domingo, 7 de octubre de 2012

Clase abierta

Entre cosa y cosa, entre viaje y viaje, hace unos días fui a ver una obra de teatro que presentaba un grupo de estudiantes de Letras, inquilinos de la misma alta casa donde yo mismo estudié.

Por varios motivos, estuve enterado del asunto desde que decidieron hacerlo, por iniciativa de unos pocos alumnos, y así lo fui siguiendo a distancia mientras se ensayaba y se preparaba la puesta. Una proeza, al fin de cuentas. Eso vi antes y al final.

Como pasa con esas cosas, están destinadas a unas pocas representaciones. ¿Y con eso? Lo que había que ver se veía igual, aunque tuviera sólo debut y despedida. Y se vio.

Un día, llegó el día del debut.

Atinada dirección, escenografía sobria y significativa, de pocos elementos (conseguidos a fuerza de esfuerzos y pulmón), actuaciones bien marcadas y logradas. En fin, una sorpresa muy agradable, pensando en lo que suele esperarse de estos afanes vocacionales, en especial cuando todo se juega en una sola jugada.




Otros dos asuntos me quedaron.

Uno es que los anfitriones (la alta casa, la universidad institucionalmente, no el grupo de alumnos que se animó a las tablas) me da que estuvieron ausentes -o un casi ausentes irrelevante- de principio a fin, si acaso no trataron el asunto con liviandad o lo destrataron.

El otro asunto es parecido o se sigue de lo anterior.

Sentado en la butaca del anfiteatro, miré de pronto alrededor. Todo lleno. Alumnos había, por cierto, de varias carreras, afines y no. Algún que otro profesor, los menos. Y gente: mujeres, varones, viejos, maduros, jóvenes, adolescentes. Y niños.

Gente. No de Letras. Gente normal.

Vi las caras, los gestos, los modos. No se acomodaban en sus asientos (buena señal...): miraban, oían, quietos. Dentro de la escena. En la trama.

Pensé que, efectivamente, no estábamos en un teatro. Estábamos en una universidad.

Esa no era gente de universidad, en su mayoría. Era gente normal.

Y de pronto vi que estaban en clase. En una clase abierta (*), oyendo teatro, viendo teatro. Viendo y oyendo cosas.

En la antiquísima clase abierta de la cultura (y del hombre): el arte, el canto, el teatro. Como el culto.

Pensé si sabría eso la universidad. Si se daría cuenta de eso, al fin de cuentas.

Claro que no, resolví. Por lo pronto, la universidad no estaba allí para poder verlo. Por otra parte, no serían lo que son las universidades -y todo- si supieran eso.

La obra era un clásico vocacional: La barca sin pescador, de Alejandro Casona.

La gente, no me engaño, vio mucho más que eso.



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(*) Se oye a veces, demasiadas veces, ese asunto de clase abierta. Una calificación artera e infeliz que suele usarse sólo en sentido de militancia política o gremial de la dizque educación, en general. Una especie de cajoncito de manzanas sobre el que se para algún pelagatos (a veces más de uno) para decir cuatro o cinco bobadas que, frívolamente -y petulantemente-, reciben el nombre de 'clase'. Lo de abierta es una gansada, o más bien diré -aunque no es el lugar- una gorilada que tiene la transparente intención perversa de manipular la recepción, y no la de los que participan (que esos están irremediablemente adentro y encerrados en su propio asunto), sino la recepción de los afuera, los que se supone que deberían recibir el beneficio de una clase y en cambio, estafados, solamente reciben un relato militante que, en general, pone cara de pedir plata (incluso en un pedido justo de plata justa), pero que, en realidad, pide cosas más terribles.