miércoles, 14 de febrero de 2007

Talas, albahacas, calabazas..., al fin

Pero algunas cosas han crecido, bien que mal y mal que bien.

Hay que decir que siempre tuve la costumbre -y creo que la paciencia- de dejar crecer, más que la virtud de hacer crecer. Por alguna razón, plantas, hierbas, árboles, tienen conmigo en todo caso el futuro más bien asegurado. No cualquier verde. Sí aquellas verduras que por alguna razón, y vaya a saber yo cómo y por qué las elijo, me parezca que algo darán vivas más que el espacio libre que dejarán si muertas.

Dos o tres casos mencionables tengo a mano.

En el jardín, hay dos cosas que se me han convertido en enemigos jurados: campanitas y moras. Es cierto que, con algún dolor, hay que resignar el color campante de las campanitas y el sabor moroso de las moras, que silvestres y todo -blancas o negras- saben bien, aunque 'mosquean' tanto y ensucian más. Hace años, había unas cuantas. Queda ahora junto a la parrilla una sola, tal vez por lo mismo que hay generales que le perdonan a uno la vida tras la batalla para que lleve el mensaje de la derrota a sus jefes... Las campanitas sí que dan más guerra y la guardia es permanente; en todo caso, apenas alcanza para que no avancen de más, no para que desaparezcan.

Pero hace unos años, de la nada apareció un brote en la tierra, casi en el medio del jardín, cerca de donde había un sauce que terminó ahuecándose hasta secarse. Dejé crecer la brizna. Y el tiempo lo hizo el tala que hoy es y que me recuerda años y años de mi infancia y juventud en los veranos de las sierras de Córdoba. Bajo unos talas estaba el 'comedor' de verano, lugar codiciadero -diría Berceo- y fresquísimo. Las hormigas deliran por los frutos del espinoso. Pero es precio que a cambio de sombra y recuerdos bien vale la pena pagar. Ya tiene unos seis o siete metros y dicen los libros que pueden alcanzar los doce...

He aquí que una de las mayores frustraciones que nadie debería tener que sufrir, es que, plantando con unción la albahaca que las bolivianas laboriosas le venden a uno en manojitos, vaya la albahaca a la tierra y en lugar de tomar vuelvo, muera. Y vea uno sus lánguidos tallitos desmayados y sus hojas mustias abrazando la tierra que las tragará al fin en poco tiempo, casi de un día para otro, exhaustas ellas y triste yo. Todavía en el territorio de este verano de la albahaca, vinieron a casa unas cuantas plantitas, más de quince. Tal vez por la fuerte impresión que dejaron las de principios de enero. Pero también pasa que, en estas materias como en otras, la vida nos está dando a cada paso una oportunidad más. Una más...

Busqué con cuidado un lugar virgen. Algún lugar donde nunca antes hubiera hollado raíz de albahaca alguna mi jardín, cosa no fácil. Y fui a dar con un hueco asombrado a medias, soleado a medias, junto al ceibo, a sus plantas, cerca del jazmín 'palito' de la madre de uno, para ver si algo de aquella virtud corría por la tierra bajo mis plantas y entre sus raíces. Esto fue hace ya una semana larga: tiempo infinito para mis albahacas perecederas. Las riego ahora, les retiro hojas secas del ceibo, un poco nervioso el aborigen con tanto mimo a las insignificantes mediterráneas que brotan a su vera. Y a la vera me siento temprano a tomar mate y verlas lozanas cada vez, antes de que les salga el sol cada día. Y a mí.

Por un costado medio inútil de la casa, corre un curso de agua. Por el curso de agua, se ve, cursaron al azar simientes de zapallo anco, que de dónde habrán venido sabrá Dios. Y crecieron en planta rastrera con sus flores amarillas y radiantes y sus hojotas ásperas y sin gracia. Tal vez también por aquella cosa enigmática de los antiguos de que minima non sunt pulchra, me deje llevar y en las sucesivas cortadas de pasto dejé que prosperara el zapallo que crecía con un vigor imperial. Un rincón de ese jardín del frente necesitaba enmascaramiento y me dije -para disimular delante de mí mismo- que convenía 'dejarlo venirse grande', como dice 'la vieja'...

Y vaya que vino. Ya ocupa un tercio de su territorio. Y desde enero a hoy, ya regaló más de una docena de calabazas.

Total que...

Podría sentirse así uno el rey del universo y de lo plantado en Arda, rigiendo con mano fértil el destino de la vida y de la muerte, los ciclos y los días. Y es el caso que todas estas cosas que crecen más bien parecen absolutamente antiguas y firmes, dispuestas a permanecer cuando ya no estemos; y es uno el que se nota endeble, fugaz, provisional.

Y es, con todo, al revés.

Pero allí está la iustissima tellus, velando mis albahacas, mis calabazas y el tala.

Y aquí yo dándole nombre a ella y a sus frutos de mis manos, con mis manos.

Sabe Dios lo que hace, mejor que lo que ella sabe. Y lo que yo.