viernes, 29 de octubre de 2004

El tren, a la tarde, siempre vuelve lleno de gente. Siempre ha sido así.

Pero hacía bastante tiempo que no oía conversaciones alegres.

Esa cosa que llaman los diarios (y los filósofos no dogmáticos) la vida real, está plagada de detalles que forman de tanto en tanto un paisaje bastante desolador. Por lo menos, si uno tiene memoria de otros tiempos o cierta enfermiza sensibilidad o una imaginación locuaz, para imaginarse qué hacen los demás, qué es de sus vidas.

En el tren, en los últimos años, por ejemplo, la gente que duerme, a cualquier hora, los que miran el vacío, los que están conectados a un pasadiscos o a una radio, los que manotean con cierta aburrida voracidad el diario gratuito, fueron creciendo. Y haciendo un monocolor agrisado, depresivo. Exponencialmente crecieron después los celulares en manos de todo el mundo. Uno los hacía al principio en manos de los que "lo necesitan", pero después se transformaron en un miembro más, en un pseudópodo. Fueron un status y se volvieron un órgano. Los veo con indiferencia agresiva. Pero los veo, los oigo y no puede evitarse oír las "necesidades" que ahora cubre el celular. Pamplinas: "estoy en la estación tal, recién subo al colectivo, ¿vas esta noche...?"

Antiguamente, los furgones del tren eran para jugar al truco o al chinchón (y tomar cerveza, después de las 7...) Así se usaba entre los que subían con bolsos y bicicletas, bulliciosos, alegres. Albañiles, operarios, mezclados con los que iban a fumar o querían ver jugar.

Después se oscureció. Vendedores ambulantes, desocupados, deambulantes. Bajó la edad de los furgoneros y se diluyó la alegría. Ya nadie sabe bien qué edad tienen. Aroma de marihuana a cualquier hora (a cualquier hora), brebajes extraños en recipientes extraños. Miradas brillantes y volátiles. Mujeres guerreras, adolescentes. Chicos, descalzos muchas veces. Lograron que los operarios de antes se fueran corriendo, dispersándose por los pasillos de vagones atestados, oscureciéndose también ellos.

Pero hoy había dos mujeres, sencillas, sentadas frente a frente. Parecían conocerse apenas. Hablaban animadamente de comidas, mientras ellas mismas comían (otra costumbre incorporada que no existía: comer en la calle, en cualquier lado.) Se fue poblando el tren. Me dormí leyendo (tratando de releer a San Hilario, iluso de mí, confiado en mis propias fuerzas y en una voluntad demasiado falluta...)

Había sartenes, mientras tanto, con el tizne del uso, que iban y venían, ingredientes, salsas, preparaciones. Entrecortadas, las palabras me venían de un mundo que estaba a mi alrededor, del que yo estaba apenas ausente, dormitando, incómodo. Creo que estaba sonriendo, o me parecía estar sonriendo mientras las oía. Pasaron por allí fideos, "almóndigas", ensaladas, intercambios de secretos, destrezas, hasta ahorros de gas, marcas de aceite, descubrimientos, olvidos, sorpresas, coincidencias. Todo alrededor de las recetas.

Me desperté, finalmente, y seguían. Me levanté. Junto a ellas, otras dos mujeres, mayores ya, estaban, por su propia cuenta, en el mismo tema. Una sola era, digamos, joven. Las otras tres habían pasado los 55. Era gracioso oírles los diminutivos que insistían en usar: el ajito picadito, el perejilcito, la cebollita cortadita bien chiquita, la ollita, la carnecita frita. Hasta que las cuatro descubrieron que hablaban de lo mismo, dos a dos, y se rieron con ganas y ya no hubo modo de detener el aluvión de harinas y mantecas, el horno y los filetes. Se reían todo el tiempo. Se agrupaban de dos en dos, entrecruzadas alternativamente. Hubiera habido mate y tortas fritas y era cuestión de sacarlas con la fuerza pública de aquel festival culinario.

Allí estaban, cuatro mujeres desconocidas entre sí, de entre 35 y 70 años, meta y ponga a la lengua y a las manos, a la cocina y a los hijos.

Me reía solo. Apretujado entre millones de caras y corazones que no sé si las estaban oyendo, si acaso estaban disfrutando este Seminario Internacional de Mujeres Comunes en Encuentro Casual Hablando de Cocina.

Me reía solo. Miraba esas caras criollas, provincianas, curtidas, morenas. Esos ojos vivaces. Oía esas horas interminables de acumular pruebas y secretos de verduras, arroces y carnes asadas, esos diminutivos, esa pasión pícara de chamanes de las ollas.

Es mentira que no sé por qué -ya bastante despierto y pérfido y malintencionado como suelo ser- pensé en los huesitos de la Isla de Flores. Me acordé de las pequeñas señoras simiescas de los catálogos de antropólogos, de sus elucubraciones en clave paleontológica de la religión del mono y de esas cosas.

Y les aseguro que en mi inocente furia de torpe observador fanático, me dije: No sé el australopiteco o el neandertal, no sé el gorila simil homo o el homo simil Flores, o el Flores simil sapiens. Pero estas cuatro doñas, no me importa lo que digan los que no necesitan dudar de sus dogmas científicos, estas cuatro bellezas de la especie homo vagonensis bonaerensis, ni en mil millones de años han sido monos, ni vienen de ningún chimpancé. Estas cuatro dulzuras de feminas saben cocinar y les encanta cocinar. Y eso es bastante más que lo que cualquier armaesqueletos podría entender, mirando sus osamentas despanchurradas, doscientos mil años después del día que se vayan al cielo sus almas de amas de la casa.

Para decir 'ajito', para decirlo con ternura y fruición, a las 7 de la tarde de un viernes en un tren repleto, incómodas, cansadas, con las hornallas esperándolas al final del camino y del día, para poder decirlo riéndose con otras tres congéneres desconocidas, es necesario un alma espiritual. Y es un pecado no saber eso, de tan evidente que es. O no querer saberlo. O no querer decirlo. Un pecado científico, por lo pronto, así que seguro es un pecado más grave también.

Ya sé, ya sé... Se van a levantar las voces sensatas y menearan las cabezas. Van a decir algunos que es un golpe bajo de pobre apologética pseudochestertoniana. Y qué sé yo que otros dedos veré alzarse. Pero, francamente no me siento obligado a llevarle toda la corriente a una "ciencia" caprichosa y malcriada, nada más que para parecer que no tengo nada contra la modernidad. Dejemos el darle la razón y no mofarnos buenamente de ella, para cuando tenga razón o siquiera para cuando muestre buenos modales.

Así que, por esta vez que pase, qué quieren que les diga. Entre batirse desmañadamente por la noble prosapia de cuatro cocineras nacidas en el seno de la naturaleza humana, y el pundonor de un pontífice de la paleontología o la susceptibilidad de un librepensador, prefiero pensar que es un acto de caridad muy propio de una religión para hombres hacerles irreverentes cosquillas en la nariz un rato a los iconoclastas.