sábado, 11 de agosto de 2012

Tod@s y tod@s

La niña, regordeta y simpática, criollita, de edad mediana, me mira cordial. Le pido un pasaje para bajar a la ciudad y volver cuanto antes: tierra de orcos, más bien.

Me mira otra vez y con gesto de misericordia me advierte que el pasaje en tren cuesta ahora (acentúa en el límite exacto entre el tono descolorido de un arconte juicioso y la inquinada protesta social) pesos 4.

¿Y qué quiere Ud. que yo le haga? Venga el su billete y tome el mío...

¿Y no querrá el buen hombre llevarse una bonita tarjeta plástica, marca SUBE, con la que sus traslados serán harto más económicos?

Detrás, en fila india, dos o tres viandantes censuran con los ojos el ritmo moroso y pueblerino de la conversa. Los voy dejando pasar, para no ser atosigado por sus justas urgencias: mientras, estoy considerando -la mente veloz y la concentración políticoeconómicasocial absoluta-, la conveniencia de la transa. ¿No estaré afiliándome sin darme cuenta a algún escuadrón de la muerte que ejecuta silenciosamente a los gritos a los que piensan solos, sin subsidio? ¿No me estaré dejando comprar por un plato de tarjetas la primogenitura de los hijos de Dios?

¡Malhaya! Nada de eso tiene respuesta ahora, sobre la pata. ¿Dónde diablos están los ángeles custodios cuando uno los necesita de veras?

Me pongo inquisitivo con la criollita, claro: es una decisión importante en la vida dizque inválida, sin sobresaltos, del buen hombre. Las preguntas me fluyen, precisas, filosas, hondas, casi arteras. Casi, nada más.

La niña contesta dribleando las incógnitas sin que la sonrisa sufra merma. Tiene una socia invisible a un costado de la ventanilla a la que consulta una u otra vez para asegurarse de la certeza de sus dichos.

Los viandantes detrás de mí se suceden y así, uno a uno, les habilito su turno, que todavía es el mío. No cerramos trato todavía. Son pesos 15, más el crédito que quiera cargarle el caballero.

Interviene, de pronto, un oficial armado del orden público federal, custodio de andenes, que de la nada se acerca y pregunta a la niña por una formación de ensayo que parece correrá hacia San Luis, la provincia. Nos entretenemos los tres comentando el destino, los vagones, la conveniencia del trazado ferroviario: el tráfico de plásticos se suspende unos minutos. Pero el personal policial tiene, además, su propia opinión sobre mi posible negocio y sus derivaciones y comenta con entusiasmo. Oigo con lo mismo y sigo deliberando.

De pronto, sin hesitar, como un pistolero diestro, echo mano a mis cananas y doy la orden: voy a llevarme esa cosa. Requieren datos, aconsejan negar y ocultar otros -sorpresa y agrado del buen hombre adquirente, mediante- y entregan el objeto, al fin, con satisfacción sibilina.

Lo cierto es que, teniéndolo en la mano, no sabía bien qué hacer con él.

Me reía solo: ¿para qué lo quiere un quidam que de habitual camina y pocas veces o maneja o vuela? Al final, resolví que le vendría bien a los de la casa que viajan impenitentes de una parte a la otra en toda cosa. Listo, dije, creyendo que el episodio adelgazaba hasta desaparecer.

La ciudad me recibió como dicen recibe a sus parroquianos viejos una gastada matrona de burdel rutero, desencantada del mundo, sin alegría, sin tono. Sin seducción ninguna.

Caminé vagando un poco para hacerme al aire de allí: casi nunca voy. Tuve que resignar el viaje subterráneo: todo el mundo sabe que, por estos días, en los bajos fondos de todas las cosas, se arañan, se gruñen, se mordisquean los imbéciles de esta parte, de esta otra y de la otra de más allá y la otra de más acá. Le llaman paro de subtes, metroparo (estúpidamente), conflicto laboral, puja salarial, puja sindical, pelea política entre el nacional gobierno y el gobierno local de la Yegua baya, guerra a muerte.

Pamplinas: a mí no me engañan así nomás. ¡Qué se habrán créido estos maulas!

Pero.

Era el momento y la hora de desenfundar el plastiquito y hacerlo valer. Con algo de asquito visceral, para qué le miento. Pobrecito, él..., ¿qué culpa tiene el innoble rectangulito de tener ese olorcito a extorsión, esa puzza a mentira, esa carita violeta de prostituta veterana haciéndose la virgen inocente y generosa, en opción preferencial por los pobres, loada sea la Dirección Nacional de Te doy Baratijas a cambio de Oro?

Probemos, qué tanto. Después de todo, un mendigo gentil me reclama dos pesos y el pasaje en bóndibus me sale lo mismo que si nadie me subsidiara, sin sobornos. Y al final, siempre queda por conocer, por todo aliciente, la módica aventura tecnológica del "a ver cómo se hace..."

Subo. SUBE. Y paso al fondo del coche colectivo, anónimo yo, impersonal yo, plástico. Pues, nada: no pasó nada. El vehículo viene vacío, recién empieza.

Me siento y miro. Quiero ver el pasaje del pasaje. ¿Cuántos como yo? ¿Existe la guerra de guerrilas de las monedas todavía? ¿Sí? ¿Queda ese resto de libertad, esa pobre mueca de libertad? Porque de seguro saben los que lo tienen que saber que la moneda non olet y es al portador, no tiene mi huella, ni mi pupila, ni mi DNI.

Habría que formar el ejército revolucionario popular de los que no queremos plástico ni capitalista ni zurdo. ¡Carajo! ¡Mire lo que hay que andar pensando en hacer!

Veo que la mayoría lleva colgada al cuello la marca lustrosa de que el estado lo cuida y lo lleva y lo trae por pocos pesos y así blande la tarjetita como si fuera el número de la Bestia en su frente, sin gestos, sin expresión, como si nada, pagados, no seducidos, como si la matrona veterana le hubiera contagiado el talante.

A mi lado, se sienta un joven anodino. Al frente, dos señoras. En cada parada, sube más SUBE. Y van pasando, como si al final del pasillo hubiera un vórtice centrípeto, tragador de subsidiados. Gracioso.

Hasta que.

Primero fue una mujer joven con un niño. El anodino saltó como resorte, y un servidor al unísono, claro. El niño en brazos, claro: obvio, tiene preferencia. Caramba... ¿todavía se hace esto en la ciudad? ¡Qué bien, pero qué curioso! ¿Es legal?

Igual, un solo asiento hacía falta. Pero ya nomás venía otra fémina -unos 50 le di, más o menos, sin hacérselo notar, se entiende- y le convidé con el mismo envión mi ex butaca, vacante ahora. Se arremolinaron dos mujeres más. Y ahora otros dos sujetos insospechables hicieron lo mismo que habíamos hecho los pioneros de esta silenciosa y no acordada resistencia clandestina.

Más de 50 minutos duró un viaje que se acostumbra de 20, cuantimás 25. Y se entiende: el oculto intestino grueso de la Yegua Tordilla estaba elaborando y discutiendo sus cosas allá en lo hondo, abajo, bajo tierra, mientras en la histéricamente tersa superficie del mundo se amontonaban las gentes y los autos, frenéticos, abstinentes, enajenados.

En todo el trayecto, pesquisante ya, conté un total de doce abusos sexuales: ¡doce atropellos!

¡Mierda!

¡La SUBE está financiando sin saberlo al asordinado ejército revolucionario popular que resiste las políticas de género! ¿No hay una cláusula en el contrato del plastiquito que contemple novedades sexuales? ¿Nadie se los dice? ¿Nadie lo pensó?
"Se anulará automáticamente, sin posibilidad de reclamo ni reemplazo y sin recurso a autoridad o tribunal alguno de cualquiera jurisdicción municipal, provincial, nacional e internacional, con pena adicional de inhabilitación total para abordar vehículos circulantes por aire, mar y tierra, toda credencial que se utilice en un trayecto en el que el titular NN masculino verdadero o falso de la misma ceda su asiento por propia iniciativa, es decir, de modo unilateral y humillante, sin deliberación consensuada con la otra parte, a un NN femenino verdadero o falso, obrando además con ello en contra de las leyes establecidas y siendo pasible por lo mismo de multas y/o penas de prisión; en caso de que el NN femenino verdadero o falso ejerciera su derecho de queja en el mismo lugar de los hechos, el trasgresor NN masculino verdadero o falso deberá ser conducido inmediatamente por la fuerza pública a la dependencia policial más cercana, debiendo iniciársele las actuaciones judiciales pertinentes".

¿Será posible? ¿Todavía no hay algo así?

El resto del mediodía que estuve por las calles de la ciudad, pasó sin estridencias, salvo que vi a un tipo dejar subir a dos mujeres que estaban detrás de él en la fila (con atenuante, sí: una de ellas era demasiado bonita, es verdad...)

Volví al tren. Antes de dormir como un recién nacido que ha mamado hasta saciarse la leche agria de la Loba del Plata (que no del Tíber), mi imaginación me trajo la cara sonriente de la criollita de la estación, la precursora.

¿No sabría ella todo esto? ¿Quería vender, nada más? ¿Fueron normales los casi diez minutos que duró nuestro entrevero? ¿No era de veras sospechosa su traza afable, su demorada persuasión, su trato casi cariñoso, su modo (¡guarda! ¡nos vigilan!) femenino? Trabaja para el estado, concedido. Pero, ¿no habrá algún artilugio detrás de carantoñas y cordialidades? ¿No untará, acaso, algunos plastiquitos con algún ensalmo, con alguna especie de GPS mágico y evanescente, que conduce al beneficiado que ella discierna útil y es así como lo introduce como quien no quiere la cosa en la resistencia? ¡Sería de una fineza supina y de una astucia imponente!

Llegué a casa aliviado, pero inquieto. Me refugié en la cueva con el mate y el tabaco. Silencio, algo de música. Media luz.

Ni quise volver a relucir el plastiquito. Lo presumí un arma poderosa. Todavía no sé bien al servicio de qué o de quién.

Pero... Por las dudas.