lunes, 10 de agosto de 2015

¡Voto al chápiro verde!



Estábamos en el bar de la vieja facultad de Letras, en la calle Córdoba.

Era apenas un mostrador de mala fórmica gris, con un marco de botellas vacías de adorno en estantes de vidrio y, bajo unas campanas dudosamente traslúcidas, algunos alfajores y medialunas no sé si del día cada día. Estaba prohibida la repartija de alcohol en esa casa, de allí las botellas vacías, y corría la voz piadosona de que el motivo era la catolicidad de aquellos claustros. Miñangas y pamplinas. Por ejemplo: en la gran mayoría de las cátedras de teología, jamás se advertía rastro alguno de la catolicidad de aquellos claustros, así que supongo que el motivo de la ley seca tiene que haber sido otro y no ése.

Él se paraba en una punta del formicado, siempre discreta e impecablemente vestido. Siempre con un Particulares 30 en la mano. Eran tiempos en los que los espacios cerrados eran compatibles con el humo del cigarrillo. Buenos tiempos, diría. Eran los '70.

Un recreo podía ser la ocasión, aunque no necesariamente, porque si la clase era aburrida él tenía mejores cosas que hacer que oír a una pomposa paspada borracha de palabras que ella ni entendía ni hacía entender.

Miguelito atendía el bar con displicencia. Muy tímido, parecía hosco y bravío. Pero no lo era.

Don José, de él se trataba y hay que usar el don cuando de él se trata, con un gesto imperceptible le pedía a Miguelito una ginebra. Bols, porque otra no tomaba. Y Miguelito le daba un vasito cónico y rayado, sin melindres ni aspavientos, con su medida canónica del fermento. No era una, de habitual.

Era un señor, Don José. Muy señor. Y tenía dichos y decires que a mis 17 eran casi el sonido mismo de los libros. De hablar poco y florido, armonioso, jovial y humilde, hispanizaba con donaire, casi en broma. Porque un caballero tiene que tener sentido del ridículo.

¡Voto al chápiro verde!, risueñamente dicho, era uno de aquellos dichos. Una casi interjección, un desafío, una puteada extravagante, una pulla al que dijera una pavada flagrante. Tantos usos tenía. Se lo oí decenas de veces y siempre con un aire de justa, que parecía que montaba su adarga sobre el brazo, allí nomás, y cargaba lanza de torneo en ristre contra quien fuere. Nones, era hombre severo y firme, pero pacífico.

Alguna vez conté en alguna parte que fue él mismo quien, en un gesto magnífico y alelante para un mochuelo como un servidor de entonces, me convidó por aquelos días una copita de su ginebra Bols, la primera que bebí en mis años. Fue simple y categórico. Un otro gesto imperceptible de su parte y Miguelito habilitó, como un vasallo obedece a su señor. Así, con sólo eso, sentí que estaba haciéndome pasar de la categoría de alumno raso a la de brigante transgresor y adulto, a la vez y todo por el mismo precio.

Don José tenía para las Letras algo más que talento o estudios con que las entendiera: tenía connaturalidad con la belleza y lo noble.

*   *   *

Ayer, ya la lluvia se había vuelto molesta y aburrida.

Llover, lo que se dice llover, es -tiene que ser- como quien dice cum mica salis. Cualquier otra variedad de lluvia se vuelve diluvio, que será purificador, pero no deja de ser castigo, por lo mismo.

La escuelita primaria está cerca de casa, pero hubo que ir en automóvil a falta de canoa. Es un establecimiento estatal de la provincia. En su predio tiene contiguo un instituto de profesorado que bautizaron Leopoldo Marechal. Pero con eso y todo, no alcanza, vea.

Apiñados como refugiados, cientos de parroquianos con caras sufridas de esclavos en las minas de carbón, empapados y ateridos, formaban filas cívicas ante unas mesas que deglutían sus ofrendas de papel pintado como si fueran impuestos o vírgenes inmoladas a alguna deidad siniestra.

Una hora se pasa uno allí -esclavo también de la perversidad de los inventores de la liturgia- y tiene ocasión de aburrirse mientras mira, tanto como de mirar mientras se aburre.

El asunto es que, en las paredes primarias, detrás de las mesas sacrificiales montadas en torno al patio cubierto, había unas cuantas láminas expuestas. La otra vida de aquellas paredes. Trabajos de niños. Clases especiales. Homenajes. Efemérides. Cosas así, cosas de lunes a viernes.

Quiso la fortuna que, ante mí, lucieran insolentes dos enormes pancartas amarillas, de un amarillo que solamente las cartulinas para trabajos prácticos pueden exhibir con desparpajo.

En una, Rodolfo Walsh vigilaba. En la otra, Julio Cortázar sonreía. Los niños habían tenido que exhumar sus rostros y biografías y poner todo en negro sobre amarillo, quién puede decir con cuál propósito. Imaginé la cara de la maestra (¿de sexto? ¿séptimo?, espero que no menos...); y, peor, imaginé las currículas de las materias que tuvo que haber cursado, tal vez al ladito, nomás: en el Marechal... Imaginé su fraseo tratando de explicar por qué había que ocuparse de ellos, imaginé las caras de los chicos. Sus cabezas, sus corazones.

Imaginé el mundo que imaginaban maestras y alumnos.Y que terminarían amando, pero seguro sirviendo.

Había que hacer poco esfuerzo para darse cuenta de que lo que había en las paredes era padre e hijo a la vez de lo que pasaba en ese momento en esos claustros que albergan todos los días menos hoy caras (más) infantiles. Esos niños, esas maestras, esas currículas, eran -son- parientes consaguíneos de las urnas y, más preciso aún, de lo que las urnas estaban digiriendo lentamente esa tarde de domingo; y de lo que habrían de vomitar más tarde o más temprano.

De esas aulas viene lo que las urnas van a parir. De esas urnas viene lo que esas aulas van a parir.

Era un buen lugar y un buen momento para verlo, era una tarde muy a propósito, una ocasión inmejorable. Lluvia de castigo incluso.

No: todo esto no lo lavará la lluvia, pensé.

*   *   *

Fue oscureciendo. Por primera vez estaba en una situación así. Nunca había visto el final de un comicio. Todavía eran muchos los esclavos pendientes cuando dieron las 6 de la tarde. Y entonces alguien tocó un timbre.

Era el final, aunque, más allá de las seis, el animal seguiría deglutiendo ofrendas cívicas hasta que no quedara esclavo alguno por oblar.

De pronto, inmediato al timbre escolar, brotó un aplauso.

No pude ver quiénes aplaudían, pero eran varios.

Menos pude advertir por qué aplaudían. Era un aplauso como para el asador, un aplauso de pasajeros asustados que tocan tierra después de la pesadilla turbulenta de un vuelo movido. Aplauso medio estólido como el del final de un casamiento.

*   *   *

¡Voto al chápiro verde!, me dije. Y creo que lo dije (aunque nadie entendió..., si habrán creído que era un voto cantado...) y me acordé de Don José.

Y en medio de ese barrial hórrido, venteando entre las caras abotagadas de unos y otros, su recuerdo y su bonhomía, más que la lluvia, fueron de veras purificadores.