lunes, 26 de enero de 2009

Día 26

“Día 26. Los buenos negocios requieren olfato y obligan a taparse la nariz.”

Esta Florecilla de algún modo hace pendant con aquella otra de un político y dos políticos. Y no sólo por el estilo que, aunque hace rato no digo que es contrastante y barrocón, sigue así.

El asunto –como allá era de alguna manera el poder– son aquí las riquezas. Y las riquezas que nuestra mano hace y busca retener y retiene, y no las riquezas que andan sueltas por ahí, sólo tenidas de la mano de Dios.

Dos cosas glosaría si tuviera que. Buenos por una parte y olfato, por otra.

¿Qué quiere decir buenos negocios? Porque salta a la vista que nauseabundos no son buenos. ¿Y por qué y cuándo son nauseabundos los negocios que se tienen por buenos negocios?

Dos cosas habría que despejar antes que nada. Las riquezas de humana industria son peligrosas. No dije malas. Dije peligrosas, bifrontes, en equilibrio inestable. Y a las veces más malas que buenas, supuesto que fueran neutras de origen. Y eso por peligrosas, peligrosas para el corazón del hombre, más que para la mano ávida que las retiene. Porque es el corazón el que mueve la mano. Y pasa que el corazón con riquezas cree dos cosas: que son suyas solamente suyas y que ya llegó adonde iba y que ya no necesita ni espera más. Y pasa que uno se da cuenta de que el corazón se aferró a las riquezas cuando siente eso, aunque no tenga riquezas...

Por este pasadizo desfilan la usura, por ejemplo –ya que es una hija predilecta de tantas avaricias–, tanto como negar el salario y el salario justo al que lo merece. Por aquí van las mentiras y trapisondas del gerente de compras, y los artilugios del ingeniero que le echa agua a los materiales para obtener mayor beneficio con menor costo. Y la lista de buenos negocios es larga, así que para qué aburrir.

Claro.

Está tan recorrida, tan historiada y dicha la trampa y el aprovechamiento, que parecería además que hasta que no se agregan ceros no hay que taparse la nariz. Parecería que sólo hay Florecilla si se construye un puente o una torre de lujo, o se le hace un guiño al socio político o al paniaguado de turno para que entre a saco de lo que sea, o si se hace un negociado sin muchas vueltas. Y no es así; eso no es todo. Porque en cuanto se abre apenas el abanico, la Florecilla mira cosas que casi no se ven. Las trampas invisibles, los aferramientos indebidos e dizque inadvertidos, las pequeñas cosas, las sordas deshonestidades, los arranques filantrópicos arteros, las generosidades esclavizantes, las delgadas cadenas.

Y no hay ni que decir que en todos los casos quien ejerce la retención y la dádiva, a cualquier escala y en cualquier modalidad, considera lo suyo un buen negocio, aunque negocio tenga la mar de sinónimos. Porque pretende con su acción, algo del mismo género que lo que el usurero o el truchimán: tener para sí algo que no debería tener, o debería soltar, jorobando a otro u a otros si lo tiene o lo retiene.

El pormenor del capitalismo, los pormenores de los materialismos varios, los dejamos ahora afuera de esta glosa. Importan, pero no hacen falta aquí. Y hay legiones hablando y escribiendo sobre esas cosas.

Voy al asunto del olfato que me interesa más.

El olfato es un punto. Mucha pavada se dice ahora en torno a los olores y aromas. Pero también es porque algo de verdad hay detrás. Las cosas que se saben sobre él –pocas– tienen lo suyo, no vaya a creer. Una, para empezar, es que funcionando recorre capas hondas y como antiguas del hombre –del sistema límbico al hipotálamo–, así como dicen los que dicen saber que se asocia a la vez a múltiples facetas sociales humanas: sí, como lo oye, sociales. El olfato va por partes por donde también se enhebra, como si dijera materialmente, algo de lo que el hombre tiene de sociable. Hemos superpuesto otras formas de relación con los congéneres, pero el olfato dice cosas que los hombres entendemos –como entendemos a través de los demás sentidos y de todos juntos– y nos trae también cosas que recordamos. Y todo a su modo, que es un modo al que no estamos del todo acostumbrados. Es poderoso el olfato, antiguo y poderoso. Más animal si se quiere, pero poderoso. Recuerdo cierta vez, haber oído a alguien que hablaba de los sentidos y la caridad. Recorrió con cierta elegancia retórica previsible los otros cuatro sentidos, aunque el gusto también hubo que componerlo. Hasta que llegó al olfato. Mucho menos pudo decir, y pese a que con el olfato dicen que vienen muchas cosas de nuestra vida social, puso simplemente el ejemplo del olor de los pobres y menesterosos y nuestra consecuente, probable y previsible retracción.

Todas las partes del hombre son humanas desde que son del hombre, pero hay algunas a las que lo propio humano llega menos, asuntos que estamos menos acostumbrados a gobernar. Los hombres no rastreamos tan conscientemente con el olfato como los animales. De hecho, antes usamos otros sentidos que nos son más humanos, digamos así, para orientarnos y para ‘conocer’. Y, en principio, para relacionarnos con los demás. El olfato, de alguna manera, siempre nos sorprende un poco, salvo que tuviéramos el hábito de buscar con él alguna pista del ser, alguna pista sensible. Pero no es lo habitual, por lo menos entre los hombres de occidente. Y, sin embargo...

La Florecilla dice claramente que se requiere el olfato –como una especie de olfato, que aquí el sentido no es propio, enteramente– para seguirle la huella a ciertos negocios, y a ciertos asuntos, agrego ahora, que no sólo se trata de hacer platita, aunque principalmente. Con lo cual podría entenderse que esa actitud, además de lo que la expresión tiene de fórmula, tiene algo de animal, y con ello algo de bestial y nos vuelve un poco animales, si la dejamos librada y nos gobierna.

Y está bien que la figura para esa astucia de los buenos negocios sea la del olfato. Como, consecuentemente, está bien que esos buenos negocios obliguen a taparse la nariz.

Pero dice a la vez la Florecilla que lo que los asuntos exudan no huele bien, cosa que presumiblemente huele/sabe el que huele/sabe cuando huele/sabe, y no le hace mucha diferencia. ¿Y a eso se llama olfato? ¿Buen olfato? ¿No discerniría mejor el olfato entre lo agradable y lo nauseabundo? Tiene estragado el sentido, se ve. Soporta como bueno lo maloliente. Y no dice inevitable. Dice bueno. Y se presume que bueno simpliciter, según lo huele/sabe el pesquisa de oportunidades de negocios. Pero la carroña les huele apetitosa a los carroñeros. Y así será tal vez que lo que dice la Florecilla significa que algo hay en los negocios que está en el límite justo entre lo que huele bien y lo que, por corrompido, huele mal.

Y no me parece mal, a su vez, asociar uno de los sentido que parece tener tan poco notables pero fuertes incidencias en nuestra sociabilidad a la cuestión de los buenos negocios malos. Porque seguramente no es el mismo el del olfato que el que se tapa la nariz. Uno es menos sociable que el otro. Uno es menos social que el otro. Uno es menos hombre que el otro, al fin de cuentas.

Porque según el modo como se conciba la sociedad y al hombre que forma parte de ella, será necesario más o menos de ese olfato que dice don Braulio. Y se da el caso de que si hay muchos con ese olfato puede que mermen los que se tapen la nariz. Y entonces estaremos -estamos- fregados, y no soló y principalmente en asuntos de negocios, como ya se ha dicho.

Al fin, otra vez, habrá que ver si hacer esos buenos negocios es lo que hay que hacer, cualquiera de esos negocios que se dicen buenos. Con muchos ceros, con pocos o con ninguno.

El olfato no tiene por qué estar para eso, claro. Pobre olfato, hondo, viejo y animal como es, a no dudar que también él tiene su destino de gloria y su misión feliz.

La culpa no es del olfato, es del hombre, y, si acaso, de los mismos negocios.

Seamos justos.

Al olfato le debemos la infancia revivida en el olor del barrio, los días de la escuela en la tiza y el olor a libro y tinta, una ciudad querida, un país de bosques o uno de mar, el recuerdo de una muchacha amada en el aroma a flores frescas en el pelo fragante de una muchacha, la ansiosa paz en el campo de la cosecha, la camaradería resucitada en el olor a la cerveza impregnado en las maderas de la taberna, el silencio feliz en el cigarro reparador (a callar, detractores...), los amores de siempre en la cocina de mi madre, la esperanza del día en el café de la mañana, la ternura en la piel de un niño, el gozo inexplicable en los efluvios de la lluvia que se acerca en la tarde, el dolor y la gratitud en el perfume de los trajes ya sin dueño de mi padre, la fiesta en el asado argentino para los amigos argentinos, lo arcano de la sangre en el tuco del domingo para las itálicas tribus...

Y al olfato le debemos el olor de santidad en el que se espera morir un día.