientos de aversión y de atracción, sino de lo que estamos tratando: es decir, se adherirá a uno, le obedecerá, trabajará para él, y, en cambio, no lo hará con el otro.







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Por otras razones, aunque en algo parecidas a las que ahora aparecieron sin pedir permiso, ya había hablado de una parte de este texto hace algunos años.

Me es bueno y necesario recurrir a estas páginas de nuevo. Y por eso las traigo ahora. Creo, sin embargo, y a la vez, que hay mucha cosa todo alrededor como para que haya que traerlas otra vez, de todas maneras, y ver toda clase de asuntos, desde la política y la Fe hasta la cultura o la convivencia personal, y hasta el tiempo libre si me apura, a la luz de lo que dice Lewis sobre los amores humanos. Y para ver mejor, esto va sin decirlo, nuestros amores, humanos y divinos.




viernes, 10 de enero de 2014

Buenos amores malos

Parece sin sentido, pero es obvio cuando se lo ve.

Y puede ser verdad para una cantidad de amores que recorren casi todos los objetos amables. Hasta Dios mismo, si acaso, y todo lo que de Él es. Pero ciertamente que de Dios para abajo, en cierto sentido, todo puede enfermarse de eso mismo.

Es asunto de cuidado, sobre todo porque la semejanza entre un dios y un demonio -para los hombres- es peligrosa y no sólo posible, sino más bien frecuente, incluso hasta por buenas razones. Eso mismo es cosa que Dios sabe. Y por cierto que lo sabe el Demonio. Somos los hombres los que tenemos problemas para distinguir.

Respecto del amor y los amores, C. S. Lewis tiene dos ideas recurrentes en Los cuatro amores y ésta es una de ellas. Ya aparece en la Introducción y es el texto que dejo ahora.
Lo dicho por San Juan -"Dios es amor"- quedó contrapuesto durante mucho tiempo en mi mente a esta observación de un autor moderno: "El amor deja de ser un demonio solamente cuando deja de ser un dios" (M. Denis de Rougemont); lo cual, por cierto, puede ser también expuesto en esta forma: "El amor empieza a ser un demonio desde el momento en que comienza a ser un dios". Este contrapeso me parece una salvaguarda indispensable. Si lo ignoramos, esa verdad de que Dios es amor puede furtivamente llegar a significar para nosotros lo contrario: todo amor es Dios.

Supongo que quien haya meditado sobre este tema se dará cuenta de lo que M. de Rougemont quiso decir. Todo amor humano, en su punto culminante, tiene tendencia a reclamar para sí la autoridad divina. Su voz tiende a sonar como si fuese la voluntad del mismísimo Dios. Nos dice que no consideremos el costo, nos exige un compromiso total, pretende atropellar cualquier otra exigencia e insinúa que cualquier acción realizada sinceramente "por amor" es legítima e incluso meritoria. Que el amor erótico y el amor a la patria puedan realmente llegar a "convertirse en dioses" es algo generalmente admitido; pero con el afecto familiar también puede ocurrir lo mismo; y, de distinto modo, también puede suceder con la amistad. No desarrollaré aquí este punto porque nos lo encontraremos una y otra vez en capítulos posteriores.

Ahora bien, hay que advertir que los amores naturales proponen esta blasfema exigencia cuando están, según su condición natural, en su mejor momento, y no cuando están en el peor, es decir, cuando son lo que nuestros abuelos llamaban amores "puros" o "nobles". Esto es evidente sobre todo en la esfera erótica. Una pasión fiel y auténticamente abnegada hablará como si fuera la misma voz de Dios. No ocurrirá lo mismo con lo que es meramente animal o frívolo. Podrá corromper a su víctima de mil maneras, pero no de ésta; una persona puede actuar según esos sentimientos, pero no puede venerarlos, así como un hombre que se rasca no venera el picor. El capricho pasajero que una estúpida mujer consiente -en realidad se lo consiente a sí misma- a su hijo malcriado -que es como su muñeca viva mientras le dura la rabieta-, tiene muchas menos probabilidades de "convertirse en dios" que la constante y exclusiva dedicación de una mujer que (de veras) "vive sólo para su hijo". Y me inclino a pensar que el tipo de amor a la patria basado en tomarse una cerveza y en condecoraciones de latón no llevará a un hombre a hacer mucho daño a su país, ni tampoco mucho bien; estará probablemente muy ocupado tomándose otro trago o reuniéndose con con sus camaradas. Y esto, ciertamente, es lo que debemos esperar: nuestros amores humanos no reclaman ser divinos hasta que el reclamo llegue a ser aparentemente válido; y no llega a ser aparentemente válido hasta que haya en él una real semejanza con Dios, con el Amor Mismo. No nos equivoquemos en esto. Nuestros amores-dádiva son realmente semejantes a Dios. Y, entre nuestros amores-dádiva, son más semejantes a Dios los más generosos y más incansables en dar. Todo lo que los poetas dicen de ellos es verdad. Su alegría, su fuerza, su paciencia, su capacidad de perdón, su deseo de bien para el amado: todo es una real y casi adorable imagen de la vida divina. Ante ellos hacemos bien en dar gracias a Dios, "que ha dado tal poder a los hombres". Se puede decir con plena verdad, y de modo simple, que quienes aman mucho están "cerca" de Dios. Pero se trata evidentemente de "cercanía por semejanza", que por sí sola no produce la "cercanía de aproximación". La semejanza nos ha sido dada; no tiene necesariamente conexión con esa lenta y dolorosa aproximación, que es tarea nuestra, lo cual no quiere decir que sea sin ayuda. Entretanto, la semejanza es algo esplendoroso. Y ésta es la razón por la que podemos confundir semejanza con igualdad. Podemos dar a nuestros amores humanos la adhesión incondicional que solamente a Dios debemos. Entonces se convierten en dioses: es decir, en demonios. De este modo se destruirán a sí mismos y nos destruirán a nosotros; porque los amores naturales que se convierten en dioses dejan de ser amores. Continuamos llamándolos así, pero de hecho pueden llegar a ser complicadas formas de odio.

Nuestros amores-necesidad pueden ser voraces y exigentes; pero no se presentan como dioses: no están tan cerca de Dios por su semejanza como para pretenderlo siquiera.

De lo dicho se desprende que no debemos imitar ni a los que idolatran el amor humano ni a los que lo ridiculizan. Esta idolatría, tanto la del amor erótico como la de los "afectos domésticos", fue el gran error de la literatura del XIX. Browning, Kingsley y Patmore hablan a veces como si creyeran que enamorarse fuera lo mismo que santificarse; los novelistas contraponen el "Mundo" no con el Reino de los Cielos sino con el hogar. Ahora estamos viviendo una reacción contra eso. Los que ridiculizan el amor humano califican de sensiblería y de sentimentalismo casi todo lo que sus padres decían en elogio del amor. Están siempre escarbando y poniendo al descubierto las raíces sucias de nuestros amores naturales. Pero pienso que no debemos escuchar ni "al gigante supersabio ni al gigante supertonto". Lo más alto no puede sostenerse sin lo más bajo. Una planta tiene que tener raíces abajo y luz del sol arriba, y las raíces no pueden dejar de estar sucias. Por otro lado, gran parte de esa suciedad no es más que tierra limpia, siempre que se la deje en el jardín y no se la esparza sobre el escritorio. Los amores humanos no pueden sin más ser gloriosas imágenes del amor divino. Son, ni más ni menos, cercanos por semejanza, que en ocasiones pueden ayudar y en otras dificultar la cercanía de aproximación. Y a veces quizá no tengan mucho que ver con ello ni de un modo ni de otro.



Tercer madrigal de enero




Mientras el ala de la nube vuela
sobre esta tierra en sombras,
la soledad más dulce nos ampara
y el corazón sereno,
en silencios de luz de una mirada,
regusta ya sin tiempo el tiempo claro.

¡Ah, madrigal de enero!

¡Qué distancias de cielo el cielo esparce
en lluvias de sosiegos que germinan
cuando la noche cruje!
¡Qué calma plenitud!
¡Qué resplandor de gozos repentinos!
¡Qué alegría tan joven nos recibe!
¡Qué amorosa nostalgia!




lunes, 6 de enero de 2014

Segundo madrigal de enero




Oscura y misteriosa,
como la sangre oscura de los toros,
esta noche creciente,
esta noche en su magia,
libra un aroma dulce como la hierba fresca.

¡Ah, madrigal de enero...!

¿Por qué una lluvia ausente se clava en mi costado
como dolor del aire,
como la tierra yerma que en su noche
oye el silencio nítido
de un trueno de zorzales que en su júbilo
abrirán manantiales rumorosos
como una voz amante?




domingo, 5 de enero de 2014

Daniélou: Josué vs. Moisés y las dos parusías

El Libro V de la obra de Jean Daniélou que estoy comentado brevemente (no diré mucho más, por ahora...), está dedicado por entero a Josué, así como los libros anteriores fueron para Adán, Noé, Isaac y Moisés.

La particularidad de este quinto libro está precisamente en que la figura de Josué, en clave tipológica, es central en el Antiguo Testamento. Tan central como ignorada por los judíos y por los primeros cristianos y, en este caso, curiosamente ignorada al principio, siendo que el nombre de Jesús y el de Josué, son tan próximos, si acaso no son el mismo.

Los episodios que narra el Libro de Josué en las Sagradas Escrituras son capitales: Josué conduce a Israel a la Tierra Prometida, reparte la heredad entre las doce tribus y les da nuevas leyes. Todos ellos y muchos otros son de un significativo valor tipológico.

Al comienzo de su apartado sobre Josué, Daniélou explica algunas de estas cosas.
Por los diversos temas hasta aquí estudiados hemos podido comprobar que la tipología cristiana era simple prolongación de la del Antiguo Testamento y del judaismo. Aun en casos como el de Isaac, en que el Antiguo Testamento no nos permite hablar de tipología propiamente dicha, el personaje en cuestión ocupa en él lugar muy distinguido. Cosa muy distinta sucede con Josué. La verdad es que dicho caudillo ocupará en el cristianismo un puesto muy destacado, mientras que en el judaismo apenas se lo tiene en cuenta. Las alusiones que al sucesor de Moisés hacen los escritos judíos, canónicos o no canónicos, son raras e intrascendentes. La más notable es la del Eclesiástico en la gran haggada (XLV, 1). Los apocalipsis no lo nombran sino accidentalmente (IV Esdr. VII, 107). En la obra de Filón no desempeña ningún papel. Y es natural. Goodenough hace una observación que nos da la clave de este desconcertante silencio. "El itinerario descrito por Filón, no llega jamás a la Tierra Prometida. Haber entrado en Palestina le hubiera sin duda alguna obligado a explicar por qué Moisés no pudo conducir a su pueblo hasta su término final, y por qué entonces Josué tenía que aparecer más ilustre que el gran Legislador. Y eso es lo que no se podía decir" (1).

La razón por la cual Josué no ha sido apreciado en todo su valor por la tipología judaica, es precisamente la que nos va a explicar el extraordinario desarrollo alcanzado en la tipología cristiana. Es que Josué aparece contrapuesto a Moisés. Este no introdujo a su pueblo en la Tierra Prometida; semejante empresa estaba reservada a Josué. Hay en esto como una despreciación de Moisés, que el judaismo mosaico y legalista no tenía ningún interés en destacar. El pensamiento cristiano no había hecho suyo el tema en los comienzos del Nuevo Testamento; tomó cuerpo, cuando sobrevino el conflicto con el judaismo. La tipología de Josué, consiguientemente, parece estar ligada con el estallido de dicho conflicto; y esto explica que haya aparecido en época relativamente tardía. Aquí está el elemento esencial de la tipología de Josué, su contraposición a Moisés. Josué aparece como un "doble" de Moisés; y así se contrapondrán la Ley de Josué, el Deuteronomio, a la primera, a la de Moisés; la circuncisión de Josué, la segunda, a la primera de Moisés. Josué aparecerá en el Antiguo Testamento como figura de la caducidad de la Ley de Moisés, que había de ser sustituida por otra, pronta a sucederle. Este es el pensamiento que moverá las plumas desde un comienzo, y que Orígenes llevará a su perfecto desarrollo (2). Se nos muestra aquí una tipología, que va a ir desenvolviéndose, no en el sentido de la haggada judaica, sino en oposición a ella. Damos con una forma especial de tipología, sobre la cual el cristianismo primitivo ha insistido mucho en su controversia con el judaismo, la tipología, en que el Antiguo Testamento nos presenta una sustitución, como cuando Jacob sustituye a Esaú, Isaac a Ismael, etc. La sustitución de Moisés por Josué es de la misma especie.

No siendo la tipología cristiana primitiva sino una como prolongación de la del Antiguo Testamento, se explica que en un primer principio apenas se haya reparado en Josué. De hecho en el Nuevo Testamento apenas se alude a él. El único episodio de la historia de Josué, que en él tiene cabida (y eso por la extraordinaria importancia que los judíos le asignaban) es el de Rahab. No obstante lo dicho, encontramos la tipología de Josué en un pasaje de la Epístola a los Hebreos. Comenta el autor el Salmo XCV, que se refiere al Exodo y a la entrada en la Tierra Prometida. Pues bien, el Salmo dice: "Les juré en mi ira que no entrarían en mi reposo" (Ps., XCV, 11). Lo cual comenta así: "Si Josué los hubiera introducido en su descanso, no hablaría David de otro día, después de lo dicho. Por tanto queda otro descanso para el pueblo de Dios" (Heb., IV, 8-9). Forzoso nos será volver luego sobre este pasaje con ocasión de la tipología del Sabat (o sábado judío), porque en esos versículos encontramos la Tierra Prometida y el descanso del sábado, asociados en forma harto curiosa. Pero lo muy digna de atención es la antítesis establecida entre Josué, que no introdujo al pueblo en su verdadero descanso, y Aquel que debía introducirlo.

Esta tipología aparece más clara todavía en lo que sigue del texto: "Teniendo, pues, un gran Pontífice que penetró en los cielos, Jesús el Hijo de Dios, mantengámonos adheridos a la confesión de nuestra fe" (IV, 14). Consta, pues, con toda claridad que media aquí oposición entre Josué "que no entró en el reposo" y Jesús "que penetró en los cielos". Y ello aparece más de bulto en el texto griego, que en los dos casos escribe Iesús (IV, 8 y 14). Lo que aquí resalta es el gran pensamiento que inspira toda la tipología de la Epístola a los Hebreos: que los grandes hechos del Antiguo Testamento no han podido acarrear la realidad de las promesas; eran simples figuras. Esto sucede con el Sumo Sacerdote, y sucede igualmente con Josué. Además que estos dos temas, Josué-Sumo Sacerdote, parecen estar aquí fusionados, pues se habla del gran Sacerdote, lo cual se debe tal vez a que el autor ha fusionado intencionadamente al Josué, sucesor de Moisés, con el Josué Sumo Sacerdote, de que nos habla Zacarías (III, 1).

El Nuevo Testamento se limita a hacernos una simple indicación de la tipología de Josué: Josué es figura de Cristo, en cuanto El es quien verdaderamente nos introduce en la verdadera Tierra Prometida. Podríamos con todo, preguntarnos si no tendríamos otra indicación en el nombre mismo de Jesús. . . Es más que seguro que el parecido del nombre llevó a los Santos Padres a reconocer en Josué una figura de Jesús. Pero, ¿esta indicación tiene fundamento en el sentido literal? Dicho en términos más claros. ¿El nombre Jeshuah, impuesto a Cristo por el Angel, alude al sucesor de Moisés? La cosa no está muy clara. Es cosa averiguada no hallarse dicho nombre entre aquellos con que la tradición judaica nombraba al Mesías (3). Es más que seguro que se le aplicó a Jesús por su etimología: "Dios salva". Lo cual en manera alguna excluye que encierre una alusión al Josué de la historia. Si así fuera, ello daría a la tipología de los Padres un nuevo y más sólido fundamento.


(1) By Light Light, p. 221.
(2) Hom. Jos., II, 1.
(3) Strack Billerbeck, I, 63-67.

Hay que leer todo el Libro V -lo digo otra vez: hay que leer todo el Libro V... y el resto de la obra, por cierto- para ver, entre otras muchas cosas, la dimensión del personaje y su relación tanto con Jesús en su Primera Venida, como con Él mismo en la Segunda, que llamamos Parusía. Y con Moisés y con lo que Moisés significa, también. Daniélou, andando esos caminos, sigue particularmente a san Justino y, por supuesto, a Orígenes.

Por lo pronto, me llama la atención que un asunto tan nítido -una vez que es expuesto, pero también en sí mismo- tenga tan poca relevancia y la haya tenido menos entre los cristianos primitivos, salvo cuando hubieron de enfrentarse a los judíos y se hizo necesario rastrear y acopiar argumentos en las Escrituras.

Notable es el carácter tipológico de Josué. Y tipológico quiere decir aquí también substitutivo. De una parte, Josué substituye a Moisés y también como legislador, lo que ya es impresionante, volviéndose así una figura del propio Jesús que supera la Ley. Por otra parte, aun con la enormidad de haber substituido a Moisés, el propio Josué es una figura incompleta en sí misma ante el antitypo definitivo: Jesús. Porque en el mismo acto de alcanzar la Tierra Prometida, por ejemplo, se muestra que el sosiego eterno y raigal, del que la Tierra Prometida es figura, solamente es de Aquel que puede obrar la posesión de la Patria, que no es Patria de este mundo.

Parece así que ciertamente tenían sus razones los judíos para no menear demasiado la figura de Josué, con toda la haggadá y hajalá a cuestas y por más midrashim que quieran.

Pero es más curioso tal vez -o no tanto, no tanto...- que los cristianos no tengamos demasiada noticia de este capitán y de lo que Dios ha querido que signifique, hablándonos en su lenguaje siempre tipológico para decirnos lo que Él es, lo que piensa, lo que quiere, lo que hace y por qué.

Es posible que, especialmente en cuestiones parusíacas, entre los cristianos (entre algunos, al menos) ocurra algo parecido a lo que le pasa a los judíos con Josué y no sería nada raro que fuera por razones parecidas.

De hecho, sin ir más lejos, ocurrió esto mismo no una vez sino varias entre los propios discípulos de Jesús, posiblemente más carnales que espirituales (sin saberlo o sin admitirlo...) o, directamente dicho, más judíos que cristianos... todavía.

(Pero no se lo digan así sin más a los cristianos -a algunos, al menos-, porque se van a poner la mar de furiosos...)




sábado, 4 de enero de 2014

Madrigal de enero




Cuando trae la tarde
la siesta silenciosa de los tilos,
que cubren el camino perfumando,
se huele el reverbero, entre las flores,
de unos ojos de luna.

¡Ah, madrigal de enero...!

Como un ave en su silbo,
el corazón celebra
la memoria de salvias y laureles
que de la nada brotan en el aire,
que alivian como un bálsamo
y dan tiempos de amor al que camina.



viernes, 3 de enero de 2014

Daniélou: Jericó y el fin del mundo

Si en el tema del paso del Mar Rojo nos dio Orígenes una tipología sacramental, el derrumbe de Jericó le va a brindar magnífica ocasión de elaborar una interpretación escatológica. El tema ya la tradición anterior lo insinuaba; pero quien la desenvolvió en toda su amplitud fue Orígenes. Jericó es el mundo. Orígenes lo explica así en su Homilía VI. "Jericó ha sido sitiada, tiene que caer. Con frecuencia aparece Jericó en las Escrituras tomado en sentido figurado. Así es; lo que el Evangelio dice del hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de ladrones es, qué duda cabe, figura de Adán, que, desterrado del paraíso, anda errando por el mundo. Lo mismo que los ciegos de Jericó, a los cuales se dirigió Cristo para devolverles la vista, que figuraban a los que en este mundo son ciegos por la ignorancia, para los cuales el Hijo de Dios ha venido a este mundo. Así, pues, este Jericó, vale decir el mundo, tiene que caer. Esa es la verdad que los Libros Sagrados con frecuencia nos recuerdan, el fin del mundo" (VI, 4; 855D-856A). De nuevo se hace eco Orígenes de la tradición. La interpretación que nos da de la parábola del Samaritano, él mismo en otro lugar nos dice que la recogió de labios de los presbíteros. "Uno de los ancianos, queriendo interpretar las parábolas, decía que el hombre que bajaba era Adán; Jerusalén, el paraíso; Jericó, el mundo; los ladrones, las potencias enemigas; el sacerdote, la Ley; el levita, los Profetas; el Samaritano, Cristo; las heridas, la desobediencia; la bestia de carga, el Cuerpo de Cristo; el mesón que hospeda a cuantos en él quieren entrar, la Iglesia; la promesa de volver el Samaritano, la segunda venida de Cristo" (Ho. Luc., XXXIV). De esta antigüedad es buena prueba hallar dicha interpretación en san Ireneo (Adv. Haer., III, 17, 3). No podemos menos de preguntarnos ¿esta interpretación no se remontará a la generación de los Apóstoles, o tal vez no será simple eco de la enseñanza de Cristo? Porque es bueno no olvidar que el Evangelio nos da de la parábola de la cizaña una interpretación muy parecida a ésta, y que, como ya lo notó Orígenes, la "interpretación que Jesucristo dio de la mayor parte de las parábolas no nos las han transmitido los evangelistas" (Comm. Mth., XIV, 12). Desde luego estamos en presencia de una interpretación sumamente antigua (1).

El libro de Josué nos narra por menudo la ruina de Jericó, es decir la consumación del mundo. Orígenes nos la va a interpretar en una página singularmente preciosa, porque nos ofrece la perspectiva tipológica desde una triple dimensión, cristológica, mística y escatológica, de modo que los puntos esenciales del sentido figurativo los vamos a contemplar agrupados y jerarquizados. Y esto es tanto más de apreciar, cuanto que en la ocasión vamos a hallar el camino desembarazado de lo que en Orígenes con frecuencia cierra el paso al sentido espiritual con alegorías filonianas, y al sentido escatológico con anagogías gnósticas. Aquí, como en tantas ocasiones, Orígenes recogerá simplemente el eco de tres formas tradicionales y legítimas de tipología, ahora agrupados en sucesión normal, como tres momentos sucesivos del desenvolvimiento de la tipología de Cristo en su realidad histórica, en su Cuerpo místico y en su Parusía final. Es ni más ni menos que el triple adviento, de que nos habla san Agustín : el de la carne, el de las almas, el de la gloria. Esta es la verdadera estructura, la idea exacta de los sentidos de la Escritura, la norma con la cual hemos de comparar todos los demás elementos para probar su valor. También es indispensable no echar en olvido que el Antiguo Testamento no sólo prefigura el Nuevo en su conjunto, sino que a su vez, la venida de Cristo en carne y en su Iglesia prefigura la Parusía final. Es esta una idea muy cara a Orígenes (De Princ., IV, 3, 13; Comm. Cant., III, P. G., XIII, 152-154), y cuyo tema central es el texto de Jeremías: "El Ungido de Yavé era nuestro aliento; a su sombra viviremos entre las naciones" (Jer. Lam., IV, 20).

Pero vengamos ya al texto mismo: "Jericó se desploma al sonido de las trompetas sacerdotales. Es bien sabido, lo hemos dicho más arriba, que Jericó es figura del mundo presente, cuyas fortalezas y murallas vemos por el suelo, a causa de las trompetas de los sacerdotes. La fuerza y las defensas sobre las que, como sobre murallas, se asentaba este mundo era el culto de los ídolos, organizado por los demonios, aprovechándose del arte mentiroso de los oráculos, servido por augures y magos, que a modo de fuertes murallas, rodean el mundo. Pero venido que fue nuestro Señor Jesucristo, cuya Parusía desde muy antiguo anunciaba el hijo de Nun, envió apóstoles y sacerdotes, portadores de la majestuosa predicación y celestial doctrina, a modo de trompetas.No poco sorprendido he quedado al ver cómo la historia cuenta que no sólo tocaron las trompetas los sacerdotes, sino que también todo el pueblo, al oírlos, lanzó grandes gritos, o según otros manuscritos, exultó con extraordinaria alegría. En esta alegría veo yo una admirable condición de concordia y unanimidad; y ya sabemos que si esta condición existe entre dos o más cristianos, el Padre celestial les concede cuanto pidieren en nombre del Salvador. Pues cuando esa alegría es tal, que todo el pueblo permanece unánime y concorde, sucederá lo que se escribe en Hechos de Apóstoles, que sobrevino un gran temblor de tierra, allí donde los Apóstoles estaban unánimes con las mujeres y María, la Madre de Jesús. Pues cuando así tiemble la tierra, todo en el mundo se desplomará y destruirá, y el mundo desaparecerá. Finalmente, atiende a lo que el Señor dice para exhortar a sus soldados: "Confiad, Yo he vencido al mundo". Siguiendo a tal Capitán, el mundo está ya vencido y se han derrumbado las murallas, sobre las que se apoyaban los hombres de este mundo" (VII, 1-2; 856D-858A).

Nos encontramos en plena interpretación cristológica. La Pasión de Cristo ha derrumbado a Jericó. Estas palabras expresan simplemente la primitiva concesión de la Redención: el mundo es la idolatría del paganismo, y esta idolatría no es en el fondo sino culto de demonios, bajo cuya tiranía ha caído el humano linaje. Aquí se nos ofrece un concepto realista del pecado original. Al morir, descendió Cristo a los dominios del demonio (que creyó tenerlo asido con su poder), y con su resurrección aniquiló aquel poder para Sí y para todo el humano linaje, de quien se había hecho solidario. Hermosa perspectiva central, donde van a converger en el cristianismo primitivo, la teología de la redención, la liturgia del bautismo como rompimiento con el demonio, y la espiritualidad de la tentación. A más de esto, Orígenes asocia la ruina de Jericó con el acontecimiento que remata el misterio de la Redención, Pentecostés, cuyo temblor de tierra significa el desplome de los ídolos, prefiguración de la derrota final de la muerte (otro nombre, con que también se conoce al demonio), en la Parusía. Esto nos explica un párrafo de san Gregorio Nacianceno, en sus Discursos Teológicos. Hablando de la progresiva revelación de la Trinidad, nos pinta la revelación del Espíritu Santo como un tercer temblor de tierra: primero tembló el Sinaí, revelación del Padre; en segundo lugar tembló el Calvario, revelación del Hijo" (Disc. Theol., V, 25).

A continuación encara Orígenes la interpretación mística: "Pero estas cosas son para que cada uno de nosotros las cumpla en sí mismo. Dentro de ti mismo tienes por la fe a tu Capitán, Jesús. Si eres sacerdote, fabrícate con textos de las Escrituras trompetas retumbantes; saca de las mismas significados y enseñanzas, con que se acrediten que retumban. Toca con ellas salmos, cánticos, figuras proféticas, misterios de la Ley, doctrina de los Apóstoles. Y si tú haces resonar tales trompetas, y paseas siete veces alrededor de la ciudad el arca de la alianza, digo, si no separas los preceptos simbólicos (mystica) de la Ley, de los preceptos evangélicos; si, además, en ti das el acorde del júbilo, o sea si el pueblo de tus pensamientos y sensaciones profiere un sonido ajustado y armonioso, lanza un grito de júbilo porque el mundo se ha derrumbado en ti y destruido" (VII, 2; 858B-C).
Esta página nos da una visión del aspecto interior de la tipología. La caída del mundo de los ídolos fue fruto de la Pasión de Cristo, pero es menester que esta caída ya realizada en lo sustancial se la aplique cada uno a sí mismo. Cada uno lleva dentro de sí el Jericó de sus propios ídolos; lo que falta es que, alistados en las huestes de Jesús, por la unión de la doctrina espiritual (figurada por las trompetas sacerdotales) y de la práctica de la caridad (figurada por el clamor del pueblo) se venga abajo todo este Jericó interior. Orígenes echa aquí mano de ciertos elementos de la alegoría filoniana, verbigracia eso de los acordes y armonía (concentus), como figura de la unión interior de las potencias; pero la inspiración general es bíblica a más no poder. Es el aspecto interior del cumplimiento en Cristo de la figura de la toma de Jericó.

(1) Se la echa de ver más tarde. Véase a san Ambrosio, Exp. Luc., VII, 73; C.S.E.L., XXXII, 312.

El texto es largo. pero se lee solo. Y con gran placer. Por lo pronto por lo que dice.

O será cosa mía, que tengo por la tipología un enorme aprecio.

No diré más por ahora, porque siempre es bueno estar en el texto todo lo que se pueda.

Sí diré que los Magos de Oriente -llegando su fiesta- fueron harto benévolos conmigo.

Estaba un servidor por hacer que la Tipología bíblica, del cardenal Jean Daniélou (del capítulo cuarto del Libro V de ella viene este fragmento), tuviera una versión digital, porque parecía necesario que estuviera a mano. Y resultó que antes de empezar los trabajos, como hay que hacer desde la que red crece sin tasa ni medida, me fijé si acaso no estaría ya.

Estaba. Claro.

Y así fue que me hice rápidamente de la copia que ahora pongo a disposición, creyendo sin dudar que con eso se hace un bien, porque la obra es de gran valor y hoy por hoy esquiva. En otras ocasiones (y en otra bitácora) tuve el gusto de comentar algunos asuntos sirviéndome de varios capítulos de ella y me fue de gran aliciente y ayuda.

El título original de esta obra, que es de 1950, es mejor que el traducido: Sacramentum futuri. Études sur les origines de la typologie biblique.




jueves, 2 de enero de 2014

El sauce y la paloma



Temblaba el sauce oyendo a la paloma
que, con arrullos tristes, desangraba
una endecha de luz que enamoraba
y a la tarde volvía policroma.
Lloraba el sauce ramas y, en su idioma,
con lágrimas de luz la consolaba
y en su caricia verde la acunaba
susurrándole amor, brisa y aroma.
Hasta que el cielo concedió la luna,
anduvo la paloma en el sosiego
del abrazo del sauce confidente
que, a orillas de la noche y la laguna,
con dulzuras de un aire veraniego,
le besaba los ojos y la frente.