sábado, 28 de febrero de 2015

Un amor difícil


Un día, quién sabe cuándo, a los que decimos amar, nos pedirán cuentas de un amor difícil.

Querrán saber si fue un amor grande. Querrán saber si acaso fue un amor limpio. Y si fue un amor difícil hasta hacernos sangrar la sangre amante, generosa, felizmente. Y no una sola sangre roja y tibia: toda la sangre que llevamos en las venas, en todas las venas que somos y tenemos, aun en las que no llevan sangre y dicen que han de llevar luz, calor de amor, sudor de amante que labra la tierra para la amada amada. Si acaso nos quedaran esas venas y esa sangre, cuando parezca que hemos perdido la tierra y la luz y el sudor y la semilla.

Un día habrá frente a nosotros la mirada silenciosa de la amada, sus ojos como brasas.

Todavía amando nos mirará la amada. Y sus ojos serán el fuego que cierra las heridas, pero serán el fuego que nos vuelva cenizas.

Un día, nos preguntarán si fuimos amantes dignos. Si para nosotros la amada fue más que nosotros mismos. Si su carne, su sangre y su sonrisa justificaban un dolor sin tasa en un corazón amante que no vive si ella muere. Que no puede sonreír si ella gime apenas.

Y querrán saber si tuvimos los ojos limpios y el corazón entero. Y querrán saber si a nadie sino a ella le dimos ese terrón de tierra que somos, en homenaje. Como un enamorado, como un navegante del mar ácido del tiempo, que solamente busca el puerto de su amada y hacia allí la lleva y hacia ella va.

Un día levantarán, del suelo mismo de la amada, el polvo de nuestros huesos y querrán saber si acaso en algo, siquiera en algo, huelen a amor sin medida, si respiran con el aire de su aire. Si el polvo de nuestros huesos siquiera un poco todavía vive en las semillas que dan tallos de vida buena; si el polvo de nuestros huesos es, siquiera en algo, ya la primicia de frutos sabrosos. Si nuestros huesos llevan ya el color de las flores en las que deberían florecer. Siquiera un poco, siquiera en algo.

Y no será porque sí que seremos interrogados.

Porque un día, en la tarde de un día, pondrán ante nosotros sus lágrimas, nos irán mostrando las heridas de la amada, su piel lacerada por nuestras uñas ávidas y rapiñeras de proxenetas de su honra y de sus dones. Y veremos sus pies clavados con clavos estúpidos como nuestras torpezas, clavos filosos y hendidores como nuestras maldades y traiciones. Y veremos su espalda tajeada por el látigo indolente de nuestra desidia. Y una vez y otra vez la veremos, roída por los gusanos de nuestra cobardía, carcomida por las liendres de nuestra frivolidad.

Ojerosa, escuálida y arruinada, la amada tendrá todavía los ojos de fuego y la voz nítida como el trueno o como la mañana.

Nos mostrarán sus entrañas violentadas. Un mar de gritos muertos y blasfemias irán haciendo coro cuando pase frente a nosotros, carcajeando mientras la ultrajan.

Y ella llevará nuestros nombres hincados como púas.

Y ese día habrá un tribunal de ángeles flamígeros como espadas. Y al frente, fiero como el amor, el ángel custodio de su honra y su alegría, que la mira. Y nos mira.

Y ese día, tal vez, nos será retirada, nos será apartada de la vista. Nos la quitarán.

Y ya no veremos más ni la sombra de sus pasos. Ni el eco de sus gritos de amor enardecido. Y entonces seremos nosotros mismos sombras y ecos huérfanos de amada, hebras de nada, y no sabremos qué tierra anhelante recibirá nuestra simiente, ya sin surcos que sembrar, ya estériles como la mentira, ya sin palabras, ciegos, sordos. Imbéciles como una jauría de hienas. Babeantes como animales inútiles.

Purgando con nuestra estolidez de manada eunuca el pecado de nuestros padres y de nuestros hijos.

Y el nuestro. 

En desamor. Sin recuerdos del bien. Sin tiempo adelante.


Y entonces, ese día, tal vez, ya no tengamos Patria.