domingo, 28 de diciembre de 2003

Hay mucho escrito y dicho sobre la tolerancia. La tolerancia buena y la tolerancia mala. Porque hay de las dos. Siempre hubo, en realidad. Pero hoy es un tópico. Y antes no lo era.

Me refiero, claro, a la tolerancia mala.

Hoy es el centro de debates ideológicos y de debates ideologizados. Pero además es la condición de posibilidad de cualquier juicio de la inteligencia y la condición de posibilidad de cualquier diálogo.

De hecho, hoy por hoy, el tópico de la tolerancia no es otra cosa que la cara políticamente correcta del problema de la verdad.

Desde el punto de vista lógico, no parece difícil de resolver. Tal vez un poco más complejo sea el problema de la verdad (y el de los criterios de veracidad y de verdad); pero ciertamente no es tan angustiante el de la tolerancia que se le pueda tener a proposiciones contrarias o contradictorias. Una vez enfrentado al asunto, se requiere de cierta acuidad, cierta honestidad y cierto coraje.

Los dos ejes de la tolerancia (esa tolerancia que constituye el pilar fundamental de la religión moderna) son de una parte una metafísica y de otra parte una psicología.

Una radical desconfianza –y en el caso de los más avisados, una decidida traición– a la consistencia última de lo que es.

Un sentimiento de culpa –y en el caso de los más avisados, una decidida pusilanimidad– frente al hecho de quedar del lado de las cosas tal y como son.

En el sentido en que se entiende habitualmente, la tolerancia significa que no hay que alzar la voz en absoluto. Alzar la voz significa decir cualquier cosa cuya contradicción resulte en los hechos una ofensa al interlocutor.


Siempre se pudo salvar lo que de verdadero hubiera en una posición, no hacía falta esperar esta tolerancia para hacerlo. Siempre se pudo suponer la buena fe inicial de quien dijera cualquier cosa, incluso algo disparatado o erróneo y hasta de suyo ofensivo. Tampoco hacía falta esperar esta tolerancia para ser benévolo.

Siempre fue posible hacerlo. Y la mayor parte de las veces se lo hizo. Sócrates no es precisamente el primero de una cadena de buscadores de la verdad que son capaces –y gustosamente capaces– de probarlo todo y quedarse con lo bueno.

Pero cuando hoy se piensa en tolerancia y se la profesa como el undécimo mandamiento (en realidad, para pensar, hoy es el primero), se piensa y se profesa otra cosa.

La tolerancia siempre fue salvar la verdad que hubiera, porque salvar la verdad que hubiera era reverencia y homenaje.

Hoy significa asegurarnos de que no habrá de establecerse ninguna verdad que pueda someter el entendimiento de nadie. Y el propio en primer lugar.

Porque es preciso evitar cualquier dolor, al fin de cuentas. Y la reverencia y el homenaje de la inteligencia suponen tanta afirmación como negación.


Tolerancia es el derecho –no es verdad: es la obligación– de hacer el mundo a nuestra imagen y semejanza.

No hay homenaje alguno a las cosas tal y como son. Y la reverencia es humillante para quien la profesa. Deben evitarse. Porque debe evitarse el dolor. Pero también la alegría.

El asombro de la verdad recibida, significa tanto no haber sabido, como llegar a saber. Y saber que no se sabía, tanto como atesorar la esperanza de llegar a saber.

El reflejo moral de la verdad recibida de afuera (que es como el hombre conoce) supone gratitud. Y la gratitud supone indigencia.


Así las cosas, la tolerancia resulta la clave de bóveda de la rebelión. Es el nombre prestigioso de la rebelión. Es la mueca amable de la amargura metafísica del cínico. Es el nombre virtuoso de la cobardía. La tolerancia es el refugio del desesperado.

Hay, por cierto, una cosmética de satisfacción interior, un maquillaje de razonabilidad. Una mímica condescendiente de bondad. El tolerante se complace en su buena voluntad.

Pero, al fin, la inteligencia sufre, y el corazón se opaca.

Y como es imposible no hacerse una profunda violencia para ser tolerante en este preciso y actual sentido, el sosiego –que el tolerante supone haber obtenido– le sabe finalmente a arena.