sábado, 21 de agosto de 2010

Diez pasos

Mis vecinos son buenas personas, sencillas y buenas. De veras.

Hace algunos días, con todo, cumplieron un sueño tan postergado por años: poder hacerle un techo al automóvil. Y empezaron los trabajos.

No más cruzar el umbral de la puerta de mi casa, por las mañanas, he visto durante siglos a la izquierda estallar la luz del este, porque la calle corre casi de este a oeste y la casa mira al sudeste.

Detrás de un cerco medio ralo, entre unos árboles más o menos lejanos, la luz crecía feliz, siempre. Y las mañanas siempre fueron uno de esos signos de cielo que uno se busca. O encuentra. Una alegría que viene de afuera, se diría, y es propia a la vez. Y empezar el día con esa visión, incluso desde la ventana misma de mi cuarto, y ser sorprendido por los primeros resplandores, era como si la luz viniera a saludarlo a uno. Mano amorosa, discreta y firme, que apenas le toca el hombro a uno y sin gritar le dice: "Despierta..., ya despierta..."

No ahora.

Unos siete metros cuadrados de una prolija pared me separan ahora de esa módica felicidad luminosa de las mañanas.

Qué poco. Nada: siete metros cuadrados.

Pero si están allí, estando donde están ahora ya triunfantes del espacio (y del tiempo...), alcanzan para entristecer a un hombre, siquiera en algo.

Nada grave, se entiende. Nada grave. Apenas cortarle el paso a un poco de luz por las mañanas.

Pero tiene su cosa que basten siete metros cuadrados para no ver la luz cara a cara y tener que adivinarla detrás de la opacidad sólida y puerilmente orgullosa de una pared de ladrillos.

Claro, es natural: uno fantasea y espera poder batallarle la luz a moles imponentes, a los abismos de negrura, a las espesuras frías, húmedas, a las enormidades.

Pero, a cambio de las heroicidades fantasmales de la épica del caballero denodado que guerrea dragones de oscuridades, uno en realidad tiene que vérselas con siete metros cuadrados de una pared de ladrillos huecos, y una poca de argamasa grisácea. Y nada más.

La tristeza está lo mismo, eso sí.

Basta, sin embargo, caminar apenas un poco.

Y, si la luz nos juega a las escondidas, perseguirla hasta encontrarla.

Y nada de navegaciones siderales, nada de travesías por el país de las sombras y los páramos desolados por donde el pie redentor pisa las inmundas tierras de Mordor.

Es cosa de caminar apenas unos pasos más, no llegan a ser diez pasos.

Y desde allí, otra vez, se ve la luz detrás de unos árboles.

Lo dicho: las cosas nos miden.

Uno, de pronto, queda a menos de diez pasos de la luz que antes venía a buscarlo por las mañanas.

Será molesto y triste tener que caminar esos diez pasos, como es triste ver cada día, cada vez, ese memento de ladrillos. Será un dolor de los ojos y del alma. Seguramente. Es verdad.

Pero la pared tiene siete metros cuadrados, ni más ni menos. Y me ha dejado a menos de diez pasos de la luz de la mañana, ni más ni menos.

Después de todo, es lo que es.

Y, por mucho que pudiera mordisquearnos el orgullo, me digo que será porque esa será al fin de cuentas mi medida.

Y si tengo que batallarle la luz al muro de siete metros cuadrados, sabré al fin de cuentas que son siete metros cuadrados y no los farallones de Emyn Muil.

Y si hay que hacer menos de diez pasos para ver otra vez el día y su luz, sabré al fin de cuentas que son menos de diez pasos y no las 10 ribas y cornisas del Purgatorio de Dante.

Ojalá todos los obstáculos tuvieran apenas siete metros cuadrados. Y ojalá me separaran de la luz apenas menos de diez pasos.