martes, 14 de febrero de 2012

Trigo

Dio 30 granos por espiga..., dijo mi madre con una satisfacción concentrada y pensativa. Y me dio siete granos de trigo.

Ya había visto tiempo atrás las plantas de trigo en una maceta de su jardín de plantas y eran unas espigas enormes, robustas, saludables. ¿Trigo? ¿En una maceta? Sembró de semilla. Vio crecer. Cuando le llegó el tiempo de la cosecha, guardó dos espigas morrocotudas y las puso detrás de una imagen de san Antonio, su patrono. Están en el portal de la cocina, junto a una ventana, sobre la pared, como custodiando no la salida de la casa, sino la entrada al verde.

Pasado enero, estuve almorzando con ella y cumplimos el primer ritual de mis visitas: ir a ver las plantas. Me cuenta cada legajo, sus avatares. Se detuvo en la vid: espera de ella este año buenas uvas que ya pintan bien aunque desparejas, porque el sol no les llega del todo..., pero serán dulces, dictaminó al pasar. Se secó casi la Santa Rita, pecado...; pero floreció, sólo para que ella la viera -porque está fuera de su estación-, la extraña planta de las hojas enormes y afelpadas y las flores de un azul que hiere.

Y a sus años, de vuelta de sus vueltas de enero, resulta que descubrió con entusiasmo de joven productora, de pronto, la siembra directa...

Revolviendo con un palito la tierra negra de la maceta, inclinada en 90° como las campesinas de sus ancestros, me contaba que había visto que se hacía eso 'ahora'. Y me contó cómo era en su tiempo, en el campo, todo dicho con detalle, largamente, como suele. Mientras, removiendo la tierra con pequeñas pasadas y repasadas, iba esparciendo unos granos de trigo que habían caído de la planta ya desaparecida, golosa con las imágenes de una nueva cosecha.

Y, claro, así tienen dos cosechas por año..., sentenció al fin. Yo no digo tanto..., pero los granos parecen buenos..., van a dar buen trigo...

Y entonces, sin poder defenderme, imaginé de pronto extensiones de espigas en terrazas y faldas de sierras, cuchillas ondulantes, llanos dorados, atardeceres de un verde vivo y fresco. Y molinos, y carros turgentes y pañuelos en la cabeza de mujeres arrebatadas por el sol. Y harinas límpidas y panes olorosos y tibios... Culpa de ella, que hablaba como si hubiera sembrado dos chacras, al menos...

Era una maceta, nomás. Nada más. Y nada menos.

En la semana, vino a casa. La sobremesa era tranquila.

Mirá lo que te traje..., dijo en voz baja y puso sobre la mesa unos insignificantes restos vegetales.

Éstos son granos de trigo, sembrálos... Esto es un cerezo, vas a ver qué lindo viene. Esto es un granadito de jardín, no, no se come, es muy vistoso... Ah, y estas dos son dos rosas, las traje de Córdoba, grandes, lindas..., no, no son rojas, son rosa..., pero tan lindas...

* * *

Mientras sembraba ayer todo ese futuro, muy temprano al alba, fresco el día todavía, pensaba cuántas semillas y brotes sembré por su culpa. Cuántas veces fracasé, y cuántas generaciones de flores y frutos y hojas han crecido en mis jardines y macetas a sus expensas.

Cuando se iba de casa ya, al atardecer de ese día, como siempre pasó en una última recorrida recolectando lavandas, jazmines, margaritas, salvias. Pequeños gajos que no saben que los acechan canteros breves, macetas, almácigos, con un destino de gloria, de flor.

Pero, el trigo...

¿Quién puede a los 83 años alegrarse por los 30 granos por espiga que le dieron unas cañas de trigo que sembró de semilla en una maceta? ¿Quién puede esperar todavía ver crecer y florecer, cuando sus días se acaban, y sabe que se acaban, y cuando casi todo -y todos- a su alrededor -¿y en el valle de este mundo?- se marchita y se aja y se vuelve ceniza del tiempo? ¿Quién puede descubrir, todavía y a sus años, viejas formas nuevas de sembrar y esperar, como una novia, ver germinar y brotar, ver crecer, ver madurar las cosas y tener el alma ocupada un poco y tanto, un tiempo y tanto, en las raíces y las hojas y las flores y los frutos de las cosas?



Ella.

Ella puede.



Dios se apiadara de mí y me diera eso.