miércoles, 29 de enero de 2014

La puerta



Hay que pasar la puerta. Siempre.

Mientras estamos en el tiempo, siempre hay una puerta. En todas las cosas. Y hay un lado y otro de la puerta. Uno es el pasado, por ejemplo. Antes. Y otro es el después, el futuro. Irremediable. O ni siquiera, porque eso no es un mal que precise remedio.

Y es tan del tiempo como del espacio, de modo que los adverbios se confunden allí y antes o después son tanto de uno como del otro.



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Dicen que en el calendario que se le atribuye a Rómulo, nada menos, los romanos tenían 298 días distribuidos en 10 meses que iban de marzo a diciembre (Martius, Aprilis, Maius, Iunius, Quintilis, Sextilis, Septembris, Octobris, Novembris, Decembris) y por eso diciembre y otros meses se llaman así en nuestros calendarios, pues del quinto mes al décimo no tenían otro nombre que el número de orden.

Dicen también que fue el sucesor inmediato de Rómulo, Numa Pompilio, el segundo rey de Roma, quien dividió el año en 12 meses lunares y agregó 2 meses después del décimo y que al primero de esos dos lo llamó Januarius, en homenaje al dios Jano, Ianus, del que era devoto. Varios siglos después, en 153 a.C., los romanos instituyeron el primer día de Januarius como el día del comienzo del año. Por unos cien años hubo confusión entre los que preferían Martius a Januarius. Pero, al fin, el principio quedó al principio, es decir, en la puerta, en Januarius.

Por extraño que pueda parecer, durante siglos se discutió cuál era -cuál debía ser- la puerta. No sólo después de que los romanos la establecieron en el calendario Juliano. También después de que la estableciera el papa Gregorio en el siglo XVI. Y hasta no hace mucho.

La puerta quedó en Januarius. Porque en el tiempo, una puerta tiene que haber. Y no está mal que la puerta sea la de un mes que lleva, muy probablemente, nombre de puerta. Ianus, la divinidad bifronte, y ianua, la puerta, bien parece que sean parientes de sangre, al fin de cuentas.


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Digan lo que quieran, enero es el mes de la puerta para nosotros. Era el mes de los lobos que aparecían en invierno para los anglosajones y el mes del invierno para los francos de Carlomagno y así lo llamaban en sus respectivas lenguas.

Para los hijos de Il Mare y de Roma, enero es el mes de la puerta.

Pero, digo yo, y visto desde el norte que le puso nombre a estas cosas, ¿no está bien que el tiempo empiece con el nacimiento del sol, con el solsticio en el que el sol resurge hacia su plenitud? Porque eso es Januarius también, por lunar que sea el calendario de los imperiales del Mare Nostrum.


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Y esperamos -espero- que así sea. Pasará enero. Y habremos pasado la puerta. Y atrás -en enero, incluso- quedará el pasado y vendrá el futuro del otro lado.

Cada día que pasemos en este valle, pasaremos la puerta. Alguna puerta. Eso lo creían los mismos romanos, y bastante razón tenían. Para ellos las puertas y los pasajes eran de suma importancia. Así le atribuían al propio dios bifronte -al Ianus de la ianua- el cuidado de las primeras horas de cada día, y el pasaje de los arcos y los dinteles. Y las puertas. Y todos los pasajes de una cosa inevitablemente antes a otra inevitablemente después.

Como del día a la noche y de la noche al día. Porque Ianus, y toda una serie de divinidades asociadas (Juno, Diana), tenían relación con el principio y el fin de las cosas. Ianus, por lo pronto, vigilaba el amanecer y los atardeceres.



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No somos tan distintos a los ancestros. No tanto. El tiempo necesita ser recordado. Mientras estamos aquí y en él. Al menos eso. Sentimos como ellos la sucesión y lo que queda a un lado y al otro de los umbrales. Sentimos como ellos la sensación del tiempo.

Pero lo que ellos podían pensar del asunto, lo que sabían de todo eso (ellos y todos los antiguos), no vislumbraba siquiera la Puerta. La Puerta.

Las cosas les hablaban, por cierto que sí. Y las figuras y símbolos y typos de los que estaban rodeados, algo les decían de pasajes, de principios y fines. Hasta llamaban a sus divinidades de los comienzos y del fin Ianua Coeli. Y estaban el nacimiento y la muerte (del día, del año, del hombre) comprendidos en ese cielo que se abría y se cerraba como una puerta. Como cuando amanece, como cuando llega la noche.

Sí.

Pero de La Puerta no sabían casi nada, y casi sin casi.


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Enero se va. Se nos va.

Entramos al año, dejamos el año. El que viene, el que fue. Una sucesión que es tan alentadora como densa en su repetición.

Si eso fuera todo, claro. Si esa puerta, si esas puertas sucesivas lo fueran todo. 

Pero no es eso todo. No todo termina en una nueva puerta tras la cual hay otra puerta. 

No todo es enero. 

No todo es Januarius.

Porque está La Puerta.


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En un sermón (el número 53) dedicado al V domingo de Pascua, comentando versículos del salmo 117, dice san Máximo de Turín, hablando de una Puerta detrás de la cual está la Patria sin mudanza, hablando de un Día que no tiene a la noche detrás, que no tiene ocaso:
"Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo" (Salmo 117, 24). No es por casualidad, hermanos míos, que hoy leemos este salmo en el que el profeta nos invita a la alegría y al gozo, en el que el santo David invita a toda la creación a celebrar este día.

La resurrección de Cristo destruye el poder del abismo, los recién bautizados renuevan la tierra, el Espíritu Santo abre las puertas del cielo. Porque el abismo, al ver sus puertas destruidas, devuelve los muertos, la tierra, renovada, germina resucitados y el cielo, abierto, acoge a los que ascienden.

El ladrón es admitido en el paraíso, los cuerpos de los santos entran en la ciudad santa y los muertos vuelven a tener su morada entre los vivos. Así, como si la resurrección de Cristo fuera germinando en el mundo, todos los elementos de la creación se ven arrebatados a lo alto.

El abismo devuelve sus cautivos al paraíso, la tierra envía al cielo a los que estaban sepultados en su seno, y el cielo presenta al Señor a los que han subido desde la tierra: así, con un solo y único acto, la pasión del Salvador nos extrae del abismo, nos eleva por encima de lo terreno y nos coloca en lo más alto de los cielos.

La resurrección de Cristo es vida para los difuntos, perdón para los pecadores, gloria para los santos. Por esto el salmista invita a toda la creación a celebrar la resurrección de Cristo, al decir que hay que alegrarse y llenarse de gozo en este día en que actuó el Señor.

La luz de Cristo es día sin noche, día sin ocaso. Escucha al Apóstol que nos dice lo que sea este día: La noche está avanzada, el día se echa encima. La noche está avanzando, dice, porque no volverá más. Entiéndelo bien: una vez que ha amanecido la luz de Cristo, huyen las tinieblas del diablo y desaparece la negrura del pecado, porque el resplandor de Cristo destruye la tenebrosidad de las culpas pasadas.

Pero diréis..., el cielo y el infierno no han sido creados para el día de este mundo; a estos elementos ¿se les puede pedir celebrar un día que se les escapa totalmente? ¡Es que este día que ha hecho el Señor todo lo penetra, todo lo contiene, abraza conjuntamente el cielo, la tierra y el infierno! La luz que es Cristo no ha podido ser frenada por los muros, ni rota por los elementos, ni ensombrecida por las tinieblas. La luz de Cristo es verdaderamente un día sin noche, un día sin fin. Resplandece por todas partes, brilla por todas partes, permanece en todas partes.

Porque Cristo es aquel Día a quien el Día, su Padre, comunica el íntimo ser de la divinidad. Él es aquel Día, que dice por boca de Salomón: Yo hice nacer en el cielo una luz inextinguible.

Así como no hay noche que siga al día celeste, del mismo modo las tinieblas no pueden seguir la santidad de Cristo. El día celeste resplandece, brilla, fulgura sin cesar y no hay oscuridad que pueda con él. La luz de Cristo luce, ilumina, destella continuamente y las tinieblas del pecado no pueden recibirla: por ello dice el evangelista Juan: La luz brilló en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió.

Por ello, hermanos, hemos de alegrarnos en este día santo. Que nadie se sustraiga del gozo común a causa de la conciencia de sus pecados, que nadie deje de participar en la oración del pueblo de Dios, a causa del peso de sus faltas. Que nadie, por pecador que se sienta, deje de esperar el perdón en un día tan santo. Porque si el ladrón obtuvo el paraíso, ¿cómo no va a obtener el perdón el cristiano?