martes, 11 de junio de 2013

Libre del sur



La conversación andaba simpáticamente de aquí para allá, cosas del tiempo de hoy, asuntos de hace tantos años. Conversación de reencuentro, típica. Merodeando -y sorteando- alturas y honduras: nunca se sabe bien en esos casos qué ha sido en realidad de la vera vida de la otra persona tanto tiempo ausente. Y eso vale para ambos, claro.

Habíamos pedido la tercera ronda de café -y ya era hora para un cognac...- cuando dijo, con una jovial y filosa picardía, tan propia, que recordé en cuanto la desenvainó:

- Y a vos que te gustaba tanto la Patagonia -¿todavía te sigue gustando? ¿seguís yendo a la montaña?-... Mirá qué lindos regalitos nos vienen de la Patagonia, Cristina y todos ellos...

Hice una mueca indefinible. Y contesté sobre la Patagonia. No dije ni una palabra sobre "regalitos".

- Hace años que no trepo nada. Ya casi no tengo piernas para eso, aunque una última voy a hacer...

No insistió. No le interesó nunca demasiado la política. Hablamos de cosas -incluso de montaña- hasta que llegamos a los augurios de nuevos encuentros, que es la bandera de llegada que marca el fin de esas conversaciones.

Si quiere, Buenos Aires puede ser despiadada en los anocheceres de otoño. Busqué rápido cómo salir y encontré pronto la niebla suburbana. Y de una niebla a otra, volví a la Patagonia.

No tuvo que darse cuenta de lo que había dicho y de lo que eso significaba, pero a mí me hirió darme cuenta de cómo llegan a mancharse las cosas.

Hay decenas -tal vez miles- de lugares en el mundo que con una huella infame quedan manchados para casi siempre. Siberia, pienso por ejemplo: difícil que se saque de encima la crueldad que va con su nombre. O el Riachuelo, que tuvo que haber sido alguna vez un riachuelo.

Y así como La Rioja quedó empatillada durante tiempos con, y por, Carlos Menem, la Patagonia quedaba ahora enlutada con, y por, Cristina y todos ellos, como dijo. Y Santa Cruz, que no es mal nombre ni mal lugar.

Triste cosa. Los lugares se tiñen. Los teñimos. Desteñimos sobre ellos y quedan durablemente manchados. Y se vuelven signos o sinónimos de lo que no son.


Sonará mal, concedo, pero creo de verdad que hay lugares de los que no sé cómo podría uno sentir pena si son desairados. No sé: Sodoma, Hong Kong, Babel, una favela de Río, Nueva York, Mar del Plata... Aunque estuvieran por completo deshabitados, igual, creo, llevarían en la frente su sello. No el que alguien les selle a la fuerza. El que llevan por sí, más que por otros. 

Muchas veces me oí lamentar aquella tierra sin monasterios que quiero tanto. Pero la quiero tanto, me es entrañable. Y entonces mi lamento es el lamento de un hermano que con dolor amoroso ve que su hermano lleva una vida, ya difícil, pero que puede volversele insípida, árida, sin luz. Teniendo tanto que gozar, tanto que celebrar, tanta magnificencia ante la que arrodillarse, tanta enormidad seca o exuberante, tanta soledad de la que alegrarse.

Que ahora, y quién sabe por cuánto tiempo, aquello sea para muchos el sinónimo de algo inmundo e indeseable como si un miasma brotara sua sponte de allí, es triste.

La pelota no se mancha, dijo Maradona y vaya a saberse por qué lo dijo aquella vez..

Pero tal vez sí se manchan las montañas, y los lagos, y los bosques y los ríos; y la estepa y los acantilados, y las rías y el mar, y el viento y la piedra y la nieve. Y se manchan injustamente tantas buenas gentes sufridas y valientes que insisten en amar aquellos parajes recios, reciamente.