sábado, 18 de septiembre de 2004

Para quien no conozca a John Henry Newman, tal vez sus dificultades no le digan demasiado. Y quien lo conozca, ya las conoce.

Pasar del anglicanismo al catolicismo es siempre una complicación. Ser converso a mediados del siglo XIX en Inglaterra ya es haberse metido en un problema. Nació en 1801 y murió en 1890 y, en el medio del camino de su vida, exactamente en 1845, ingresa a la Iglesia Católica. Creo que se trata del converso más notable del siglo XIX, no solamente en Inglaterra. Lo curioso en un hombre tan afable, de reconocida inteligencia y ciencia, es que tuviera tantos enemigos y que todo le costara tanto y que buena parte de sus principales intuiciones e iniciativas quedaran truncas o malversadas o arrumbadas. O quizá no tan curioso. De hecho, tuvo tantos amigos como enemigos en ambas iglesias. Sorprende al mismo tiempo su coraje y su determinación. De hecho, aunque no estuvo nunca solo en su accidentado peregrinaje espiritual y cultural, da la impresión de que junto a él no había nadie.

Su obra es inmensa en variedad y en calidad, y su esfuerzo por producir una verdadera primavera en la fe y en la cultura inglesa y, una vez convertido, en el catolicismo no solamente inglés, parece una tarea sobrehumana.

No hay modo de evitar el penoso pensamiento de que ha sido un hombre desaprovechado. Y que, por lo mismo que impresionan su potencia y originalidad, corre siempre el riesgo de ser aprovechado frívolamente. Los designios divinos son difíciles de entender para los hombres, ciertamente. Pero si con Newman nos hubiera sido enviado un profeta, en primer lugar fue tratado como los del Antiguo Testamento. En segundo lugar, no es al profeta al que se ha destratado.

Entre muchos otros, el caso de la Universidad de Dublín, entre 1853 y 1858, es un episodio más pero muy significativo. Lo convoca el arzobispo de Armagh, el primado de Irlanda, para formar una universidad. Newman acude y pone en la tarea toda su experiencia oxfordiana, sus estudios, su concepción arquitectónica, delinea el papel de la excelencia académica, el puesto de la teología como formación primordial, hace lugar al laicado en el cuerpo de profesores y en la administración (lo que le niegan). Pensaba en una universidad, no en un seminario. Pensaba en una universidad, no en una escuela de negocios embadurnada con una fina capa de agua bendita. Trabajó -batalló- casi siete años, mientras el mismo que lo había llamado boicoteaba en Roma su nombramiento de obispo y le dificultaba todo lo que podía su tarea en Irlanda. Sospechaban de él porque era inglés, porque era de Oxford, porque era converso, porque quería poner laicos -incluso laicos irlandeses jóvenes- en vez de sacerdotes, porque quería que dieran clases otros ingleses conversos, porque quería traer alumnos ingleses y norteamericanos (nunca lo dejaron), porque quería que los estudiantes estudiaran de todo, que estudiaran bien y que estudiaran mucho. Allí está su Idea de una Universidad (1852.1859), para enterarse de qué trataba este asunto, por ambas partes, especialmente viendo las cosas que se veía obligado a explicar y a defender.

Dice uno de sus biógrafos: "cuando finalmente vio que todo iba a ser un asunto irlandés y clerical... renunció en 1858".