miércoles, 15 de agosto de 2012

Lluvia ácida

Lluvia de junio


28 de junio

Llueve a torrentes, y el campo desierto es un mar de fango, y las barracas, empapadas, parecen sórdidas barcazas que se pudren en un puerto olvidado.

Las camisas y camisetas tendidas en el alambre, delante de la barraca, cuelgan como goteantes harapos de secadero. 

Aquí también colgar la ropa lavada para que se seque es un vano acto de fe. Porque el tiempo es tan inestable como el humor de estos otros harapos puestos a secar aquí después del lavado en el río del dolor que debía ser un baño purificador: un vislumbre de serenidad y después una lívida y sollozante lobreguez plena de dolores, reservas, resentimientos y recelos.

Y esperar una resurrección espiritual de esta gente es un vano acto de fe.

Escampa, y todos vuelven a salir. El campo está salpicado de charcos y en ellos se refleja la irremediable bancarrota de la burguesía italiana, vestida de andrajos y de sordidez.

Guareschi tomó este apunte en 1944. Unos días después, volvió a la lluvia y apuntó otra cosa.

Siempre llueve


10 de julio

Siempre llueve, y un poco de sol no parece un don de Dios a los hombres, sino una concesión que los hombres hacen a Dios. Todo es al revés: llueve todo el día y luego, al anochecer, aclara y se ve el sol. Un disco rojo sandía, colgado sobre un cielo de alquitrán. Un sol imposible que está entre el Apocalipsis y la tarjeta postal. Como todas las cosas de aquí.

No es lo mismo, claro que lo sé. Aunque aquí también llueve ahora desde hace días, tal vez lo único semejante sea el agua y el barro por todas partes en el pueblo, en el jardín, en la casa. Y en las calles y en el tren y en la ciudad (ayer bajé otra vez: tuve que ir a ver cómo mide en los barómetros la infancia en particular y la Argentina en general..., como si tuviera que enterarme por los sociólogos...)

Pero.

Además del agua y el barro, dos cosas vio Giovannino. Y las vio bien, aunque cuando se está preso no creo que las cosas se vean del todo bien, salvo que además de preso sea libre.

Una cosa es los paisajes: barracas como barcazas que se pudren de ociosas y náufragas, soles falsos de días negros, apocalipsis como postales (lo que supone un pasiaje con tintes de cierto adocenamiento de la imaginación sobre las postrimerías, cierto aire kitsch sobre las catástrofes y las esjatologías) y así. Bien dicho, bien mirado, bien visto. Humorístico.

Lo otro es las gentes como camisas y camisetas harapientas y mugrosas, colgadas en los alambres de un campo de confinamiento, frente a esas barracas que, sin las camisas y camisetas al frente, ya eran barcazas que se pudren en un puerto olvidado, barcazas llenas por dentro y no por fuera de camisetas y camisas harapientas y mugrosas, se entiende. La bancarrota de la burguesía -italiana, dice él, porque es italiano, claro...- reflejada en el barro de un confinamiento, que no tiene porque ser el confinamiento de un Lager.

Eso dice.

Y yo digo: es muy parecido. No sólo porque llueve -llueve, llueve, de veras, con agua del cielo y barro en la tierra-, sino porque hay rastros semejantes a esos trazos en el paisaje de este lado de la cerca, ahora.

Quebrados, harapientos, mugrosos, empapados, colgados como muñecos de trapo en los alambres de su confinamiento. Casi nunca erguidos, deambulando al primer mínimo escampe, pero sin entusiasmo, sin tono, sin vigor, como si la guerra ya no fuera, como si no fueran -lo quieras o no lo quieras- un soldado, burgués o no burgués: todos resultan al final burguesía... italiana. Como si no tuvieran que tener algunas de las notas del soldado, algunas de las virtudes del soldado. Incluso en medio del temporal y la lluvia, incluso después de la lluvia. En el barro. Y en los charcos: son crueles, son fieles los charcos: nos devuelven nuestra estatura, nuestra figura. Y hay que andar con eso.

Como sombras vagan los desahuciados. Los pies que se arrastran, las manos en los bolsillos desfondados de un gabán de color indefinido, de una casaca que fue la de un combatiente, como olvidados del mundo. No: olvidados, no: aparte, inexistentes. Y quejumbrosos, y demacrados, y hambrientos. Y aburridos de horas y horas de nada, sin que pase el relámpago y el trueno y los resplandores que se esperan como quien espera la libertad.

¿Libertad? ¿Cuál? ¿Para qué?