domingo, 10 de octubre de 2004

La golondrina

-Tú eres feliz -dijo el Ruiseñor a la Golondrina-. Se conoce en tu parloteo vivaz, en tus movimientos sueltos, en tu habilísimo patinaje aéreo, que raya ahora las nubes más altas para descender luego fugazmente con una maravillosa rúbrica a rasar las aguas del lago en curvas armoniosas. ¡Qué vivaracha eres y qué graciosa, muchacha!

-¿Es lo mismo estar alegre que ser feliz? -dijo ella.

-No sé -dijo él-. Pero tú eres feliz.

-¿Y cómo no he de serlo si soy sencilla, soy artista y soy amada? A mí me basta para casa un rancho mitad paja y mitad barro; no le pido mucho a la vida. Yo soy artista y alabo a Dios por la belleza de las cosas. Y procuro ser buena; soy inofensiva y no hago mal a nadie.

-Yo también soy artista -dijo el Ruiseñor-; y sin embargo mi garganta rompe muchas veces en sollozos agudísimos.

-Es que tú produces para el público, cantas para ser oído por los hombres y los pájaros y tu mujer y tus hijos. Yo canto para mí, y cuando siento la belleza del cielo vespertino o el encanto del amanecer desahogo mi admiración por las cosas de Dios en gorjeos, sin preocuparme de poner mis internas armónicas en solfas inteligibles. Y así nunca he progresado en la técnica y mis chirridos alegres son tan iguales y tan monótonos como el canto de mi vecino el Grillo violinista o la Chicharra guitarrera.

-Yo -dijo el Ruiseñor- intento comunicar a todos mis hermanos de la creación el sentimiento del fulgor del rostro divino que percibo en las cosas. Eso me causa a veces dolores como de parto, pero también gozos muy subidos. Tus alegrías son egoístas. No hay felicidad fuera del amor, y el amor es comunicación. Se me figura que yo ocupo un lugar más alto que tú en la escala de los seres, alegre muchacha volandera.

-Me tiene muy sin cuidado -contestó la Golondrina a quien ya quemaba las patas el alero en que se había asentado por cinco minutos-. ¡A volar! Adiós, genio.

¿Y qué moraleja sacaremos de todo esto?, pregunto yo. Dios mío, no lo sé. Pero esto fue lo que se dijeron el Ruiseñor y la Golondrina.


Leonardo Castellani, Camperas