sábado, 31 de enero de 2009

Día 31

“Día 31. Hacer buena letra: he ahí lo menos que pide la moral.”

Don Braulio podría haber propuesto 30 Florecillas, después de todo ése es el número de días de un mes típico y como son Florecillas Espirituales para el mes de..., nadie habría dicho demasiado. Pero, tal vez previsor, quiso que a ningún mes posible le faltara.

Quizá, también, pensó en que 31 son los días del mes de julio, el último de los cuales está destinado a celebrar a san Ignacio de Loyola, patrono suyo, porque aunque le dijeran Braulio, eso no quiere decir que no se llamara Ignacio, ni que su ascendencia no fuera eúskara, como la del Capitán.

Quién sabe.

Lo cierto es que esta Florecilla de hoy es la última, efectivamente. Como es cierto también que, y no por mi gusto o propósito, hoy –en este 31 de enero en el que tocó glosar– no es la fiesta de san Ignacio de Loyola, sino la de san Juan Bosco, mire usted lo que son las cosas.

Y digo que se avispe, compadre, porque hay un detalle de la vida del santo piamontés que no se tiene en cuenta habitualmente y que viene como pintado al óleo para esta Florecilla.

Resulta que, según se dice, para cuando Juan Bosco nació y estudió sus letras y sus latines, todavía después de casi 200 años, y pese a las innumerables idas y venidas sobre sus proposiciones y prácticas, el jansenismo y su espíritu estaban vigentes -con ese nombre o con su talante- en buena parte de los seminarios y de las cabezas europeas, especialmente en Francia. Y resulta que, según se cuenta y cuenta él mismo, desde sus sueños tempranos –como aquel famoso de los nueve años– hasta lo que fue aprendiendo al margen de lo que solía enseñarse y practicarse -más lo que él mismo era, claro y la gracia, final y primeramente, claro...-, todo lo llevó por un camino distinto al de Jansenio. Y bien distinto, se ve, pues su obra ‘salesiana’, no es novedad, procede de su inspiración en san Francisco de Sales –casi paisano suyo, por Saboya– y de la consideración de la espiritualidad y el talante del obispo de Ginebra, tan distinto al de los seguidores del obispo de Ypres, siendo ambos casi contemporáneos.

No es esta glosa el lugar para dirimir otros asuntos. No es una discusión de escuelas o de teólogos la que hay que hacer aquí ahora. No habría cómo, además.

Acá digo simplemente que esta Florecilla de don Braulio le hace honor a Bosco tanto como a Loyola. No importa cuál sea el 31 del que esté hablando o en el que hubiera estado pensando.

Y la Florecilla dice precisamente ‘lo menos’, porque en realidad se trata de lo menos, de la mínima disposición del que quiere portarse bien, de la mínima honestidad, de la humildad –ella misma lo menos de lo menos, y eso es muchísimo– del que piensa que si no pudiera hacer otra cosa, por lo menos podrá con lo menos y querrá poder lo menos. Y que sabrá que lo más no lo pone él, a quién efectivamente le piden caligrafía, casi apenas: hacer buena letra. Querer hacer buena letra. No resistirse a hacer buena letra.

"Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa, y cenaré con él, y él conmigo. Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono...", así me parece que se llama esta Florecilla.

Semejante cosa, un trono, nada más que por oír la voz y salir a abrir la puerta. Eso sí que es lo menos de lo menos. Oír la voz. Abrir la puerta.

Y entonces me figuro que si ésta es la última Florecilla, no es porque todas las demás vengan a parar a ella. En realidad, me parece que es la última porque es la primera. Haga la prueba, mi amigo. Fíjese, si quiere. Pruebe hacer incompatible ésta con cualquiera de las otras 30, y después me dice si pudo. Y no se puede. Por acá se empieza y en cada cosa se aplica. Es una condición, casi diría.

Hacer buena letra es una expresión de cuidado. Si alguno quiere tomarla liviana o torcida, podrá. Basta con hacer aparente lo que debería ser real. Basta con fallutear la letra, falsear el gesto. La virtud es elegancia, pero no siempre se puede revertir la expresión.

Buena letra es caligrafía, eso sí. Y caligrafía es un bello escribir, un trazo bello. Pero hay que prestarle atención a esa belleza tanto como al texto que se escribe. No es perfume caro esa belleza. No es ropa atildada, no son modales de señorito.

Si hay bellezas rutilantes que no permiten apartar la mirada, si hay puertas de artesonados imponentes que da gusto abrirlas para lucirse abriéndolas, diría, hay otras bellezas que necesitan de una mirada mejor todavía, puertas que sólo muestran lo que son a los ojos que puedan verlas. Y no porque la belleza esté en los ojos.

Hacer buena letra es lo menos. Puede ser. Pero sin eso no se puede ninguna otra cosa, si hacer buena letra no es una mera soltura de la mano.

No es fácil distinguir la buena letra. No es para nada fácil. Es algo que se le oculta a los grandes y se les muestra a los pequeños. Y en algo ya es hacer buena letra el ver la buena letra.

Son muchas las cosas que sirven y ayudan a hacer buena letra –y a entender qué significa hacer buena letra y para qué sirve–, y hacer eso es mucho más que lo que se entiende por moral, habitualmente o en no pocos casos, a favor o en contra de la moral, incluso.

Y pasa que si no se sabe eso, si no se entiende ni una cosa ni la otra, si no se sabe y no se entiende qué es hacer buena letra y qué es la moral, tenemos un problema.

San Juan Bosco, por ejemplo, sabía eso y lo entendía.

viernes, 30 de enero de 2009

Día 30

“Día 30. No respetar las ideas ajenas sino cuando coinciden con las propias.”

Me tienta traer a la glosa de esta Florecilla algo que decía Chesterton, que parafraseado ahora suena como sigue: entre dudar de mí mismo y no dudar de la verdad y dudar de la verdad y no dudar de mí mismo, me quedo con lo primero.

Por supuesto que me doy cuenta de que si voy por ese rumbo, la Florecilla pierde toda la insolencia y buena parte de su gracia prepotente. Aunque, a más de uno, entiendo que la prepotencia le haga poca gracia. Sin embargo, tal vez haya que mirar mejor.

Chesterton oponía esa alternativa diciendo que una era la modalidad del hombre antiguo –o tradicional– y otra era la modalidad del hombre moderno, que todavía es más o menos el mismo que en aquellos años. Y más más que menos, diría.

Certezas y dudas puestas en el lugar indebido, decía, era la característica del hombre de nuestros días. Confianzas y desconfianzas entreveradas.

La humorada de don Braulio y el entrevero chestertoniano, tal vez deberían ir parejos. Pero vamos a ver si es tal.

A como parece, don Braulio se está quejando de algo parecido a lo que glosaba en la Florecilla anterior, al hablar de la señora de nadie. Ese respeto del que habla, bien podría ser algo similar a la entrega de aquella señora. De hecho, respeto es la palabra que se ha venido usando en los últimos más de 200 años para decir que más bien no hay nada que respetar. Respeto significa o indiferencia o construcción o combinación o cualquier otro término que permita no afirmar, no estar cierto de algo, admitir no los matices y las aproximaciones a cualquier verdad sino la indeterminación lisa.

Respeto quiere decir habitualmente que no hay ningún fundamento en la realidad que obligue a que una proposición sea más verdadera que otra, o que una sea verdadera y otra falsa.

También significa que una de las coordenadas de cualquier diálogo posible ha desaparecido. Como si dijera que la horizontal del intercambio no tiene que estar en relación con la vertical del ser. Y es preferible que no haya vertical del ser. Y es abusivo si la hay. No sólo se espera que no haya una vertical del ser en el diálogo, que sea a su vez el eje de la posibilidad de intercambio real, se espera que el interlocutor no avance sobre el intercambio interponiendo de ningún modo el ser. Porque se estima que a mayor incidencia del ser, menos intercambio. De modo que respeto significaría en este planteo la primacía del intercambio por sobre el ser.

Si eso es respeto, nada obliga a respetar. Es claro. Salvo que uno quisiera reducir a términos nominalistas o comerciales una oferta y demanda de ideas, y hacer pasar eso por un diálogo. Es claro que si el respeto supone una idea y la persona que la sostiene al mismo tiempo, uno debe respetar a la persona pensando una idea, pero no necesariamente a la idea que está pensando nada más que porque es de la tal persona.

Tan claro es eso como que mis ideas propias podrían muy bien ser tan poco respetables como las ajenas. Aunque yo fuera tan digno de respeto como él, en cierto sentido universal.

Habrá quien pueda argüir que la salud de nuestras ideas –dicho así, en términos muy generales– es materia opinable. O podría serlo. Y no estoy en contra de ese argumento, enteramente. Porque conozco mis ideas y nuestras ideas. A las ideas va asociada una forma de pensarlas y de sostenerlas y de fundarlas y de difundirlas, todo lo cual podría ser materia del mismo argumento del argumentador que digo. Y tampoco estoy en contra en ese caso, enteramente.

La salud de mis ideas no es parte de la sustancia de las cosas pensadas y sostenidas por mí, en tanto pensadas y sostenidas por mí, en primer lugar, tanto que se haga mágico el efecto de que sean saludables y salutíferas ex opere operato. Sólo pensarlas y sostenerlas y ya me dan salud y la dan a otros, sin más. Porque una cosa son las ideas y otra cosa soy yo. Una cosa es lo que de ser y verdad y bien y belleza haya en una cosa vista, intuida y pensada, y otra cosa es identificar sin más eso conmigo mismísimo. De modo que dudar de mí resultara dudar de lo que pienso, y esto fuera dudar sin más de las cosas. No parece que sea el modo como pasa.

No quiero dejar pasar esta oportunidad para citar a Aristóteles, aunque apenas sacándolo de su intención primera, cuando dijo que de un modo son las cosas en la realidad, de otro en el entendimiento y de otro en las palabras.

Por una parte, el que oye debe asentir y hacer suyas esas ideas y entonces, en el caso de que sean buenas y no sean repulsivas –por mi culpa, se entiende, que puedo hacerlas repulsivas–, algo bueno le harán. Podría rechazarlas, así y todo. Podría tergiversarlas. Y es cosa suya. Pero también podría errar yo en algo al decirlas, también yo podría falsear algo al sostenerlas.

Si es verdad que es preciso decir la verdad -toda la verdad que esté a mi alcance poder decir, y aún considerar- no por otra razón sino porque es verdad y porque es buena la verdad y es un bien para mí y para otros, y decirla con prudencia y en caridad, aunque oportune et inoportune, en parte será porque de no hacerlo así, algo poco saludable hará eso en mí. Y hasta algo mortal, sin dramatizar demasiado. A más del tropiezo de quien recibe lo que doy si doy algo que no debería o doy lo debido indebidamente, tropiezo que corre a mi cuenta. Y tropiezo en griego se dice escándalo.

En esta Florecilla me parece haber tres asuntos. La verdad de mis ideas es un asunto, el falso respeto a cualquier gansada es otro asunto y la salud del alma y de la inteligencia y del corazón –la salud mía y la salud de otros– es otro asunto.

No se puede ver uno sin ver los otros dos. Y ver significa, parafraseando a don Braulio, también remirar sobre todo. Una y otra vez. Es cosa de hombres que sea así, los hombres tenemos esas tres cosas que atender todo el tiempo.

Si fuera de otro modo, si para los hombres las verdades volaran por allí y pudiera uno servirse de ellas no más estirar la mano, creo que la Encarnación del Verbo habría que entenderla de muy otro modo. No voy a extender mucho esta glosa, pero apunto ahora nada más algo tan sabido como que una de las consecuencias de esa Encarnación es la ejemplaridad precisamente en esos tres asuntos. Ejemplaridad que no significa llanamente identidad entre ese Hombre y cualquier otro hombre, eso está claro.

Porque el del Verbo Encarnado es el único caso que conozco en el que alguien puede no dudar en absoluto de la verdad que sostiene ni de la forma en que la sostiene y a la vez puede no dudar en absoluto de sí mismo.

jueves, 29 de enero de 2009

Día 29

“Día 29. Aquella señora se acostaba con todos. Era sumamente ecuménica.”

Lástima, me parece, que la última de las cinco Florecillas que se ocupan de la mujer, venga tan ríspida.

Pero tal vez en el entresijo de la cuestión haya alguna hebra que no deje tan mal sabor.

Apenas vista ésta de hoy, podríamos volver unos veinte días atrás y recordar la novena Florecilla, aquella que nos decía que la puta no es peligrosa, sino la hija de puta. No sé qué será, pero en un primer arranque y movimiento del ánimo, yo mismo me fui a refugiar allí, tratando de salvar –como en los naufragios– a las mujeres primero.

No me arrepiento de ese arranque. Salvo que…

Como cualquiera, me doy cuenta de que acá la mujer es el rehén de otra cosa, es el prisionero de guerra de otra guerra. Parece que no es la mujer sin más, en realidad. Es el ecumenismo, y no me siento muy sagaz por haberlo notado.

Sin embargo, no miento si digo que mujer hay aquí. Y no es fácil pasar de largo en la glosa, sin glosarla.

Por qué acaso, me preguntaba, no será enteramente la misma mujer la puta de la novena que la ecuménica de la 29. Bien podría ser, por qué no. De hecho, aunque referida con cierta sutileza desganada, parece que la ecuménica fuera un sinónimo como transparente de una cualquiera, pues con cualquiera se acuesta, si se acuesta con todos. Y eso, en el mote común y habitual, es una puta.

Lo que pasa es que en un caso dice redondamente puta y en el otro dice nítidamente señora. Y, si las palabras dicen algo, una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Porque, en principio, parecería que una puta no es una señora y una señora no es –no debería ser– una puta.

Así las cosas, y si no lo entendí del todo mal a don Braulio, se me da que esta señora debería asociarse más bien a aquella que llamó la hija de puta, pese a lo que sus hábitos harían suponer en primera instancia. Y eso, nada más y nada menos, que porque la llama señora.

Según entiendo, esta señora fornica con los señores, con cualquier señor. Y con todos los señores de la tierra y con cualquiera. La distinción podrá parecer sutil o amañada, pero no lo es, creo.

Hay signos en las cosas. Y una puta me parece que es el signo acreditado –casi el emblema– de una pecadora, y en ese sentido, de un pecador; es decir, finalmente, de un hombre –cualquier hombre– que necesita redención. Se junta con prostitutas y publicanos, no es una acusación de ecumenismo, precisamente. No era eso lo que le recriminaban, sino la impureza, el ir a las impurezas y a mezclarse con los impuros, ir a los manchados y a los enfermos como si fuera enfermo y manchado él mismo. Se ve también así que, siendo de la ley los impugnadores, no eran de ley, tal y como se los tuvo que recordar el impugnado en más de una ocasión.

Está el hecho cierto de que, tradicional y habitualmente, una puta cree ser una puta, como que un publicano, según sabemos, más bien se cree un publicano. Ninguno de los dos se hace ninguna ilusión al respecto. Y he allí, tal vez y precisamente, un signo impresionante de las cosas: cuando una puta se considera una trabajadora sexual cree haber establecido sus derechos y, sin embargo, lo que realmente ha pasado es que ha perdido algo –tal vez lo principal y único– que la ponía en el camino del rescate.

Pero una señora no es lo mismo. Una señora es, en principio, una mujer casada. Es alguna mujer que ha prometido fidelidad y amor a un hombre. De modo que, al acostarse con todos, no solamente se entiende que cualquiera le da lo mismo, sino que claramente se entiende que le da lo mismo y nada le importa de aquel de entre todos los hombres que no es cualquiera para ella y para quien ella no es cualquiera.

Llegados a este punto podemos considerar la cuestión ecuménica. Acostarse con todos y con cualquiera es acostarse, en principio. Y acostarse significa cristalinamente hacerse de otro, hacerse uno con el otro de modo de llegar ser uno con el otro; o, en el caso de la Florecilla, el gesto vacío de hacerse de otro y uno con el otro. Una entrega sin entrega. Una pertenencia sin posesión, aparentando toda entrega y toda posesión.

Don Braulio da a entender, creo, que es peor cuando eso pasa en la vida que cuando es en la cama que eso pasa. Y tiene razón, salvo por el hecho de que la cama es aquel signo fuerte de la vida del hombre y de su relación con Dios, a tal punto que, mientras den las entendederas, no debe desdeñarse como si fuera una simple pulsión o un cumplimiento formulario mero de algún precepto.

Usa aquí ecuménica que es palabra talismán, de las que despiertan cosquilleos y mundos asociados apenas evocadas. Ecumenismo es una de esas palabras hoy por hoy. A favor y en contra, a derechas o a tuertas.

Pero creo que en los límites de esta glosa, importa decir que detrás de la discusión acerca de ese asunto, está precisamente la cuestión del amor único y unitivo.

Está bien que la figura nos muestre a una señora, si es que hablamos también de ecumenismo. A ella se le reclama el corazón uno, unificado, unido. No disperso o indiferente en partes cualesquiera y de cualquier manera. Tampoco se trata del aferramiento y el apropiamiento de su señor. Amor uno y unitivo. Amor.

A la señora se le pide no tanto el decoro exterior, sino la unidad interior. Es como si dijera otra aplicación más de aquello que glosaba en la Florecilla del Día 15: una mujer de ley.

Nunca podrá ser de otro, si es una señora. Nunca otro será suyo, si lo es.

Y entonces, si es así, si esta señora es una señora, si es esa mujer legítima es de ley, por cierto que habrá un modo en que todo el mundo le pertenezca, siempre y cuando y porque la señora pertenece a su señor. Como habrá un modo en que ella pertenezca a todo el mundo, siempre y cuando y porque pertenece a su señor. Y es un modo difícil y arduo en este valle. Como el ecumenismo lo es, sea eso lo que fuere.

De otro modo, esta señora será la amada de ningún amado, es decir de cualquiera.

Será la señora de nadie.

Y todo eso, claro, parece que vale también para el ecumenismo.

miércoles, 28 de enero de 2009

Día 28

“Día 28. Marchar por el camino real, pero sin perder de vista el atajo.”

Como si fuera tan fácil, don Braulio. O tal vez por eso mismo, porque no es sencillo ni fácil el camino real. Ni el atajo lo es.

El camino real, en mi pueblo, es el camino principal, el que cruza todo el pueblo como por el medio. Es también el camino que va de un lugar importante a otro lugar importante.

Más que nada es un camino, hay que decir. Llega al pueblo, pero sigue.

Difícil entrar al pueblo por otro camino que no sea el real. Y es del caso que es el mismo camino que da sus curvas y contracurvas porque de ese modo pasa por donde tiene que pasar más bien. Ya porque toca sitios que tiene que tocar, ya porque además va por donde es más conveniente ir.

Curiosamente, en el caso del camino real que conozco, tiene las mejores vistas, del pueblo al que va y de todo lo que el pueblo tiene alrededor. Curiosamente, es el camino que deja bien a todo el mundo, de un modo u otro.

Claro que es un ejemplo nomás. Pero es un camino real.

Hay atajos también. Pero son más bien para el que sabe. Y eso tiene el camino real de real: es para todos, más bien. Según y conforme, cada quien va por el camino real a su modo, como puede, en lo que calza y tiene a mano. Pero eso es también porque el camino lo guía, y porque el camino lo deja.

El atajo es distinto. Por el atajo se va de otro aviso. Pruebe a tomar el atajo en camioneta, pruebe hacerlo con el charret de dos ejes, anímese con la chata cadenera por el atajo y después me cuenta cómo le fue. Y dónde tuvo que dejar el vehículo para que se lo vayan a buscar.

Los atajos son atajos, precisamente. Básicamente, acortan, abrevian, tajan, cortan.

Y es difícil cortar y tajar. ¿Por dónde? No es sencillo. ¿Con qué cortar? Tampoco es fácil.

Es claro que la vida tiene de ambos. Y mezclados y entreverados, de suerte que con la Florecilla podemos decir sin mentir que mientras se marcha por el camino real no se pierde de vista el atajo. Porque de saber eso depende la marcha. Porque como dice el cantor: no hay que llegar primero, sino hay que saber llegar.

El camino real es como si dijera el general que diría Castellani, diciendo a Kierkegaard. Pero me parece a la vez que el atajo no es enteramente aquel singular del que hablaban ambos. No necesariamente. No siempre. Y no falta quien confunda singularidad con atajo.

De hecho, el singular podría ir yendo sin más por el camino real, inmerso en las generales filas de viandantes del camino real, casi sin que se note que va como uno más, por el camino ancho, bien abovedado, con zanjas, entoscado, o con un buen macadam. Incluso podría ir por el atajo mismo sin moverse del camino real.

Porque también hay atajos y atajos, y creo que no desdeña eso la Florecilla. Porque se sabe, por ejemplo, que hay atajos establecidos. Los hay en mi pueblo. De hecho, sobre la vía ahora muerta y que fuera del trencito del molino harinero, hay una manzana entera despoblada -orlada de casuarinas que dan una siesta de gloria- que siempre se ha usado de canchita de fútbol y tiene una preciosa diagonal que la cruza, pelado de pasto el sendero en medio del field. Es un atajo, claro. Una cuadra menos, más o menos, como sabrá un geómetra.

Y está el atajo del que sabe también. No es un atajo que no se haya hecho nunca. Él, el que sabe, al menos, lo ha hecho otra veces y por eso puede guiar por allí al ignaro.

Pero está finalmente el camino que se hace al andar, cosa la más difícil de todas en materia de caminos. Y de la existencia.

Se dice que buscar atajos es peligroso. Y lo es. Es peligroso por lo que vengo diciendo, me parece. Lo que incluye el hecho de que el atajo puede ser el nombre de alguna grandeza inusual. Y nada más peligroso que no conocer la propia medida, nada más peligroso que la hybris del tajador de caminos.

Tal vez a alguno le venga bien caminar dos cuadras y no la mitad. Tal vez haya cosas que no se deban tajar y hay que hacerlas completas. Tal vez a otro le convenga no aventurarse por donde no sabe, no sea cosa que se pierda. Tal vez a alguno le venga bien regir mejor su audacia, su atolondramiento acaso. Tal vez otro deba conocerse mejor y darse cuenta de que el camino real es lo suyo, no importa cuántas imaginaciones y veleidades se hiciere sobre su pericia para tajar la vida alguna vez. Tal vez algún otro deba darse cuenta de que el atajo es el nombre heroico y aventurero de lo que mejor debería nombrar vanidad o pereza.

El camino real es el nombre de lo que hay que hacer. También es el nombre de lo que corresponde hacer. Es también el nombre con el que los que caminan llaman a su sumisión a la ley y al espíritu de la ley. Es también el nombre de las arduidades de esta vida y del camino a las veces fatigoso, insípido, doloroso de esta vida. El camino real es también el nombre de un amor a un bien y a una verdad y a una belleza que están en esta vida y no son de aquí del todo. Y es el nombre del amor a Dios y a sus hijos, los hombres.

Pero es el caso que el atajo tiene también todos esos nombres. Exactamente los mismos nombres.

Y toda la vida se juega a cada paso viendo por dónde se han de ir nuestros pasos.

Por el camino real. O por el atajo. Hasta que termine el viaje.

martes, 27 de enero de 2009

Día 27

“Día 27. Ser delincuente político, antes que político delincuente.”

He aquí otra Florecilla que repite un tema, desde otro ángulo. Y está bien que uno de esos temas repetidos sea la política, porque, pese a las suspicacias justificadas, se nota sin decirlo que es un asunto capital para los hombres.

En este caso, y sin mayores disquisiciones, se puede avalar la alternativa. Y hasta la especie de consejo en retruécano de que mejor delincuente político que político delincuente.

A todas luces, político delincuente no tiene mucha hermenéutica: quien cae en esa categoría –frecuentadísima, por cierto, y ya sé que cualquiera lo sabe...– no puede pedir que se entienda de este u otro modo la expresión. Un político delincuente es un delincuente sin más y en una materia gravísima, si es que la política es materia gravísima y ciertamente lo es, porque el hombre es político. Si un político es un delincuente en cuanto político, no hay vuelta que darle.

Pero al considerar la cuestión de un delincuente político, la cosa cambia. Allí sí que hace falta distinguir, porque puede darse el caso de que haya diversas formas de entender cuándo alguien ha violado alguna ley, de modo que eo ipso se convierta en delincuente. Y esto es posible porque no todas las leyes son vino de buena uva. Ni todas las leyes obligan, porque, incluso, formalmente, algunas ni siquiera lo son. Y se sabe que una cosa es lo legal y otra lo lícito. No es cuestión de que cualquier regla de juego valga lo mismo y es claro que se puede legislar lo inicuo y lo malo y pervertir el fin de la sociedad y del hombre en los papeles y hasta embretar al hombre para que haga legalmente lo que no debe. Incluso conminarlo a que no haga lo que debe, bajo pena legal severa. Así, el infractor puede llegar a convertirse en delincuente, por haber cometido un dizque delito contra una pseudoley. Y si su acto es un acto político –en sí mismo específicamente o por sus consecuencias–, este buen señor –o señora...– resultará con esa cadena de inconsistencias un delincuente político, y por tal se lo tendrá, y así se lo penará o castigará.

Como se ve, la expresión puede tener entonces toda la ambigüedad que este tipo de expresiones puedan tener. Y prestarse a cualquier artilugio retórico para que el delincuente político quede comprendido entre los exonerados. Y de hecho así suele hacerse y casi no hay otro modo hoy por hoy.

El caso es que sin la discusión acerca de qué es una ley, cuáles son las leyes, tanto como la discusión acerca de qué es un delito y cuáles son sus especies, grados y demás asuntos, difícil avanzar en la cuestión.

Pero aún así, incluso cuando pudiera darse esa discusión, dentro de ella habría puntos que están fuera de discusión y fuera de la posibilidad de dictamen humano, pese a que el hombre habitualmente dictamina con comodidad irresponsable sobre el cielo y la tierra y sus adyacencias...

No quiero imitar los rulos retóricos o conceptistas de mi glosado, pero creo que una forma de ser un político delincuente –y una forma de las más graves, si no la más...– es arrogarse el haber comido de los frutos no sólo del árbol de la ciencia, sino de los frutos del árbol de la ciencia del bien y del mal y pretender, en consecuencia, darle un sentido a las cosas distinto del que tienen y obligar a que se obre con ellas según su nuevo status.

Siempre podrá haber un tribunal que le cuente las costillas a un funcionario para ver si metió la mano en la lata o en mi bolsillo. Y siempre quiere decir aquí llegado el caso y si conviene o si no hay más remedio, porque es demasiado brutal el piedra libre que cantó alguno...

Pero menos probable, y casi menos posible, y en realidad hoy imposible, es que haya un tribunal que juzgue a un político por haber cometido el delito de manipular no ya la ley sino las cosas sobre las cuales legisla, desnaturalizándolas.

Hay tribunales que parecería que sí se ocupan de estas cosas, pero nada más y solamente una vez que se ha promulgado un nuevo estatuto de lo real, de modo que no juzgan el delito de manipular la realidad, sino el de negar o manipular la realidad manipulada.

lunes, 26 de enero de 2009

Día 26

“Día 26. Los buenos negocios requieren olfato y obligan a taparse la nariz.”

Esta Florecilla de algún modo hace pendant con aquella otra de un político y dos políticos. Y no sólo por el estilo que, aunque hace rato no digo que es contrastante y barrocón, sigue así.

El asunto –como allá era de alguna manera el poder– son aquí las riquezas. Y las riquezas que nuestra mano hace y busca retener y retiene, y no las riquezas que andan sueltas por ahí, sólo tenidas de la mano de Dios.

Dos cosas glosaría si tuviera que. Buenos por una parte y olfato, por otra.

¿Qué quiere decir buenos negocios? Porque salta a la vista que nauseabundos no son buenos. ¿Y por qué y cuándo son nauseabundos los negocios que se tienen por buenos negocios?

Dos cosas habría que despejar antes que nada. Las riquezas de humana industria son peligrosas. No dije malas. Dije peligrosas, bifrontes, en equilibrio inestable. Y a las veces más malas que buenas, supuesto que fueran neutras de origen. Y eso por peligrosas, peligrosas para el corazón del hombre, más que para la mano ávida que las retiene. Porque es el corazón el que mueve la mano. Y pasa que el corazón con riquezas cree dos cosas: que son suyas solamente suyas y que ya llegó adonde iba y que ya no necesita ni espera más. Y pasa que uno se da cuenta de que el corazón se aferró a las riquezas cuando siente eso, aunque no tenga riquezas...

Por este pasadizo desfilan la usura, por ejemplo –ya que es una hija predilecta de tantas avaricias–, tanto como negar el salario y el salario justo al que lo merece. Por aquí van las mentiras y trapisondas del gerente de compras, y los artilugios del ingeniero que le echa agua a los materiales para obtener mayor beneficio con menor costo. Y la lista de buenos negocios es larga, así que para qué aburrir.

Claro.

Está tan recorrida, tan historiada y dicha la trampa y el aprovechamiento, que parecería además que hasta que no se agregan ceros no hay que taparse la nariz. Parecería que sólo hay Florecilla si se construye un puente o una torre de lujo, o se le hace un guiño al socio político o al paniaguado de turno para que entre a saco de lo que sea, o si se hace un negociado sin muchas vueltas. Y no es así; eso no es todo. Porque en cuanto se abre apenas el abanico, la Florecilla mira cosas que casi no se ven. Las trampas invisibles, los aferramientos indebidos e dizque inadvertidos, las pequeñas cosas, las sordas deshonestidades, los arranques filantrópicos arteros, las generosidades esclavizantes, las delgadas cadenas.

Y no hay ni que decir que en todos los casos quien ejerce la retención y la dádiva, a cualquier escala y en cualquier modalidad, considera lo suyo un buen negocio, aunque negocio tenga la mar de sinónimos. Porque pretende con su acción, algo del mismo género que lo que el usurero o el truchimán: tener para sí algo que no debería tener, o debería soltar, jorobando a otro u a otros si lo tiene o lo retiene.

El pormenor del capitalismo, los pormenores de los materialismos varios, los dejamos ahora afuera de esta glosa. Importan, pero no hacen falta aquí. Y hay legiones hablando y escribiendo sobre esas cosas.

Voy al asunto del olfato que me interesa más.

El olfato es un punto. Mucha pavada se dice ahora en torno a los olores y aromas. Pero también es porque algo de verdad hay detrás. Las cosas que se saben sobre él –pocas– tienen lo suyo, no vaya a creer. Una, para empezar, es que funcionando recorre capas hondas y como antiguas del hombre –del sistema límbico al hipotálamo–, así como dicen los que dicen saber que se asocia a la vez a múltiples facetas sociales humanas: sí, como lo oye, sociales. El olfato va por partes por donde también se enhebra, como si dijera materialmente, algo de lo que el hombre tiene de sociable. Hemos superpuesto otras formas de relación con los congéneres, pero el olfato dice cosas que los hombres entendemos –como entendemos a través de los demás sentidos y de todos juntos– y nos trae también cosas que recordamos. Y todo a su modo, que es un modo al que no estamos del todo acostumbrados. Es poderoso el olfato, antiguo y poderoso. Más animal si se quiere, pero poderoso. Recuerdo cierta vez, haber oído a alguien que hablaba de los sentidos y la caridad. Recorrió con cierta elegancia retórica previsible los otros cuatro sentidos, aunque el gusto también hubo que componerlo. Hasta que llegó al olfato. Mucho menos pudo decir, y pese a que con el olfato dicen que vienen muchas cosas de nuestra vida social, puso simplemente el ejemplo del olor de los pobres y menesterosos y nuestra consecuente, probable y previsible retracción.

Todas las partes del hombre son humanas desde que son del hombre, pero hay algunas a las que lo propio humano llega menos, asuntos que estamos menos acostumbrados a gobernar. Los hombres no rastreamos tan conscientemente con el olfato como los animales. De hecho, antes usamos otros sentidos que nos son más humanos, digamos así, para orientarnos y para ‘conocer’. Y, en principio, para relacionarnos con los demás. El olfato, de alguna manera, siempre nos sorprende un poco, salvo que tuviéramos el hábito de buscar con él alguna pista del ser, alguna pista sensible. Pero no es lo habitual, por lo menos entre los hombres de occidente. Y, sin embargo...

La Florecilla dice claramente que se requiere el olfato –como una especie de olfato, que aquí el sentido no es propio, enteramente– para seguirle la huella a ciertos negocios, y a ciertos asuntos, agrego ahora, que no sólo se trata de hacer platita, aunque principalmente. Con lo cual podría entenderse que esa actitud, además de lo que la expresión tiene de fórmula, tiene algo de animal, y con ello algo de bestial y nos vuelve un poco animales, si la dejamos librada y nos gobierna.

Y está bien que la figura para esa astucia de los buenos negocios sea la del olfato. Como, consecuentemente, está bien que esos buenos negocios obliguen a taparse la nariz.

Pero dice a la vez la Florecilla que lo que los asuntos exudan no huele bien, cosa que presumiblemente huele/sabe el que huele/sabe cuando huele/sabe, y no le hace mucha diferencia. ¿Y a eso se llama olfato? ¿Buen olfato? ¿No discerniría mejor el olfato entre lo agradable y lo nauseabundo? Tiene estragado el sentido, se ve. Soporta como bueno lo maloliente. Y no dice inevitable. Dice bueno. Y se presume que bueno simpliciter, según lo huele/sabe el pesquisa de oportunidades de negocios. Pero la carroña les huele apetitosa a los carroñeros. Y así será tal vez que lo que dice la Florecilla significa que algo hay en los negocios que está en el límite justo entre lo que huele bien y lo que, por corrompido, huele mal.

Y no me parece mal, a su vez, asociar uno de los sentido que parece tener tan poco notables pero fuertes incidencias en nuestra sociabilidad a la cuestión de los buenos negocios malos. Porque seguramente no es el mismo el del olfato que el que se tapa la nariz. Uno es menos sociable que el otro. Uno es menos social que el otro. Uno es menos hombre que el otro, al fin de cuentas.

Porque según el modo como se conciba la sociedad y al hombre que forma parte de ella, será necesario más o menos de ese olfato que dice don Braulio. Y se da el caso de que si hay muchos con ese olfato puede que mermen los que se tapen la nariz. Y entonces estaremos -estamos- fregados, y no soló y principalmente en asuntos de negocios, como ya se ha dicho.

Al fin, otra vez, habrá que ver si hacer esos buenos negocios es lo que hay que hacer, cualquiera de esos negocios que se dicen buenos. Con muchos ceros, con pocos o con ninguno.

El olfato no tiene por qué estar para eso, claro. Pobre olfato, hondo, viejo y animal como es, a no dudar que también él tiene su destino de gloria y su misión feliz.

La culpa no es del olfato, es del hombre, y, si acaso, de los mismos negocios.

Seamos justos.

Al olfato le debemos la infancia revivida en el olor del barrio, los días de la escuela en la tiza y el olor a libro y tinta, una ciudad querida, un país de bosques o uno de mar, el recuerdo de una muchacha amada en el aroma a flores frescas en el pelo fragante de una muchacha, la ansiosa paz en el campo de la cosecha, la camaradería resucitada en el olor a la cerveza impregnado en las maderas de la taberna, el silencio feliz en el cigarro reparador (a callar, detractores...), los amores de siempre en la cocina de mi madre, la esperanza del día en el café de la mañana, la ternura en la piel de un niño, el gozo inexplicable en los efluvios de la lluvia que se acerca en la tarde, el dolor y la gratitud en el perfume de los trajes ya sin dueño de mi padre, la fiesta en el asado argentino para los amigos argentinos, lo arcano de la sangre en el tuco del domingo para las itálicas tribus...

Y al olfato le debemos el olor de santidad en el que se espera morir un día.

domingo, 25 de enero de 2009

Día 25

“Día 25. Lo dijo San Isidoro de Sevilla, aquel sabio de las “Etimologías” y santazo del buen sentido español: “Hay que dejar los pecados antes de que los pecados lo dejen a uno.”

Se le puede indultar a don Braulio su parcialísimo fervor hispánico. De hecho tres cosas que dice la Florecilla son verdaderas. San Isidoro de Sevilla fue un santazo, fue sabio y compuso, entre otras muchas gemas, las Etimologías. Dicho al margen, claro que si don Braulio se enterara de que lo propusieron como patrono de internet, le da un soponcio fiero. Pero, y me imagino que para compensar, seguro que además don Braulio recordaría la amistad de san Isidoro con san Braulio de Zaragoza, quien dicen tanto lo ayudó a corregir sus sabrosos escritos de omnibus rebus.

En cuanto a la cita que trae la Florecilla, mejor no tocarla mucho que es redonda.

Salvo tal vez para decir que una cosa es tan difícil como la otra, e imposible sin la gracia, en cualquier caso.

Pero para decir cualquier cosa al respecto, es necesario que haya pecado y haya gracia. Sin eso, la Florecilla no habla.

Se entiende qué significa dejar los pecados, cosa que un mortal si procura, procura siempre, porque, salvo misteriosa predilección divina, siempre está expuesto y más que expuesto. Se entiende también qué significa dejarlos antes, como si dijéramos no ir con pecado a la muerte.

Lo que se podría poner más difícil es saber cuándo los pecados lo dejan a uno.

Hay un modo tristísimo de entender esto. Como si dijéramos que al pecado ya no le interesamos demasiado siquiera, pues pudimos habernos vuelto de tal modo pecado, por decir así, que ni se molesta por golpear a una puerta siempre abierta. Si uno se esmera y se empecina, allí está y allí se queda, aunque siempre habrá un padre que salga a la puerta por si el hijo vuelve. O entre a ver si el hijo todavía está. Y así podría pasar que tan seguro está el pecado de que nos tiene, que se imagina que si nos deja un rato solos para ir a embromar a otro, le parece que no corremos peligro de conversión alguna.

Otra forma de entenderlo ya la dije, y es cuando el pecado sigue de largo y nosotros con él, pasando con él en la misma barca a través de la laguna Estigia. Mala cosa.

El asunto, al fin y como fuere, es que la Florecilla pide, suplica, implora, recomienda, sacar la cabeza del barro, tratar de mantenerla afuera, nunca cejar, querer salir del fango pantanoso, querer el Cielo, querer irse al Cielo, que lo lleven al Cielo, y querer procurarlo, y procurarlo siempre. No cejar. Nunca. A derechas o a la rastra si es del caso, pero en buena ley, con buena leche. Siempre.

El mismo y aquí mentado san Isidoro tiene sentencias muy aprovechables a este efecto, de gran penetración y consuelo para cualquier converso, que es al fin de cuentas uno que quiere dejar -y deja- los pecados antes de que ellos lo dejen. Y por cosas así se ve que es más que España lo que ayudó a levantar este santazo sabio. Mucho más.

Y es precisamente una de esas sentencias que digo la que me parece sería oportuno traer a esta glosa, porque, si de querer dejar los pecados se trata, se emperra y es mañoso el coludo cuando quiere; y sabe, dirían los españoles del siglo de oro, quebrar bonitamente los ojos del que dice que lo intenta.

En el capítulo XII del libro segundo de sus Sentencias, san Isidoro dice:
Los hay que se constituyen en sus acusadores no a causa de la verdadera compunción del corazón, sino tan sólo reconocen que son pecadores por este motivo: para encontrar un lugar en la santidad merced a la falsa humildad en confesarlo.
Y así, no vale.

sábado, 24 de enero de 2009

Día 24

“Día 24. La misericordia puede ser reclamada a Dios. A los hombres sólo puede exigírseles la justicia.”

Ya hubo una glosa sobre la justicia y creo que la segunda parte de esta Florecilla bien podría quedar saldada con eso.

Lo que es enteramente verdad es que yo no me atrevería a reclamarle nada a Dios. Pero si le reclamara algo, si clamara por algo, eso sería la misericordia. No que no interese la justicia divina. No que haya que temerla de tal modo que hubiera que desdeñarla, pasando directamente a la misericordia. ¿Podría ser injusto acaso? ¿No me haría justicia acaso?

Y el asunto es que precisamente hará justicia. En Dios, confío. Es en mí en el que no confío tanto.

Por eso mismo, misericordia, sí, ¿ve? Eso sí. Me pararía frente a la puerta y golpearía hasta que se asomara por la ventana y siquiera me dijera: ¿qué horas son éstas de llamar a una casa decente? Y allí es cuando pediría misericordia. Porque uno tiene la impresión -y la esperanza- de que pedirá siquiera que le abran la puerta y a cambio no sólo entrará sino que le servirán una mesa espléndida y lo harán descansar y reposar y, por sobre toda otra imaginación, alguien le dirá: ya no temas, no te preocupes más, ya está, ya pasó...

Claro que cuando uno piensa en la justicia tal y como la entienden y obran los hombres, no dan muchas ganas de exigirles nada. Pero no dice eso la Florecilla, se entiende.

La exigencia es para ser justos. Se trata de que cualquiera puede exigirnos ser justos, por lo mismo que ya se ha dicho: tenemos algo que a alguno le pertenece y le es propio y puede exigírnoslo. Y estamos obligados con él.

Para el caso de la inversión, que nos llevaría a reclamar misericordia a los hombres, la cuestión se pone peliaguda.

Porque si los hombres podemos hacer –y casi siempre hacemos– sólo la mímica de la justicia, hasta que resulte penosa y falsa, cruel y humillante, peores somos cuando ensayamos los sustitutos de la misericordia. Más diabólicos nos ponemos cuando imitamos artera o torpemente lo más divino de la divinidad.

Y sin embargo...

Parece que, pese a todo, no solamente estamos obligados a ser justos.

Porque ocurre que al salir de la casa donde nuestra deuda impagable ha sido saldada a cargo del acreedor, que ha borrado de sus libros nuestro quebranto, está esperándonos en la vereda ese quidam menesteroso que nos debe apenas unos pocos pesos.

Y allí es donde resulta que es justo ser misericordioso con él.

viernes, 23 de enero de 2009

Día 23

“Día 23. No es que las mujeres no entiendan, sino que no atienden.”

Ay, don Braulio. Se murió a tiempo, ¿sabe?

En 1978, todavía no era furor el primer mandamiento: “no discriminarás cosa alguna de pensamiento, palabra, obra u omisión, por ninguna razón”.

Así que ahora habrá que apechugar más o menos sin su concurso. Y seguro que con esta glosa algún batuque habrá. Veamos y ya veremos.

Por lo pronto, parece nítido que la Florecilla no dice “no es que los hombres...”, menos aún “no es que los varones...”. Dice clara y argentinamente lo que allí se ve.

Para los arqueólogos, queda claro que de este modo expeditivo don Braulio da por solventada la cuestión de si las mujeres tienen alma (luego, entendimiento...), y se ve que la da por solventada a favor del alma, y quiero decir que el alma sale ganado si las mujeres tienen una. De este modo, ¡chitón! porque no es ésa la cuestión entonces.

Si en otras de las 5 Florecillas que rozan a la mujer, el asunto apunta inmediatamente a ciertas veredas de la relación entre el varón y la mujer, ésta –con no ser una excepción– lleva otro rumbo, o al menos obliga a pensar en hondo o al menos de otro modo.

Porque en este caso, atiendenno atienden, mejor dicho– es el eje. Y a mi sabor, eso implica algo de lo femenino in se, tanto como un tipo de la relación entre la mujer y el varón, y entre lo femenino y lo masculino (horror de horrores para los que ya no hablan en la antigua lengua de Arda...), lo cual lleva una fuerte carga simbólica.

Atender. Bonita cosa. Y creo que se ve que no está hablando sólo de una discusión de asuntos que se dirimen en el plano teorético. No sólo. Tampoco de una mera relación descendente en la que ellas oyen lo que se les dice con atención y obedecen básicamente a lo que han oído con atención. También la Florecilla parece hablar de un vínculo en el que ellas no atienden, debiendo atender. ¿Qué? ¿Lo que se les dice? ¿Lo que se les indica? ¿Lo que es?

Difícil saber, no siendo mujer. Pero tal vez se pueda colegir de la experiencia, de lo que se ve y se llega a saber. Nihil humanum a me alienum..., don Terencio.

Aquí, tal vez alguien –presumiblemente fémina– interponga un recurso: ¿Deben atender las mujeres? ¿Por qué? ¿En qué sentido? ¿A quién? ¿Quién lo dice?

Las dos series de preguntas están relacionadas, me parece. Las dos apuntan a lo que la mujer es y a lo que la mujer significa, tanto como a lo que es y lo que significa su relación con el varón.

Mirando rápido, parece entonces que la carga pesada de los siglos la lleva la mujer, en principio. Así como todo eso que lleva de algún modo al postulado de la Florecilla, dirían canónicamente hoy que parece pertenecer a un universo perimido, a un estadio cultural deficiente y perverso además de superado ya por la emancipación y liberación de la mujer. O por las construcciones de género, no ya de sexo. Claro. Por eso. Sigamos.

(De paso habría que anotar que, pese a que en ese supuesto la carga obediencial la llevaría la mujer, el varón no se ve libre de carga, si es él en tanto varón quien tiene que formular algo que valga la pena de ser atendido, si tiene que asumir la conducción de lo que debe andar y funcionar, si tiene que tener sí o sí virtudes de mando para mandar lo que atendido debe cumplirse...)

Con todo y eso, ahora el problema específico es qué habría que pensar y decir si la mujer finalmente no debería –ni pudiera– emanciparse de algo que la hace lo que es, si de eso no pudiera ni debería liberarse. Y si no pudiera construir algo que reemplace lo que es, porque destruyendo lo que es, o simplemente alterándolo, para construir otra cosa en su lugar, se altera hasta destruirse o, lo que es peor, hasta desnaturalizarse.

La lectura más o menos típica de esta Florecilla es la que dice que las mujeres son medio bólidas, distraídas, difusas, despelotadas. No hay objeción para quien quiera guerrear en esos andurriales. La única condición que debería aceptar es la que manda no reducir la atención a que no se le caigan los platos de la mesada, como no reducir su simbolismo al de la mera matriz.

Hay que tener cuidado con los significados de las cosas. Ya lo dije alguna vez y lo repito ahora apretadamente. Hay algo en la mujer que creo significa a todo hombre, a lo humano. Y a esa parte de lo humano que se asocia con lo terreno, su lugar natural, más que con lo celeste. Como si dijera lo humano en estado bruto.

Los hombres son débiles, le dice Elrond a Gandalf, antes del Concilio en Rivendel, cuando dirimen quién está a la altura de la empresa magna. Débiles. Como las mujeres, digamos.

No es que no entiendan, es que no atienden, podría decir alguno también respecto de cualquier humano. Y como les cuesta atender, les cuesta obedecer. Entender qué son, y atender y obedecer primero a lo que son, después a lo que significa lo que son, después a para qué son y qué deben hacer con lo que son. Y finalmente atender y obedecer al Autor.

Tal vez valga la pena decir que cuando algo de lo que lleva la mujer en sí misma –aunque lo lleve en vasija de barro– pierde su sabor –supongamos que por desatención–, se hace difícil que eso que lleva vuelva a tener sabor. Pero no solamente pierde sabor, lo que a alguno hasta le podría parecer trivial. Es mucho más que el sabor lo que se puede perder y malograrse.

Y aunque ahora termino aquí la glosa, digo que, en un sentido primero, eso es así porque lo que lleva es, para Alguien, algo importante, algo que no debe perder sabor ni mucho menos debe perderse.

Porque lo que lleva es un hombre.

jueves, 22 de enero de 2009

Día 22

“Día 22. Ser cautos, pero a condición de que la cautela nada tenga que ver con el miedo.”

Y está bien, en principio. Cautela es cautela, miedo es miedo. Y no hay que llamar miedo a la cautela, ni, como creo pide la Florecilla, cautela al miedo.

Es verdad también que el miedo nos obliga a ser cautos. Miedo a algo temible que nos exige asegurar el pie a cada paso. En la montaña, por ejemplo. Un cresteo, una pared, una barranca, el hielo. Son temibles a veces y uno debe temerles. Y ser cauto con ellos y en ellos. Y está bien. Como en la vida uno debe ser cauto con los cresteos y las barrancas, las paredes y el hielo. Y también está bien.

Si la Florecilla parece que se queja de algo, debería ser, por ejemplo, del caso del que ha elaborado un mecanismo delicado, primero interior y después externo, por el cual sus acciones parecen la mar de prudentes y no lo son. Otra vez, viejo Federico, parece que vamos paralelos en el camino contra los pusilánimes, contra el cobarde.

No es miedo, es miedo de más. No es prudencia, es parálisis. Y algo peor: la cautela puede ser engaño, el astuto engaño que mueve el terror insano.

Un cauto es un precavido; incluso, dicen, un sagaz precavido. Y esta bien.

Lo que me llama la atención ahora son las formas en que se relaciona la cautela con el miedo. Y de todas, la que menos llama la atención es la más corriente. Y de todas, la menos perceptible es la que no tienen en principio forma de cautela, y por lo mismo parece esconder mejor el miedo que la mueve. Y sin embargo, es una especie también ella de cierta cautela movida por el miedo, es la mismísima precaución por temor.

Creo que es el caso de un aparente defecto en la cautela que hace pasar al que lo padece por arrojado y valiente, por imprudente y audaz. No digo que todo valiente obre por temor (aunque un valiente puede obrar con temor); no digo tampoco que ese arrojo del que hablo sea un simple reflejo, como animal, sino una precaución, algo premeditado, y bien meditado hasta que con un ejercicio consecuente se vuelve incluso un hábito. De todos los laberintos, sale matando; todos los cruces de caminos, los disuelve con un bulldozer.

Claro que, a primera vista, tiene más prestigio el músculo torneado y aceitoso del forzudo en acción que la flaccidez pálida del timorato y medroso que omite; claro que es un espectáculo más atrayente el del pechador y arrojado, que el del sinuoso y pasivo.

Pero ambos podrían ser –y más bien son, en los supuestos que digo– dos desesperados muertos de miedo. Uno se ha precavido y el otro también; uno quiere que su pánico no pase la línea de flotación y todos los vean a calzón quitado y el otro también. Uno le ha buscado un atajo a su terror y el otro también. La diferencia, tal vez, sea que uno cree que puede demorar lo que teme y el otro cree que puede apurarlo. Pero ambos se han precavido, han sido cautos, como para lograrlo.

Ninguno de los dos aguanta. Ninguno de los dos es fuerte. Y, por cierto, se recelan ambos mutuamente. Uno cree que el insensato se juega todo a una carta y tiene razón. El otro cree que el pusilánime no quiere enfrentar el peligro y también tiene razón. De modo que ninguno de los dos acierta.

Total que para que se cumpla el dictatum de la Florecilla hay que ser fuerte, básicamente.

No solamente blandir en la frente el nombre de alguna fortaleza. No basta –y no sirve– dar la impresión de que uno puede dar cualquier batalla o que puede evitarlas todas.

Salvando distinciones de otro orden, pero que no afectan el punto central de la acción u omisión por desesperación, si ambas cosas son el nombre bonito de un miedo insano, lo mismo da que sea el eterno fugitivo o el primer muerto.

La cautela que vale es la que puede decirnos cuándo hacer qué y de qué modo, supuesto que uno fuera lo suficientemente fuerte como para poder evitar la batalla, tanto como para poder darla.

miércoles, 21 de enero de 2009

Día 21

“Día 21. No dejarse embaucar por la buena fortuna.”

Embabucar, dice por el ejemplo el diccionario, si uno quiere saber de qué trata la palabra y por lo pronto vale lo que engañar, como se sabe.

El asunto ahora es que la buena fortuna podría –al menos podría– engañar, velarnos los ojos y el corazón, alucinarnos dice el diccionario, tomarnos por ingenuos, hacernos crédulos, y esto por conveniencia, además, supongo, porque es natural creer en un beneficio (hacerse la ilusión es una expresión bastante adecuada al caso), por lo menos en principio, salvo que uno se haya vuelto muy desconfiado (las cosas de la vida...) o cínico, directamente.

¿Qué es la buena fortuna? Da más o menos lo mismo definir la cuestión de un modo u otro: tener suerte, que las cosas le vayan bien a uno, que todo o casi todo sean bienes y pocos o nada de males. En lo que fuere, y más bien en todo, ya que vamos a suponer.

Esta Florecilla no se ocupa directamente de esa cosa tan común como es no querer sufrir contrariedad o daño alguno. Ninguno y para nada y jamás. Hay que decir que es claro que querer sufrir pena y daño, dicho así sin más, es sospechoso de cierto apetito torcido. Pero otra cosa es que en el menú de la vida que vivo y he de vivir, ni siquiera diga hay daño sino simplemente podría haber daño. El que no quiere ese menú está en problemas. Y graves problemas. Es un candidato a dejarse embaucar.

Algo de eso sí está dicho en esta Florecilla que tiene un rango amplísimo de consideraciones. Fíjese, mi amigo, que podría irse uno de la polémica De auxiliis hasta los pelagianismos varios, pasando por las sectas de la inarrugable sonrisa, o por el afán despepitante por el éxito de cualquier capitalista que se precie, por decir algo.

Y tanto se me hace que dice la Florecilla de hoy, que podríamos andarnos hasta por asuntos que parecen opuestos, como por ejemplo el caso de aquellos que profesan, como un credo imbatible, la certeza contraria: mi mala fortuna es necesariamente un signo de predilección divina, con las concomitancias conspirativas del caso, porque, se entiende, como todos saben sin decirlo ni admitirlo abiertamente que soy bueno y uno de los elegidos, y como nadie quiere lo que yo quiero tanto como yo lo quiero, que es lo que está bien querer y de ese modo, por eso me hacen o quieren hacerme literalmente la vida imposible. En fin, mi amigo, qué quiere que le diga..., es, como si le dijera y para empezar, muy posible que sea un sofisma o falacia de falsa causa. ¿Nunca lo pensó? ¿Ah, no...? ¿Tan seguro está de que la fortuna le es esquiva tanto como usted parece decir? Y si lo es, ¿está seguro de que es por eso que usted dice? ¿Segurísimo? Y ya que estamos, ese argumentillo suyo, que además parece decir que a usted no le preocupa el asunto menor y despreciable de la fortuna ésa, ¿no será una forma un poquitín retorcida de mostrar sin que se note demasiado que se muere de ganas por ganar, porque la fortuna le sonría y lo requetembauque –o requetembabuque– siquiera una vez en la vida, y así consiga de una buena vez riqueza y fama y toda clase de bienes de este mundo y de cualquiera? Piénselo, mi viejo, no vaya a ser cosa que...

Por cierto que hay un aspecto inicialmente psicológico que es central a la cuestión: ¿Es mía mi buena fortuna? ¿Me la merezco? ¿Me la hice a pulmón?

Creo que por ese lado estamos cerca ya de la glosa que me silba esta Florecilla. Porque por la respuesta a estas preguntas, u otras de esta suerte, podría uno advertir si se ha dejado engañar, si quiere ser engañado.

La primera cuestión sería otear de dónde nos vienen los bienes de la vida a nuestra vida. Y hay que pensar allí en todos los bienes que podamos pensar, desde la vida y la existencia en adelante.

La segunda cuestión sería vislumbrar qué bienes son aquellos sin los cuales vivir no tiene sentido y no vale la pena. Para lo cual hay que hacer un rápido ejercicio para saber por dónde empieza la lista y por dónde termina, suponiendo que arrancamos por lo sine qua non. Creo que, necesariamente, a cierta altura de la lista, la cláusula de que sin esto no vale la pena vivir o no tiene sentido, pasa a ser una medida de nosotros mismos y no sólo ya de los bienes que apreciamos.

Me da que a esto se refiere también la Florecilla. A un aspecto también psicológico, porque con justeza nos advierte sobre dejarse embaucar. Dejarse uno embaucar, no meramente pasivo y embaucado.

Siempre he pensado que las cosas nos miden, y nos dicen de algún modo algo de nuestra medida; nos hablan en un lenguaje a medias simbólico, a medias brutal. Pero nos hablan. Y esperan respuesta, claro. Nosotros podremos hacer una lista, pero la lista está ante nuestros ojos. Las cosas han pasado por nuestra vida y ahora las tenemos –o no las tenemos– y de algún modo es porque las hemos elegido, mayormente. Están las recibidas, claro, pero incluso con las recibidas hemos hecho algo –siquiera algo– propio y personal, no forzado, tal vez domarlo o tal vez acrecentarlo. Si acaso, haya cosas que nos embreten un poco más o un poco menos. De las recibidas sobre todo, pero de las que nos procuramos por nuestra propia industria, también, cómo que no.

En cualquier caso, la Florecilla pide atención, antes que nada. Prestar mucha atención. Pide saber y saber saber.

Podrá irnos mejor o peor, bien o mal. Pero la Florecilla nos advierte. Nunca deberíamos dejar de saber y de tratar de saber, todo lo posible, quiénes somos, qué hacemos, por qué y para qué lo hacemos, y cómo. Qué tenemos o nos falta y para qué y por qué lo tenemos o nos falta. Pero más que nada, la Florecilla parece que nos pide prestar atención al sentido que tienen las cosas, a lo que significan, al para qué son y están. Al por qué y para qué nos son. Por qué las tenemos, supuesto que sea un bien tenerlas. Por qué no las tenemos, que también podría ser un bien. Y cuánto de todo ello es obra de nuestras manos.

Incluso nos advierte, sin decirlo, respecto del altísimo valor y del sentidohondo del misterio, cuando es ésa la única -y la última, sí- respuesta a mano para lo que tenemos o no tenemos según nuestra buena fortuna.

Dejarse embaucar es querer creer. Pero para que querer creer no resulte un embaucamiento, tendrá que ser después de haber visto.

martes, 20 de enero de 2009

Día 20

“Día 20. No será bueno un Gobierno que no cuente con una Dirección General de Patadas en el Culo.”

Mire, don Braulio, creo que entiendo lo que quiere decir, y tiene hasta su gracia, pero (y será cuestión de gustos), lo que es a mí, los burócratas me exasperan un poco. De modo que si nos podemos ahorrar una Dirección General, le pediría que nos la ahorremos.

Al fin, un Gobierno bueno no necesitaría, por redundante, una Dirección General de Patadas en el Culo. Porque si de veras es bueno y le toca hacerlo, lo hace lo mismo y como debe, sin tener que dar la impresión de que, porque tiene una Dirección General a tal efecto, ha puesto orden en los asuntos comunes. Además, qué quiere que le diga, se me hace que en realidad son los gobiernos malos y no los buenos los que necesitan toda una estructura para dar patadas en el culo.

Los Gobiernos si son buenos terminan –o mejor, empiezan– dándole a cada cual lo suyo y encontrando un lugar para cada quien, o para los más, y haciendo que los más sean de provecho. Persuadirán a hacer lo que hay que hacer y también usarán de los medios y resortes que tengan a mano en buena ley. Y, claro, de tanto en vez habrá que afilar y lustar el puntín del zapato, cómo no. Pero si de veras salen buenos, procuran a la vez que los más –o casi todos si pueden– sean felices y acordes y conformes con lo que tienen para sí y tienen para dar a los demás en el lugar donde están. De modo que, por dos o tres gansos, no se me justifica nombran director, subdirector, jefe de departamento, jefe de área, auxiliares y toda la demás comparsa. No vaya a ser cosa que la Dirección tenga más gente empleada que los que tiene que atender.

Pero los malos, sí, fíjese. Esos sí necesitan más de semejante departamento de retaguardias. Porque son tantos los desastres que hacen, tan mal hacen las cosas, tan mal aprovechan lo que vale y a los que valen, tanto los destratan y maltratan, poniendo cara de que lo único que les interesa es el pueblo y su felicidad, que, a la postre y en defensa propia, terminan teniendo que andar a las patadas con todo el mundo. Y a las patadas en el culo también, por supuesto que sí. Con los ajenos, claro, pero con los propios, incluso, con esa pesada carga que se hacen de sus cortes de lambedores y cagatintas, de chupamedias y rastreros, a los que atemorizan o subyugan, a los que seducen o someten. Y es a todos estos a los que los gobiernos malos tienen que andar pateándoles las cachas para que se muevan en la dirección que ellos quieren y en general quieren mal y por eso son malos gobiernos.

Un Gobierno bueno tiene que dar patadas en el culo, porque no hay estado si se niega a darlas. Pero, si quiere que le diga, la repartición oficial se la dejo a los gobiernos malos que tienen clientes y esclavos, y no pueblo, ni nación, ni ná.

lunes, 19 de enero de 2009

Día 19

“Día 19. Ceder el paso en la calle, pero no en la frontera.”

Tal vez, supongo, para el comentario de esta Florecilla galana, habrá quien tenga más verba que la mía, supuesto también el caso de que se la quisiere glosar inflamando la gola.

Si alguno me preguntara, en cambio, diría que esta Florecilla cuadra con la anterior bonitamente, de modo que el comento básico ya estaría hecho. Porque, si no estoy muy equivocado, ceder el paso en la frontera o no cederlo termina por dar vencedores y vencidos y con ello lo dicho al respecto. Mientras tanto, ceder el paso en la calle o es cosa de petimetre adulador de señoras y baboso de doncellas o es cosa de caballero de buena ley. Llegado el caso, entonces, de que a este señor le tocara ir a defender la frontera o a cruzarla, y ser por ello vencedor o vencido, resultará que si es un caballero como Dios manda, y ha meditado a conciencia la Flor anterior, sabrá lo que tiene que hacer, según y conforme.

domingo, 18 de enero de 2009

Día 18

“Día 18. Apiadémonos hoy de los vencidos; que tal vez mañana se apiadarán ellos de nosotros.”

No se puede pasar por esta Florecilla sin la mención obligada del Vae Victis! de Breno.

Pero es precisamente esa obligación la que permite ver que derrotas y victorias son de algún modo dinámicas en la historia, y esto mayormente, claro, porque de algunas derrotas hay pueblos, por ejemplo, que no han vuelto.

Breno era galo, como se sabe, jefe de aquellos senones que asediaron y sitiaron Roma en el siglo IV antes de Cristo. Con displicencia, cuando los romanos protestaron porque la balanza gala nunca terminaba de pesar el oro que rescataría a la Eterna, después de la derrota de Alia, Breno, diciendo la famosa frase, arrojó su espada al platillo propio.

Tres siglos más tarde, Julio César los borró del mapa, casi literalmente, y aunque el imperator de la República tenía ganada fama de astuto componedor en su beneficio y de perspicaz geógrafo político para trazar fronteras y establecer pingües alianzas, Vercingétorix, el averno, supo que sería decapitado lo mismo, cuando Cayo Julio lo derrotó finalmente.

Ya ven: Roma es tan vencida como vencedora y, con el tiempo, tendría hartas ocasiones de recordar qué se siente ser vencida y vencedora, incluso a la vez. Y la historia no terminó todavía. Y probablemente Roma tampoco.

En el caso de esta Florecilla, que resuma prudencia tanto como misericordia, creo que convendría detenerse en vencidos y en el casi insidioso tal vez. Entretanto, el eje que une ambas cosas es ciertamente piedad.

Vencidos es una expresión peligrosa. Y en historia, más. En primer lugar, porque vencidos no es una categoría indiferente o neutra. Por eso mismo, creo que hay unas cuántas preguntas al respecto. Y como son programáticas, no hace falta contestarlas. Lo que no impide que cada quién haga su propia inspección.

Vencidos y vencedores. Vencedores y vencidos. Muy bien.

¿Cuál es la guerra? ¿Quiénes son los que se enfrentan? ¿Por qué motivo se enfrentan? ¿Cuál es el motivo real y hondo? ¿Cuál es el superficial o aparente? ¿Qué quiere en realidad cada uno? ¿Qué espera conseguir cada uno? ¿Qué es cada uno? Pero no basta con quién o qué es cada uno, claro. Hay que preguntarse además por lo que cada uno representa en sí mismo y en el mismo enfrentamiento.

Vencedor y vencido son categorías peligrosas. Y hay que poner más acuidad que entusiasmo partisano en catar lo que vale y significa cada una de ellas. Se puede simplificar, claro: siempre se puede. Pero hay que pagar un precio por ello. Y no es bajo, le garanto.

En este sentido, y aunque diré otra cosa acto seguido –pero en otro sentido–, digo ahora que, en la primera parte de la sugerencia, si hay que mirar vencidos hay que mirar también hoy. ¿Quiénes son hoy los vencidos? Habrá quienes crean una cosa y quienes crean otra. Y allí mismo entonces se puede anotar a gusto, según las preferencias de cada quién. Pero tiene que saber, estimado, que, cuando anote a gusto, se le notará el gusto y notándosele el gusto tal vez con ello mismo, por ejemplo, se le notará si es posible que verdaderamente se apiade. ¿Quiénes son los vencidos? Claro, véalo simpliciter, véalo secundum quid, y tendrá que hacer algo más que un River-Boca para dirimir la cuestión de un modo que valga la pena. Pero cuando lo vea, sepa también que estará viendo la idea que usted tiene de la historia. Y de quién gana y quién es vencido. Y qué se gana y qué se pierde, qué es lo que realmente está en juego. Y por qué. Sin eso, aunque no es imposible del todo, es difícil apiadarse realmente. Es como si le dijera que si no se da cuenta de quién es el vencido y por qué lo es, le va a costar más la piedad con el vencido.

Como decía, la Florecilla insta a apiadarse hoy de los vencidos y ahora digo que, en otro sentido, no es tan determinante el tiempo de la piedad, salvo en relación opuesta del hoy con el mañana que sigue, como lo es la piedad misma. Porque esto es peligroso también. Apiadarse se puede por varias razones. Pero si la Florecilla tiene algo de veras importante para decir, esa piedad no puede ser solamente el fruto de un cálculo y de un trazado como dialéctico. Es verdad que no hay que hacerle ascos a los movimientos relativos, de tanto en vez, que todas las escaleras tienen escalones, después de todo, y no somos ángeles, como para que logremos cada paso con un movimiento absoluto y bastante. Pero como quiera que fuere, para que se pueda decir piedad, hay que sentir piedad, tener piedad. Y hay que saber por qué.

Piedad y justicia no son contradictorias. Bastaría con no exagerar la pena del vencido, bastaría con compadecerse de su pena. Bastaría con evitar la humillación cruel o innecesaria, o con no aplicar el ojo por ojo. La piedad, al primero que afecta y beneficia es al que la siente y practica. Pero para eso es preciso que el que se apiada quiera ser beneficiado por los efectos de la virtud, sin desdeñar las razones que lo obligaron a combatir. Bastaría con cumplir aquello que dice Lewis es un principio universal de la moral: no hagas a otro el mal que no querrías para ti.

Y parece que tanto no ha de ser apiadarse un cálculo mal parido, que allí está ese tal vez que dice la Florecilla. Parece –nomás podría parecer– que allí se dice que hay que jugar al truco con la piedad al vencido, como orejeando las cartas por lo que pudiera pasar. Una especie de inversión a futuro, fundada en la rueda de Fortuna, que nunca está quieta en una cosa. Y así como hoy somos vencederos, sabemos que mañana seremos los vencidos. Como si instara, entonces, a no olvidar ese pequeño mecanismo de retardo de nuestra piedad hodierna que nos salvará de la crueldad del vencedor mañana.

No creo.

Parece más bien que la piedad con el vencido ha de ser fruto de la magnanimidad, y no del regateo. Y no debería esperar nada a cambio. No por orgullo, sino por humildad, precisamente. Puede uno tratar de asegurarse de que su intención es buena y recta, y rectificarla cada vez. Pero, ¿puede hacer lo mismo con la intención del vencedor que cuando fue vencido recibió piedad? Tal vez mañana se apiadarán ellos de nosotros quiere decir lo contrario al do ut des.

Pero ahora que lo digo, me parece que para que esto que dice la Florecilla sea posible, tal vez haya que tener un concepto de mañana que no se circunscriba a los términos temporales de mi vida y ni siquiera a los términos temporales de la historia.

El mañana que vislumbra la piedad con el vencido, tiene que ser un mañana que dure más que mil años.

Porque es muy probable que sin ese mañana que digo, no sea posible la verdadera piedad con el vencido.

sábado, 17 de enero de 2009

Día 17

“Día 17. La crítica constructiva, ¿ha construido algo alguna vez?”

No creo, vea. Y ya que lo pregunta le digo que me parece que definitivamente no, don Braulio: la crítica constructiva no ha construido nunca nada.

No se asombre: usted sabe que, en buena ley, la crítica es como el momento destructivo del discurso racional, es el momento del desmonte para ver de qué está hecho el campo, es cuando se rotura la tierra en la que si acaso se echará semilla. La crítica, en buena ley, separa –analiza–, ve las partes, desata.

Pero esta Florecilla, así como la ven, viene de los tiempos en que la expresión estaba de moda.

Era una forma –permítame que la tenga por hipócrita– de demoler sin más con cara de ayudar a levantar un edificio mejor; y a veces una forma cualquiera, pero con nombre filantrópico, de salirse con la suya.

Es la abuela del pensiero debole, por ejemplo, y no es una abuela muy respetable. La anciana desprejuiciada del nieto desprejuiciado.

Creo, además y principalmente, que crítica constructiva es el nombre que cierta pusilanimidad algo perversilla usó para sustituir otra expresión: la verdad en caridad.

Pero por abajo igual se le ven los tobillos. La crítica constructiva está pensando por una parte en la construcción de alguna cosa, y por otra parte busca y necesita un socio para hacerlo. Ambos, condición sin la cual no es posible, tienen que estar dispuestos a derruir. Es también, y por esto mismo, el sustituto de la dialéctica en su prístina intención y modalidad, pero es la versión deformada, porque no hay crítica constructiva posible sin un cómplice. Y un cómplice no es lo mismo que un interlocutor.

Basta que se meta el binomio en juego para que el coparlante entienda lo que tiene que hacer. Tendrá que avenirse más bien a que armemos de nuevo el asunto, que veamos si poniéndole al asunto la cabeza en los pies y las manos saliendo de las pantorrilas, llegamos a un acuerdo y a algo que valga la pena.

Se me da que la crítica constructiva no es lo suficientemente valiente como para cribar las cosas, y ver que ve y que se puede ver, pero se envalentona creyendo que con ellas puede construir cualquier cosa.

La crítica constructiva no critica, combina. Y tampoco construye, sino que arma más bien con los fragmentos de la demolición un nuevo objeto que, por alguna razón, le parece mejor que lo que habría visto si se hubiera atrevido a mirar.

Hay una versión benéfica de la crítica constructiva, pero no se llama así, ni hace lo mismo.

viernes, 16 de enero de 2009

Día 16

“Día 16. La mitad más uno: he aquí la selecta mayoría. Todo lo que exceda de eso quita autoridad.”

Esta me gusta, señores, porque, en principio, es de Boca. Y eso no tiene por qué decirle mucho a quien no sea de estos lares (lares del espacio y lares de los gustos...); pero, para quien entiende, la mitad más uno es una sola cosa posible que valga la pena mencionar en un asunto serio tomado en solfa.

Dicho lo cual, vayamos a la Florecilla.

¿En qué palabra estará la llave de este asunto: uno, selecta, mayoría, autoridad? Porque me parece que mitad, por ejemplo, ni excede ni quita, y exceda y quita, más o menos otro tanto.

Podemos ir por partes.

Uno. Dice la Florecilla: la mitad más uno. Y eso puede ser de dos maneras. Supuesto 100, que una parte sea 51 y la otra 49. O que, supuesto 100, las mitades sean iguales y haya uno –otro– que haga de una de ellas, precisamente, la mitad más 1. Si fuera el primer caso, podría ser casi trivial la diferencia (“ganamos, pelito para la vieja...”) y hasta podría ser grave por numerolatría; selecta, sí, pero numerolatría al fin. En ese caso no es tanto el uno como el 51 lo que cuenta. Si en cambio fuera el segundo caso, uno se transforma en el eje de la cuestión y ambas mitades iguales son lo que el consenso, porque de ese modo, no manda el uno sin respaldo y a fuerzas, sino de algún modo con el acuerdo o la conformidad, también, de aquellos a los que ha de mandar. No es poca la diferencia entre una cosa y la otra. Y aunque una es más bien cualitativa y la otra más bien cuantitativa, tienen su cosa cada una de ellas.

Selecta. Va con mayoría, que no es indiferente, y por eso mismo se la puede ver aparte. Pero si puede verse aparte es porque en términos cuantitativos mayoría basta, pero selecta es cualitativo. Es un contrasentido tan sonoro llamar selecto al 51 de 100, que evidentemente es una especie de o sarcasmo o paradoja. Creo que se trata de lo segundo y que don Braulio quiere decir que no es indebido mandar con consenso, sino que es indebido decidir lo que se ha de mandar según el consenso, o por chanchuyo o acuerdismo. Al fin de cuentas, el arquitecto de la política diseña y pergeña lo que ha de hacerse, es decir sabrá lo que es posible y conveniente hacer en cada caso, al mismo tiempo que oye. Eso me lleva a pensar que este adjetivo selecta va mejor con la segunda versión de uno.

Mayoría. Tal vez aquí la sola palabra mueva pasiones. Tal vez por solamente mencionarla se lo tache al autor –o a cualquiera– de democratista, populista, partidista. Tal vez lo sabe don Braulio, y en algo le pesa o le significa algo, y entonces -barroquismos y cuasi oxímoron, aparte- contrapesa mayoría con selecta. Pero al margen de cuáles puedan parecer las preferencias políticas del autor de la Florecilla, lo cierto es que hay un modo tuerto de entender el opuesto, es decir, minoría. La simetría de que la minoría es más que la mayoría, porque la mayoría es mayoría, es una gansada tan evidente como su inversa, si no fuera porque un cierto sentido de mayoría tiene aalún prestigio bien ganado. En otros órdenes pasa que en algo la mayoría pesa: en cierta ciencia, por caso, la sentencia común de los doctores y de casi todos ellos, es un argumento de peso. Pero también en buena política es de atender lo que perjudica o molesta a todos o a la mayoría, y no en asuntos en los que no se podría elegir, sino en asuntos no necesarios. No se puede gobernar contra todos, por el hecho mismo de que son más o muchos. Claro, el número importa cuando importa y para eso se necesita no desdeñar ni la materia sobre la que se aplica el número y hasta la misma calidad de los que integran el número que resulta una mayoría. En asuntos de formas de gobierno, también la mayoría tiene su cuestión, y con la cuestión central a la vista del origen del poder y la autoridad del que gobierna, es claro que ninguna de ellas podrá gobernar contra todos o contra el mayor número. Y en esto la clave está en contra. Hay que recordar de nuevo que uno o la minoría o varios tienen que ser tales que sirvan para gobernar. Y para servir no solamente han de saber qué es el poder y cómo se usa, sino para qué, con qué objeto y fin. Y según lo que sepan de esto, será que gobiernen o no contra todos o el mayor número, más allá de lo que quiera la mayoría.

Autoridad. En la Florecilla dice que si hay demasiada mayoría, se pierde autoridad, que la mitad más dos quita autoridad. Esto también parece reforzar el segundo sentido de uno. Es verdad que la cláusula podría entenderse también en sentido arrogante, cómo no. Incluso como un cierto desprecio paradojal por las mayorías. Incluso asociándolo al segundo sentido de uno, podría decir aquí que las mayorías cuantitativas quitan autoridad o la degradan, haciéndole creer al que gobierna que tiene más poder, más autoridad y hasta gobierna mejor porque son más que la mitad más uno los que lo sostienen o apoyan o asienten o concuerdan con él. O que se crea que vale porque muchos lo siguen o lo apoyan o lo votan. Pero si hay algo de lo que no parece haber duda alguna en la Florecilla es la afirmación de que la autoridad es cualitativa. Y creo entonces por eso mismo que más que asociarla a la mitad hay que asociarla al uno ése, que es el que no solamente hace la mayoría cuantitativa en la proposición sino que parece confirmar que la autoridad es para uno, y que es para que uno gobierne. Uno es la diferencia. Más de uno hace que haya menos autoridad no más. No es la mitad, es uno.

Tal vez, don Braulio, al fin, piensa en una monarquía y todo el mundo –o la mayoría– crea que, porque dijo mayoría, la mala palabra, está pensando en la democracia.

Es posible. Pero es verdad que la gente habla más de política que lo que sabe de política. Yo, por ejemplo.

jueves, 15 de enero de 2009

Día 15

“Día 15. Lo malo de las mujeres legítimas es que se creen siempre mujeres de ley.”

Se puede elegir. Porque el caso es que esta Florecilla puede hablar de dos cosas, y para glosarla habrá que hablar de las dos. Pero no se haga ilusiones, compadre, porque verá al final que son más o menos la misma cosa.

Vayamos a la primera, entonces, que parece peliaguda y no lo es tanto.

Allí dice con claridad que las mujeres legítimas se creen siempre mujeres de ley y que eso es lo malo de ellas. Y claro que, para empezar, con esta clarinada las queridas y amantes podrían dar por iniciados los festejos, poner cara de satisfacción gremial y apenas asordinar un “¿y yo qué dije...?”. Las queridas y amantes, digo, que se entiende aquí sin decirlo que son de la categoría de las que se oponen a las mujeres legítimas, porque si no fuera así, a qué ponerle el adjetivo que especifica y además universaliza, poniendo los límites completos entre lo malo y siempre. Pero está claro también que no niega aquí don Braulio que a veces algunas mujeres de ese universo de las legítimas esposas sean efectivamente mujeres de ley. Y más. Al decir ‘se creen siempre’ parece decir que por alguna parte las mujeres legítimas deberían ser mujeres de ley pues también puede entenderse legítimas como de ley, en algún sentido (y ya veremos qué es esto...), y dice que lo malo de ellas parece en realidad no tanto que se crean de ley sino que no siempre lo son, malhaya.

Y es posible que así sea. Y no sólo eso: pasa bastante.

Si uno se pusiera estadígrafo –al menos con lo que ve y sabe–, parece más bien la regla que sea difícil hallar mujer de ley, a secas, y más que siendo de ley sea además la legítima. Por lo menos, se dice que precioso e inestimable tesoro resulta que el hombre halle mujer tal y que además coincida con ser su legítima mujer. Vaya usted y léase, nada más que por ejemplo, los capítulos XXV y XXVI del libro del Eclesiástico y después me cuenta a santo de qué tantas advertencias y recomendaciones, celebraciones y lamentaciones, según y conforme resulte de ley o no la doña de la casa. Y el alborozo de tanta felicidad por la mujer (legítima, porque de la otra no hay que esperar eso, se entiende..., aunque hay veces...) sensata, buena y prudente. Y las terribles comparanzas para cuando no lo es. Y más cosas a sumar tanto en su haber como en el temible debe. Claro que sí. Pero si el encomio es tal es que mujer legítima de ley, lo que se dice mujer legítima de ley, es cosa rara.

El asunto, entonces, es qué quiere decir legítima, tanto como qué quiere decir de ley. Y lo segundo parece más fácil que lo primero, porque las notas de una mujer que se diría de ley son más o menos previsibles. Es verdad también que en esos quilates entran muchas cosas y no todas son universales, que para cada uno hay un cada quien y entonces una será generosa y caritativa y la otra perspicaz y hacendosa y la otra sensible y discreta y la otra madraza y magnificente y otra bonita y sagaz y otra ‘interesante’ y hábil y otra de buen gusto y profunda, y otra piadosa y buena cocinera. Y otras, varias de esas cosas juntas. Y algunas otras dizque todas esas cosas juntas, y más que no dije, aunque eso ya no es sólo de ley sino un portento de milagro, que no hay tampoco varón que habitualmente junte dones viriles tantos que tenga todo o casi y nada o casi le falte. Y cualquiera de ellas puede ser amorosa y amante, cómo que no. Como cualquiera puede tener tanto en su haber como en el debe, a la vez.

Por cierto que hay algo en la mujer que no puede faltar, tenga lo que tuviere de otras cosas, y es lo que sustenta cualquiera de ellas. Puede llamarse femineidad, como creo que hay que llamarlo, si no fuera que por eso se entiende habitualmente coquetería, arreglo o cierta delicadeza. Con todo, sépase que la femineidad puede mostrarse así pero no es eso; lo que se muestra vendrá de allí, en todo caso. Algo propio de ellas es lo femenino. Algo sin lo cual ni siquiera serían mujeres, digámoslo, y menos de ley. Porque al fin y al cabo -dicho misteriosamente- en eso está la raíz de su ley. Al fin de cuentas, lo que un hombre no puede dejar de advertir en ellas, y advirtiéndolo resultarle atractivo, es su femineidad, en cualquiera de sus manifestaciones.

Ahora bien, legítima es otra cosa. Más allá del contrato y alianza que legitima una unión conyugal, más allá del voto y la promesa de amor y fidelidad que hace de ambos legítimos unidos, la alianza es un signo y, por lo mismo, también la legitimidad participa de esa significación. Y así las cosas los ‘legítimos’ son los signos de una alianza y un pacto y un voto y una promesa que no excluye las felicidades y contentos terrenos, pero que es más que eso.

La Florecilla dice algo que, como dije, se puede entender fácil (como es más o menos tópico que a la legítima se la apode ‘bruja’) pero también, con aire claramente zumbón, dice algo de la posible decepción –bifronte, mi amigo, bifronte– que cada uno de dos puede sentir o padecer cuando advierte que el otro no está no sólo a la altura de sus expectativas de amor humano en términos más o menos lineales o de contentos inmediatos, sino que no está a la altura de una aspiración más alta que, aunque sea más o menos a tientas, es la razón por la cual tomó los riesgos inmensos de hacerse legítimo para alguien y el riesgo inmenso de tomar a alguien como legítimo.

La Florecilla parece casi una justificación del adulterio. Pero si acaso tuviera algo de esa traza, dice más que eso, queriendo sin querer. Porque de hecho es un encomio no solamente de la mujer a la que uno le cata su ley y la celebra y la tiene por amada, sea legítima o no. Es, me parece, un encomio de la mismísima legitimidad. Creo –como dije– que no se le pide tanto a la mujer que sea de ley, sino que la legítima lo sea.

Y vuelvo a decirlo, por si no quedó claro antes: hay algo en la legitimidad, algo simbólico.

Es la figura por excelencia de la unión de Dios con el hombre. El desposorio de lo divino con lo humano. Semejante cosa en la que el varón es Dios y cualquier hombre es la amada. Y Dios tiene por nombre, el celoso...

Puro lenguaje místico. Pero alto símbolo, también.

Se puede decir mucho al respecto. Pero para desear a una mujer –ya no sea la propia, ya sea la de otro– se puede simplificar: basta con la pasión, basta con un afecto desordenado, basta con el vicio, la frivolidad, y tantas otras razones de esa laya, como otras de otra laya.

Pero también es bien cierto que Dios, el novio, no solamente le pide a la amada que sea su esposa. También Él espera que ella sea de ley. Y deplora, también Él que ella se crea automáticamente de ley por ser en cierto modo legítima, con la legitimidad que Él mismo le ha dado.

Pero también pasa en el amor humano. No solamente es aquella cosa poderosa que tanto conmueve y colma felicidades. No es solamente el mayor motor de nuestros actos y la matriz más honda de nuestra plenitud, en toda cosa.

En un amor humano, como en aquello más alto de lo que es figura, ser de ley y ser legítimo corre una suerte parecida.

Porque –y ya no hablando específicamente del matrimonio– uno podría sentirse y saberse en alguna cosa de alguna manera legítimo y de allí nomás creerse de ley, siempre, automáticamente. Como si yo dijera que ser bautizado, ya me hace un cristiano de ley. O pensar que pertenecer simplemente, no importa a qué con tal de que sea lo que legitima, eo ipso me hace de ley. Y eso no le pasa solamente al miembro de una secta de pelo y barba. Tal vez me legitime leer lo que hay que leer, ser del club que hay que ser, estar con quien hay que estar y otras cosas así y sus respectivos opuestos.

Claro. En su misterio, Dios puede hacer de la ilícita y homicida pasión de David por Betsabé, la mujer (que su ley tendría) de Urías, el hitita, la ocasión para que Salomón exista, por ejemplo. Pero yo no haría de eso una ley, qué quiere que le diga, como si alguno dispusiera, como método para hacerse de mujeres que le parecen o le gusta pensar que son de ley, asesinar a sus legítimos maridos. David era un rey legítimo, pero no parecía en eso un rey de ley, siempre. Con ese mismo criterio, Boris Godunov se creía de ley, porque se creía el único siervo legítimo del terrible Iván.

En el amor humano, como en cualquier otra cosa humana, la tentación es siempre creerse legítimo, y es también que, siendo legítimo, se crea uno por ello de ley, siempre. Y hasta la ley, llegado el caso, cosa no menos peligrosa.

Para hacer justicia, déjeme decirle que hay notables ilegítimos. Y de gran valía. Y se me ocurre entre los primeros -no en el tiempo sino en la dignidad- mi estimado Don Juan de Austria, hombre de ley, si los hubo.

Será de ley ser legítimo, pero también es de ley ser de ley. E incluso así se ve que la legitimidad es cosa grave y no es ninguna pavada, si es tan serio acertar a ser a la vez legítimo y de ley.

miércoles, 14 de enero de 2009

Día 14

“Día 14. No treparse en la loma; pero tampoco dejarse desalojar.”

Con un poco de mala voluntad, el chiste de esta Florecilla podría leerse así: No he mentido nunca. Ni volveré a faltar a la verdad.

Pero la gramática dice otra cosa. Trepar es como subir. Treparse, como subirse. Según lo que uno quiere decir, rige una u otra preposición. Por ejemplo, trepar a un lugar, significa dirigirse, ir hacia alguna altura. Treparse en un lugar significa ponerse en ese lugar, quedarse, siquiera por un tiempo. Es la diferencia entre un complemento quo (ir hacia) y un ubi (estar en) en latín, por caso.

¿Habrá una diferencia –y la hay en gramática, pero me refiero a una diferencia como si dijera moral– entre un quo y un ubi? ¿Diría lo mismo si dijera, con un quo, “no treparse a la loma”, o la restricción es simplemente para el ubi, tal y como lo expresa aquí don Braulio? ¿La restricción es para el que permanece o se pone en un lugar o situación del espíritu, o es también para el que lo pretende? Y en cuanto a ese pero, que parece adversativo pero bien puede tenerse por concesivo, ¿sólo restringe parcialmente la interdicción al que se instala en esa situación o aconseja por el contrario pretender ir a las alturas con intención de quedarse, llegado el caso?

Porque hay que prestar atención y ver si los matices del contrastador dictum brauliano, dicen lo que parece o dicen otra cosa.

Supongamos que soy un paspado básico, uno de pocas luces y entendimiento lineal y, dentro de las figuras de la geometría, levemente cuadrado. Yo, por ejemplo, ¿qué debería entender? ¿Me subo a la loma o no? ¿Me instalo en la loma o no? Claro que para instalarme en semejante altura predominante, y que por eso mismo podría resultarme de lo más segura de sí misma, antes tuve que haber subido, tuve que haber ido subiendo, y antes todavía, haber empezado a subir dirigiéndome hacia allí, y antes aun tuve que haber decidido hacerlo y haberlo querido y haber visto bueno el subir, e incluso el quedarme allí. Y, siguiendo el dictum, algún barrunto tuve que haber tenido en el comienzo de que llegado allí, no me avendría a deslocarme fácilmente, por una razón u otra, y una podría ser buena y la otra mala.

Si por mí fuera, entendería que ir hacia arriba es bueno, sin más. No de cualquier modo, claro: ay, de los adverbios, repitamos..., ay...

Y entendería que voy para quedarme, que para algo es bueno ir hacia allí: para estar allí.

Y si es bueno, no querré salir ni que me saquen.

¿Y entonces? ¿Cuál es el problema?

Precisamente, el pero se me hace que es el problema. El pero es lo que cambia la cuestión, o lo que me permite ver lo mismo de otro modo.

Si fuera política, por ejemplo, la cuestión se traduciría en el “sostenella y no enmendalla” (o mantenella... como dicen otros), que es eso que dicen que también grababan en las espadas de acero de Toledo:
No la saques sin razón
pero si has de sacarla,
con razón o sin razón,
sostenella y no enmendalla.
Sostenella o mantenella quiere decir tanto que no ha de dejarse caer la espada por ánimo flaco como significa poner el ánimo en la mano que la sostiene, y no enmendalla quiere decir, entiendo, que no debe ser desnaturalizada, que no ha de cambiarse su naturaleza y su fin, por pura conveniencia, como no ha de cambiarse el ánimo que requiere la empresa por cobardía o cálculo mezquino. Como si dijéramos lo que dicen algunos castellanos viejos respecto de mantener la palabra dada: precisamente, sostenella y no enmendalla.

Hoy día –entre los españoles, más bien, que aquí en las pampas no se usa casi– el sostenella y no enmendalla es como una expresión de tozudez y hasta de mentira política o de sostenimiento de un error o de un fallido, cuya corrección sería el peor de los pecados hodiernos en política: la debilidad.

La Florecilla es el verso trasliterado, si me preguntan a simple vista.

Y parece que dice: si uno se atreve a cosas grandes, ha de atreverse porque lo que ha emprendido es grande y alto, más que por el aplauso que se deja oír sonando allá abajo, cuando uno está por fin en esa altura a la que queriendo sin querer tuvo que haber llegado. Una vez allí arriba, viene el momento de considerar el pero.

Pero significa que no se llega a lo alto en vano, que no se llega allí por vanidad, que no debe subir uno vanamente, como no se saca la espada vanamente, ni se da la palabra frívolamente.

Ahora bien.

Pararse en la loma es sinónimo de jactancia y presuntuosidad. Pero también podríamos apelar a un dicho campero, que en boca del Viejo Vizcacha parece prudencia y es como pusilanimidad y aburguesamiento (de lo que ya se hablará aquí en otra Flor...):
El que gana su comida
bueno es que en silencio coma.
Ansina vos, ni por broma,
querrás llamar la atención.
Nunca escapa el cimarrón
si dispara por la loma.
Podría pasar que alguno le resultara cimarrón a algunos. Porque no anda muy domesticado y hace lo que le parece que tiene que hacer. Y a veces, si cuadra, lo que tiene que hacer son cosas que o son grandes, o lo parecen a los de ánimo pequeño. Con lo que más cimarrón parece el tipo, parándose en esa loma.

Y, claro, no es que quisiera pararse allí. Pero resulta que ni modo de hacer algunas cosas sin.

Y seguro que allí parado no escapará el cimarrón. Pero el caso es que no está parado allí en la loma por error o inadvertencia. Cuando quiso una cosa, aceptó la otra. Y entonces, difícil será que quiera bajarse. Y no porque le guste el aplauso, sino porque no hay modo de hacer lo que hay que hacer sin estar parado allí. O porque ése es el lugar que le corresponde mas bien a la cosa que está haciendo, no necesariamente a él.

Y por eso resultará más cimarrón todavía: porque parece que no quiere desalojar la loma, cuando en realidad, más que la loma, lo que no quiere dejar es la cosa que lo puso allí.

martes, 13 de enero de 2009

Día 13

"Día 13. Antes de rever, remirar."

Si usted no se me ofende, don Braulio, permítame que le diga, mi estimado señor, y ojalá no suene demasiado presuntuoso, que eso es precisamente lo que estoy haciendo.

lunes, 12 de enero de 2009

Día 12

“Día 12. No basta con renunciar al pecado. Es menester también apechugar con la virtud.”

Imagínese usted que uno de estos días, cualquier día, decide empezar un viaje. Imagínese que al preparar su itinerario señala en su mapa, con todo cuidado y a conciencia, los puntos a los que no irá.

Muy bien.

Ahora bien.

¿A dónde irá?

La Florecilla que estamos viendo parece decir con toda claridad que hay que renunciar al pecado. Es decir, no solamente hay que marcar en el mapa todos los lugares que no visitará. Además de marcarlos en el mapa y resolverse a no ir, hay que cumplir, todo lo que se pueda, y volver a mirar el mapa y recordarse una y otra vez que esos puntos marcados no son visitables y no deben ser visitados y no se visitarán, Dios mediante.

Pero la Florecilla dice que hay una decisión todavía más difícil que marcar y evitar los lugares que no deben visitarse.

En su constante barroquismo de sistema, con una y otra oposición, y homofonías opuestas o difusas y paralelismos contrarios y más recursos del estilo, don Braulio vuelve a oponer, ahora, renunciar a apechugar. No se oponen de modo que uno excluya al otro necesariamente. Don Braulio, bien se nota, es más sabio que esas tensiones alocadas y demasiadas, tan frustrantes para el paso siempre falible del viador. Como si dijera: o apechuga y renuncia o renuncia a apechugar. Nada de eso dice. No, señor. Y lo bien que hace.

Renuncie, sí señor. Pero además –y además porque no basta con renunciar–, al mismo tiempo vaya y apechugue. Y vea qué puede hacerse con eso. Y ojalá y Dios quiera le salga bien y le vaya bien y llegue, siquiera lo más próximo al punto al que se dirige, que –si se entiende bien el refrán germánico– ende gut, alles gut.

Vuelvo a decirlo: ya tenemos los puntos del mapa que no deben visitarse, ya tenemos la renuncia explícita a visitarlos, ya tenemos la efectiva determinación y el acto positivo de no visitarlos todo listo y en marcha.

No basta.

Debe usted saber y decirse a dónde va. Y debe ir. Y debe procurar todo lo que haga menester para llegar.

Y algo mucho más importante que eso.

Usted no salió de su casa para no ir a determinados lugares.

Por eso, hay dos modos de entender el viaje y de eso depende, mal que bien, toda la felicidad.

Así las cosas, tengo una buena noticia y una mala.

La mala, primero: no hay modo de quedarse en casa. Y esto quiere decir que no hay modo de renunciar tanto a todo que se renuncie incluso a salir de casa y a emprender el viaje. Ser viador no es una elección.

La buena es simple: en nuestro fin, está nuestro principio. Cuesta, en primer lugar, arrancar el viaje. Puede ser. Pero, además, la ruta es ardua y el camino está lleno de desvíos y cruces que van a dar muchas veces a los puntos que hemos marcado en el mapa como no visitables. Hay de todo en la vía: no solamente cosas horrendas y deleznables, fáciles de advertir. Están las otras cosas, aquellas de apariencia galana y sonido tan apetitoso y agradable. Incluso, colmo de los pesares, hay cosas buenas, aprovechables, que muchas veces habrán de quedar a la vera, igual que las horrendas o de galanura aparente.

Pero al final del apechugue, sabiendo qué nos conviene y hacia dónde vamos, resulta que hemos llegado a casa.

Porque en nuestro fin, está nuestro principio.

Porque el viaje no es evitable. Y se viaja no para no ir a alguna parte sino para llegar a algún lugar, cueste lo que costare. Y costará, se lo garanto.

Y aquel lugar al final de nuestra vía es hacia dónde íbamos cuando salimos de casa y es aquella cosa que nos hizo emprender el viaje y es aquello que salimos a buscar.

Nuestra verdadera casa.