martes, 18 de junio de 2013

Perfume


En el diccionario que dedicó a las orígenes de las palabras de nuestra lengua, Joan Corominas asegura que, pese a su etimología latina, los romanos no usaban ese término y que entró por el catalán recién en el siglo XIV, donde se lo ve aparecer documentado en Lo Somni, famosa obra de 1399 del barcelonés Bernat Metge.

Perfume, transparentemente, deriva de per y fumare, y parece señalar los aromas que originalmente se desprendían de substancias -maderas y otras- puestas al fuego o sometidas a su acción, como en el caso de los sahumerios, que desprenden humos olorosos.

Los humanos, parece, tuvieron siempre afición por los perfumes desde que, según algunos, olieron por primera vez en torno a los primeros fuegos las resinas aromáticas de las maderas que quemaban sin saber y que llenaban el aire. Pese a que hay autoridades notables que presumen este origen, humildemente creo que la naturaleza siempre ofreció aromas en variedad, calidad y cantidad suficientes como para que, antes de llegar a las hogueras, los hombres supieran que había olores agradables. Y de los otros, por cierto.

Sin derivar ahora en esa disputa, que por interesante que fuere no viene al caso, creo que perfume dice mucho más que lo que suponemos, bien mirado el asunto.

Quedará al margen también la naturaleza misma de los aromas y olores, género al que entiendo pertenecen los perfumes. Y queda al margen también su acción sobre el sentido del olfato, particularmente, y del hombre, claro, que es el titular de los sentidos. Benéfica o no, agradable o no, esa línea de investigación me es ajena por el momento.

Ahora bien.

Por lo pronto, y en razón de la mismísima palabra, perfume y humo están asociadas; y más, son parientes cercanos, acaso hermanas de sangre.

Sin forzar demasiado la cuestión, un perfume, en un sentido bastante claro y aunque no procediera del fuego, es humo, secundum quid; y mejor, es una cortina de humo, dicho ahora en sentido metafórico, aunque no tanto. En cuanto tal, entonces, todo perfume por agradable que fuere lleva el estigma de ser, a la vez y potencialmente, engañoso.

Así las cosas, la asociación del perfume y los ungüentos con la seducción no es una injusticia. Y menos lo es si se estima la seducción no solamente como una persuasión sin más, inocente dijéramos, sino como una especie de atadura o red con la que se pretende tener a alguien a disposición, enajenándolo. Arrobador, creo, es palabra que suena apropiada como adjetivo de perfume.

Que esto se asocie más bien con las mujeres que con los varones, no es tanto a causa de usos y atavismos culturales, sino que se corresponde en principio espontáneamente con la naturaleza femenina, por lo pronto más atenta al arreglo exterior en materia no solamente corporal. Pero es claro que la exterioridad resulta reflejo o tapadaera de lo interior. Y en ocasiones, sin que sea contradictorio, ambas cosas a la vez.

Recuerdo a este respecto, y creo que viene a cuento, lo que un sacerdote le dijo cierta vez a unos amigos que se preparaban con él para el matrimonio. De hecho, les dijo, era la regla de oro, según él: cuando Fulano dice una cosa, quiere decir exactamente eso, le dijo a ella. Cuando Mengana dice una cosa, quiere decir exactamente otra, le advirtió a él. Lo cual, bien entendido, tal vez se corresponda bastante bien con la preferencia femenina por los perfumes, esto es, por las cortinas de humo.

Es probable que algo parecido pensara Sócrates, el filósofo, cuando censuraba precisamente el uso de perfumes porque, por ejemplo, de ese modo el hombre libre y el esclavo no llegaban a diferenciarse.

Algo de eso parece aplicarse a los perfumes y de un modo para nada tortuoso. Lo agradable y lo bello, tienden a asociarse como naturalmente con lo bueno y lo verdadero. Lo mismo ocurre con sus opuestos.

Respecto de esto último, no en vano los maestros espirituales avezados para nada descuidan el primitivo sentido del olfato. Por él, tantas veces, y hasta sin querer por lo primitivo del sentido del olfato, podemos cometer faltas de amor al prójimo tan crueles como los peores desprecios o las heridas más tajantes. Y, atenidos a la exterioridad, cometer otra injusticia, aunque más boba que lo anterior: concluir que lo perfumado y ungüentoso es bueno o verdadero, o siquiera bello. Y nada más que porque puede resultar sensiblemente agradable.

Aunque es verdad que lo bello agrada, no necesariamente lo que agrada es bello, pues las razones y la naturaleza de ese agrado no necesariamnete llegan a tocar la fuente de lo bello, que no es el acomodo de lo exterior sino el brillo de algo interior e inmaterial que escapa por completo a los sentidos...



- Lo veo de lo más entusiasmado, pero, y usted me va a disculpar lo bruto, no me explico qué sentido tiene hablar de perfume en estos momentos, con todas las cosas que pasan, con todo lo que va a pasar, con...

- Ah, mirá, vos... ¿Y de qué cree usted que estoy hablando, cumpa?

- ¡¿!?

- No, vea. Ahora discúlpeme usted si lo dejo por la mitad, pero yo termino acá, porque me queda poco tiempo y me voy de viaje. Pero a la vuelta seguimos hablando de perfumes..., de política, digo, es claro...

- ...