martes, 4 de marzo de 2014

Alfalfa pa'l carnaval

Hay algunas verdades que uno debe decirse a sí mismo, al menos una vez en la vida. Tal vez tengan que pasar muchos años antes de que uno se atreva siquiera a pronunciarlas. A oírlas sonar, a reconocer la voz propia diciendo cosas propias de sí.

Son de esas cosas que uno ha visto y vivido en años. Pero tal vez por eso mismo, porque son cosas que uno cree que no debe decir de tan sabidas, de tanto que las vive y las sabe, y entonces nunca quedan dichas.


* * *

En estas últimas semanas, me tocó viajar un poco por la provincia de Buenos Aires. Y en estos días andar algunas leguas de campo. Y unos pocos pueblos, sencillos, tranquilos. Y estar bastante con sus gentes, de paso o afincado en un lugar.

Volvía hoy de uno de esos periplos y fue en medio de una tormenta feroz que apuró la salida de un campo en el que había estado. Un campo en el medio de la nada, lejos de todo. O casi. Unas decenas de kilómetros de camino de tierra podrían, de no salir, haberme dejado allí por unos días, días que no tenía, malhaya mi suerte. Hubo que decidirse y dejar el lugar. Con nostalgia, claro.

No era nada más que una visita de nada. Para hacer nada. Yo, al menos, que iba de acompañante e invitado. Pero, así y todo, igual había estado desde temprano recorriendo potreros con animales y siembras varias (poca soja, bienhaiga mi suerte...), arreglando de paso algún alambrado, juntando acacia blanca seca para quemar a la noche, bajo el cielo que prometía llover y no quería. Y andar viendo si en aquella loma se podría levantar un galpón, si hay que alivianar un monte de eucaliptos para hacer leña porque el invierno pasado fue muy frío y éste que viene...

Ayer fue un día glorioso, amenazando la lluvia todo el tiempo, y triunfando el viento y el sol entre nubes gordas de bronca, que se fueron bufando y dejaron paso a un temporal de nubes sutiles, bajas, revueltas que arrancó antes de clarear, garuando despacio.

Como cuando uno está solo -o cuando son sólo varones, como es el caso-, el tiempo de las cosas tiene un ritmo espontáneo, de las necesidades, nomás. El trabajo, recorrer una parte u otra, buscar esto o aquello, acomodar el motor del agua que anda fallando, buscar una vaquilla rebelde, ir a ver si se cerraron las tranqueras, ver si la semilla esto o el alazán aquello... O agenciarse unos higos en un monte para tener algo dulce, tostar un poco de pan que no es del día, la subsistencia, tirar alguna carne en una parrilla, inventar un guiso, mirar el fuego, tomar un poco de vino, preparar el otro día.

Y durante horas de tiempo oír el mugir de los animales, y el tronido ronco y constante del tractor que trilla y la máquina que atrás teje los rollos de alfalfa, constante, rutinaria. Y las conversaciones de garzas y flamencos en un bajo en el que se fue armando una lagunita. Cotorras golosas. Patos inquietos. Pájaros. Perros que van siguiendo a las gentes o a las máquinas, ladrando de a ratos.

Conversar con uno u otro, si hay algo que hablar, si se lo cruza uno, en la manga, en un callejón. Gentes de trabajo, de campo (del medio del campo, lejos), que vive en pueblos vecinos que no llegan a 300 habitantes, que anda alambrando, arriando animales, de aquí para allá en chatas viejas, con hijos mozos que andan en el medio del campo con problemas de chicos de ciudad (malhaya su suerte...)

Y estar así, con poca cosa. Sin electricidad ni gas, con pocos lujos y suntuosidades, cuando se va yendo la luz queda ir retirándose, juntando lo que haya quedado suelto, guardar, empezar a adecentar algo que comer, acomodar los sueños. Esperar el alba, a ver cómo amanece, si se puede seguir, si no, no. El camino, la lluvia, si cambia el viento, si hay estrellas.

* * *


Era la tarde, ya tarde. Dando las últimas vueltas del día, ya se ve que se apura la máquina porque quiere terminar los rollos de alfalfa, aunque sea con los faros, si cae la nochecita. En la quietud que se asordina con la luz que mengua, el aire anda suave en la melancolía de los teros, en el paso de algún lechuzón, un pato sirirí, algunas ranas tímidas que empiezan a cantar.

La tarde se luce.


Mirando aquello, sentado sobre rollos de alfalfa, un cigarro lento, uno no puede sino decirse finalmente la verdad, una de esas verdades que de tan saboreadas y sabidas, se callan: me gusta el campo. Es noble, todavía aquí en este país de estafadores de toda laya; todavía ahora, así maltratado por los estafadores que lo esquilman y los estafadores que gobiernan  y los estafadores que quieren gobernar y los demás estafadores que ni gobiernan, ni esquilman, ni quieren gobernar, pero que estafan igual.

Es humano el campo, en el mejor sentido, es su hechura, hechura de hombre, noble hechura. Y se nota que nació así, para eso.

La lista de iniquidades es fácil de hacer y difícil de deshacer. Pero el campo parece más noble que nosotros, cuando no somos más nobles que él y se nos nota.

Por eso, tengo que decirlo: con todo y eso, me gusta el campo.Es bueno. Hace bien.

*  *  *

Va llegando uno a la ciudad que dejo hace unos mil años. Todo es extravagante, artificial, artero. Mira uno, apenas, alrededor. Con la vista y el oído recorriendo distraídamente las cosas que tiene la ciudad. Y atacan las noticias, las cosas que se dicen, que pasan, que se dice que pasan, que deberían pasar...

Por un momento, no entiendo de qué se habla. No reconozco ninguno de los asuntos que le sueltan la lengua a los que están hablando. Uno, por ejemplo, habla de inundaciones en una autopista. Uno, por ejemplo, habla de un ajuste de cuentas a un colombiano en un lago. Uno, por ejemplo, habla del carnaval.

Y allí me acuerdo de que es carnaval. No. De que dicen que es carnaval.

Miro para atrás y tengo en los ojos una caída de sol, unas garzas, unos toros negros que silenciosamente pastan su potencia, unas golondrinas nerviosas que se van juntando en un monte listas para empezar a migrar, el silbido en unas casuarinas, un aire de pinos y de pasto que brota.

Y unos rollos de alfalfa quietos, como menhires, como feligreses en una procesión vegetal.