martes, 6 de enero de 2009

Día 6

“Día 6. Cuidado con las imitaciones. Y mucho más con las limitaciones.”

En los reclames de la época de Braulio (también en la mía, mucho más próxima, no vaya a creer), solía colarse un imperativo: “no acepte imitaciones...”. Claro. No sé si en esa época la gente fuera más exigente, si acaso más genuina. Pero sé que en esa época no se conocía tanto esto de hoy de los mercados latinos, ferias persas, fronteras paraguayas, ni marcas ni cosas truchas, ni Made in China, ni . Con decirle, mi amigo, que ‘de mala calidad’ se decía ‘es flor de ceibo...’, así que haga la cuenta.

Ya en plena Florecilla, y a primera vista, parece que se trata de una especie de metaplasmo (una próstesis, por ejemplo) o quizá de una figura de lenguaje (tal vez una paranomasia, tal vez un homeoteleuton...); y tal vez lo sea, porque siempre se puede confiar en el gusto de Braulio por los juegos de palabras, como en este caso juega con imitaciones/limitaciones.

Aquí mismo podría uno subirse al tobogán de los étimos y las derivaciones filológicas. Podría, sí. Pero para los que vivimos en la llanura sureste de la América del Sud, a estas horas hace calor. Y, por otra parte, tal vez hoy por hoy nadie quiera como regalo de Reyes raíces o prefijos.

Vayamos a algo más sinóptico.

Diré paladinamente que la glosa sobre esta Florecilla versa sobre la siguiente proposición: las (malas) imitaciones que limitan (mal) son perjudiciales para la salud.

Y paso al comento.

Se ve que hay muchos tipos de imitaciones. Y algunas son efectivamente de cuidado. Entender mal la palabra mímesis, por ejemplo, le costo al mundo y al arte, que está en este mundo, soportar todo o casi todo el siglo XVIII, por ejemplo. Como entender mal la palabra arquetipo le puede costar (y le cuesta) caro a una moral, a una fe, incluso a una política, que crea en el automatismo abracadabresco de la mímesis mal entendida, en la mágica y sola exaltación o exhibición del arquetipo.

Claro que hay que tener cuidado con las imitaciones. En rigor, hay que tener cuidado con ellas porque son algo bueno.

Cuando son puramente serviles, parásitas, sin vida, vaciadas de existencia real, las imitaciones limitan. Pero limitan de un modo nefasto. Y digo esto porque, en principio, toda imitación limita y está bien que así sea, me parece. No está bien que limiten en lo que no deben, no está bien que limiten cercenando, podando sin ton ni son, adocenando, embretando, uniformando de modo que se pierdan riquezas y matices, que son matices y riquezas por otra parte queridos por Dios, que es el autor de la singularidad y su más ferviente promotor, al tiempo que es el autor de los límites y el promotor de los arquetipos a imitar.

Imitar limita, ciertamente. Pero si la palabra imitaciones tiene esa polaridad tan tensa entre algo deseable y algo indeseable, es porque en parte usamos el mismo término a conciencia, sabiendo que imitar, precisamente, tiene un límite. Y tal vez sabiendo o sospechando que, pasado ese límite, la imitación no sólo no edifica sino que corroe, vacía y aplana lo que está llamado a tener un relieve peculiar. Otro tanto exactamente habría que decir de límite y su significación bifronte.

Esta Florecilla, creo, finalmente, habla de lo singular –como nota ‘peligrosa’ de la existencia– y de la creación entera, que es un monumento tanto a la singularidad como a los límites.

Creo que redondamente se engañaría el que solamente percibiera aquí el aroma de cierto talante desfachatado, talante del que no quiere que nadie le diga lo que tiene que ser y hacer. Como se tropezaría aquí el que supusiera que la convocatoria de Braulio se agota en un vitalismo inflado, desdeñoso de las cortapisas, avasallador de modelos y de moldes, amplio con amplitud limítrofe con todo, o con nada. No me parece que pueda defenderse muy seriamente esa interpretación, salvo como ejercicio dialéctico.

No sólo aquel que educa a otros (hijos, alumnos, discípulos) debería pensar muy bien en esto. También aquel que se educa a sí mismo constantemente, aquel que trata de conducirse honesta, veraz y valientemente.

Para cualquiera, creo, es todo un trabajo discernir y reconocer lo imitable, como es un trabajo imitarlo. Para cualquiera es una obligación aumentar lo recibido hasta donde sea menester, luego de discernir el valor de lo recibido lo mejor que se pudiera. Pero cualquiera entiende también que imitar rectamente lo imitable no conspira contra el crecimiento, como cualquiera entiende que rechazar los límites que simplemente ahogan es saludable.

Por ello mismo, creo, para cualquiera debería ser relativamente obligatorio advertir la diferencia entre la educación y la esclavitud, entre el crecimiento y vivir en puntas de pie, entre elevarse y estirarse, entre la libertad de espíritu y la vanagloria, entre el singular y el dandy, entre imitar y ser un acrítico chupamedias (de alguien, de una idea, de un propósito), entre el límite y la amputación.

Cada quien llega a cierta estatura en su vida y llega a ella siendo (mal que bien, bien que mal) quien es y lo que es. Y quien es y lo que es significa tanto cosas peculiares suyas de él como cosas recibidas, prestadas e imitadas.

Si alguien me quitara aquellas cosas que hacen de mí quien soy, quien he llegado a ser a lo largo de mi existencia, difícilmente podría decir que lo que ha quedado como producto de esa ablación soy yo. Como de hecho si alguien pretendiera limitar mi estatura a la altura de mi cuello, debería cercenar para ello mi cabeza, lo cual daría un resultado más o menos similar: ya no sería yo.

Pero es claro que no soy tan yo que no sea lo que tengo de otros y de Otro, como es claro que no soy tan sin límites que mi estatura no tenga medida.