domingo, 23 de septiembre de 2012

Septiembre y la tarde

Septiembre,
ay septiembre,
país de los estruendos que bullen en la sangre
y en las venas
de esta tierra del sur...

Septiembre lisonjero,
tenorio de la savia que va por cada cosa;
septiembre, el atrevido,
el joven invasor.

Septiembre, capitán
de ejércitos de brotes en las ramas de todo,
general de las flores,
corifeo del aire,
padre de las semillas,
mariscal en el cielo de las aves
que ya braman su celo.

Así viene.

En su monta briosa,
en su jaca de nardos renacidos,
brillante en sus arreos de jazmines y salvias,
septiembre el insolente cruza el aire nublado de esta tarde
y lanza la conquista de la tarde del mundo,
en proclamas de vientos
que agitan oriflamas de viñas, de geranios.

Y septiembre comanda
hordas que claman vida
y reclaman el mundo atardecido:
lo quiere su jardín, quiere el mundo en septiembre,
para siempre septiembre.

La tarde permanece,
respira lentamente,
hondamente respira
un silencio más sabio, más hondo
que el aire de este mundo.

El sauce la requiebra y la enamora,
el cedro azula el cielo en su homenaje,
los fresnos la cortejan;
hay mistos y zorzales melodiosos,
pudorosas calandrias,
y rumores torcaces verde y oro
en los brazos tremantes de los tilos
que cercan a la tarde.

Abejas, colibríes,
las astutas patrullas de insectos entusiastas,
rumores deliciosos en el humus
de esta tierra,
cómplice y artera,
asaltan a la tarde.

Voces de miel,
frescuras de agua clara,
lavandas y canela,
limoneros que estallan,
romeros olorosos,
los mirtos y sus tenues tornasoles:
artillerías del aire,
brigadas con sus vestes aromadas y vivas,
invasoras,
asedian a la tarde.


Incólume y serena,
benévola,
distante,
generosa,
la tarde sabe un tiempo que septiembre no sabe
y vaga en su esperanza,
ya libre por el campo,
libre la voz y libre la mirada.

Libre va el corazón,
antiguo,
doliente y animoso
de la tarde.


Ya sus prendas rasgadas, sus armas esparcidas,
septiembre llora solo
un mar de sal y lágrimas saladas.
Agua y sal.
Bajarán por su faz como un bautismo nuevo.

Va añorando la tarde y su silencio,
ya seductor vencido, sus tropas agobiadas,
se extenuará su empeño de furia de septiembre.

Extraña a su enemigo,
tiene nostalgia de la bruma,
del combate a vida con la tarde.

Sabe que él pasará.

Sabe
que ella será el fin,
al fin,
en la tarde del mundo.

Y en la tarde, el amor.


Ahora, en la noche del día,
bajo estrellas frías y calladas
-son su estado mayor-,
septiembre estudia con tibio desengaño
sus inútiles cartas de guerra,
repasa su estrategia
avariciosa,
incosistentemente enamorada,
errada febrilmente.

Recuenta municiones de flores y de pájaros,
enumera sus bajas entre ayes,
y pronuncia uno a uno
sus nombres ya caídos,
sembrados en barbechos de la tierra
que cobijará los brotes, los frutos,
las simientes por generaciones,
felices
de ir hacia la tarde de esta tierra y del mundo.

Y en la tarde, el amor.

Ya calcula septiembre el infinito
y amoroso rigor de su derrota,
implora la clemencia de la tarde del mundo
y ha teñido su frente
despejada de vientos, florecida,
con las cenizas de su penitencia.


Septiembre se serena.

Ya lo sabe.


Ser septiembre no basta.