jueves, 29 de enero de 2009

Día 29

“Día 29. Aquella señora se acostaba con todos. Era sumamente ecuménica.”

Lástima, me parece, que la última de las cinco Florecillas que se ocupan de la mujer, venga tan ríspida.

Pero tal vez en el entresijo de la cuestión haya alguna hebra que no deje tan mal sabor.

Apenas vista ésta de hoy, podríamos volver unos veinte días atrás y recordar la novena Florecilla, aquella que nos decía que la puta no es peligrosa, sino la hija de puta. No sé qué será, pero en un primer arranque y movimiento del ánimo, yo mismo me fui a refugiar allí, tratando de salvar –como en los naufragios– a las mujeres primero.

No me arrepiento de ese arranque. Salvo que…

Como cualquiera, me doy cuenta de que acá la mujer es el rehén de otra cosa, es el prisionero de guerra de otra guerra. Parece que no es la mujer sin más, en realidad. Es el ecumenismo, y no me siento muy sagaz por haberlo notado.

Sin embargo, no miento si digo que mujer hay aquí. Y no es fácil pasar de largo en la glosa, sin glosarla.

Por qué acaso, me preguntaba, no será enteramente la misma mujer la puta de la novena que la ecuménica de la 29. Bien podría ser, por qué no. De hecho, aunque referida con cierta sutileza desganada, parece que la ecuménica fuera un sinónimo como transparente de una cualquiera, pues con cualquiera se acuesta, si se acuesta con todos. Y eso, en el mote común y habitual, es una puta.

Lo que pasa es que en un caso dice redondamente puta y en el otro dice nítidamente señora. Y, si las palabras dicen algo, una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Porque, en principio, parecería que una puta no es una señora y una señora no es –no debería ser– una puta.

Así las cosas, y si no lo entendí del todo mal a don Braulio, se me da que esta señora debería asociarse más bien a aquella que llamó la hija de puta, pese a lo que sus hábitos harían suponer en primera instancia. Y eso, nada más y nada menos, que porque la llama señora.

Según entiendo, esta señora fornica con los señores, con cualquier señor. Y con todos los señores de la tierra y con cualquiera. La distinción podrá parecer sutil o amañada, pero no lo es, creo.

Hay signos en las cosas. Y una puta me parece que es el signo acreditado –casi el emblema– de una pecadora, y en ese sentido, de un pecador; es decir, finalmente, de un hombre –cualquier hombre– que necesita redención. Se junta con prostitutas y publicanos, no es una acusación de ecumenismo, precisamente. No era eso lo que le recriminaban, sino la impureza, el ir a las impurezas y a mezclarse con los impuros, ir a los manchados y a los enfermos como si fuera enfermo y manchado él mismo. Se ve también así que, siendo de la ley los impugnadores, no eran de ley, tal y como se los tuvo que recordar el impugnado en más de una ocasión.

Está el hecho cierto de que, tradicional y habitualmente, una puta cree ser una puta, como que un publicano, según sabemos, más bien se cree un publicano. Ninguno de los dos se hace ninguna ilusión al respecto. Y he allí, tal vez y precisamente, un signo impresionante de las cosas: cuando una puta se considera una trabajadora sexual cree haber establecido sus derechos y, sin embargo, lo que realmente ha pasado es que ha perdido algo –tal vez lo principal y único– que la ponía en el camino del rescate.

Pero una señora no es lo mismo. Una señora es, en principio, una mujer casada. Es alguna mujer que ha prometido fidelidad y amor a un hombre. De modo que, al acostarse con todos, no solamente se entiende que cualquiera le da lo mismo, sino que claramente se entiende que le da lo mismo y nada le importa de aquel de entre todos los hombres que no es cualquiera para ella y para quien ella no es cualquiera.

Llegados a este punto podemos considerar la cuestión ecuménica. Acostarse con todos y con cualquiera es acostarse, en principio. Y acostarse significa cristalinamente hacerse de otro, hacerse uno con el otro de modo de llegar ser uno con el otro; o, en el caso de la Florecilla, el gesto vacío de hacerse de otro y uno con el otro. Una entrega sin entrega. Una pertenencia sin posesión, aparentando toda entrega y toda posesión.

Don Braulio da a entender, creo, que es peor cuando eso pasa en la vida que cuando es en la cama que eso pasa. Y tiene razón, salvo por el hecho de que la cama es aquel signo fuerte de la vida del hombre y de su relación con Dios, a tal punto que, mientras den las entendederas, no debe desdeñarse como si fuera una simple pulsión o un cumplimiento formulario mero de algún precepto.

Usa aquí ecuménica que es palabra talismán, de las que despiertan cosquilleos y mundos asociados apenas evocadas. Ecumenismo es una de esas palabras hoy por hoy. A favor y en contra, a derechas o a tuertas.

Pero creo que en los límites de esta glosa, importa decir que detrás de la discusión acerca de ese asunto, está precisamente la cuestión del amor único y unitivo.

Está bien que la figura nos muestre a una señora, si es que hablamos también de ecumenismo. A ella se le reclama el corazón uno, unificado, unido. No disperso o indiferente en partes cualesquiera y de cualquier manera. Tampoco se trata del aferramiento y el apropiamiento de su señor. Amor uno y unitivo. Amor.

A la señora se le pide no tanto el decoro exterior, sino la unidad interior. Es como si dijera otra aplicación más de aquello que glosaba en la Florecilla del Día 15: una mujer de ley.

Nunca podrá ser de otro, si es una señora. Nunca otro será suyo, si lo es.

Y entonces, si es así, si esta señora es una señora, si es esa mujer legítima es de ley, por cierto que habrá un modo en que todo el mundo le pertenezca, siempre y cuando y porque la señora pertenece a su señor. Como habrá un modo en que ella pertenezca a todo el mundo, siempre y cuando y porque pertenece a su señor. Y es un modo difícil y arduo en este valle. Como el ecumenismo lo es, sea eso lo que fuere.

De otro modo, esta señora será la amada de ningún amado, es decir de cualquiera.

Será la señora de nadie.

Y todo eso, claro, parece que vale también para el ecumenismo.