lunes, 15 de julio de 2013

No volveré


Desde lo del portal que decía en la entrada anterior, varias cosas se fueron acumulando para que no saliera tan rápido de estas cuestiones.

Y todo por haber entrado a una calle con plátanos añosos, veredas rotas, un terraplén de ferrocarril y silencio y pájaros...

La primera cosa es que me quedé pensando en la hondura del asunto. Es casi inabarcable porque es sin casi el sentido mismo de la vida.

Los hombres batallamos con el tiempo del nacer al finir y creemos -al menos sentimos fuertemente, existencialmente- que es nuestra batalla principal. Es tan tópica la cuestión que me doy por eximido de probar el asunto.

Pero.

¿Es el tiempo realmente? ¿O el tiempo es el marco gravoso de la cuestión principal?

En los asuntos principales -en la vida individual y en la entera historia de los hombres-, parece que el tiempo signa de un modo indeleble todo.

El asunto principalísimo -el origen y el fin, así, unidos y no cada uno por separado, sin los cuales implícita o explícitamente todo lo demás nos sabe a nada-, suena a cuestión temporal o nos empecinamos en entenderlo como un asunto radicalmente temporal, y que nos enraiza en el tiempo, a la vez, por su misma naturaleza.

Se entiende que somos seres temporales, o en el tiempo, para decir mejor.

Pero, ¿de dónde nos vendrá la pulsión irrefrenable de considerar precisamente el origen y el fin como si fueran asuntos del tiempo?

Volver. He allí una cuestión atosigante para un ser temporal que no se detiene jamás, que no puede detenerse ni detener el tiempo. Y que no puede acelerarlo ni menos suprimirlo. Volver. Querer volver. Casi lo mismo que llegar y querer llegar.

Ocurre que sólo estamos en un sentido pleno en el presente.

¿Es posible volver? Porque volver -ya se vio en la entrada anterior, ya lo vi al menos- no es volver a dónde sino volver a cuándo.

Por cierto que hay estados, situaciones, momentos, afectos que fueron y fueron algo y de un modo determinado. Y que irremediablemente ya no son. Pero volver a ellos es querer volver a lo que entendemos que guarda el secreto y la potencia de lo que fueron y significaron: aquel momento en el que fueron lo que fueron. Aquel tiempo.

Pero.

¿Es el tiempo? ¿El tiempo los signó y el paso del tiempo los vació?

Identificamos la felicidad con el tiempo. Pero, en realidad, esa felicidad es apenas aquí el signo precisamente de la plenitud, que es uno de los nombres del no tiempo, de la eternidad.

Se entiende que pueda parecernos así. Vimos ese relámpago feliz en un momento dado, circunstancias que fueron en un momento dado. Cosas que ocurrieron en un tiempo largo de años, o breve de segundos. Pero años y segundos que son tiempo. Y el resto del tiempo sin aquello visto o vivido parece una cadena de tiempo, un pesado grillete temporal del que queremos librarnos, y remontar, precisamente, el tiempo, hasta llegar a aquel otro tiempo donde aquello estaba.

Lo cierto es que no se pasa el portal a Narnia para ir a un tiempo.

No se pasa el portal de ninguna existencia a otra para ir a un tiempo. El viaje en el tiempo será fascinante, pero es lo más irreal. Es la tentación negadora de la esperanza y de la existencia. De la verdadera -y única- existencia.

Si hubiera que volver, habría que volver al futuro, en todo caso. Porque precisamente aquello que identificamos y gozamos en aquel largo o breve momento determinado como enteramente feliz e inarrugablemente dichoso, vino de fuera del tiempo, sembró y preñó el instante -o los años- de felicidad luminosa. Pero ni esa felicidad ni esa luz eran del tiempo, ni siquiera, propiamente, de aquello que nos iluminaba felizmente en aquel momento.

Narnia o cualquier mundo al que se pase por un portal de ese tipo nos saca del tiempo, precisamente. No es que nos permite volver; lo que ocurre es que suspende el presente y lo vuelve de una continuidad que nos resulta incomprensible, pero que más allá de comprenderla, en el tiempo, sólo nos ocupamos de gozarla.

Pero, después, volvemos al transcurso y su gravedad, objetiva y subjetiva. Y puede volverse intolerable la nostalgia tanto como el transcurso mismo, gravado además por esa nostalgia.

Sí.

En eso estaba hoy cuando a estas cavilaciones se le sumaron dos textos.

Uno que recordé pensando en estas cosas: la Refutación del regreso, de Alejandro Dolina. Hay que discutirle no pocas cosas al sentido del tiempo y de la vida del autor, pero hay párrafos que plantean más de una cuestión interesante:
Aún cuando fuera posible volver al pasado, nada sería igual. Todos los actos de nuestra vida repetidos minuciosamente, serían distintos al estar ocurriendo por segunda vez. Esta diferencia es sustancial. Llevaríamos con nosotros la carga de la experiencia anterior. Nos estaría negada la ansiedad y la esperanza. ¿Con qué entusiasmo apostaríamos a las cartas que ya sabemos perdedoras? Alguien dirá: sería preciso borrar la memoria y volver al pasado sin recordar que ya lo vivimos. Respuesta: ¿de qué sirve volver si uno no sabe que vuelve? Para el caso es posible pensar que ahora mismo estamos viviendo por segunda o quinta vez la misma vida.
Otro texto fue un artículo del diario ABC de Madrid que me mandaron hoy y que, si bien parece ir por otros asuntos, creo que trata la misma cuestión, aunque por otras vías. A mí me fue pertinente y también me suscitó toda clase de reflexiones y observaciones sobre estas materias (y sobre las propias del artículo, relacionadas al fin con éstas mías de ahora): ¿Y si Roma no estuviera ya en Roma?, de un español llamado Ignacio Sánchez Cámara.


Leamos. Pensemos. Veamos qué.


Mientras, haciendo un recreo de lo arduo, y también para considerar si hay que volver o no, si es posible volver o no, si conviene no volver una vez que uno puso el pie en el camino que va y no vuelve, si mejor no volver nunca a nada o si mejor no tener que irse y así, allí están esas graciosas aporías musicales que puse en otra parte (para deliberadamente amenizar estos párrafos) y que canta Chavela Vargas: Volver, volver y No volveré.


Y, no..., no parece que esto termine acá: creo que tendré que volver sobre estas líneas.