miércoles, 29 de junio de 2005

Examen de ingreso

Claro que no se puede, pero a mí me gustaría que a los que toman la palabra pública, les pidieran un discurso de prueba para consagrarlos como dirigentes o conductores. Y si no pasan la prueba, pues no la pasan. Y no pasan. A volver a empezar. Hasta que aprendan a hablar con cierta gracia, al menos. Por decir lo menos. Si fuera posible, que, además, una de cada diez veces dijeran algo con sentido. Y, de tanto en tanto, podría exigírseles que pronunciaran algo verdadero, siquiera algo que realmente creyeran de verdad.

Por ejemplo.

Si no pueden escribir algo como esto, no pueden ser ministros, empresarios, jueces o arzobispos:
Cuando uno se encuentra a un millonario, dueño de muchos monopolios de distintos sectores, a la salida de una cena en Mayfair y según su costumbre, le saluda con la exclamación "¡Eh, sinvergüenza!", simplemente está acortando por comodidad una expresión parecida a ésta: "¿Cómo puede usted, teniendo el divino espíritu del hombre que podría estar por encima de los ángeles, haber caído tan bajo como para ser un sinvergüenza?". Y cuando en una fiesta en un jardín le presentan a uno a un ministro del gobierno que recibe propinas por contratos gubernamentales y se dirige a él con el saludo normal de "¡Hola, pícaro!", lo único que está haciendo es utilizar la última palabra de una larga disquisición moral que en realidad es la siguiente: "Qué patético espectáculo el de este ministro del gobierno, que estando en principio hecho a imagen de Dios, se rebaja saciando tantas ambiciones mezquinas que permite que le conviertan en un pícaro". Se trata sencillamente de tomar el final de una frase en representación del resto, como cuando se dice bus en lugar de autobús, o mejor aún, como le ocurría a un puritano del siglo XVII cuyo nombre era algo así como "Si-Cristo-no-hubiera-muerto-por-ti-tú-te-habrías-condenado-Higgins"
y a quien por comodidad conocían popularmente por "Condenado Higgins".
El texto es de Chesterton, de Fancies versus Fads, una colección de artículos que publicó en 1923.

Me doy cuenta de que no se puede. No se le puede pedir a un dirigente cualquiera que además sea ingenioso o que diga la verdad.

Pero también debe ser ésa, además de otras, una de las razones principales por las que habitualmente ni se los quiere ni se les cree ni se los respeta, tanto como a Chesterton sí se lo puede querer, respetar. O creerle.