jueves, 8 de enero de 2009

Día 8

“Día 8. Despertarse cada día como quien resucita. Absorto de tanta vida.”

Se nos puso chestertoniano don Braulio en ésta. Y aquí lo tenemos en medio de esta celebración de la maravilla y de la existencia. Y de la maravilla de la existencia. Y de la existencia de la maravilla.

Eso siempre es un asunto. Un asunto peligroso. Y es mucho más riesgoso y terrible que hablar de lo malo y torcido.

Hace unos años que con un compaño venimos diciéndonos, a propósito del arte pero no sólo, lo difícil que le es al hombre la representación del bien, de lo bueno y lo bello. Varias veces lo he dicho acá también. Lo feo nos sale bien. Lo bello, mal. Claro que detrás de esas cosas hay discusiones sin cuento, pasadizos que no llevan a ninguna parte, puertas trampa. Nada tan peliagudo como lo bello. Más que lo bueno, si se me permite.

Como es cierto también que la inmediata identificación de una cosa con otra trae tantos problemas como luz. Y, como pasa con toda cosa buena, puede producir más daño que el mal mismo.

Para un cristiano, por ejemplo, el uso torcido de las cosas más santas y buenas y grandes y bellas, le es terrible y terriblemente dañino. Como cuando se llega a concebir lo bueno como mágico, simpliciter; y más: como mágico a nuestro servicio, entiéndase, que es algo que a la magia le cuesta evitar. La magia nos es fascinante y su poder nos despepita. A otras cosas poderosas y taumatúrgicas, las llamamos magia genéricamente. Y usamos la misma palabra para cosas distintas, pero eso es pobreza nuestra de signos, que no de significados, y menos de realidades.

¿Y por qué dice esto, signore? ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? ¿De dónde fue que saltó a la magia?

Braulio solamente quiso exaltar la fiesta de la existencia, la maravilla recóndita y desusadamente advertida de estar en la existencia, de estar vivo. De estar sentado como invitado de honor al festín enorme de la vida, al festín impagable de ser, de ser vivo, de no ser nada. Y no sólo de ser vivo y estar en la existencia, en tanta buena y agradable compañía de todo lo hecho y creado. Sino de estar vivo reduplicative y, en cuanto uno quiera advertirlo, a conciencia de que es reduplicative. Una y otra vez, cada segundo, cada minuto y hora y día y mes y año. Un inagotable venero de felicidad existencial, allí mismo donde esté usted plantado, parado, acostado, sentado, reclinado, en camino. Doliente o feliz. Triste o exultante. Allí mismo, dice don Braulio, usted es ‘como’ un resucitado. Un viviente que habrá de ser, desde que es y para siempre, viviente y que a cada paso se encontrará con lo mismo aumentado. Y con esa perspectiva por delante (y por todo alrededor), ¿cómo no quedar absorto? ¿Cómo no sentir el pasmo de semejante regalo, de semejante herencia, de semejante plenitud disponible? Eso es lo que dice más bien don Braulio, es a esa idea y más que idea fuerte a la que invita a pensar. Y usted, mi amigo, me sale con la magia...

¡Pero si lo que estoy diciendo es lo mismo que dice él, caramba! ¡Ni más, ni menos!

Los hombres recurrimos a la magia por lo mismo que la palabra –en las lenguas de la India para el oeste, al menos– se asocia sobre todo a grandeza, y también a maravilla, a milagro, y también a poder, claro; incluso, tal vez, también a purificación y a sacrificio purificador. Mag-, mah-, meg-, son la misma raíz que da magna y magia. No es culpa mía, es el diccionario.

Los hombres pensamos en algo mágico porque ese territorio es el de las grandezas inconmensurables, el de las maravillas sin cuento, el de las puertas de ropero que nos dejan en un mundo fantástico, feérico, poderoso de significados y donde como sacarmentalmente, se hace lo que se dice, al decirlo, fabuloso poder. Pero, aunque mucho menos, el mundo en clave mágica, bien puede considerarse un mundo que está, a la vez no solamente, en el interior mismo de nuestra existencia y que con sólo convocarlo apropiadamente, aparece y nos recibe y nos invita a recibirlo, gentil, viril y cordialmente.

Es verdad que los hombres recurrimos a la magia porque pensamos y queremos que lo que se nos viene a la mente y al corazón como espléndido y nunca visto, sea realidad. Porque pensamos que si se nos viene a la mente es verdad, en alguna parte, y por eso –ay, Platón...–, lo deseamos, lo anhelamos. Lo extrañamos. Y queremos estar con esas cosas terribles de grandes y potentes en aquel lugar donde están. Incluso, pensando que tal vez, si acaso, por qué no, a quién le molestaría, tal vez encontráramos la clave para abrir la puerta que no sólo nos dejara entrar allí, sino la puerta por donde aquellas cosas maravillosas y potentes, quizá, por qué no, qué tiene de malo, pudieran salir de donde están y entrar a donde estamos y convivir con nosotros. Y, por qué no, después de todo para eso estarán también, ¿no?, pudieran convivir a nuestro servicio, porque, después de todo, por qué no, quién dice que no las podríamos usar para el bien, y quién dice, que si tuviéramos ese Anillo..., digo, esas cosas, no seríamos benefactores de todas las cosas y de todo el mundo y todas las gentes. Y haríamos grande bien y llevaríamos grande felicidad. Y seríamos poderosos, claro, y fantásticos, y grandes, claro, enormes. Como un resucitado. Y aun más, como un resucitador, con el mismo poder de quien tiene el poder sobre las cosas.

Sí, los que adivinaron, adivinaron: me estoy deteniendo en “tanta”.

Porque es esa la bisagra que separa y une la felicidad por la enormidad inconcebiblemente fruitiva de la existencia corriente, de la extraordinaria existencia corriente, con la complacencia de poder poner todas las enormidades y maravillas –sobre todo, las que imaginamos poderosas e invisibles, literalmente- a nuestro servicio.

Por cierto que uno podría pensar que solamente pasa esto si uno entra a Narnia por el lugar debido. Por cierto que uno podría pensar aen conjuros secretísimos y en niromancias varias, en ensalmos y bebedizos, o en enormes milagros, en portentos inusitados, en la puerta secreta del corazón del diseño de todas las cosas. Podría pensar en resurrecciones, en reviviscencias pasmosas y súbitas. Podría imaginarse un cetro que hiciera de varita mágica, en una palabra que abriera y cerrara puertas de conocimientos y poderes arcanos, ocultos. Y que abriera y cerrara personas, también, claro.

Claro que sí. Y en parte algo de eso hay, en algún sentido.

Pero lo que dice Braulio -rescatando ideas e invitaciones de otros- se refiere al éxtasis del hombre que sabe siquiera confusamente que podría no existir y sin embargo existe. A la mirada penetrante y absorta del que se detiene a mirar un pedazo de pan, un amanecer, un vaso de vino, un amor humano, una amistad, un camino flanqueado de casuarinas, una niño jugando con un compañero de juegos imaginado, un libro; se refiere al que felizmente no puede creer que exista una semejante canción, el sonido del mar, la risa de un anciano desdentado riendo como niño con las bromas de otro anciano, en un banco de plaza, las boinas sobre las testas que se van despidiendo de este mundo, y que se agitan como si recién llegaran.

Lo que dice Braulio se refiere a la vida, tal y como la vemos ser y nos es. Y hasta en algún sentido, creo, se refiere a la propia muerte tal y como la barruntamos y tal como nos deja y con lo que sabemos prometido o ansiamos esperar, para no tener que desesperar, cuando nos llega. Se refiere a efectivamente ver la última y real luz del día, como a la poderosa magia de los pequeños gestos, de los que hay a mano; se refiere a lo improbable de lo consuetudinario, a los secretos que esconde caminar de casa a la estación, al portento de oír conversaciones en un bar, al crepitar de las carnes de un asado bajo un cielo tranquilo, a la espuma de una buena cerveza, al olor de la tierra mojada, a la sensación electrizante del barro del jardín entre los dedos, al tomate de la huerta. Lo que dice Braulio se refiere incluso a la inagotable fuente de sensaciones saludables que hay en la tristeza por los bienes perdidos, en la alegría por los encuentros y reencuentros, al humo dulce que sube de la nostalgia por las personas y cosas que, por ahora, ya no veremos bajo la luna de este valle.

Tanta vida es eso. Y tanta es que sea de regalo, sin mérito. Y que por ser de regalo sea tan potente, y guarde tantos secretos que hacen inagotable el regalo. Y la felicidad del descubrimiento de lo inagotable del regalo. Que se renueva, que resucita. Y nosotros con él cada vez que lo descubrimos. Eso es como mágico. Y sin como.

Absorto de tanta vida, es también aquel poético prodigio de estupidez, que decía Chesterton, que es el que nos nos impide ver esa vida tanta –adentro, alrededor– al salir una noche descuidadamente a nuestro jardín.

Mientras, como es sabido, los hombres solemos apetecer el apetito, y no el manjar.

Es una verdadera lástima.