viernes, 17 de junio de 2005

Tácito, como el sujeto

Un lector, apenas inicialado, me envía estos textos de las Historias de Cornelio Tácito.
ver

Doy principio a una empresa llena de varios casos, de guerras atroces, de sediciones y alborotos, crueles hasta en la misma paz. Cuatro príncipes muertos a hierro, tres guerras civiles, muchas extranjeras, y las más veces mezcladas unas con otras. Sucesos prósperos en Oriente, infelices en Occidente. Alborotado el Ilírico, inclinadas a levantamiento las Galias, Inglaterra acabada de sujetar y perdida luego, los sármatas y suevos confederados entre sí contra nosotros, los dacios ennoblecidos con estragos y destrozos, no menos nuestros que suyos. Las armas de los partos casi movidas por la vanidad de un falso Nerón; Italia afligida de calamidades nuevas o a lo menos renovadas después de un largo número de siglos; hundidas y asoladas ciudades enteras. La fertilísima tierra de Campania, y la misma ciudad de Roma destruida con muchedumbre de incendios, abrasado el Capitolio por las propias manos de los ciudadanos, violadas las ceremonias y culto de los dioses; adulterios grandes; el mar lleno de gente desterrada, y sus escollos y peñascos bañados de sangre. Crueldades mayores dentro de Roma, donde la nobleza, la riqueza y las honras fue delito el rehusarlas y el tenerlas, y el ser un hombre virtuoso ocasión de certísima muerte. Ni causaba menor aborrecimiento y lástima el ver los premios en el acusador, que las maldades cometidas por alcanzarlos; teniendo algunos como por despojos de enemigos los sacerdocios, los consulados, las procuras, la privanza del príncipe, y, finalmente, el manejo de todas las cosas. Los esclavos obligados a declarar contra sus señores; los libertos contra los mismos que acababan de ponerlos en libertad, y aquellos que habían sabido vivir sin enemigos, no poder evitar su destrucción por medio de sus mayores amigos.

Bien que no fue aquel siglo tan estéril de virtud, que faltasen muchos buenos ejemplos de qué tomar enseñanza; pues se ven madres acompañar a sus hijos en la huida, mujeres a sus maridos en el destierro, parientes animosos, yernos constantes, y, finalmente, esclavos no sólo fieles, pero contumaces contra el rigor de los tormentos. Vense muertes de hombres ilustres sufridas con tal fortaleza de corazón, que en los generosos fines imitaron la constancia y celebrado valor de los antiguos. Y a más de la multitud y variedad de casos humanos, se ven prodigios en el cielo, amonestaciones de rayos en la tierra, presagios de cosas venideras, alegres, tristes, dudosas y claras; porque jamás se pudo verificar mejor con estragos más atroces del pueblo romano ni con más ajustados juicios, que los dioses no tienen cuidado de nuestra seguridad, sino sólo de nuestro castigo.

Y cita Tácito a Galba, dirigiéndose a Pisón:

...El medio más provechoso y más breve para saber elegir lo bueno y reprobar lo malo es el considerar lo que tú, si te hallaras debajo del gobierno de otro príncipe, hubieras querido o no querido que se hiciese: porque aquí no nos sucede a nosotros como en las demás naciones que son señoreadas, donde una sola familia manda y otras sirven y obedecen; antes has de gobernar a gente que no puede sufrir del todo la servidumbre, ni absolutamente la libertad.

Ahora bien, veamos un poco.

Que cada cual tome de allí lo que le pluguiere, que para casi todos los gustos hay.

Lo que es a mí -sin importar la intención del envío, que ya sabré acaso cuál haya sido, además de la luz latina del texto-, me llama la atención la circunspección pagana de este romano del siglo II.

Podríamos fijarnos en el aspecto literario, en la fuerza de la ilación descriptiva, en la capacidad para dar los datos y a la vez el clima existencial en que los datos cobran vigor y vida.

Pero es muy notable el ceño adusto, la solemnidad espontánea que inspira, la gravedad de la mirada que mira al mundo desde Roma, al tiempo que una ironía sutil recorre el último párrafo, especialmente, dando pie a la crítica política y social, a una radiografía del estado moral de esa Roma de aquel año 69 d.C., de memoria tan infausta entre los historiadores, según se sabe.

Decadencia incipiente la del Imperio de aquel siglo (de aquel en que Tácito escribe y de aquel sobre el que escribe.) Una decadencia señorial, sin duda. Pero también un límite claro para una forma de entender el mundo. Y me refiero a todo lo que hay en el mundo, no solamente al mundo político o cultural.

Se me ocurre leyendo estos párrafos que, sin el cristianismo, el paganismo finalmente sólo está en condiciones de ofrecer eso mismo: un límite glorioso, pero límite al fin. Y después, llegado a su límite, una decadencia impresionante y gloriosa, pero decadente al fin.

Se me ocurre además que sin duda el paganismo no puede traspasar por sí mismo ese límite, aunque el límite se vea como un estado lleno de gloria y de glorias, como la consumación de una vida humana en el orden del estado, lo que parecería un monumento perenne.

En lo que a designio y hasta visión del mundo y de la historia se refiere, el cristianismo le permite al paganismo traspasar ese límite, incluso le permite pasar al otro lado -entre muchísimas otras glorias- la propia consumación gloriosa del paganismo, y hasta le permite conservar los derechos de autor de un orden social, político, cultural.

La única condición de la que el cristianismo no puede relevar al paganismo, es que no pretenda pasar el límite en la dirección opuesta u obrar como si no hubiera traspasado ese límite de su 'bautismo', una vez que ha ingresado en la historia 'bautizada'.

Nadie puede poner objeción a este bautismo. No hay objeción alguna a que el paganismo sea bautizado, y tampoco hay objeción de que sean bautizadas muchas de sus glorias. De hecho él lo fue y también ellas.

Sí hay objeción a que el paganismo reniegue de su bautismo y pretenda subsistir como si su bautismo jamás hubiera existido.

Muchas más cosas aparecen al trasluz en estas líneas. Tal vez haya ocasión para más, otro día.


Sin embargo, no menos interesante resulta la mano que escribe. Un sujeto peculiar.
ver

Luego de leer con asiduidad a Tácito y de familiarizarnos con su galería de retratos magistrales -Racine le llamó el más grande pintor de la Humanidad, quisiéramos saber algo de su existencia moral y de su persona física. El afán inquisidor se vuelve estéril. Pronto nos perdemos en búsquedas y conjeturas. A lo largo de los Anales y de las Historias, cuando nos parece individualizarlo, se nos esfuma y pierde de nuevo: hemos andado en pos de una sombra... ¿Por qué tan poco de sí deja columbrar Tácito en su obra? Fuera de la cálida ternura e ilimitada admiración que por el suegro revela en la Vida de Agrícola, ignoramos el caudal de sus virtudes y el peso de sus flaquezas de hombre. Alude a su mujer una sola vez. Cuando recuerda los años de amorío, habla de "una joven de bella esperanza". No menos impenetrable es el silencio que guarda con respecto a los antecedentes de familia.

No se sabe a ciencia cierta de quién desciende o si dejó honroso linaje. Sus viajes se deducen, aunque jamás habla de ellos. Se presume que visitó la Bretaña -la documentación de la Vida de Agricola serviría de prueba- y que desempeñó un puesto público en alguna aldea belga fronteriza con la Germania, circunstancia que debió de aprovechar en la preparación del libro que trata de dicho pueblo. En punto a amistades, de no ser por el epistolario de Plinio el Joven, se nos pasaría que fue amigo hasta del propio Plinio. Tácito entiende de esa suerte que entre la vida y la obra no ha de existir más vínculo que el del aliento creador. Busca y practica en lo posible lo impersonal, que se trasluce en el afán de no transparentar nada de lo que es, de lo que hace o se propone hacer. ¡Qué distancia tan grande, según luego se verá, entre quien calla cuanto concierne a su persona, y Plinio, que se desfibra por pregonar el más insustancial de los actos! Ese hermetismo tampoco será del agrado de Montaigne, encarnación la más cumplida del narcisismo psicológico. Para el perigordano, incurre Tácito en imperdonable cobardía al no discurrir sobre sí mismo. "El no atreverse a hablar en redondo de sí acusa alguna falta de ánimo; un juicio rígido y altivo, que discierne sana y seguramente, usa a manos llenas de los propios ejemplos personales como de los extraños, y testimonia francamente de sí mismo como de un tercero." Montaigne invoca para ello dos derechos irrenunciables: "Preciso es pasar por cima de estos preceptos vulgares de la civilidad en beneficio de la libertad y la verdad. Yo me atrevo no solamente a hablar de mí mismo, sino a hablar de mí únicamente: me pierdo cuando hablo de otra cosa, apartándome de mi asunto..., lo mismo se incurre en defecto no viendo hasta dónde se vale que diciendo más de lo que se ve." (Ricardo Sáenz Hayes, en su artículo Tácito y Plinio el joven.)

Una vida llena de sombras, parece, y una voluntad determinada de plasmar un estilo. No es difícil imaginar que lo que para nosotros es obscuro y velado, no lo era para un vecino de don Cornelio Tácito. Lo que pensaba y hacía cada día, era algo transparente para un romano del siglo II. Lo que para nosotros es un misterio y una pesquisa, era parte de la comidilla de las sobremesas, de las divagaciones en los baños públicos, parte de la charla de café (o lo que fuera que tomaban los romanos cuando se sentaban a hacer política en un café...)

Con todo, no es tan poco lo que se sabe de él como para no saber que -como otros grandes romanos, M. T. Cicerón, por ejemplo- tuvo toda clase de devaneos políticos, para sobrevivir en tiempos de gobernantes y emperadores que cobraban carísimo la indiferencia y más la enemistad.

Para el caso, y ahora que lo pienso, el de Poncio Pilatos -y discúlpese el descenso abrupto- no es un ejemplo menor de lo que un romano era capaz de hacer por temor al emperador de turno.

Sin embargo, la sentencia de Miguel de Montaigne me cae mal. Y no porque no tenga cierta razón en algo importante, sino porque se me hace que es una aplicación mañosa y oblicua de aquello de que "la subjetividad es la verdad", asunto siempre de cuidado.

Porque hablar de sí -y aun desde sí- y decir la verdad, son cosas tan -pero tan y tan- distintas que uno termina confundiendo una cosa y la otra con harta facilidad y frecuencia.