viernes, 17 de febrero de 2012

Aspas




Me fui y volví.

Y pasa eso: las cosas que dejamos al irnos a veces esperan nuestro regreso, pacientes, quietas, como eternas. Al menos atemporales. A veces, claro.

Porque otras veces, al volver (y no importa tanto si el viaje es corto o largo), vuelve uno a un mundo distinto, en el que algunas cosas -antes casi inadvertidas, incluso- mudaron. Ya no están como eran. O simplemente ya no están.

Pueden ser cosas que importan poco o nada, pero en cuanto se nota su mudanza ya algo importan. O pueden ser mojones que fueron o se volvieron necesarios. Como se quiera, la impresión de volver a otro lugar siempre es inquietante. Y no se trata nada más del cambio, porque visto así es trivial. La furia del movimiento, o de la inmovilidad, bien puede ser trivial. Y, en grado de furia, diría que casi siempre lo es. Porque el asunto aquí es cierta necesidad de las cosas y la experiencia de nuestra raíz en ellas, y la de ellas en nosotros, siquiera raicillas pilosas y tenues. Y no la inmovilidad o el cambio, por sí mismos.

La nostalgia, por ejemplo -y para merecer ese nombre-, tiene su ocasión cuando el cambio no ha sido sin más el movimiento de algo significativo o baladí. Porque cuando es así, cuando al final no importa tanto lo que es, sino más bien si se mueve o no (a favor o en contra de que se mueva o de que no se mueva), entonces de veras no hay nostalgia, no hay saudade, apenas si hay dolor o el dolor no dura, o no es dolor, y no se lo lleva tiempos y tiempos -a veces hasta el fin del tiempo...- como una espina que punza -generalmente tibia y levemente-, sin matar y sin morir.

La nostalgia -la de buena madera- nos recuerda que nuestra existencia se teje con hilos de muchas clases y que cuando extrañamos algo, también extrañamos algo de nosotros mismos que ahora, con las ausencias y las mudanzas, parecería que queda -uno también parecería que queda- como incompleto o inacabado o ausente. Porque somos en parte también lo que vivimos, así como vivimos en buena medida -inevitablemente- lo que somos. Estamos hechos también de las cosas que nos rodean, y de nuestra relación con ellas y del modo como están presentes en nuestra existencia y cómo se traman con ella.

Como estamos hechos de nuestras miradas, de lo que oímos, de lo que hemos gustado y sentido y pensado y contemplado, y aun de lo que recordamos, cómo no. Pero sobre todo de lo que hemos hecho con eso, porque lo que de eso está en nosotros y lo que de eso sale de nosotros (de tantas maneras: al hablar, al pensar, al mirar, al tratar a las cosas mismas que nos rodean, a las personas...), también somos nosotros, de un modo tan entrañable y hondo que el amasijo es difícil de llevar a una disección.

En los años, muchas cosas pasan y se van. Se pierden, casi diría, pero -en lo que han tenido de necesarias o felices- bien puede decirse simplemente que se nos han apartado y que volveremos a encontrarlas: precisamente, en algo parejas con el grado de necesidad y felicidad que tuvieron para nosotros en este valle, Lewis dixisset, pero no sólo él. Muchas veces serán acaso ellas mismas, en su mismidad, y eso más bien ocurre, si acaso ocurre, cuando se trata de personas ya ausentes, idas, perdidas, apartadas. Otras veces no será esto o aquello en cuanto tal, sino que será la cosa misma que estaba detrás, adentro, debajo o por encima de aquello que ya no está, porque esa cosa ausente nada más representó por un tiempo, durante este tiempo, otra cosa más alta, más raigal y más verdadera.

Asunto difícil para los hombres es este asunto. Tantas veces los hombres nos hemos ocupado de querer saber y entender -para sobrevivir, más que nada, creo- qué hay más allá de lo que se pierde o se va, si queda algo de todo eso, tan hijo como todo eso es del tiempo que huye y de la mudanza de lo que no puede sino mudar.

Nuestro afán de perennidad, el afán de nuestra propia permanencia y de la permanencia de todo lo que nos es necesario y feliz, es un indicio paradojal no sólo de que estamos hechos de una madera que pide que al fin no haya mudanza y entonces no haya pérdida. Ese afán dice también que en las cosas que queremos perennes -aunque entendamos y aceptemos su ínsita caducidad-, en ella mismas hay algo que las hace aptas, siquiera posibles, para mostrarnos al menos un resplandor de lo que no muere ni habrá de partir o desaparecer.

* * *

¿Y todo esto a qué viene?

Al volver, como suelo, miré una vez más los puntos cardinales: dónde el sol al nacer, dónde el poniente, de dónde los vientos y las tormentas, hacia dónde corren las aguas, y también qué árboles crecieron, cuáles ya no están. Cosas, reconocimientos, continuidades, tránsitos. También me pasa cuando llego a un lugar que no sé. Me gusta, necesito, saber quién soy en medio de qué. Y así pasé días enteros allá, en los tiempos de enero, mirando aves volar, los vientos cambiar, siguiendo la inclinación de los pastos, el azote de las arenas, las nubes formarse, las aguas encresparse o aplacarse, ver las cosas ser y pasar.

Pero, al volver, decía, lo primero que noté fue que el molino que cerraba la vista al oeste de la cueva, había sido descabezado. Tal vez alguna de las tormentas que dizque hubo durante mi ausencia por aquí. No supieron decirme. No le hace. Como haya sido, ya no había rueda, aspas ni cola que me dijeran nada acerca de la dirección y la intensidad de los vientos. Porque eso era lo que me decía el molino cada día, varias veces al día.

Y ya no. No es más que una torre sin aspas, ciega, inmóvil. Suntuaria o exótica, podría decirse, si no quiere pronunciarse inútil.

Ahora, cada día desde que estoy de nuevo en el pago, miro hacia el oeste de tanto en tanto, durante las horas de luz, desde el amanecer y hasta la tardecita.


Por las dudas.


Tal vez vuelvan las aspas.