Pasar del anglicanismo al catolicismo es siempre una complicación. Ser converso a mediados del siglo XIX en Inglaterra ya es haberse metido en un problema. Nació en 1801 y murió en 1890 y, en el medio del camino de su vida, exactamente en 1845, ingresa a la Iglesia Católica. Creo que se trata del converso más notable del siglo XIX, no solamente en Inglaterra. Lo curioso en un hombre tan afable, de reconocida inteligencia y ciencia, es que tuviera tantos enemigos y que todo le costara tanto y que buena parte de sus principales intuiciones e iniciativas quedaran truncas o malversadas o arrumbadas. O quizá no tan curioso. De hecho, tuvo tantos amigos como enemigos en ambas iglesias. Sorprende al mismo tiempo su coraje y su determinación. De hecho, aunque no estuvo nunca solo en su accidentado peregrinaje espiritual y cultural, da la impresión de que junto a él no había nadie.
Su obra es inmensa en variedad y en calidad, y su esfuerzo por producir una verdadera primavera en la fe y en la cultura inglesa y, una vez convertido, en el catolicismo no solamente inglés, parece una tarea sobrehumana.
No hay modo de evitar el penoso pensamiento de que ha sido un hombre desaprovechado. Y que, por lo mismo que impresionan su potencia y originalidad, corre siempre el riesgo de ser aprovechado frívolamente. Los designios divinos son difíciles de entender para los hombres, ciertamente. Pero si con Newman nos hubiera sido enviado un profeta, en primer lugar fue tratado como los del Antiguo Testamento. En segundo lugar, no es al profeta al que se ha destratado.
Entre muchos otros, el caso de la Universidad de Dublín, entre 1853 y 1858, es un episodio más pero muy significativo. Lo convoca el arzobispo de Armagh, el primado de Irlanda, para formar una universidad.
Dice uno de sus biógrafos: "cuando finalmente vio que todo iba a ser un asunto irlandés y clerical... renunció en 1858".