viernes, 4 de abril de 2008

Migas de pan

En casa hay un perro y un gato.

Simpáticos no son.

El perro es estólido, acomodaticio, rastrero, piccolo, piccolo uomo...

Aunque flaco a lo galgo, no es nada de eso; estatura trunca, tiene ese color indefinido y bayo que habla de una infamia en sus orígenes. Pobre, tal vez no pecaron ni él ni sus padres y sin embargo es un emblema igual de la desdicha mediocre, anodina. Lleva dibujada en la cara la viveza torpe del burgués, del pusilánime. Se salva, tal vez, en su propia inconsciencia, en su alegría módica, pasando la vida de a pasos cortos, sin entusiasmo bastante ni suficiente indiferencia. La comida como sea, un poco de hojas al sol donde echarse las siestas del que nada espera ni nada quiere. No tiene traza de heroico, ni de lírico. Ni de trágico. Porque, se sabe, la tragedia no se regala a cualquiera. Grandes asuntos, grandes hombres. Y al pobre animal la grandeza lo esquiva.

El gato es otra laya de bicho.

Genérica y específicamente taimado, indiferente, y desconfiado (lo que no sé si pega con la indiferencia); aunque con arrestos morrongos de un afecto epitelial, felino, es decir eléctrico: la descarga en el pelo cuando se frota entre las patas de la mesa, las sillas, un arbusto. Cuidadoso, medido, fiando los riesgos a sus habilidades silenciosas, reptantes, que no dejan huellas. Detestables se me hicieron siempre los gatos. No entiendo ese misterio sin sentido, esa cuidadosa preservación de la nada que hacen, creo que nada más que para no salir dañados. Tampoco le creí nunca a sus ruidosos apareamientos, tan ruidosos como desapasionados. Parece que para tener algo de rabia en las venas, tienen que infectarse con un Rhabdovirus. Es una ventaja, creo, que le llevan los perros -no, no el de casa...-, porque son capaces de enojos y puntos de honra y las simétricas manifestaciones de cariño, alegría, nostalgia. El gato de casa, los gatos, no. Los gatos son usureros: reclaman mucho más que lo que han dado.

Estos dos infelices se han criado más o menos juntos y ocurrió una simbiosis perrogatuna-gatoperruna, que le ha dado a cada cual las taras y características del otro. Y como el perro, mal que bien, es más noble y generoso, por naturaleza al menos, tomó él más del felino que lo que el ladino tiene del pobre tonto. Claro, gato usurero...

A los dos les tocó llegar a casa por actos de supuesta misericordia de alguno de los chicos. No por la mía, que no los mimé a ellos sino a los hijos. Estos dos náufragos son nacidos guachos, abandonados, solos, perdidos en la urbe. Allá ellos. O no.

El asunto es que a mí me gustó siempre dejar migas para los pájaros en el jardín.

Muy temprano, la pava sobre la hornalla calentándose para unos mates, salgo al jardín, me voy al fondo y hago migas de las sobras de pan -pocas, muy pocas sobras de pan hay en casa...- y las tiro al pasto. Me siento debajo del laurel, o cerca del limón, ya con el mate y un poco de tabaco, en silencio, apenas falta para que salga el sol, y veo llegar a los capitanes alados que reconocen el terreno para ver si la tropa canora y las familias emplumadas tienen el campo libre, literalmente. Zorzales, horneros, palomas, torcazas, bichofeos, gorriones, cabecitas (pocos), algún carpintero de tanto en tanto. Se paran sobre la mesa que hice con troncos y la tapa de madera de un carretel enorme de cables eléctricos, una que está frente a la cueva, o se cuelan por debajo de la Eugenia, o se paran en árboles o techos de las casa vecinas (verán desde allí, pienso, como desde una atalaya) y se van acercando, saltando cautos por el pasto húmedo hasta las migas.

Puedo estar un rato largo viéndolos hacer, viéndolos comer o llevarse las migas quién sabe dónde. Algunos combinan sólido y líquido y se acercan a la pileta y toman agua, pocos pelean entre sí, aunque también allí hay comandos y jerarquías y hasta patotas, cómo no. Con el tiempo, fui ensayando y perfeccionando prácticas que tomaba de la observación. Hacer más chiquitas las migas, casi polvo de pan; dejar pedazos más grandes; cambiar los comederos, acercarme más, alejarme.

Hasta que un día.

Felices y compinches, los vi a los dos hermanastros bastardos -el perro y el gato- esconder un pájaro casi exánime, arrastrándolo por debajo de las ramas entrelazadas e impenetrables de uno de los jazmineros que cubren una larga pared, hacia el suroeste. Quién sabe por qué no asocié entonces al pájaro moribundo con mis panes matutinos. Esa vez, al menos. No así la siguiente vez.

Me di cuenta de que mi felicidad era la de ellos dos también, pero por motivos tan distintos. Me di cuenta de que yo mismo les servía en la mesa fresca, verde y rociada del jardín de la aurora, los manjares de la caza. Yo atraía los platos voladores vivos, no para la complacencia de mi ojo ni para la de los buches alados, sino para la complacencia de la avidez de esa yunta de cazadores que, para peor de mis pecados, no siempre comían su caza, como tuve más de una ocasión de observar.

Malhaya con los dos malentretenidos...

Remordimiento, perplejidad, sorpresa.

Desde entonces, y hace de esto unos pocos meses, desde que con dolor y furia, con tristeza y desazón, dejé de tirar las migas mañaneras, vengo pensando a qué se me hace semejante todo el sucedido. A qué se parece, signo de qué cosa es.

Siento a veces que los pájaros me miran cuando clarea y me ven pasar a la cueva, juntar cosas en el jardín, juguetes, sillas, papeles de caramelos, hojas de otoño, siento que me miran carpir algo aquí, desmalezar apenas allá. O siento que me miran mientras miro el cielo a ver cómo viene el día. Y la vida.

Pero migas, nones. De eso, nada.

Ahí ando, pues, sin saber bien qué hacer. Porque parece que darles migas es muerte para ellos o dolor. Y no darles, lo es para mí.

Y pienso. Y en eso estoy, porque creo que algo he visto, en todo el asunto, acerca de los hombres y de las cosas de los hombres.

Tantas cosas de los hombres.