sábado, 25 de septiembre de 2004

Y él dijo: "No, padre Abraham, sino que si alguno va a ellos de entre los muertos, se arrepentirán."
Abraham le dijo: "Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto."



Tiene un extraño sabor veterotestamentario esta parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro. Parece sacada de un paisaje literario anterior. Si no fuera Cristo el que la inventa, bien podría parecer de tiempos antiguos. Y muchos otros asuntos más extraños aparecen aquí, como, por ejemplo, esa comunicación entre el infierno de Epulón y el seno de Abraham de Lázaro, o ese aparente sentimiento de misericordia y hasta de arrepentimiento de Epulón, considerando la suerte futura de sus hermanos en la tierra. Y el modo de pasársela los condenados en el infierno y los cinco hermanos y los perros que lamen las heridas del pobre Lázaro. Y la propia cuestión de la pobreza -toda suerte de pobreza- presente en todos estos textos y parábolas consecutivos de estos tiempos. Está repleta de señales y de guiños, bastante complicados todos y que los Padres y exégetas miran y escrutan.

Pero hay un asunto al que si se le puede entrar, más allá de las luces que haría falta echarle a los misterios y semejanzas, cosa que no puedo yo y que ya han hecho otros, como Castellani, por caso.

A mí me parece que bien se puede hablar un poco acerca de la cuestión que plantea Epulón en el texto que arranca estas líneas.

Y creo que allí, en ese pasaje de la parábola, hay una mención respecto de un punto siempre impresionante: la conversión.

Son varios los términos que se usan en el griego del Nuevo Testamento para indicar esta actitud en el hombre. Básicamente, podrían reducirse a metánoia, y al verbo metanoéo: un cambio del corazón, cambiar el corazón.

También se usan epistréfo, apostréfo, compuestos del verbo strefo (también strepso), con preposiciones que indican distintos matices. Strepsis es el nombre griego para la conversio latina, que indica una cierta relación física con una posición y su opuesta. Como si dijéramos volverse, regresar, dar la vuelta, ir en una dirección distinta.

Epistréfo aparece junto a metanoéo en el anuncio que San Pablo hace inmediatamente después de su conversión (Hechos, 26, 20): "Primero a los de Damasco, y también en Jerusalén, y por toda la región de Judea, y a los gentiles, anuncié que se arrepintiesen (metanoéo) y se volviesen (epistréfo) a Dios".

Apostréfo, en tanto, es el verbo usado por ejemplo en Hechos 3, 26, cuando San Pedro habla al pueblo en Jerusalén: "Para vosotros en primer lugar Dios ha resucitado a su Siervo y le ha enviado a bendeciros, a fin de apartar (apostréfo) a cada uno de vosotros de vuestas iniquidades".

Metamélomai (asociado a la idea de penitencia, ascesis, mortificación), por ejemplo, es el verbo que utiliza este pasaje de San Mateo (21, 32): "Porque vino Juan a vosotros, andando en camino de justicia, y vosotros no le creísteis, mientras que los publicanos y las rameras le creyeron. Ahora bien, ni siquiera después de haber visto esto, os arrepentisteis (metamélomai), para creerle".

Respecto del propio San Juan Bautista, allí aludido, digamos que su incitación a la penitencia y a la conversión, al arrepentimiento, utiliza -como en Marcos 1, 15- nuevamente metanoéo: "El tiempo se ha cumplido y se ha acercado el reino de Dios. Arrepentíos (metanoéo) y creed en el Evangelio".

Son tantas las ocasiones en que se usan estos verbos y sustantivos que resultaría extraño pensar que no son una doctrina en sí misma: Al Reino no se ingresa sin conversión, sin arrepentimiento, sin cambio de dirección, sin metánoia.

La raíz del cristianismo es una metánoia. No se puede seguir a Cristo sin metánoia. Si no fuera así, la Redención del hombre sería baldía, innecesaria.

Y esa metánoia es un movimiento del corazón incoado por Dios mismo; si pudiera ser de otro modo, también serían innecesarias o redundantes tanto la Redención como sus cruentas manifestaciones.

En esta condición están aquellos que han recibido el bautismo en su edad temprana, como los que no, o aquellos que no se han determinado a tratar de seguir a Cristo, bautizados o no, sino hasta más tarde en sus vidas.

Una gracia grande han recibido aquellos que, derribados, en su corazón o en su camino, pusieron sus pies en otra dirección. Y desde las multitudes que cita el Evangelio, siguiendo por San Pablo y una inmensa lista de nombres, admiramos al mismo tiempo la insitencia de Dios que no quiere que ninguna oveja se pierda en el desierto, como las obras de aquellos que fueron rescatados.

Otra gracia grande han recibido aquellos a quienes les fue dada la pertenencia y la fidelidad. Y en ese sentido los veneramos. Como a la Virgen, en primer término (a quien no sentimos menos sino más, precisamente por su constante Fiat de asentimiento). O como aquellos, nacidos en pecado, redimidos por el bautismo, de quienes es fama que pelearon de punta a punta el buen combate a nuestros ojos que no alcanzan a ver demasiado, pero que al menos ven lo que ven.

Habitualmente, muchas hagiografías suelen exagerar la impecabilidad de algunos santos. Pero no hay que hacer un ejercicio irrazonable de piedad para creer que San Juan Bautista, el Evangelista, Santo Tomás de Aquino, San Juan de la Cruz o San Luis Gonzaga, por ejemplo, más allá de los pecados que se atribuían (y que Dios sabrá si tenían o no, yo no lo sé), vivieron en un estado de fidelidad ciertamente admirable e imitable, aunque no sepamos cómo imitarlos tanto.

¿Qué hombre -fuera de la Virgen- no sería admirable remontando con lo suyo la rémora del pecado que trae de origen? El hecho de que Dios lo asista y lo convoque no quiere decir que lo obligue. Algo de sí pondrá cada quien. Incluso algo de sí perfeccionado por la propia gracia que lo asiste: gratia non deficit naturam, sed perficit eam (porque la gracia no destruye la naturaleza sino que la perfecciona).

¿Qué hombre podría remontar lo suyo, si Dios no cargara su carga y no fuera la fuerza que carga su carga?

Y esto vale tanto para el jornalero de las primeras horas y para el de las postreras, para el matutino y para el vespertino. Porque después de todo, su jornal lo paga el mismo Señor.

Por cierto que los hombres solemos medir y tasar con medidas extravagantes nuestros méritos y nuestras debilidades, así como los auxilios que recibimos. Así ocurre a veces que suele tenerse por meritoria la fidelidad y por opaca una conversión, como suele tenerse por meritoria una conversión y por opaca la fidelidad.

Pero nada hay que no hayamos recibido. Ni el converso debería pensar que es mérito propio su conversión, así como el fiel no debería pensar que es mérito propio la fidelidad. Ciertamente ambos recibieron según la medida que Dios puso, a quien los jornaleros no tienen por qué preguntarle a qué hora entró a trabajar el otro y cuál es el salario que el Señor decidió pagarle a cada cual.

Para el caso, todos tenemos nuestro salario: pues, desde el mismo origen del hombre, en los diversos tiempos y de diversos modos, a ninguno el Señor dejó sin sustento, así como tuvimos a Moisés y a los profetas y a Uno que es mayor que todos los profetas.

Qué hagamos con lo que se nos haya dado, en qué gastemos nuestras riquezas, en cuánto nos gloriemos de ellas, ya es harina de otro costal. Y ya es, en todo caso, más cosa nuestra que de quien nos da para vivir. Aunque saber gastar -y cuidar y celebrar- lo que hemos recibido también es parte de nuestro salario de jornaleros, curiosamente. Fieles y conversos, conversos y fieles, están en este punto en igualdad de condiciones.

Estos versículos de San Lucas, creo, nos remiten a la cuestión de la fidelidad, y la fidelidad nos remite a la metánoia.

La fe supone aplicar nuestro oído, dice San pablo, aplicar nuestro corazón, atender a las palabras que se nos dirigen.

Epulón pide para sus hermanos -dejemos ahora otros ricos simbolismos- una conversión que los salve, siquiera entrando a jornaleros al final del día. Y Abraham responde con el núcleo del cristianismo: "Era cuestión de oír la Palabra y practicarla, esa es toda la conversión y quien lo hace, quien lo haga, entrará a la Patria y quien no lo haga, no. Y quien no esté dispuesto a esa metánoia, no querrá entrar, por más que le resuciten a un muerto".

Dios hace las cosas a su modo. Frecuentemente vemos en las Sagradas Escrituras que los episodios reales, históricos, están cargados de significados y misterios, de símbolos y figuras. Y vemos cómo son tan importantes los episodios reales como aquello que quieren significar y de lo cual son figura. Otro tanto, inversamente, creo que pasa con las parábolas, que, siendo comparaciones y figuras, apuntan a realidades dramáticas de lo humano en su relación con lo divino.

Un ejemplo de esto -entre tantos otros-, bien puede ser el del rey David y los avatares de su suerte humana hecha símbolo: Goliat, Betsabé, Absalón.

En este mismo sentido, creo, en algo la conversión y la pobreza se parecen. Ambas son a la vez que realidades, figuras del real status humano.

Todo hombre es pobre a los ojos de Dios, que viendo su indigencia va a su rescate, viéndolo caído lo levanta, viendo sus llagas las cura (y no las lame, simplemente), viendo su hambre lo sacia.

De igual modo, a los ojos de Dios, todo hombre debe caer camino a Damasco, quedar ciego, ser asistido, cambiar su nombre y volverse sobre sus pasos para ser un hombre nuevo.

Epulón parece no haber tomado debida nota de su indigencia, a pesar de su riqueza, como tampoco parece haber creído necesario cambiar los sentimientos de su corazón respecto de Lázaro, pero mucho más gravemente, respecto de sí mismo y de Dios. Así como el Hijo Pródigo sí parece que entendió, convirtiéndose, la riqueza escondida para él detrás de su indigencia.

Pero, de algún modo, en Lázaro hay algo del hijo pródigo, también, necesariamente. Como aquel hijo, Lázaro no olvidó su metánoia, su metamélomai, su apostréfo, su epistréfo: "Me levantaré, iré a la casa de mi padre y le diré...", porque sin esa metánoia, no hay pobre, no hay enfermo, no hay herido. Sin ese movimiento del corazón tampoco se puede reconocer la indigencia y, volviéndose, estirar la mano hacia lo alto, pidiendo pan. Esto mismo se esperaba aun de Epulón. A pesar de su riqueza y de haber tenido a Moisés y a los profetas -e incluso a Quien es más que todos los profetas-, riqueza y herencia que son términos al fin de cuentas intercambiables, también él era un indigente, también él tenía que convertirse, también él, como a Nicodemo, se le pedía que 'volviera a nacer'.

Hijo pródigo, publicano, el pobre Lázaro (así como sus respectivos opuestos) no son variedades literarias de lo humano, en realidad: son lo humano, siempre, a los ojos de Dios.

Sin reconocer cada uno de ellos su indigencia, su necesidad de conversión, jamás entrarían a las Bodas, al Banquete, al Reino.