miércoles, 5 de agosto de 2015

Amor a ciegas (IV, final)




¿Por qué amor a ciegas?

¿Por qué la ceguera?

Eric Weienmaier es un himalayista ciego que subió al Everest. Andrea Bocelli es un tenor ciego que canta ópera. Luis Braille era ciego e inventó un alfabeto. Joaquín Rodrigo era un compositor ciego, como el maestro Salinas, el de la Oda de Fray Luis, como Händel. Dante fue perdiendo la vista de tanto leer con poca luz, de Homero se dice que no veía, John Milton fue ciego. Y tantos más.

Pero.

Hay dos cegueras que importan aquí y no se trata de aquellas que nombré recién.

Simplifico: entre los paganos de nuestras raíces, está el culto a Eros entre los griegos, el Cupido de los romanos, a quien se lo representa habitualmente como un niño alado y también habitualmente con una venda en los ojos, un carcaj y flechas de oro y plomo para herir con la pasión tanto como con el olvido. En aquellas tradiciones literarias y mitológicas hay varios y no uno solo, aunque hermanos siempre. Son siempre hijos de Afrodita-Venus y sus variedades como Erotes van desde el deseo caprichoso y la búsqueda de placer hasta el emblema del amor correspondido (Eros, Himeros, Photos, Anteros y así...)

Las flechas y el arco, así como la venda en los ojos de Eros-Cupido, han dado mucha tela que cortar desde la antigüedad hasta hoy y bastarían los ejemplos de santa Teresa de Ávila en su Vida para lo primero y de William Shakespeare para lo segundo, para mostrar lo universal de los símbolos y la cualidad concéntrica de sus significados, siempre suscitantes.

Con todo, la expresión el amor es ciego, aunque tópica y reconocible desde hace siglos de siglos, no es de uso fácil, pues habitualmente confunde más que lo que acierta.

Ahora bien.
 
Por otra parte, en el camino a Damasco, se dice en los Hechos de los Apóstoles, Saulo de Tarso fue cegado y sin ver estuvo por tres días hasta que Ananías fue enviado por Dios a imponerle las manos y así fue que de sus ojos cayeron escamas y volvió a ver.

Otra ceguera es ésta, sin duda, pero unida al amor también, porque ella es como el paso de un amor a otro, o de una inquina a un amor, por mejor decir. Y, ¿para qué fue cegado y se le devolvió la vista?: "Yo le haré ver cuánto tendrá que padecer por mi Nombre", le dijo una Voz a Ananías cuando le explicó el gesto.

*   *   *

Dice C. S. Lewis con razón que hay más cosas que signos que las signifiquen. Y más cosas que palabras que las nombren. De allí que un signo pueda significarnos varias cosas distintas y aun opuestas, como una misma palabra puede nombrar realidades distintas y aun opuestas. Además está el hecho de que podemos usar las palabras irónicamente, para significar intencionalmente lo opuesto. Además está el hecho de que las palabras van cargándose de significados que, queriendo el hombre o sin querer, nombran cosas con nombres a veces hasta directamente falsos; esto es, nombres que no designan aquello que supuestamente nombran.

Amor no es una excepción.

Es fácil entender que hay pasión en el que ama. Pero eso no significa que todo quien se apasiona, ame.

Basta llamar a una cosa por la otra, en el mejor de los casos porque una nos recuerda a otra, para que tengamos un problema. El mismo Lewis ha dedicado todo un libro agudo y perspicaz a cuatro amores distintos.

El amor es ciego, se dice. Pero esa ceguera del amor no es un problema del amor. Porque no hay ceguera alguna en el amor. Si es amor exactamente aquello de lo que estamos hablando.

Una de las razones para amar es, precisamente, ver lo que otros no necesariamente ven: lo amable en el otro.

Nadie ama lo que no conoce. Y que nadie ame lo que no conoce es exactamente lo opuesto contradictorio a que el amor sea ciego.

Que llamemos amor a algo que no lo es realmente es lo que provoca la confusión. Y la ceguera en cuestión. Y es casi una garantía de amor la no ceguera, como la ceguera es una garantía de que ese tal amor tiene un problema genético.

Nadie me conoce como aquella persona que me ama. A nadie conozco mejor que aquella persona a quien amo.

Parece que en este punto aparece de algún modo la ceguera: me conoce, y, a pesar de eso, me ama...

Pero si de alguien podría decirse eso de modo absoluto, total y originario, es, precisamente, de Dios mismo: me conoce, y, a pesar de eso, me ama. ¿Entonces Dios es ciego? ¿Uno más de aquellos que al amar se enceguecen?

Es posible que un amante humano tenga entreveradas la pasión, la dependencia afectiva, la costumbre y quién sabe cuántas otras hebras con el amor, siquiera el vaho de algún tipo de amor, y que pase por alto lo agrio porque perder aquello que necesita le es insoportable. Puede ser. Y muchas veces es. De hecho, san Agustín mismo lo afirma en el breve pasaje que citamos.

Pero, ¿es de ese modo Dios un amante rengo, inválido y necesitado de su dosis del amado de modo que ni vea si es amable aquello que necesita? No parece.

Parece que en Él lo que conoce del amado es lo que mueve el amor, en todo caso. Algo amable que Él ama; no algo desagradable que se traga sin darse cuenta, sin que le importe demasiado con tal de no perder al amado.

Y si eso es posible en el Amante epónimo y primero, es a su modo posible en aquellos que aman porque Él ama.

Más grave es todavía la cuestión en Él, que ama desde la eternidad y aún antes de que el concreto amado exista siquiera: "Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales en el cielo, y nos ha elegido en él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor", según dice el propio san Pablo en la carta a los de Éfeso.

*   *   *

Y en estos amores, ¿cuál es la ceguera de san Agustín?, ¿cuál la de Borges?

Tal vez es la correspondiente a sus amores.

Una ceguera anterior en Agustín, cuando creía que amaba, hasta que el amor lo encegueció. Y entonces vio el Amor. Y entendió no qué era sino Quién era.

Una ceguera posterior en Borges, cuando creyó que ya no era amado y amaba como a ciegas incluso el no ser amado. Porque no vio el Amor. Y no entendió no Quién era sino qué era.

Saulo fue enceguecido en su furia. Y en esa ceguera fue amado y por eso tornó a amor lo que era inquina contra el mismo objeto que después tanto amó. Y es simbólicamente poderoso el hecho de que fuera enceguecido para despertar después a la visión de lo que habría de padecer por el Nombre del Amado.

San Agustín fue enceguecido de manera similar, diría. E iluminado por aquella misma ceguera que lo había enceguecido. Pero amaba. Torcidamente. Pero amaba. Y no se olvidó de eso, aun contemplando sus pasiones tuertas, y fue así que reverenció, en aquella mujer que había sido su pecado, la gracia que amando la había hecho resplandecer finalmente a sus ojos, ahora cuando sus ojos ya no estaban ciegos, cuando rememoró su vida en sus Confesiones y descubrió también en los abnegados gestos amorosos de ella, trazas de una Belleza que él tanto buscaba poder amar.

Borges, aunque es más difícil decirlo, se encegueció después de amar. Y viéndose amar y haber amado, y aun viendo haber sido amado. Y parece más bien haber pedido la ceguera de ya no ver ni siquiera el mismo amor.

Pero no es tan sencillo. En las palabras pueden pasar cosas que no necesariamente ocurren tal como las enunciamos y decimos. Y es posible, al menos posible, que aun aquellos a quienes el desamor los haya desolado de tal suerte, anhelen el abrazo y el consuelo del Amante, sabiéndolo o sin saberlo.

Por aquello mismo que el propio san Agustín decía al principio mismo de sus Confesiones: "...quia fecisti nos ad Te et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in Te."

Porque nos has hecho para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti.