martes, 15 de noviembre de 2022

Coplitas que cantas conmigo





Un libro pequeño, con 21 coplitas, que aparecieron en días de noviembre de 2022, todas ellas, en una cuenta de facebook de un servidor. La edición es de ese mismo mes. 




lunes, 14 de noviembre de 2022

A Manolo González, ¡salud!


Entre papeles viejos que revisaba, estalló de pronto la felicidad de estos versos que diría son de Manolo González, insigne gallego. Vienen de tiempos viejos. Él ya no está para defenderlos, pero inútilmente estaría, porque no necesitan defensa: se las arreglan más que bien solitos ellos. 

Tiempos eran aquellos días en los que, malentendiendo un poco y malhumorando (con razón, a veces) otro poco, el bueno de Manolo se las tomaba a diestra y siniestra con justos y pecadores. ¿El pecado? La anglofilia que decía tenían casi todos, menos los que él creía que no. Y tenía razón según aquellos que posaban de británicos, pero no tenía razón respecto de aquellos a los que no conocía, no entendía. O no quería, a secas. Que para ser arbitrarios en odios y amores, los de su península bastan y (a veces) sobran.

Pero el asunto es que me dio tanta alegría reencontrar la gracia de aquel buen hombre bueno, que me salvó unos cuantos días de andar trajinando con zonceras y solemnidades. Y eso hasta hoy, que me resuelvo a copiarlos aquí para darles algo más de inmortalidad que la que inmerecidamente les negué en mis cartapacios todos estos años. Ya verán los que puedan ver que la gracia de aquel hombre pasó a los versos. Y eso solamente ya merece la memoria.

Hay tantos guiños en estas coplas, que habría que encender un buen fuego a la intemperie, buscar unos buenos vinos y tabaco negro y estar así hasta que las velas no ardan, yendo y viniendo por cosas que solamente recuerdan los que recuerdan y a algunos de ellos les importan.

Pero lo que vale verdaderamente la pena es pasarse ahora un tiempo con esta orfebrería del gallego insigne, Dios lo tenga en su Gloria. 

Y a eso vamos.

Romancillo corto, para cantar por trovos murcianos que hizo el Canario Viejo del pueblo de Churruarin y que dedica a sus paisanos y amigos, pobladores de la Costa Galana.


Ahí van esas castañuelas
con su giraldillo dentro.
Son amuleto indicado
para ahuyentar a los necios.
Su repique causa estragos
entre los de duro cuello,
que no son sólo mosaicos
los que llevan aquel sello.
Haylos de culo entalcado,
borrachillos de té negro,
haylos cieguicos de humazos
de pipa de gringo viejo.
Igual que el perro no ven
más que lo blanco y lo negro,
aquestos tienen rompida
la baquía y el talento
para entender cuatro cosas
chiquinas, como en el cuento
del granito de mostaza,
pero de gran fundamento,
digo: un pasacalle chulo,
castizo, barriobajero,
las soleares de Triana
que cantan los alfareros
o a una muchacha que hablaba
de tú con dulce "francesco"
–que digamos la verdad
de haberlo conocido ellos
se lo asaban, tan campantes,
romanamente al spiedo–.
O a un hombre que ha sido un hombre,
más allá de sus defectos,
que por pecados los tuvo,
confesados y aun absueltos,
que con la undécima parte 
de un sexto de medio huevo,
tenía más atributos
–cojones, que dice el lego–
que todos los "anglicanos"
de Tolkien town, subporteño.
Ahí van esas castañuelas
que a imperiales puñeteros
les hiciera conocer
lo que es una hembra con fuego,
con sal y sol en la sangre,
en los brazos canasteros
y en las caderas que anuncian
que hay sitio, casa y asiento
para cien generaciones
de pueblo, que es mucho pueblo.
Como dijo, aunque disguste
a siniestros pensamientos,
un Don Ramiro, alavés,
que nombro Maeztu el Bueno.
Así que basta de ronda, 
que se acaba el cante viejo.
Ahí van esas castañuelas,
con su giraldillo dentro.
Su ¡Arriba España! en la voz
y su grito compañero
de ¡Viva Perón, carajo!
que son decires señeros,
señalados y señores
que no ha de vencer el tiempo.
Y allá va mi despedida,
rosa de rosales nuevos
¡Viva Dios! ¡Viva la Virgen!
¡Viva mi raza y mi pueblo!




sábado, 12 de noviembre de 2022

Final feliz. Apuntes sobre la Eucatástrofe y la Esperanza.


Es evidente que la historia tiene un final feliz. 

Los lectores de J. R. R. Tolkien se han acostumbrado a la eucatástrofe de su relato más conocido y pueden esperar que a la larga todo saldrá bien

Pero, al mismo tiempo, es inevitable cierto sobresalto. No se puede dejar de derramar alguna que otra lágrima, incluso en medio del triunfo que de este modo deviene glorioso, sí, aunque con un regusto parcial. Pero parcial también porque el curso total de los hechos parece decirnos que la historia no está completa. No está terminada.

Ningún logro tiene el sabor de lo definitivo.

El anillo ha caído en las Grietas del Destino. ¿Pero han terminado el daño y el mal que quien lo forjó quiere para todo lo plantado por Eru en Arda y puso en su obra?

Narsil, la Espada de Elendil –que, una vez rota, usó Isildur para cortar la mano de Sauron y obtener así el Anillo Único– ha sido forjada de nuevo. Ha vuelto el Rey a Gondor, se ha restablecido el orden en la Tierra Media, los caminos son seguros, la Sombra ha abandonado Rovanion, los Dúnedáin no necesitan recorrer los Páramos. Sin embargo, hay como un hálito en todas las cosas que no deja que la celebración sea total.

Los elfos o añoran el mar o le temen a los Puertos Grises, porque o añoran la tierra tras el mar o los bosques los llaman con reflejos dorados y frescos, como rémora de un tiempo en el que se tomaron decisiones que todavía no han destilado todo su sabor. Ya las gaviotas, ya las alondras los hacen sufrir, si miran adelante. Y sin embargo, miran, para acentuar en algo los rasgos terrenalmente grises de su melancólica faz, hacia un futuro que se les muestra inevitable. Frodo tiene una herida que, sin reverdecer, duele cada año. Aragorn ha postergado el vencimiento de su completa felicidad terrena. Arwen, por partida doble, está sometida a dos despedidas y una de las dos lo es de su naturaleza; otros de su estirpe, miran el tiempo como una elección libre, pero no exenta de cierta opacidad.

El mundo de Tolkien, si bien es heroico y arquetípico –o quizá por ello mismo– no es, en cuanto a las expectativas finales, diferente del mundo real y cotidiano. Pues hay historias que terminan bien, hombres que triunfan, batallas que se ganan. Pero la historia no concluye con ello y los hombres –y todos los demás seres de la saga– aún debemos esperar un final que no es ahora.

Es el eje de la cuestión. El ahora. Cualquier ahora, cualquier presente o futuro histórico, que en cuanto a los términos del tiempo de los hombres es como un ahora, sobre todo porque es un tiempo que transcurre antes de que termine el tiempo definitivamente. Es el aquí y ahora de las cosas de este mundo. Pero este mundo tiene en su raíz el tiempo y por lo mismo, lo no definitivo. Éste no es el único mundo.

De cara a la eternidad, el tiempo humano es diferente. Y la libertad de los hombres –y de otros seres personales en la obra de Tolkien–, mientras permanece unida al tiempo, es una libertad que va tejiendo en la historia una madeja complicada. Por nosotros mismos impredecible. 

No somos adivinos, por otra parte, y nos resulta difícil entender el efectivo final de nuestras acciones. 

No es tanto el problema del fin como intención y dirección, sino como término. No es fácil saber si efectivamente se producirá lo que esperamos que se produzca. Tampoco es fácil sostenernos en lo que esperamos, pues a menudo no sabemos qué esperar; o, aun sabiéndolo, solemos mudar de parecer a medida que nos pasan cosas nuevas y diferentes de lo que esperábamos. En este sentido, también toda la historia en El Señor de los Anillos es una espera.

El ámbito de la teología, por ejemplo, tiene respuesta para tales perplejidades. Y en ese ámbito se resuelven con dos virtudes infusas, no naturales: la Fe y la Esperanza. Una le da contenido a la otra. La Fe nos dice qué creer, es un modo de saber lo que no sabríamos de otro modo. Y eso que sabemos por esta vía, es el contenido de lo que esperamos con una fuerza que no tendríamos por nosotros mismos.

En la saga principal de Tolkien el problema se plantea desde el comienzo mismo.

Hay una misión, alguien que debe tomarla a su cargo, un final imprevisible para el ojo "humano" y algo más que humano –incluyendo el ojo de Gandalf–, la libertad de aceptar o no la misión, y aun de perseverar hasta el final si se la acepta. 

Frodo –sencillo adivinarlo– es el sujeto principal de la esperanza en la novela. Aunque no el único.

Un punto de partida es pensar si, para él, en su calidad de sujeto de tal esperanza, la misión tiene algún sentido. También, en este orden de ideas, puede considerarse si él cree que hay modo de lograr lo que tiene por delante. En qué medida se siente inevitablemente obligado a realizar lo que se le propone. Si acaso cree que tiene la fuerza suficiente para hacerlo. Si todo esto lo pensó alguna vez, ¿acasoresolvió algo en su corazón y lo mantuvo luego? Y así.

Pero una vez que hemos aceptado que indiscutiblemente Frodo nos obliga a esperar con él, padecer con él, desalentarnos y temer con él, hasta ser vencidos con él, debemos admitir que toda la historia, toda entera, con más la suerte de todos los personajes, es el objeto de nuestro interés "empático".

La razón de esto habría que buscarla en los distintos niveles que parece tener la historia en El Señor de los Anillos.

Y de allí nuestras distintas ansiedades con respecto a lo que vaya a ocurrir. Y esto nos habrá de dar una jerarquía en los hechos, una línea que empuja o, para decirlo mejor, tira hacia arriba. Y no sólo hacia adelante.

Parece que se mezcla algo de cierto fatum, cierto designio, entre las acciones libres de cada uno de los sujetos de las distintas razas de seres. Y ese designio está en relación inseparable con la misma libertad. Y ese fatum no parece que pueda cumplirse si cada cual no cumple su parte, y la cumple libremente, por añadidura. No se dice en ningún momento cómo cada cual debe cumplir su parte, tampoco parece que se espere algo determinado de la acción de cada uno en cuanto al modo de ejecutarla. Pero, por otra parte, está claro que, si cada uno no hace lo suyo, el fin será distinto.

El ejemplo más claro –por lo menos, el más a mano– y que a cualquier lector asiduo se le aparece, es la advertencia de Gandalf a Frodo respecto de Gollum-Sméagol. Es el ejemplo más claro porque es el más oscuro, cuando todavía no conocemos el final de la historia e inclusive cuando recién hemos comenzado.

¿Hay que deshacerse de Gollum? Su traición cierta y presumible con facilidad, ¿no debe ser abortada en su raíz y al principio mismo de la aventura riesgosa? ¿A qué esperar? ¿Qué espera Gandalf de Gollum y por qué? ¿No nos obliga el propio autor a esperar algo de él, aunque todo nos indique que sería altamente improbable que de allí saliera algo deseable? 

Al final, Gandalf resulta en lo cierto, pero por razones y caminos que no son los que los hombres estimamos los más probables o seguros. El mismísimo Gollum cierra un capítulo fundamental de la obra. Cosa que quizás ni el propio sabio sabía con certeza. ¿Y lo sabía Tolkien?

Es una línea de acción que nos lleva a considerar algo que está en la médula de la Esperanza. Incluso la esperanza meramente de raíz humana, la mera expectativa, tiene algo de eso. Es difícil al ojo humano ver el final de los caminos con certeza.

Debemos ser cuidadosos. Hasta la prudencia de mejor madera, aun ella, debe considerar que hay sendas posibles donde parece ser todo oscuridad y, pese a todo, ser el camino que permita llegar a alguna luz. 

Y si es buena, esa prudencia humana tiene que estar próxima a la esperanza –y mucho más a la Esperanza con mayúsculas– sabiendo que no gobierna ni controla todos los hilos de la trama. 

Allí, cuando vislumbra esto, el hombre crece y se hace más que mero hombre. Precisamente, cuando obra como si todo dependiera de él y espera sabiendo que no todo depende de lo que él haga. La contingencia, otra vez, no nos permite afirmar tan taxativamente nada respecto de las acciones humanas. La indigencia natural con que nacemos, vivimos y morimos, tampoco.

Ese amable sobresalto continuo al que J.R.R. Tolkien nos habitúa con tanta maestría, tiene como contraparte una confianza cierta en que, al final, las cosas saldrán bien.

La nostalgia de los personajes más relevantes no solamente mira al pasado. Por alguna vía paradojal, se sabe que la nostalgia a veces es la compañía de los que esperan el bien futuro, con una certeza esperanzada que hace de consuelo al mismo dolor de la nostalgia. 


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(Publicado por un servidor en la revista de la Asociación Tolkien Argentina, Mathoms, año 5, número 6 – Julio de 1999



jueves, 10 de noviembre de 2022

El gris que brilla. Apuntes sobre la realeza de Trancos.


Buena parte de su vida extensa pasó Aragorn vestido con la ropa opaca de los Montaraces. 

Dúnadan, heredero de reyes y rey él mismo, con una misión por delante que podría amedrentar a cualquiera en tiempos oscuros, Aragorn hijo de Arathorn es una muestra en cifra de la virtud de la magnanimidad.

***

El apetito de poder desordena. Lo primero, la propia persona. El hombre que ambiciona –pudiendo ambicionar, pues se le ha prometido un reino– tiene habitualmente de sí un concepto excelente. Tanto como el destino que cree le pertenece y ambiciona. Y ese amor de sí mismo será tan desproporcionado y corrosivo como sea sin tasa su apetito de gloria.

El apetito de poder también hiere y mata a otros. Aun antes de matar físicamente, los transforma en peldaño de una escala en cuya cúspide sólo cabe uno –el ambicioso– y desde donde nada se distingue hacia abajo. Y nada importa.

No es ésta una tara propia y exclusiva de los grandes, o de aquellos que llevan impresa en su frente y cincelada en su corazón una grande empresa. Pero es verdad que son éstos, los que tienen pasta de pioneros y conquistadores, los que corren mayores riesgos en lo que toca al olvido de sí mismos.


***

Es cierto también que quien tiene por delante el camino de las estrellas, se dispone habitualmente a un largo camino de arduidades. "A lo alto por lo áspero", dice el adagio latino y así suele ser.

Pero lo que distingue a un hombre grande puesto a la tarea de un destino a su medida, y aun mayor que su propia medida, es la intelección del bien que sostiene y adorna la causa. A ese bien objetivo de su causa acomoda el hombre grande los medios para conseguirla. Y no permite, no tolera, que ningún medio desluzca la causa y la afee. No es su bien personal lo que le llena los ojos. 

Por lo tanto no se entiende el desprendimiento, la magnanimidad –el ánimo grande–, que acompaña las acciones de los hombres grandes, si no se considera antes lo que ese hombre ha visto y en consecuencia ha aceptado. Y lo que ha visto, invariablemente, es que su propio bien, su gloria, su fama, se ordenan al bien de su finalidad. Que se cumpla lo que debe cumplirse.

La figura del Precursor, San Juan el Bautista, es el talle exacto de esta virtud en los hombres. Todas las notas que luce el Bautista se adecuan a Trancos. 

Ese Trancos que será rey, del que se puede decir que no hay hombre mayor que él, a quien por derecho se le debe el honor, se coloca al servicio de algo mayor que sí mismo. 

No podría hacer esto si no fuera grande su alma. Lo más definitivamente personal de sí se opaca y al mismo tiempo se vuelve como traslúcido o aun invisible. De modo que quien lo vea en ese servicio no vea todavía al rey, no vea la gloria, sino su propio sacrificio, su propia abnegación y adhiera a la causa por la que tanto se niega a sí mismo alguien con semejante estatura e incluso tan grande magnetismo personal. 

Grande ha de ser el motivo que requiere un sacrificio tan admirable y tan contagioso. Un sacrificio y una negación de sí mismo que invitan a ser imitados. 

Vestido con harapos, sin que pueda disimularse del todo la inmensa dignidad que brota de su naturaleza, solo y apartado, con el único aplauso del viento en el desierto durante largos años, la descripción vale tanto para el Precursor como para Trancos.

Ambos de un gris refulgente. Sumergidos por propia voluntad a los pies de algo más grande. Conduciendo a otros, sí. Pero no conduciéndolos a sí. No atrayéndolos a su servicio. No adueñándose de otros. 

Antes bien al servicio de otros. Y de aquella causa que los enciende y los forma interiormente.


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Hay un episodio relacionado con Aragorn que ilustra este punto inmejorablemente. Es la historia de su amor por Arwen Undómiel, hija de Elrond, el Medio Elfo, señor de Rivendel.

Por lo mismo, por su linaje tan subido, Elrond se opuso en un principio a los amores de su única hija mujer y aquel mortal.

Es cierto que Aragorn era del alto linaje de los Numenoreanos. Lo supo cuando tenía apenas 20 años, de boca del mismo Elrond, en cuyo reino vivía protegido de la maldad de Sauron. En ese mismo año, en Rivendel, Arwen y Aragorn se encontraron por primera vez.

Elrond dilataba todo lo que podía los esponsales. Finalmente se habrían de consumar una vez que Aragorn revelara su realeza y, derrotando a Sauron en la Guerra del Anillo, unificara los tronos de Gondor y Arnor y fuera el primer rey de los reinos vueltos un solo reino. 

Pero para que ello ocurriese habrían de pasar desde la primera mirada que cruzaron Arwen y Aragorn, cerca de 70 años. Y la condición que había puesto Elrond, precisamente, era la de que el heredero de Isildur lograra aquella tarea, casi imposible, de la unidad de los reinos.

Grande fue el sacrificio de Arwen al abandonar el destino de los Elfos y ese sacrificio tuvo su premio en los primeros 120 años de la Cuarta Edad, en los que reinó junto a Aragorn.

Pero no menor fue la espera de Aragorn. 

Durante los siguientes casi 70 años desde su primer encuentro, la mayor parte del tiempo Aragorn fue Trancos, un Montaraz, un hombre del desierto, de botas bien calzadas pero gastadas y sucias de barro, su capa verde oliva y su aspecto cansado. Perseguir a los súbditos de Sauron, las batallas y las noches de cierzo en los páramos, los días y años de trajín, lo habían hecho un individuo poco confiable a primera vista. 

Pero "no toda la gente errante anda perdida; / a las raíces profundas no llega la escarcha...".

Fue detrás de esa apariencia que Frodo vio a Aragorn, sin conocerlo aún: "Si hubieses sido un espía del Enemigo...bueno, hubiese parecido más hermoso y al mismo tiempo más horrible..."

Sus ojos grises llevan una llama que no se extingue y que brilla para mostrar que es quien es. Pero, no más allá de los ojos durante todos esos años y ni siquiera muchas veces.

Por eso las apariencias lo condenan. Ante los que comienzan a ser sus amigos y compañeros de lucha, Trancos ha esperado que lo aceptaran por lo que es. O por lo que parece, sin más. Peregrin Tuk, sin saberlo definirá el aspecto de Trancos y el brillo oculto de Aragorn: "Las apariencias están contra ti, a primera vista, por lo menos. Pero luce bien quien hace bien".

Y ese es un fragmento apenas de lo arduo que enfrenta Trancos.

En esta desaparición de la persona real (en su doble sentido), Aragorn desaparece en beneficio de algo superior a sí mismo.

"Un hombre perseguido se cansa a veces de desconfiar y desea tener amigos...", dirá con nostalgia de algo que todavía no conoce en realidad: la gloria del triunfo.

En el momento en que se transfigura ante Sam Gamgee, Trancos parece más alto: "Si quisiera el Anillo, podría tenerlo... ¡ahora!", dirá en la habitación de la posada de Bree, ante un pequeño grupo de hobbits boquiabiertos y aterrorizados. Pero enseguida suaviza el semblante en el que brilla la luz dominante de sus ojos, sonríe. Un poco más adelante toma la espada por el pomo, sobre el que acababa de apoyar la mano amenazante, y al extraer la hoja, se la ve quebrada, inoperante todavía, hasta que vuelva a ser forjada para coronar su larga y penosa misión.

Pero a pesar de estar rota, Trancos la lleva al cinto. Es la espada del rey: "De las cenizas subirá el fuego", dice la profecía que lo acompaña. 

Y él mismo hace una profecía de sí: "Soy Aragorn hijo de Arathorn, y si por la vida o por la muerte puedo salvaros, así lo haré". Con estas palabras, la cenizas grises que cubren al "descoronado" se sacuden y dejan paso al que vuelve. Al que ofrece su vida, porque es quien es, para salvar a otros. Y así adquiere, aun, una figura mayor que la del Precursor.

Estamos en el último tramo de la misión del heredero de Isildur, apenas falta un año para que recoja los frutos de una siembra penosa, oscura y magnánima. 

La Comunidad del Anillo no se ha puesto en marcha formalmente todavía. Lo hará llevada de su mano.

"Si las gentes simples –dirá en el Concilio de Elrond hablando de sí y de los Montaraces– están libres de preocupaciones y temor, simples serán, y nosotros mantendremos el secreto para que así sea".


***

No quiere el Anillo, no quiere la gloria, ni siquiera se nota –y se dice– que del triunfo de su causa depende que su humano amor por la hija del Medio Elfo tenga alguna posibilidad.

Tanto que perder, tanto en juego, tanto propio en el tablero de una guerra fatigosa y terrible. Y Trancos, cubierto del polvo del camino, cansado, apenas encanecida su negra cabeza, no piensa en sí, no reclama nada para sí, ni siquiera la honra que se le debe: "Por mi parte perdono tus dudas. Poco me parezco a esas estatuas majestuosas de Elendil e Isildur tal como puedes verlas en las salas de Denethor. Soy sólo el heredero de Isildur, no Isildur mismo", le dirá a Boromir en Rivendel.

Por eso no sorprenderá que una vez derrotado Sauron y adquirido su reino, Aragorn distribuya honores, tierras y regalos de una manera espléndida y magnífica. Hasta parecer pródiga y desmesurada. No lo es en modo alguno.

Lo viene haciendo desde el comienzo, desde que se lanzó a los páramos del Norte con unos pocos Dúnedain, entregado a una guardia invisible y continua. No hay diferencia en su actitud, ningún cambio. Simplemente ahora dispone de más bienes para dar y los da con la misma largueza con que antes dio sus años opacos. Tampoco ahora le pertenecen todas esas cosas recuperadas, en el sentido en que hablamos habitualmente de que algo es nuestro.


***

Decíamos al principio que el apetito de poder desordena al que posee tal pasión y hace sufrir a los que soportan al ambicioso y posesivo.

Contrariamente, se benefician aquellos que están en manos del hombre magnánimo. Primero porque su yugo es suave; después, porque de él se recibe siempre más de lo que se espera.

Hacia el final, tras un año de fatigas, de regreso hacia la Comarca, en la posada de Bree, Gandalf y Cebadilla Mantecona –siempre reticente a la figura del ajado Trancos– mantienen una conversación reveladora. Especialmente para el posadero.

Y es Gandalf el encargado en esa conversación de cerrar con sus palabras las reflexiones suspicaces que al señor Mantecona le ha despertado a menudo el Montaraz. El rey cuidará tu tierra, la dejará vivir en paz y vivirás feliz en ella. "La conoce y la ama", dice Gandalf. Y le gusta tu cerveza y "dice que siempre es buena".

¿Quién es él? Hasta que entiende quién era Trancos.

"Trancos –exclamó cuando pudo respirar otra vez–. ¡Él con corona y todo, y un cáliz de oro! Bueno ¿dónde vamos a parar?".

"A tiempos mejores, al menos para Bree –respondió Gandalf".



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(Publicado por un servidor en la revista de la Asociación Tolkien Argentina, Mathoms, año 3, número 4 – Mayo de 1997



miércoles, 9 de noviembre de 2022

Sobre el amor de Tom Bombadil y Baya de Oro, hija de la Mujer del Río



Un amor es un afecto complejo entre los humanos.

La cuestión es si Tom Bombadil y Baya de Oro son humanos, del mismo modo en que quien esto escribe es humano, del mismo modo en que era humano quien los creó para la ficción literaria.

Y la respuesta parece indudable: Tom Bombadil no es humano en el mismo sentido. Sus notas accidentales –cuerpo, pelo, ojos, rubicunda faz– lo hacen aparecer como un sujeto sencillo, un hombre corriente, de buen humor, talante apacible, algo distraído. Atento y poderoso cuando atiende a los sonidos interiores de los árboles y el Bosque; no hay Túmulo que se resista a su palabra susurrante, a su canto fresco, los ponies le obedecen, el río le ha entregado sus secretos –y su hija– sin violencia ninguna, como si no se los entregara, como si se los devolviera a quien le pertenecen.

Baya de Oro lo sigue como el agua le obedece, como la piedra le es connatural, como los árboles lo escuchan, como los ponies se alegran de verlo. Y no es desmedro para ella ese asentimiento ante el natural señorío de Tom Bombadil.

Así es el amor que se tienen. Su dama Baya de Oro, su señor Tom Bombadil.

Sin embargo, para el gusto de humanos corrientes, y no sólo de apariencia humana, hay alguna nostalgia en esta peculiar amistad de Baya de Oro y Tom Bombadil. Quizás lo provoca la aparente falta de pasión, ciertamente que de pasión carnal; pero de cualquier pasión. No hay posesividad alguna, pese al “su” del tratamiento cordial que se dispensan mutuamente. No hay deseo, no hay concupiscencia, no hay “tendencia”, ni apetito. ¿Será un amor desencarnado? ¿Símbolo de algún tipo de amistad espiritual, en cifra y apariencia de casto matrimonio?

Pero no falta femineidad en Baya de Oro, no falta cierta sensualidad en el adorno de su cabello o de su mesa, en el viento y la lluvia delicados que refrescan y perfuman el aire de su casa, como ornamentos y no como fenómenos naturales.

Son como la substancia del amor matrimonial sin los accidentes, son como la amistad sin las obras de la amistad, como el desear sin la pena del deseo, como el sentir sin el ahogo del sentimiento. Y aún así no está ausente la presencia física del otro, o el arreglo personal, cargado de interés por agradar, uno complacido en agradar a otro.

Y hay emoción y espera en el amor de ambos; hay alegría en el reencuentro y regocijo en la mención y en el recuerdo del otro ausente. Hay delicadeza y búsqueda de complacencia del otro, interés en la mutua felicidad, en el mutuo bien.

Si es un amor real, ¿cuál de los amores humanos es? Si es un símbolo, ¿qué significa?

Habría que detenerse un instante en la historia general y decir quién es Tom Bombadil, quién es Baya de Oro. Para no complicar la imaginación de los lectores digamos que otros seres de la obra de JRRT comparten con Tom Bombadil su naturaleza.

Es con seguridad un ser angélico, no sabemos si mayor o menor. Quizás su misión está en el orden de lo natural, como guardián de la naturaleza. Y en la medida en que el bosque, el agua y las colinas representan ese orden, que en cierto sentido excluye lo humano, Tom Bombadil es el señor de todo ello.

Es semejante a Gandalf, aunque su aspecto es menos imponente y su participación queda en sordina respecto del curso más general de los sucesos. Lo que no significa que no sea más antiguo que el gran Istari y muy probablemente mayor que él. No resulta heroico y sus intervenciones parecen sí teñidas de un cierto desinterés, digamos cordial, por las grandes líneas de la historia, sin atender con pasión política los asuntos humanos. Es el Antiguo, el sin padre. Más antiguo que la primera gota de lluvia.

Su esposa es Baya de Oro, hija de la Mujer del Río, la bella Goldenberry, un habitante del Bosque Viejo. Bella, suave, gentil, conoce a su marido con un conocimiento sin tiempo. Sabe quién es como si nadie tuviera que habérselo dicho. Y casi nada más, o mejor dicho nada más.

El resto es la mirada que el lector le echa a esta pareja de seres a través de la fascinación de los ojos de los hobbits. Hay quienes los conocen, de un modo que se percibe antiguo, y que descansan su inquietud por la suerte de los pequeños viajeros, sabiendo que están en los dominios de Tom Bombadil y Baya de Oro.

Pero una y otra cosa resultan al final inexplicables. Lo que ellos son, lo que de ellos sabemos en realidad, no alcanza a explicarnos con certeza de dónde salen y –en el punto que ahora más nos interesa– de qué material está hecho el amor que se tienen.

Lo cierto es que hay afecto y es un afecto antropomórfico. Si Tom Bombadil es un ángel, con la encarnación que le significa su misión de guardián de lo plantado en Arda, le vino también el amar a los segundos nacidos con el amor con que ellos se aman entre sí. Si Baya de Oro es una mujer, y lo es, ama como ama una mujer. Curiosamente, en este caso, desprovista de las notas con que el folklore conyugal reviste habitualmente a las mujeres. No es quejosa, es leal, no murmura contra su marido, lo respeta, lo sirve sin que su sometimiento sea humillante, lo conoce profundamente y lo da a conocer describiéndolo con la mirada que el amor pone en los ojos del amante.

Y lo ama como se ama a algo superior, sin que quede explícito que lo es por su origen y naturaleza.

La correspondencia a estos sentimientos tan finamente delineados por JRRT en Baya de Oro es de una curiosa simetría por parte de Tom Bombadil. Y mientras él piensa en regalarla con flores, aromas y canciones, apura el paso para llegar a tiempo pues su amada espera. Si un ángel se encarnase y amara a un ser humano, seguramente amaría de este modo y angelizaría ese amor, sustrayéndole no la concupiscencia sino la extrema carnalidad, la excluyente, cuya satisfacción nos encamina al egoísmo.

No la despreciaría, pero la llevaría por fuerza a la altura de su propia naturaleza espiritual. Encarnado él mismo, como aparece en la figura de Tom Bombadil, él mismo conoce en su humanidad los afectos humanos y los modos humanos de estos afectos. Y lo que tienen de mejor en sí mismos, como propios y adecuados a la naturaleza humana, lo asumiría también y se humanizaría ese amor.

Lo dicho hasta aquí no debe llamar la atención. Hemos visto a JRRT transitar el camino de las posiblidades en otros pasajes y en otros personajes de su obra.

Desde el punto de vista mítico este amor conyugal es una posibilidad y como tal se presenta en el curso de la historia.

JRRT no está obligado a sacar conclusiones. Pero sí a ser coherente en lo que atañe a la naturaleza de los personajes y sus acciones. Y así ocurre en este caso donde la figura de este matrimonio se transforma en paradigmática, en la cordialidad de su trato mutuo que desborda en la afabilidad y hospitalidad para con los otros y en otro desborde, el de la fecundidad espiritual, acorde con lo que aparece como la misión de este guardián de lo plantado en Arda, que ayuda a crecer las cosas, de algún modo las alimenta, les corrige el crecimiento y lo rectifica cuando se tuerce, como lo haría un padre, un tutor o un encargado.

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(Publicado por un servidor en la revista de la Asociación Tolkien Argentina, Mathoms, año 4, número 5 – Abril de 1998) 



jueves, 3 de noviembre de 2022

a.




Hay en este libro 12 sonetos que se publicaron en el mes de octubre de 2022, en la bitácora ens.