domingo, 25 de enero de 2004

Hay otra izquierda que, en principio, no le cree a lo que ve.

La segunda izquierda es, digamos, cultural y su pasión dominante es lo que llaman la crítica: un malestar continuo, la perpetua sospecha. Una radical desconfianza, la perdurable sensación de que frente a los ojos no hay sino caos. Pero, paradójicamente, nada de caos inocente e informe, sino caos organizado malévolamente por un enemigo de cierta embriaguez autonómica, una voluntad que se empecina en impedir las miradas múltiples (uno de los fundamentos últimos de la crítica ex parte subiecti).

Es cierto que la mirada historicista suele atribuir las resistencias a la crítica al devenir cultural. Pero no se engaña la segunda izquierda. Postula también, en sus mismas afirmaciones, siquiera una tendencia contraria a su voluntad. Una tendencia que alcanza el grado de otra voluntad. Una especie de misterioso designio contrario que hiere a la rebelión como el rayo hiere a la tierra. La reacción, dirá esta izquierda, retarda y se opone. La reacción es sin duda otro nombre de lo establecido, pero en ella se percibe también otra voluntad, tenaz, arraigada.

Es ésta la más propiamente prometeica de ambas izquierdas.

Esta versión de la izquierda, que se pretende la más rebelde y libertaria, es fatalista, sin embargo. Tiene alguna convicción de que hay leyes, ciegas, automáticas, que rigen todo, desde la naturaleza hasta la historia. Y esas leyes son de algún modo implacables.

De este modo, la izquierda crítica tiene frente a sí ver qué hacer con la contradicción fundamental entre lo necesario y lo contingente.

Por una parte, considera que lo necesario es tanto la ley que le parece percibir en toda cosa, como necesaria se le hace la rebelión ante lo establecido.

Para que su voluntad fundadora tenga un efectivo imperio, es preciso sin embargo que conciba el desorden y el caos (o sus sucedáneos de órdenes establecidos por deformación histórica o artificialmente) como una realidad fatalmente dada, aunque muchas veces informe.

Por otra parte, la izquierda tiene noción de lo contingente. Pero prefiere ubicarlo en el plano de la existencia. Percibe las anomalías, percibe los hiatos en el decurso histórico, la irrupción del caos, cierta oposición raigal al imperio de su voluntad.

¿Cómo entender, entonces, el papel de la crítica y su carga de disolución, su impronta rebelde y destructiva, y, al mismo tiempo, la presencia de la necesidad tanto en los procesos culturales o históricos como en el régimen de lo real, siquiera concebida como una constante perturbadora?

La izquierda crítica vive la contingencia como una contradictoria vocación al caos, una inestabilidad enloquecida. Porque percibe oscuramente esa contingencia como un llamado, más de la intimidad de las cosas (y entre las cosas está el hombre mismo y la propia historia), que como un destino elegido.

Caos le suena entonces a la izquierda crítica como sonaría culpa. Lo más íntimo de toda cosa se le hace digno de sospecha y desconfianza: caos, culpa, revolverse, rebelarse, acción pura, movimiento puro, imprevisibilidad. Acción contra, oposición. Pero, por lo mismo, resulta absurda la preposición sin un término ad quem: algo o alguien a lo que oponerse.

Así como la izquierda material se enfrenta escandalizada a la indigencia, la izquierda crítica se escandaliza más que nada ante la contingencia. Y lo hace con el sabor amargo que deja toda contradicción.

Así como la izquierda material pretende que el hombre le dé su medida a toda la materia, contrariamente la izquierda crítica vive culpablemente el principio de contingencia y lo atribuye a una ciega resistencia, particularmente humana, a la necesidad de los procesos. Una especie de rebelión ante la rebeldía.

Antes, la izquierda ha desplazado cualquier necesidad del ámbito del ser al del movimiento, al de la acción entendida como movimiento puro.


Pero ocurre también que, sin embargo, sumida en esas contradicciones sin solución, finalmente los estados de intranquilidad, culpa, caos, malestar, en los términos de la izquierda cultural, son todos sinónimos de vida, de verdadera existencia, de plenitud existencial. Como sus respectivos opuestos son todos sinónimos de muerte: estabilidad, tranquilidad, inocencia, orden, gozo.

Así como la izquierda social se escandaliza de que la indigencia humana promueva las desproporciones siempre injustas, la izquierda cultural se afirma entonces frente a la idea de que la contingencia es en definitiva y aviesamente el principio de la reacción.

Se trata de una percepción que podría hacerse finalmente conclusión y análisis. Pero es primero una percepción, una sensación.

La izquierda percibe de diversos modos la contingencia. Advierte el devenir con sus matices azarosos, toma nota de las formas en que se encarna la no necesidad de lo humano, hasta de lo endeble de sus realizaciones, toma nota incluso de cierta futilidad de lo histórico como patrón invariable, de las construcciones culturales, advierte que los hombres no toman fatalmente el camino crítico de lo necesario.

Advierte, con todo, la sucesión, tanto como advierte que esa sucesión tiene dirección y sentido, e imprevisibilidad al mismo tiempo. Y hasta, en este terreno, advierte la causalidad, aunque no fuera más que la inmediata. Aunque no fuera más que, o solamente, la causalidad dialéctica de los opuestos mágicos en síntesis mágica (otro patrón imprescindible para fundar la validez de esta mirada crítica.)

La cara que la izquierda ve cuando ve la contingencia es la de la libertad. No porque la contingencia funde la libertad humana, porque de hecho la contingencia no es la raíz de la libertad de ningún ser inteligente. Pero el germen contingente en todo ser que no tiene la causa de su existencia en sí mismo, es, en el hombre, por lo menos ocasión para el ejercicio de su libertad.

La izquierda crítica entiende así lo libre como imprevisible, y por ello a la contingencia como germen de caos.

Cuando llega a ese punto, la izquierda crítica está ante una bifurcación.

Si se aviene a lo establecido, por ejemplo histórica o socialmente, aunque no sólo ni principalmente, cae en la náusea decepcionada, en la perplejidad y en la indignación.

Si da rienda suelta a la imprevisibilidad, ve con terror y culpa crecer el monstruo de la contingencia y sus terribles consecuencias.

Tiene que demoler. Ese esquema, aun en su misma contradicción, es el mal.

La contingencia, aun mal comprendida, es una condición de lo real lo suficientemente fuerte como para que trasluzca la finalidad. Por oposición, lo necesario en versión natural o artificial, apunta directamente y por definición a un fin.

Sin embargo, no le molesta tanto a la izquierda crítica que haya finalidad en lo necesario.

Detrás de lo contingente la izquierda percibe oscuramente la finalidad.
Si ella pudiera, establecería una suerte de cosas tal en la que, lo contingente, fuera en todo y cualquier sentido libre de toda necesidad y, al mismo tiempo y por ello mismo, no fuera súbdito en modo alguno de la finalidad.


Pero, y nuevamente, postular un nuevo orden de cosas resulta aquí no solamente disonante. Si ese fuera todo el problema, se podría incluso elegir con cierta displicencia una de ambas melodías y hacer que la otra resulte la que disuene.

La izquierda crítica necesita un hombre, digamos así, libre. Libre, por lo menos y en sus términos, de cualquier vestigio de tiranía de lo necesario real y de lo contingente con finalidad.

Y por ello mismo percibe como una culpa originaria, un verdadero pecado original anterior al pecado original, la resistencia de lo humano, y aun de lo histórico, a resistir, a rebelarse.

La obediencia libre a la rebelión necesaria, es una contradicción. En sí misma. La izquierda crítica no puede obviarlo. Y ciertamente no lo desconoce.

Abolir el principio de no contradicción, que es lo mismo que abolir toda causa, es algo que se dice más fácil que lo que podría realizarse.



La demolición crítica corre por su cuenta, pero la consistencia íntima de la realidad substituta, además de imposible, no es autosuficiente.


La obediencia (tanto ontológica como moral) es a la vez un tributo a la contingencia como a la necesidad, y también es al mismo tiempo libertad y acatamiento. Y todo ello, aún más, en razón de la finalidad.


En la partitura crítica, estas notas no hacen melodía.