lunes, 29 de febrero de 2016

Pecunia olet




No sé si creerles: dicen los maestros en glándulas que es nuestra propia piel la que le da algún olor al dinero.

El metal, dicen, no huele, en principio. Es la secreción de nuestro propio cuerpo la que le otorga aromas, al mezclarse químicamente con el metal. Calculo que no pasa lo mismo con el papel entintado del billete, claro.

Si hay que creerle a Suetonio, por ejemplo, el Pecunia non olet de los refranes es obra de Vespasiano, emperador por diez años en la segunda mitad del siglo I d.C., y de su hijo Tito, que fue también emperador.

La historia es conocida. Pero empieza al revés, bien contada. Había quienes sacaban de la orina humana amoníaco para tratar cueros, por ejemplo. Y la orina la buscaban en los baños públicos romanos, o, por mejor decir, iban a buscarla al lugar al que iban a parar los fluidos, la cloaca mayor. A ellos Vespasiano les puso un impuesto al pis, commodity e insumo de sus industrias.

Tito supo de la cuestión, pateó la puerta del despacho del jefe y se le paró de manos al padre protestando porque le resultaba asqueroso el impuesto. Por su origen, entiendo. No creo que por el hecho de que la creatividad de los que pergeñan tasas hubiera llegado demasiado lejos, porque tienen límite muy pero muy lejos, si es que existe para ellos.

Vespasiano, en algunas versiones, tomó una moneda y le pidió al mochuelo encabritado que la oliera y le dijera si el aroma lo ofendía tanto. Tito dijo que no, supongo que diciendo honestamente la verdad. Y entonces Vespasiano le declaró que precisamente ésa era una moneda del impuesto cochino: ¿Ves, hijo mío? No hagamos tanto bardo: Pecunia non olet... (dicho todo en latín imperial, por cierto...)


Ahora bien.


Punto primero: Sería fantástico que fuera verdad que el metal toma el típico olor del dinero de nosotros mismos. Incluso sería todo un poema que los olores variaran no según los intercambios mecánicamente químicos, sino por la calidad de las personas que lo manipulan. Entiendo perfectamente: es pedir demasiado. Y no sé si es del todo justo (aunque sería una justicia por completo poética, si fuera justo...) Pero nomás el hecho de darle olores al vil metal parece que por vía simbólica confirma la calidad de medio de la moneda. Hmmm...., qué quiere que le diga. Será, pero hay algo en el dinero que no me deja firmar así como así su neutralidad, aunque su naturaleza debería ser tal, por naturaleza. Puede que el dinero lleve de algún modo arcano el aroma de nuestras miserabilidades y magnanimidades, de nuestras mezquindades, avaricias e iniquidades, tanto como el de las generosidades y noblezas de espíritu. Puede, sí. Sería todo un detalle. Pero mucho me temo que, por otra parte, parece al revés: parece que algo en el mismísimo metal acuñado envilece al que lo usa, lo atrapa, lo esclaviza, desfigura su rostro, encorva sus manos hasta la avidez, inquieta su espíritu como una pesadilla corrosiva, lo vuelve artero, mentiroso, reptil y le reemplaza la esperanza, lo estira existencialmente hasta hacerlo desaparecer. ¿Como el Anillo? ¿Como el Único? Supongamos que sí, como eso. En él, en ambas cosas, parece que anida una voluntad perversa y pervertidora. ¿Le complico mucho las cosas si le recuerdo que pecunia viene de oveja (pecus), porque era una de las monedas de intercambio cuando todavía no se usaba la moneda, algo que tópicamente tiene olor... (lo que vendría a dar algo así como olor a pecus...), como tal vez sibilinamente se le recuerda a los pastores hodiernos?

Punto segundo: En unas horas más, un presidente argentino se presentará al Congreso reunido en asamblea legislativa y hará un discurso para dar, básicamente, la patada inicial al lío de las leyes y a los negocios en torno al lío de las leyes. En esta oportunidad, una discusión que sobrepuja a las demás por un momento es si el quidam del caso debe hablar de la herencia del kirchnerato que lo antecedió. No sé usted, cumpa, pero tengo para mí que principalmente están hablando de plata. Habrá, si hay y parece de a ratos que no habrá nada de nada, alguna mención lavada y budista a las malas maneras, a los buenos tratos, al clima de paz y de concordia filadélfica que no hubo y debe haber. Tal vez, si se habla, se hablará de la parte de afuera del mundo y de la parte de adentro, de dónde venimos y hacia dónde vamos, se hablará probablemente de clima de negocios, de desarrollo, de armonías y previsibilidades, de oportunidades y futuros venturosos. Pero si se habla de herencia, básciamente, se estará hablando de plata. Y allí la pecunia olet: la podredumbre pestilente de aquellas corrupciones, choreos y desmanejos, desprolijidades y despilfarrros, las dádivas sesgadas a los amigos, la cueva de ladrones de los militantes (no, no..., espere: esto lo digo yo..., ¿o se piensa que oirá esto mismo dicho así fuera de la mesa del café o fuera del refugio de los despachos?) La otra pecunia de la que tal vez se oiga hablar en unas horas más, también olet: aromadas maravillas de inversiones, fragantes glorias de bienestares, perfumados prodigios de administraciones: olor a santidad. Y allí se termina la herencia, mi cuate. No hay más herencia que las vaguedades sobre caballerosidades de manuales cortesanos y la plata: la que huele mal y la que olerá inmejorablemente. ¿No hay más herencia? Sí, claro que hay. Por supuesto que hay. Pero de eso no hablará nadie. Porque allí son todos socios (que se pronuncia cómplices...) Porque la inflación en la economía es más grave allí que la anorexia del espíritu, bulímico de comida chatarra, contaminado de manjares venenosos. Porque la posibilidad de negocios es más importante allí que ninguna otra cosa. Y guay de que algo la entorpezca o complique.

Unos dirán pavadas progresistas y querrán conservar y rapiñar poder, que les dará pecunia, que da poder. 

Otros dirán pavadas desarrollistas y querrán consolidar el poder que les cayó del aire, que les dará pecunia, que da poder.

Hablan de pecunia. Siempre. Porque es poder y el poder da pecunia que da poder.

Vespasiano, amigo, todo eso huele mal, huela o no la pecunia.

Alguien vendió por unos pesos a un Redentor. El que pagó la traición, no creo que supiera que con eso compraba la Redención. Les faltó olfato a los que negociaban.

Pero de estos asuntos graves no oirá nada mañana, mi estimado. Mañana solamente se hablará de plata. Si se habla de lo que dejó (o se llevó) el kirchnerato, se hablará de plata. Si no se habla, se hablará de plata.


Huele a mierda.





sábado, 27 de febrero de 2016

Hidra y sus parientes (II)




Tiempo atrás, estuve mirando un poco más de cerca a la Hidra de Lerna.

Vuelvo sobre el asunto ahora para subrayar un punto que creo importante.

Entre las maldades constitutivas de la Hidra, está su sangre venenosa y su mismo aliento envenenado, y tanto que aun el solo efluvio de ambos es mortal.

Esto mismo está asociado a la muerte de su matador, de alguna manera, pues el propio Heracles/Hércules recibe parte de ese veneno mezclado con la sangre del centauro Neso, a quien mató con una flecha envenenada en la sangre de la Hidra, pues Neso había raptado a su esposa Deyanira y escapaba con ella.

Pero, más allá de estas notas fatales de la pestilencia de Hidra, está el modo como Heracles termina con ella.

Como en un triángulo invertido, el vértice al que van a dar los afluentes del asunto parece ser el fuego.

Y también aquí hay que asociar el fuego con el final del semidiós y mayor héroe mítico de los griegos. Pero dejemos ese asunto para después.

Entiendo que es el fuego, precisamente, el nudo que, si no sostiene las columnas del mito referido a la Hidra, al menos cierra y cauteriza su desarrollo. Fuego que una y otra vez será el límite del mal.

Heracles/Hércules, al cabo, debe lograr que la potencia maligna de la Hidra quede sin cauce. Sus cabezas son la figura de su maldad multiforme y la capacidad de reproducirlas es la fuerza prepotente con la que somete a sus oponentes. Es inútil que cortemos una por una las cabezas, se reproducirán fatalmente.

Quien se enfrente a ella siempre estará en desventaja. Alimentará una catástrofe tratando de evitarla y, en el mismo acto y con el mismo acto reparador, habrá generado otra u otras maldades de magnitud mayor a la anterior o anteriores que trataba de curar. La repetición es a la vez un dato siniestro: Hidra puede indefinidamente generar la amenaza maligna, su oponente no tiene fuerzas interminables. Ella puede repetir sin más su maldad, él no puede sostener sin más su virtud. No por sí solo, al menos.

Así, un designio tal, que se engendra desde dentro mismo de aquella monstruosidad, hace que cualquier virtud, cualquier justicia, cualquier bien, no sólo se desaliente y languidezca, sino que revierta en mal y hasta lo aumente y lo expanda.

El bien como dique y promotor del mal: una idea perversa hincada en la misma substancia de las cosas. La espantosa familia entera de Hidra tiene esos genes, hay que recordarlo.

La suya es una pretensión como si dijéramos diabólica. El monstruo no puede con el bien, no es capaz de destruirlo, no es capaz de crearle un equivalente, pues no es capaz de crear, en suma. Pero puede hacer que el bien, sin desvirtuarse y en su propia y mismísima realización recta, colabore con el mal y, en su misma acción benéfica, indefectiblemente, produzca lo malo y lo potencie.

Se diría que una de las razones de ser de la propia Hidra es esta conmoción en la raíz de las cosas, este intento de cambio de signo de la entera realidad, especialmente en lo que tiene de bueno y benéfico. Tal vez, se trate de algo más que de una rémora de la ancestral batalla entre los Olímpicos y los Titanes que está en la historia de su familia.

Frente a ella, la Hidra, ya suficientemente mala, la virtud -por un arcano malévolo- es usada como punto de apoyo de una palanca destructiva. Es claro que aun así es parasitaria del bien: lo necesita para malear las cosas. Y eso en cuanto cortar sus cabezas venenosas es un bien.

Pero, en términos típicos, ese bien parece imposible. Más le corta usted la cabeza más fuerte será la que renacerá, si es que no son dos por cada una cortada, como en algunas versiones.

Mayor el bien, mayor el mal que produce. Corte una cabeza que es bueno y aparecerán dos que es doblemente malo. Corte nueve y se multiplicarán. De ese modo, parece que la causa del mal es un bien. Así, parece preferible no atacar el mal. No hacer el bien.

Finalmente, Hércules/Heracles se enfrenta a ello con la ayuda de Yolao, su sobrino. Tal vez inspirado por Atenea, como dicen los mitos, Yolao prepara el artificio de un basto envuelto con una tela que empapada en combustible arderá como una tea. Así, cada muñón que resulte del corte de su tío será cauterizado y no habrá nueva cabeza.

El fuego, de este modo, interrumpe el ciclo y ahoga la potencia, la clausura, la vuelve inane, y aunque no la hace desaparecer, la encierra en la propia monstruosidad. Y nótese que en el mito Hidra no puede vivir sin sus cabezas. Incluso la peor de ellas, que es la única que no puede morir aunque la corten, es enterrada finalmente por Heracles en un sitio sagrado cerca de Lerna, bajo una piedra enorme.

En la medida en que ese dinamismo es la propia fuerza del monstruo, cauterizar ese dinamismo equivale precisamente a destruirlo o -lo que es similar- a poner ante él unas puertas llameantes y quemantes que le impiden su expansión. El fuego -ya trataremos de ver su simbolismo- clausura el mal. Y el héroe no porta ese fuego, que no es parte de su fuerza y virtud, sino que es una ayuda externa a él sin la cual enfrentarse al mal multiforme le sería imposible.

En otras versiones del mito, Heracles hunde su espada en la sangre venenosa de la primera cabeza cortada y así va dando cuenta de las siguientes. Como hubiere sido, el propio veneno es asunto que hay que considerar, porque -ya se dijo- el veneno que obtiene de esta proeza, y que guarda para futuras ocasiones, tendrá secuelas en las demás pruebas, pero también estará presente en su vida y en su muerte. Como el mismo fuego, es verdad, y sobre todo al final, donde veneno y fuego volverán a encontrarse cara a cara, esta vez en el héroe y no en la Hidra.


Además de ahondar en las significaciones de esta cuestión del fuego, y en sus posibles sentidos más allá del que ahora mostramos en esta trama mítica, quedan por ver algunos otros hilos de este tejido.

El origen de la Hidra y el significado de tal origen así como el de sus progenitores y hermanos es uno. Allí, el enfrentamiento ancestral con el mundo olímpico parece un nítido aviso de que hay una contradicción que busca saldarse. Pero también resulta un retrato de la concepción mítica de las relaciones entre el mundo divino y las fuerzas que obran en el mundo.

Por otra parte, está el episodio mismo del combate y su mecánica. Tanto por el fuego como por el hecho de que para lograr su propósito, el emblema Heracles/Hércules se hace ayudar por Yolao, su sobrino, que tendrá un culto propio, en el Mediterráneo griego, siempre asociado a su tío. Yolao mismo, según el mito en torno al héroe, estará presente al final de la vida de Heracles y, como dije, asociado otra vez al fuego que resultará una vez más liberador.

En este sentido, precisamente, un apartado lo merece también el hecho de que ésta haya sido una de las dos pruebas impugnadas por Euristeo, rey primo de Heracles, que fue quien se las ordenó por orden del oráculo de Delfos, aunque con especial inquina propia, y que las impugnó por el hecho mismo de que, para triunfar en ella, haya recurrido a otro y no la haya acometido en soledad como se exigía de él. Si esto es una ficción mítica para corregir el número de pruebas, y agregar 2 más a las 10 originales, tanto da.

Por último, es preciso rastrear el significado de Heracles/Hércules, siendo como parece ser, el agente de un designio opuesto a la Hidra y sus peculiares significados, no solamente en el orden mítico sino en otro orden más antiguo que el mito. Y más nuevo.


Pero.


Hay tiempo, creo.

Vayamos viendo.


El año recién despierta.

Y un servidor con él.