martes, 27 de julio de 2004

Es rara la memoria, la evocación.

Con lo dicho sobre Abraham, no sé por dónde me vinieron a la memoria unos versos.

Tres sonetos de Francisco Bernárdez, que hace años comento en clases sobre la palabra. Y otros míos de hace unos cinco años atrás, que verán la luz ahora.

¿Por qué me acuerdo de ellos? No tengo idea.

Primero, lo primero.


Las cosas
El mundo nos despierta y al oído
nos confiesa el afán de cada cosa
por empujar la puerta misteriosa
y escapar de la muerte y del olvido.

Nos dice que la piedra y que la rosa
buscan la voz del hombre dolorido:
la piedra inerte para ser sonido,
y palabra la rosa misteriosa.

Y nos dice también que, sólo cuando
las cosas hallan lo que van buscando,
alcanzan toda su naturaleza.

Porque, sólo en la voz que las asume,
tiene la piedra toda su firmeza,
tiene la rosa todo su perfume.

(De "El Ruiseñor")


Alguien
Alguien que está escondido en la espesura
De la noche desierta y silenciosa
Canta con una voz de una hermosura
Que revela su ser a cada cosa.

Al escuchar la voz maravillosa
El mármol siente que su entraña es dura,
La rosa empieza a conocer que es rosa
Y la noche recuerda que es oscura.

Es como si del fondo de su llanto
El universo con amor oyera,
Despierto al fin por el inmenso canto;

Se conmoviera con la voz, abriera
Los pobres ojos que lloraron tanto
Y por primera vez se comprendiera.


La Palabra

En cada ser, en cada cosa, en cada
Palpitación, en cada voz que siento
Espero que me sea revelada
Esa palabra de que estoy sediento.

Aguardo a que la diga el firmamento,
Pero su boca inmensa está callada;
La busco por el mar y por el viento,
Pero el viento y el mar no dicen nada.

Hasta los picos de los ruiseñores
Y las puertas cerradas de las flores
Me niegan lo que quiero conocer.

Sólo en mi corazón oigo un sonido
Que acaso tenga un vago parecido
Con lo que esa palabra puede ser.
(De "Poemas de Carne y Hueso")