domingo, 12 de septiembre de 2004

El fariseísmo de los publicanos. Eso sí que es un asunto complicado. O tal vez, en realidad, sea bastante sencillo de entender.

La palabra importante es fariseísmo. Jesús vio en los fariseos algo opuesto al Reino. Íntimamente opuesto, radicalmente opuesto.

Es una apropiación. Una apropiación indebida. Una certeza indebida.

Sin embargo, sabemos que Dios ama las certezas. Porque la certeza es la actitud de conformidad interior más acorde con el ser de las cosas (Y vosotros, ¿quién decís que soy?, y ante la respuesta taxativa de Pedro, Jesús se alegra infinitamente.) En rigor, Dios ama las seguridades también.

Pero seguridad y humildad no pueden ser opuestas por definición en el orden humano. Cuanta más honda seguridad tuviera un creyente en sus creencias, diríamos que más fe tiene. Y si obrara de acuerdo con esa seguridad hasta las últimas consecuencias, probablemente lo llamaríamos mártir, llegado el caso.

Aun esa seguridad subjetiva en el juicio sobre las cosas, que llamamos certeza, es buena. Pero tiene que ser una seguridad de conformidad con lo que las cosas son, de modo que es inseparable de la humildad. Porque un corazón limpio, como lo llama Jesús -y toda la Escritura- no solamente es un corazón veraz respecto de lo que es en una materia determinada, o en cuanto a un asunto tal o cual. La limpidez del corazón, parece ser, supone un primer acto -primero en orden de excelencia- que es el reconocimiento piadoso de la distancia entre aquello que no puede no ser y aquello que bien podría no haber sido.

Es una especie de presupuesto de cualquier mirada humana y aun angélica. Por eso la oración por antonomasia -Padre Nuestro, que estás en el cielo...- comienza con esas palabras.

Por alguna extraña razón, pocas veces asociamos a Dios con algo potente, necesario, causal, cuando hablamos con Él íntimamente, en la oración interior, en nuestro diálogo personal con Dios.

"Él nos hizo y a Él pertenecemos", "Oye Israel, el Señor es tu Dios, el Único", son ese tipo de expresiones que solemos encontrar en las Sagradas Escrituras y que muchas veces tomamos como hipérboles propias del exaltado espíritu oriental de los redactores, una expecie de exageración metafórica, que inmediatamente tenemos necesidad de morigerar con "Dios es amor".

Por alguna razón, solemos atraer a Dios a nuestra esfera, hacerlo más próximo, más comprensible. Como si entendiéramos exactamente qué es ser Amor. Como si ser Amor lo hiciera más comprensivo que ser el Único, o Todopoderoso. Y solemos para ello usar del amor, incluso de su cualidad de Dios amante. Dios es amor significa muchas veces Dios es bueno, es más o menos como nosotros y nos entiende y nos perdona porque es como nosotros. No es distante como podría serlo un Dios causal y poderoso (porque terriblemente poderoso significaría algo así como terriblemente malo, frío), es próximo como puede serlo un amigo que nos quiere, un par, alguien ante quien no debemos postrarnos.

Sin embargo, eso tiene el hijo pródigo de religioso. Debe volver, una vez que ha probado la distancia entre su padre y él. Y en la distancia ha visto la magnitud de su pecado. Y, precisamente, la distancia es el signo de la distancia. La magnitud de la ofensa está en relación directa con la magnitud del ofendido: "pequé contra el Cielo y contra tí".

La percepción de esa distancia es la humildad. La contracara del poder terrible de Dios es que somos terrenos. Y no es un juego de palabras. Aterrarse es abajarse, hasta el nivel de la tierra que pisan los pies del padre.

Como llamamos terror al miedo, creemos que terrible debe ser por fuerza algo malo.

Pero Dios es terrible y no es malo.

La sola presencia de Dios nos aterra, como cayeron en tierra Pedro, Santiago y Juan en el Monte Tabor. Así se aterra y cae en tierra el hijo infiel.

Y así el publicano, que no se atreve a levantar los ojos al cielo, postrado en tierra su primer acto es mantenerse a distancia, dice san Lucas: la piedad, el reconocimiento de la distancia entre Dios y él. Eso no le impide comenzar su oración con Dios mío,..., y el posesivo no es apropiación indebida, sino más bien signo de pertenencia de la creatura al Creador.

Otro tanto el hijo pródigo, que, primero en su soliloquio interior como después en sus primeras palabras, usa el vocativo de la piedad por antonomasia: Padre, he pecado contra el Cielo y contra tí.

Creo que bien podemos asociar al hijo bueno con el fariseo que reza de pie, agradeciendo a Dios no ser como ese publicano pecador, aterrado detrás de él, que no cumple la ley. Así como podemos asociar al hijo pródigo con el publicano.

Pero bastaría con que el publicano intercambiara con el fariseo el contenido de su oración: Dios mío, soy un pecador, pero te agradezco no ser como ese fariseo...

En el mismo acto se habría vuelto farisaico.

Como si el hijo pródigo le hubiera dicho a su padre: Padre, he pecado contra el cielo y contra tí, pero al menos no soy como ese hijo mayor tuyo que cumple todo pero ahora te reclama por tu magnanimidad y misericordia...

El no haberlo dicho ninguno de ambos, permite que las parábolas procedan y sirvan al propósito de Jesús. Ni el hijo pródigo habría sido recibido con fiesta por el amor del padre que se alegra de la vuelta de su hijo, ni el publicano habría sido justificado, lo que es lo mismo.

Entretanto, creo que los oyentes de estas parábolas debemos cuidarnos de nuestra autosatisfacción por no ser farisaicos o celosos. Por no ser fariseos o hijos mayores. Porque esa satisfacción no mira a Dios, mira hacia nosotros.

Es tan importante lo que hace Dios con el publicano y el padre con su hijo, como lo que el publicano y el hijo hacen con Dios y con su padre.

Tanto la parábola del fariseo y el publicano, como la del hijo pródigo, muestran sin duda la misericordia divina, esto es, la proximidad a la que se acerca Dios, hasta dónde nos eleva por amor, cuánto es capaz de hacer para justificarnos y agasajarnos y lo que se alegra Él con esto. Pero, al mismo tiempo, muestran la piedad humana, la necesidad de reconocimiento de la distancia.

El reconocimiento de esa distancia, pero una distancia que nos separa de alguien que no nos pertenece (aunque está a nuestro entero servicio), es lo que hace de la parábola del hijo pródigo un ejemplo de humildad al mismo tiempo que de misericordia.

Ocurre que el hijo mayor también se encuentra a la distancia. Vuelve del campo a la casa de su padre.

La presencia del hijo mayor podría pensarse que es innecesaria en la parábola, porque el asunto es entre el padre bueno y el hijo alocado. Pero no lo es. No solamente porque este personaje del hijo bueno pone de relieve el amor del padre, en comparación con el fariseismo de su hijo mayor. También destaca la humildad del hijo pródigo. Y nos advierte, creo, de paso, sobre el peligro de que un publicano tan fácilmente se vuelva fariseo.