viernes, 2 de junio de 2006

Pot-pourri I (mais non assez...)

Por ejemplo. Estoy oyendo por fin el Quintetino para cuerdas de Luigi Boccherini (Nº 6 del opus 30, La musica notturna delle strade di Madrid).

Un fragmento está en la escena final de la película Master & Commander (Capitán de mar y guerra se llamó en varias partes -como se tradujo también la novela de O'Brian-, y por una vez creo que me gusta más el título traducido...)

El caso es que, oyendo Boccherini, obsesivamente, se me ocurrió si al final no habían 'quemado' una pieza muy bonita.

Sin ser ningún iluminado, se me ocurrieron al menos diez escenas distintas en vez de esa competencia de narcisismo equívoco entre estos dos 'ingleses', elegante sí, pero de resolución tan poco exigente. Aunque los arrebatos de alarma a bordo que se superponen (sordos y con esta música de acompañamiento) y el final retiro de la cámara a un plano general del supuesto mar del sur pacífico con esos sonidos al fondo, reconozco que tienen belleza fílmica, al menos belleza fácil y eficaz. He visto cosas mejores de Peter Weir.

Pero, al fin y al cabo, yo estaba de parte de Boccherini en este asunto.

Pensé, entonces, que bien podría a cambio haber sido una escena de niños jugando en una meseta sin árboles, como las de San Julián, sobre el acantilado gélido y ventoso, con un mar virgen de fondo y abajo. Fines del XIX, tal vez, y niños tehuelches jugando con inmigrantes gringos, quizá galeses... Una escena con una anciana desdentada y simpática haciendo compras erráticas y embrolladas en un mercado callejero, en una calle de Lens o en un tianguis mexicano. Un ejército avanzando por una ladera verde en perfecto orden de batalla, lanzas al frente, o bayonetas, con primeros planos de caras fieras pero demasiado gastadas, mezcladas con las de bisoños ávidos de gloria, empujando a esos viejos guerreros que tratan de protegerlos de un enemigo más duro y feroz que su avidez. Un camino blanco y arenoso que deriva en medio de montañas imponentes, con praderas ralas y rocosas al final, y un viejo afgano bajando por el camino tortuoso hasta el valle, haciendo equilibrio sobre una vapuleada bicicleta, de las altas, de las inglesas, con fuegos que humean allá abajo, casuchas, manadas dispersas. Y cosas así.

Sin embargo.

De todas las fantasías de mi repaso, me di cuenta de que ese mismo movimiento del quintetino se resistía a una escena con el amor de por medio. Con el amor de un hombre y una mujer. Y tal vez era precisamente la música y no el amor. Porque lo que me resultó más curioso es que, en el ejercicio imaginativo, la música me arruinaba todas las escenas posibles sobre ese tema.

Será que el amor es bastante más exigente que el mar, que un barco, que una bicicleta, que un mercado, que una meseta, que un ejército. Será que no se deja retratar así nomás por esa música. O que no se deja retratar así nomás.

Será.