sábado, 24 de enero de 2009

Día 24

“Día 24. La misericordia puede ser reclamada a Dios. A los hombres sólo puede exigírseles la justicia.”

Ya hubo una glosa sobre la justicia y creo que la segunda parte de esta Florecilla bien podría quedar saldada con eso.

Lo que es enteramente verdad es que yo no me atrevería a reclamarle nada a Dios. Pero si le reclamara algo, si clamara por algo, eso sería la misericordia. No que no interese la justicia divina. No que haya que temerla de tal modo que hubiera que desdeñarla, pasando directamente a la misericordia. ¿Podría ser injusto acaso? ¿No me haría justicia acaso?

Y el asunto es que precisamente hará justicia. En Dios, confío. Es en mí en el que no confío tanto.

Por eso mismo, misericordia, sí, ¿ve? Eso sí. Me pararía frente a la puerta y golpearía hasta que se asomara por la ventana y siquiera me dijera: ¿qué horas son éstas de llamar a una casa decente? Y allí es cuando pediría misericordia. Porque uno tiene la impresión -y la esperanza- de que pedirá siquiera que le abran la puerta y a cambio no sólo entrará sino que le servirán una mesa espléndida y lo harán descansar y reposar y, por sobre toda otra imaginación, alguien le dirá: ya no temas, no te preocupes más, ya está, ya pasó...

Claro que cuando uno piensa en la justicia tal y como la entienden y obran los hombres, no dan muchas ganas de exigirles nada. Pero no dice eso la Florecilla, se entiende.

La exigencia es para ser justos. Se trata de que cualquiera puede exigirnos ser justos, por lo mismo que ya se ha dicho: tenemos algo que a alguno le pertenece y le es propio y puede exigírnoslo. Y estamos obligados con él.

Para el caso de la inversión, que nos llevaría a reclamar misericordia a los hombres, la cuestión se pone peliaguda.

Porque si los hombres podemos hacer –y casi siempre hacemos– sólo la mímica de la justicia, hasta que resulte penosa y falsa, cruel y humillante, peores somos cuando ensayamos los sustitutos de la misericordia. Más diabólicos nos ponemos cuando imitamos artera o torpemente lo más divino de la divinidad.

Y sin embargo...

Parece que, pese a todo, no solamente estamos obligados a ser justos.

Porque ocurre que al salir de la casa donde nuestra deuda impagable ha sido saldada a cargo del acreedor, que ha borrado de sus libros nuestro quebranto, está esperándonos en la vereda ese quidam menesteroso que nos debe apenas unos pocos pesos.

Y allí es donde resulta que es justo ser misericordioso con él.