lunes, 4 de octubre de 2004

Creo que es verdad. Y más lo creo a la vuelta de cada viaje.

Habría que sembrar de monasterios la Patagonia. No se me ocurre otro modo mejor de hacer de aquellos lares algo más que un territorio.

Es verdad también que no sé de dónde habríamos de sacar los monjes aquellos que se fueron al desierto para hacer la Cristiandad. Y para hacer las bibliotecas y el saber y la ciencia; la agricultura y la ganadería; los alimentos y las ciudades alrededor de las iglesias abaciales. La añadidura de una civilización.

No digo que los ovejeros y petroleros, los pescadores y los mineros, los agricultores y artesanos no puedan producir alguna riqueza (incluso mucha), hacer aumentar el consumo, mejorar el standard de vida. Pero no es lo mismo hacer ciudades y abrir industrias y comercios, que hacer una civilización.

De hecho, son hombres y mujeres duros, sufridos, trabajadores, empeñosos. Y se les nota en sus gestos, en sus movimientos, se les nota en los ojos y en las manos. Y en buena medida en el corazón. Pero, precisamente allí se ve, una cultura humana es bastante más que eso.

Es claro que el cuerpo es vigoroso, insistente, empecinado. Dispuesto a soportar el frío, el viento, la aridez.

Pero el viento del espíritu es otra cosa, mucho más que el viento de la meseta o de la cumbre. Y el calor del espíritu es más exigente que el frío del aire, de la nieve o del lago. Y la fertilidad del espíritu es más exigente que la sequedad de la meseta y la piedra en los ojos.

Casi toda la Patagonia necesita agua. Pero muy probablemente necesite antes el agua del Bautismo.