viernes, 30 de junio de 2006

¿Me habla a mí...?

El frío, el primer sol de la tarde, tibio sobre el vidrio de la ventanilla, el suave movimiento del tren, me adormecían. Salíamos de Palermo.

Me arrancó del sopor un gigantón de unos 14 años, romboidal, que coronaba y acentuaba su vértice con un gorrito de lana con los colores "de la selección".

Mudo y distante, repartía -para cosechar unas moneditas- unas tarjetitas de las de cartón duro, plastificadas, con ositos cariñosos y florcitas de colores estridentes en el anverso. Puso una sobre el asiento, junto a mí, pero con torpeza tal que el gesto era un despertador para el durmiente.

El mensaje, escrito con letras encarnadas, bordeadas en dorado, con vacilante gramática decía:
Si la vida me diera un deseo,
desearía volverte a conocer.
Y allí quedé. Por un mecanismo que no me extraña pero que no entiendo y siempre me sorprende, primero revisé la sintaxis y después me tomé en serio la frase. En lo que tardó en secuestrarme -o rescatar- la vitela (no, no le di una moneda; me parece que me impresionó el tamaño del "niño" o ya estaba distraído...), repasé lo que estaba diciéndome con su tarjetita.

Y -siempre según el mecanismo arcano- de allí pasé a una lista mental de aquellas personas a las que podría enumerar bajo semejante epígrafe. ¿A quién le diría eso? ¿Habría alguien a quien realmente pudiera decírselo?

Y en eso estaba, poblando hojas de aire con tantas anotaciones como tachaduras.

No diré el resultado. No podría. Pero también porque sin darme cuenta crucé una puerta y aparecí en otro jardín.

El coronado gigantón mudo y adolescente, sin advertirlo, "me había hablado". Y sin proponérselo él me había puesto a pensar en lo que "me había dicho". Y allí estaba yo, abstraído, ya despierto, haciendo la tabla de posiciones de quienes merecían ser re-conocidos...

Y volví a la cuestión ociosa del auditorio y del interlocutor.

¿Sabría esa especie de Hermes denso y opaco que llevaba en las manos mensajes cifrados? ¿Era tan inocente su mendicidad? ¿No se trataba de un magnífico disfraz?



Antes de llegar a Retiro, copié el mensaje de los dioses para no olvidarlo. Y un poco me reía con todo el asunto.



Volvía, ya tarde. Seguía con sueño y, por una de esas asociaciones caprichosas, volví al papel en el que había copiado a las disparadas la notita 'hermética'.

Pasa tener que copiar así las cosas. A veces son versos que aparecen abruptamente o que vienen madurándose en música y que para no 'perderlos' -o para sacármelos de encima- anoto generalmente a lápiz. Pueden retormarse o no, pero allí quedan, en cualquier caso.

Y fue recién al releer la frase que me di cuenta de que había una cuarteta maltrecha más arriba. Entonces recordé la ocasión en la que la escribí.

Viajaba a Retiro, una tarde, hace un par de meses, tal vez, y en el asiento contiguo viajaban dos muchachas. Leía yo y conversaban ellas en voz queda pero audible, poca gente. Se contaban sus cuitas, recuerdo, amores y desamores, entre chismes de oficina y tales cosas.

More moderno, creo, porque eran dos 'muchachas' ya no tan muchachas..., así que las desventuras parecían ser laborales. Una de ellas contó la secuencia de algo para mí desconocido pero no para su interlocutora.

Alcancé a entender que él había partido, y que lo que hubiera sido aquello que los unía, en algún momento dejó de ser, se disolvió, sin demasiada tragedia, sin mucha emoción. Ella, dijo, lo había extrañado al principio (estoy desfigurando ahora, y por falta de memoria, la riqueza dialectal de aquella confesión...), pero no sabía cuánto lo había extrañado hasta que él volvió a cruzarse. Parecía tratarse de una relación nacida en el lugar de trabajo, como digo, y parecía que él había tenido que ir a cubrir algún lugar en algún otro lugar.

Pero él volvió. Y fue allí que ella advirtió que no era para tanto.

Esto lo dijo de modo tal que no podría ahora reproducirlo. Pero me quedó la 'substancia' del asunto, el giro, la forma barroca -sin saberlo- en la que ella envolvió su desencanto, y su sorpresa, porque al verlo advertía que no era para tanto. Ni él. Ni su ausencia.

Y así fue que quedaron, sobre la frase de Hermes, los versos de esa cuarteta que eran el resumen y la versión de lo que había oído:
Estás pero volviste. Tú no estabas.
Y ahora sé que no estás porque volviste.
Porque mientras no estabas no sabía
si extrañaba de ti que no estuvieras...
Y resultaba así que la tarjeta del gigantón era una especie de continuación de aquella conversación.

En la lista de gentes a las que poder mandarles la tarjeta del gigantón, ella no lo tenía a él.

Algo que azarosamente había unido yo, poniendo una cosa debajo de la otra.

Y de todo esto, ni las muchachas laborales, ni el ignoto desencanto de hombre que una de ellas había botado, ni menos todavía el Hermes romboidal, sabían absolutamente nada. Ni creo que tengan modo de enterarse.

O sí.

Y entonces soy yo el que no sabe nada, más probable.



El caso es que me parece que eso pasa muchas veces, más allá de nuestras intenciones, con las cosas que decimos.

Difícil saber a dónde van a parar y con qué otros asuntos se juntarán en la cabeza o en el corazón de nuestros interlocutores.

Lo cual torna a las palabras en episodios suma y potencialmente peligrosos.