domingo, 30 de marzo de 2014

Sin él

Es el último poema. Cierra el libro y creo que no por casualidad.

¿Qué hay para decir después? Queda el silencio y es ese silencio que llora mudo. El silencio de la muerte de los que hemos amado, de los que nos han amado: amigos, camaradas, compinches dolientes o sonrientes de nuestros corajes y miedos. Como es la guerra.

Es él último poema de Poesía en armas, parte de los cuadernos de Rusia de Ridruejo. Lo escribió en mayo de 1942, de vuelta.

Y algunos entre nosotros lo entenderán -lo sufrirán- mejor que yo y mejor que casi todos. Son aquellos que, como Ridruejo, volvieron sin él, sin algún él que les fue ladero entrañable en el sur nuestro hace 32 años.

Ante la madre de un camarada muerto

A la señora de Ruiz Vernacci,
madre de Joaquín y Enrique

Vengo sin él; pero su noble carga
pones sobre mis hombros
ahora que unge tu débil mansedumbre
el reproche indecible.

Lo miro con tus ojos. Sí, lo veo;
era el más puro, el solo;
era tan niño como tú lo llevas
de nuevo en las entrañas.

Vengo sin él. Y maternal, sencilla,
generosa, lo buscas
con la ciega esperanza acongojada
sobre mi pensamiento.

Me turba tristemente la riqueza
de que estoy revestido:
Él nutriendo mi fuerza y moribunda
tu sangre en mi palabra.

Su muerte son mis labios: soy su muerte
brava, serena, dulce.
Y su vida también, esa que acoge
la duda de tu sonrisa.

Perdóname si vivo, si se yergue
mi entereza doblada
mientras llena el despojo de tus venas
un cielo resignado.

Perdóname si soy la galería
donde duerme el soldado entre la nieve
y el muro que interpone su dureza
entre su mansedumbre y tu consuelo.

Vengo sin él. ¿Inquieres? ¿Adivinas?
¿Acaricias? ¿Alcanzas?
Y al fin el alma se me extiende, lenta
como un paisaje, a tu dolor de madre.