domingo, 19 de agosto de 2012

Dichos de bichos: Caranchos y chimangos

Contaba Don Cleto Rivas que hubo un tiempo en el llano en el que, sorprendentemente, los caranchos y los chimangos anduvieron a los picotazos, y durante muchos meses con las garras listas siempre para atacarse. Después, decía, lo peor de la bronca pasó y se fueron distanciando hasta casi ignorarse, aunque no tanto y nunca como antes.

No se acordaba Don Cleto cómo había sabido el hecho pero lo decía con tantos detalles y conclusiones que se podía creer que él mismo lo hubiera protagonizado y supiera por qué había sido.

Pero, según se dice también, la verdad la sabía de cierto el aguilucho, porque él sí había sido testigo de aquel entrevero.

Yo, por mi parte, solamente puedo referir aquí lo que me contaron.

Fue hace muchos años y todos los animales de la llanura tienen en la memoria los cuentos de la época fatídica de aquellos encuentros asesinos, especialmente a campo abierto y a plena luz del día.

Tan peligrosa se volvió aquella guerra que a casi todos hasta se les hacía difícil salir a buscar su propia comida durante la mañana y la tarde y muchos prefirieron por entonces merodear a la noche, cuando la saña de los carroñeros amainaba con la caída del sol.

Todo parece que empezó con una suelta de palomas que hubo en el pueblo, para el aniversario de la fundación. La idea había sido del párroco, apasionado colombófilo, amante investigador tenaz de los hábitos de esos bichos.

En los pueblos vecinos -y en el monte grande, la casa de los Colombo, precisamente y parece broma- había otros como el cura y así por todo alrededor menudeaban por entonces los palomares y la cría de mensajeras.

Se dice que, a instancias del párroco, la idea era que los criadores de palomas soltaran todas a la vez, no sólo en el pueblo, y las dejaran volar por allí para que terminara volviendo cada bandada a su sitio, finalmente. Una vez en el aire, pensaban, las palomas harían un gran espectáculo con su paseo alejándose -algunas buscando incluso sus destinos habituales- y se encontrarían las bandadas en pleno vuelo, mezclándose hasta que el instinto las devolviera a su origen, lo que suponían pasaría en unos días. Y fue así, nomás. Aunque no exactamente con esa pulcritud y precisión que era impecable sólo en el diseño de la compleja operación.

El caso fue que bandadas de palomas llenaron el cielo y los campos ese día y se mezclaron efectivamente entre sí, pero también con las torcazas y con un lorerío bullicioso que hacía no mucho tenía su asentamiento en el monte de eucaliptos y allí se reproducía y alborotaba, ocupando hasta recovecos de las ruinas de un puesto que en otro tiempo hubo en ese monte, cuando todas esas tierras eran precisamente de los padres de Don Cleto.

Hay que ver, sin embargo, lo que el aguilucho sabía de todo esto.

Porque fue él el que se enteró un día, volando por los campos del tero, que todo había sido culpa de la liebre, en realidad. Así, y a partir de allí, el aguilucho había sido testigo de cada uno de los escalones por los que había descendido la tragedia.

Y lo que pasó fue esto: como era un lugar tranquilo y despejado, el tero solía revolotear por el cementerio que había junto a la iglesia, que miraba a campo abierto y no estaba cercado por aquellos años. En aquel entonces hasta tenía nido por allí y se había acostumbrado a la presencia del cura que, además de palomas, mantenía una huerta bien nutrida de la que, hay que decirlo, solía servirse más de uno, con o sin permiso. El párroco pasaba sus ratos libres allí y más de una vez se refugiaba bajo dos paraísos donde había acomodado unos bancos rústicos. Allí conversaba muchas veces con gente que citaba o venía a verlo.

Fue así que el tero se cruzó un día con la liebre y le contó lo que había oído cerca de la huerta: que para la fiesta del pueblo habría una suelta de palomas por todas partes y que por eso mismo tendría que vigilar mejor el nido porque él maliciaba que habría muchos peligros con tanto revuelo en el aire y en la tierra y que le aconsejaba a ella que hiciera otro tanto, porque la fiesta caía en tiempo de cría.

La liebre era huesuda y ágil, y no solamente de movimientos. Vistosa y todo como era, no llegaba a ser bonita y aunque su piel era suave y elegante, era tenida por vulgar, al fin de cuentas. Su mirada desconfiada y alerta, sus labios finos y apretados, sus orejas suspicaces. Su agilidad era su mayor gloria y de su facilidad de carrera había hecho un arte, aunque de algún modo torcido esa virtud se le había pasado al carácter feamente. Solía burlarse de otros bichos más lentos (no por nada ya lo decían las fábulas), incluso en el mismo momento en que sufrían las garras o los colmillos de algún adversario, y a veces hasta corría alrededor de la presa, a buena distancia, claro, y sonreía mostrando sus dientes desparejos con una risa que por la mueca parecía alegre y hasta simpática, pero que era en verdad cruel. No tenía buena fama y aunque parecía llevarse bien con casi todos, no tenía socios ni compañeros de correrías y mucho menos amigos. Casi todos decían, además, que era cobarde e interesada. Y mentirosa, decían, las más de las veces por cobardía. De este modo, ni siquiera su astucia era apreciada y, al contrario, los que llegaban a conocerla de cerca bien pronto la despreciaban en primer lugar por lo agrio de su sutileza, que además siempre maquinaba en su beneficio.

La cuestión es que la liebre rápidamente hizo con el dato que oyó del tero un cuadro completo y afiebrado  y se imaginó que habiendo tanta presa suelta, las aves rapaces, los carroñeros y otros predadores andarían también de fiesta por un tiempo, con la gula a flor de garras, colmillos y picos quebradores de huesos y tironeadores de tejidos.

De todos, a los que más temía era a los caranchos y a los chimangos. Eran los que podían con su velocidad amargarle el día, y especialmente el carancho que por su envergadura podía hacerse un banquete con la cría y hasta con ella misma. Con ellos se sentía indefensa y el miedo la cegó por completo.

Estaba el aguilucho también. Pero fuera porque el ave era más elegante, solitaria y distante que las otras, fuera porque el terror a los otros dos la obnubilaba sin medida, apenas si lo tuvo en cuenta.

La misma tarde en que se enteró, corrió ella menos que otras veces por el campo y se paró largo rato aquí y allá sobre sus tensas y poderosas patas traseras, las orejas por todo lo alto, buscando hacerse bien visible, aun desde las alturas del vuelo de los carroñeros. Y pasó que llegó primero el carancho que venía planeando en círculos de muy alto y hacía rato la había visto. Siempre atento a la escopeta de los hombres, el carancho vigilaba mientras descendía. Curioso y todo por la actitud extraña de la liebre, cuando ya estaba a cierta altura chilló lo suficientemente claro como para que ella quedara advertida. Su prestigio de cazador un poco se resentía viendo que el animal no se movía y parecía esperarlo sin emociones. Siempre era mejor y más apasionante desentumecer las alas en una buena corrida, porque la destreza para atrapar bichos veloces también era su orgullo.

Pero la liebre lo esperó hasta que su voz pudiera hacerse nítida para el carancho y entonces levantó la cabeza y lo llamó. Sorprendido, el carancho tocó el suelo bastante lejos y fue acercándose lentamente; era hábil en tierra firme.

Allí nomás, a la distancia, la liebre empezó el cuento. Sin aturdirlo con detalles humanos, fue directamente al punto que el carroñero podía apreciar mejor. Muy suavemente fue despertando en el carancho la codicia de tanta presa indefensa cruzando al descampado, muy sutilmente le fue pintando un enorme coto de caza privado. Por supuesto no dijo nada de sus pesadillas y terrores. Quería poner ante los ojos del carancho una mesa ricamente servida con toda suerte de carnes volanderas y de roedores varios, y nada de liebre.

El carancho picó. Le dio, eso sí, los detalles que sabía del día y la hora y el asunto estaba terminado. Casi al momento el ave carreteó y alzó vuelo. Iba a avisar del festín a sus socios, otros caranchos.

El pánico de la liebre no tuvo en cuenta que al carancho no le gusta cazar en el aire y es un carroñero más torpe y brutal que el chimango, que se precia de su pericia para volar y cazar a la vez, porque tiene algunas ínfulas de halcón. Y esta vez el menú se trataba de palomas al vuelo, especialmente, que era hacia donde más que nada la liebre quería distraer la atención de sus temidos enemigos en medio de la batahola que esperaba. 

Sin revisar en nada su plan, y conforme con su estrategia y su traición, la liebre pasó los pocos días que quedaban hasta la que preveía sería una matanza acomodando su cubil y acicalando a su cría, despreocupada ya. Mucho más tranquila estaba desde que vio el movimiento de las tropas de caranchos por aquí y por allá, una juntada que era inusual pero que solamente tenía sentido si alguno hubiera sabido lo que tramaban a instancias de la liebre.

Y llegó el día. La noche había pasado muy nublada y hasta se vieron refucilos en el horizonte que parecía vendrían para estos lados. Pero, cuando empezó a clarear, un aire limpio, un perfumado olor a campo anunció un buen día. Nomás rayó el sol, se levantó una niebla suave de rocío que pronto se diluyó y todo por todas partes lucía expectante aunque sereno.

A eso de las ocho, había en el cielo unos como puntos negros a muy gran altura y no era sino el revoloteo de las escuadras de vigías que los chimangos habían convenido hacer salir al viento desde temprano, porque imaginaban así tener un control absoluto de la situación.

A las nueve en punto, cuando el párroco daba inicio a la procesión que encabezaba, sonaron ahogados y potentes los primeros estruendos de las bombas de los festejos, que estallarían durante toda la mañana y otra vez al caer el sol, porque habría un festival de fuegos de artificio como cierre de los actos del aniversario. 

Desde el campo abierto, podía oírse la banda que había venido de la ciudad y su música llegaba con el viento en ondas intermitentes, entremezclada con los estruendos y, de tanto en tanto, los cantos. Una misa de campaña introdujo nuevos sonidos, como murmullos, que eran las voces de los fieles. Más tarde, el son metálico de los parlantes amplificaba inmoderadamente los discursos de circunstancias, más o menos parecidos de año en año.

En el pináculo de un poste, alerta, el aguilucho inmóvil veía y oía todo. Ya había detectado el revoloteo de los caranchos, y ya había notado que el único bicho que no andaba esa mañana por allí era la liebre. Lechuzones, cuises, la perdiz, alguna que otra culebra, teros y los pájaros de costumbre. Más lejos, unas vacas pastaban en los potreros de cerca del arroyo y, más lejos todavía, los caballos del regimiento iban a los bebederos en grupos de cuatro o cinco. Cada tanto, sin embargo, el aire se suspendía y todos los animales se detenían, alzaban o volvían sus cabezas, como reteniendo la respiración, con ese instinto que tienen para olfatear y sentir en las coyundas los desastres por venir.

Faltaba poco para las once y media. Había terminado la misa y ya no había discursos. Antes de que se abriera la kermesse o de que se habilitaran las mesas junto a los asadores para el almuerzo criollo, el cura tomó el micrófono y anunció solemnemente -y explicó con minuciosidad apasionada- la suelta de palomas y su complejo desarrollo. Cruzando de punta a punta la tarima, bajó hasta la calle principal y se fue hacia las cajas y jaulas que habían dispuesto por decenas en semicírculo y de las que saldrían las palomas al aire. La mujer del intendente abriría la primera jaula, el párroco la segunda y así otros notables las restantes hasta las diez primeras. Para las demás, estaban los scouts, ya parados cada cual junto a su cañón de plumas y alas, como artilleros.

El aguilucho levantó vuelo repentinamente y se volvió a posar en otro palo, ahora en un puntero más alto y más ancho que marcaba el linde de varios potreros.

De pronto, un estrépito mayor que los anteriores indicó el comienzo del revuelo. Eran exactamente las once y media y, tal como se había convenido, otras jaulas y cajas, mucho más lejos de allí, también se abrían y soltaban su carga al viento. Siguió un aplauso atronador y una gritería festiva.

El aguilucho volteaba su cabeza alternativamente en dirección al pueblo y hacia un punto del horizonte desde donde suponía vendrían las otras bandadas. Su mirada terrible vio primero, curiosamente, la bandada más lejana abierta como en abanico y con algunas nubes de fondo que le permitían distinguirlas mejor. Inmediatamente dio vuelta en dirección al pueblo otra vez y vio las palomas locales ascender y tomar mucha altura antes de elegir una dirección.

Lo que siguió fue bastante rápido. Pronto algunos grupos desgajados de la bandada mayor empezaron a llegar hasta el campo abierto y allí se demoraron dando vueltas extensas como en espiral. Bastante tiempo quedaron así. Primero se les unieron las demás que venían del pueblo, después fueron llegando más y más de todas partes y al rato ya no era posible distinguir su origen. Sobre campo abierto las palomas seguían en sus destrezas, algo inconsistentes y no muy garbosas, como es su vuelo. Lo que sí impresionaba era la cantidad.

Como de la nada, primero como un chirrido lejano, se oyó crecer el barullo de los loros. Al minuto, ya se mezclaban en el frenesí de las palomas, como si entraran a un festejo de no sabían qué, pero al que venían a traerle su entusiasmo vocinglero. Y las torcazas, después, de a decenas también ellas, volando con una inocencia conmovedora.

El campo parecía un inmenso mar fértil de peces, cubierto a media altura de centenares de voraces gaviotas pescadoras que alborotaban volando anárquicamente. En la tierra, mientras tanto, el bicherío de a pie sintió la creciente emoción electrizante de aquella mezcla inusual y se movía como convulso de un lado a otro.

El aguilucho vio que la liebre -siempre ausente y más en ese momento- no se había equivocado del todo.

Y en eso estaba cuando, como un relámpago estalla en medio de la noche oscura, de alguna parte salió una compañía completa de chimangos. Venían volando a mayor altura que el resto de las aves, pero más bajo que los caranchos que seguían juntándose arriba listos para almorzar ese día opíparamente.

En vuelos rápidos y oblicuos, los chimangos se desprendieron como flechas sobre las bandadas, eligiendo en especial a los palomones y a las torcazas, unos por más lentos y torpes, las otras por más sabrosas.

Tantas eran las presas que los chimangos apenas si conseguían en el primer intento dañarlas y hacerlas caer a tierra. El lorerío tuvo pocas bajas ese día, pero sus chillidos le ponían una nota terrible a la matanza, como ayes de heridos, o de viudas y huérfanos.

Antes de que los caranchos pudieran tomar posición, otra oleada de chimangos ya andaba por el suelo descarnando a las víctimas. Algunos, incluso, despreciando palomas o torcazas, encontraban en el camino algún ratón o una culebra chica y remontaban vuelo con esa nueva presa para alejarse del batifondo y echarse un bocado en paz.

Hasta que llegaron los caranchos por fin al teatro de operaciones, ya tan furiosos como hambrientos, y como babeantes de odio.

Desordenadamente quisieron tomar posesión del campo, pero ya estaba tan ocupado y tan revuelto con tanta víctima y tanto predador que pronto se vieron en la necesidad de dejar la comida para después del combate con los competidores.

Todavía estaban maltratándose entre sí ferozmente caranchos y chimangos cuando el aguilucho levantó vuelo para ver la escena desde un punto arriba, panorámico. En algún momento, creyó ver un par de orejas salir de un agujero en la tierra, muy lejos de la acción, y después un hocico dientudo que parecía olfatear en una sola dirección. Pero no se detuvo en eso y voló en círculos sobre el campo de batalla.

Desde allí pudo ver que la mayoría de las mensajeras y palomones se habían salvado y se juntaban en el aire, ya muy apartadas de la masacre y buscando cada bandada su destino. Pero quedaban varias en tierra, de todos modos, agonizantes o muertas.

En el campo, abajo, quedaba igualmente un tendal de toda clase de aves y algunos bichos terrestres. Vio que la gran mayoría de ellos, heridos o ya exánimes, eran ignorados por caranchos y chimangos que solamente tenían pico y garras para el enemigo. De hecho, sólo los más jóvenes y algunas hembras de ambos ejércitos tenían más ganas de comer que de guerrear.

Y así pasó ese día.

A la mañana siguiente, en patrullas desconfiadas, todavía los carroñeros tomaban posiciones por sectores y buscaban presas perdidas. Los caranchos para el lado del arroyo, los chimangos para el lado del pueblo. Pero aun ese día se desgajaban de cada grupo los más belicosos y se enfrentaban cada vez que podían, al rato, la trifulca volvía a hacerse poco menos que general.

La mutua furia de ambos había dejado mucha presa a medio consumir, y pese a que eran muchos los competidores, algunos animales se atrevían a su riesgo a mordisquear lo que quedaba. Y el riesgo era alto porque ambos bandos a la vez acechaban agudamente los movimientos de toda cosa , con la alerta que quizá sólo el odio y la furia empujan.

Gran mortandad de bichos hubo por esos tiempos. Incluso de caranchos y chimangos.

El aguilucho vio, día tras día y durante meses, cómo se levantaba la ola de la venganza y parecía aplacarse al rato, para volver a crecer después, y así fue durante mucho tiempo.

Pero pasó, al menos lo más cruento e inquinado del asunto. Y, aunque muy lentamente, al fin volvieron las cosas a como son y habían sido.

Menos la liebre.

Estuvo aterrada durante muchísimo tiempo y aquello que pensaba conseguir se le volvió al fin en contra misteriosamente, como aquello que pensaba evitar resultó al fin amarguísimo y multiplicado miles de veces, y vivía con un pánico y una desazón tan honda que le impedían reaccionar. Su propia cría, más o menos ajena a las maquinaciones y a casi todas las cosas del mundo fuera del cubil, y precoces como son las liebres, pronto ganó el campo y se lanzó a hacer su vida, más o menos lejos de casa. Pero ella apenas si volvió a salir de su cueva. El campo alrededor, siempre fértil, le daba de comer una dieta mínima sin que tuviera que hacerse ver.

Su terror ante caranchos y chimangos creció hasta hacerse obsesivo y doloroso.

Pero lo más curioso de todo fue que, sin poder saber por qué, soñaba cada noche con el aguilucho, al que pasó a temerle más que a ninguna otra cosa en su mundo.

Lo cierto es que jamás el aguilucho volvió a cruzarse con ella en nada y jamás ella volvió a verlo. Pero el caso es que la liebre no podía dejar de ver ni soportar la mirada penetrante del ave, que, en sus pesadillas, la miraba siempre a la distancia, muda y directamente a los ojos.