martes, 16 de noviembre de 2004

Ustedes estarán allí. Y yo aquí. No sé dónde están ustedes ahora. A algunos los conozco y sé dónde están. De otros, nada sé. Pero el asunto es que estoy aquí, madrugada de martes. Son las 5. Desvelado. Cosas de padre. Cosas de hijos que hacen cosas rarísimas a las 4 de la mañana que desvelan a los padres.

A la cueva, me digo, mate, cigarrillos, los papeles, a leer algo, a escribir un poco. Miro apenas los diarios. Me digo que tengo que escribir algo sobre Saramago (me gusta Portugal -¡cómo me gusta Portugal!-, no me gusta Saramago, pero algunas de las cosas que dice en La Nación de hoy sobre la palabra y el lenguaje...); o decir algo sobre qué pasa cuando un columnista de Clarín no tiene tema y tiene columna y se pone a hablar de Roberto Arlt; o de las 'putas tristes' de García Márquez; o de las 700 últimas páginas de Tom Wolfe (¿qué les pasa a los escribidores con el sexo? ¡qué cosa...!); y que está por ahí esa pavada de Andrés Oppenheimer sobre la izquierda mexicana y el permiso de EE. UU. para que la gente vote a quien quiera en cualquier país; y el aluvión de los ojos rasgados; y pienso que me falta la segunda y la tercera parte del sueño de Adán; y los hokkus y wakas de Fingerit, y de todo el trabajo que tengo pendiente, y que me gustaría poder escribir algo sobre...

Pero yo estoy aquí. Amanece muy húmedo. Las calandrias y zorzales y horneros y bichofeos tienen sus propios libretos, sus propias bitácoras y reclaman migas de pan a los gritos (los gorriones chillan, nada más, son analfabetos), insolentes, bullangueros. Así que hay que ir a buscar pan duro a la panera y de ahí al rito de cortarlo con la mano, en pedacitos (descubrí que se llevan los pedazos grandes también) y después sembrar de pan el pasto, sentado en el umbral de la casita de madera en la que juegan los más chicos, bastante fría la salida del sol... Ya no se asustan los pájaros, ya perdieron la distancia animal. Bajan y comen. Y listo.
Y todavía hay que arreglar el amortiguador del auto, antes de que se despierten los chicos...

Me vuelvo a la cueva de los papeles, de los libros. Pero, de camino, me queda a la derecha la quinta, la "huerta" que hizo uno de los varones, uno de los del medio: zapallos de tronco, zapallitos, acelga, lechuga criolla, tomate, rabanitos, porotos. Y el enhiesto maíz. Ya tiene casi medio metro de alto y viene vigoroso, melena al viento. Da gusto la quinta, chiquita, pobretona, pero vital, fragante. Me acuerdo, qué se yo por qué, de Éowyn, de la última Éowyn, la de las Casas de Curación, la que acepta a Faramir, la que ya no quiere ser reina de nada y prefiere cuidar de todas las cosas que viven y crecen...

¡Qué manía la de tener la vida toda enhebrada de palabras y de libros, y de citas y pasajes de libros!

Pero aquí estoy. Mirando el maíz. Segunda pava de mate. Salió el sol, está despejado. Mejor así.